Pedro Rivera Jaro
En Gerindote, un pequeño pueblo de la provincia de Toledo, muy próximo a Torrijos, que era el núcleo principal de aquella comarca en la que se ubicaban ambos pueblos, nacieron mis abuelos paternos, Apolonio e Isabel.
El matrimonio formado por Isidoro Rivera Martín y Luisa Soriano Yepes, trajeron al mundo en 1887 un varón, a quien pusieron de nombre Ignacio Apolonio, en la calle Hurtada, número 4, donde vivían y tenían su domicilio.
Tres años más tarde, en 1890, vino al mundo mi abuela Isabel, hija del matrimonio formado por Emeterio González Palomo y Petra Rivera Sánchez-Aparicio, en la calle del Norte, número 7.
Tres años más tarde, en 1890, vino al mundo mi abuela Isabel, hija del matrimonio formado por Emeterio González Palomo y Petra Rivera Sánchez-Aparicio, en la calle del Norte, número 7.
Mi abuelo trabajó toda su vida en labores agrícolas, salvo el paréntesis del servicio militar que cumplió en la guerra de Melilla y que cuento en otro lugar. Después de volver de Africa, volvió a trabajar para uno de los terratenientes del pueblo, en la misma casa en la que también trabajaba mi abuela Isabel. Allí se enamoraron, y en 1914 se casaron.
En aquella casa, mi abuelo ganaba 5 pesetas diarias. En 1927 el matrimonio ya tenía 5 hijos y decidieron que Apolonio se viniese a trabajar a Madrid, en donde empezó ganando 8 pesetas diarias y muy poco tiempo después, su jefe consideró que era un hombre muy trabajador y muy responsable, por cuyas razones le subió el salario a 10 pesetas diarias.
Un año después, en 1928, buscó una casa en Madrid, donde pudiesen vivir los siete juntos, y trajo a la abuela Isabel y a los cinco hijos. Lucía de 13 años, Luis de 11, Emeterio de 9, Felix de 5 y Victor de 3 años.
La abuela enfermó muy pronto, y mi padre Felix, me contó como recordaba que el médico fue dos veces a la casa para revisarla. Muy poco después Isabel y los hijos, volvieron a Gerindote, donde la bisabuela Petra, que era su madre, cuidó de ella y de los chicos, hasta que poco después falleció aquel verano con solo 36 años. Demasiado joven y demasiados hijos.
El día que falleció , tío Luis, con 12 años estaba trabajando en el pueblo de Torrejón de Velasco, llevando con una burra, la comida y los utensilios, a una cuadrilla de segadores, ganando 20 duros (100 pesetas, 0,60 céntimos de euro), por todo el verano.
Era así la vida de un chiquillo entonces. Todos desde niños, debían aportar al mantenimiento de la familia.
Recuerdo que mi padre me contaba que con 5 ó 6 años, ganaba 1 peseta al día, pastoreando ovejas o trillando la miés, en el verano.
Un día que estaba en el Pradolongo, y que llovía a mares, en el mismo lugar donde 38 años después yo iba a jugar los sábados al futbol con mis compañeros de bachillerato del Colegio Central, mi padre que estaba allí con las ovejas y, que había estrenado sus alpargatas de tela y cáñamo, aquel mismo día, al pisar el barro santo que se pegaba en ellas en gran cantidad, empezó a llorar amargamente, porque sus alpargatas se le iban a destrozar. Pobre niño mi padre, que no se daba cuenta todavía de que, mucho más importante que las alpargatas, había perdido a su querida madre.
Digo madre, porque así lo decían ellos, que no estilaban decir mamá, como decimos ahora.
Si alguno de nosotros, mis hermanos o yo, cometíamos el error de contestar mal o desobedecer a mamá, y mi padre lo presenciaba, montaba en cólera y nos reprendía diciéndonos, que no teníamos ni remota idea de lo que significaba, tener una madre.
Si alguno de nosotros, mis hermanos o yo, cometíamos el error de contestar mal o desobedecer a mamá, y mi padre lo presenciaba, montaba en cólera y nos reprendía diciéndonos, que no teníamos ni remota idea de lo que significaba, tener una madre.
Eso y despreciar las comidas que nos hacía mamá, teniendo en cuenta el hambre que había pasado él, eran los más graves motivos que podían despertar su rabia contra nosotros, a quienes por otra parte, adoraba.
Algún día que ya había terminado sus tareas laborales, y fijaros bien que me estoy refiriendo a un niño de 6 años, y salía a la calle a jugar con otros niños de su edad o parecida, y salían las madres de los otros niños, a darles la merienda, mi padre se metía en la casa y se ponía a llorar en soledad, porque él no tenía aquella madre que tanto quiso y que ya no podía, darle su merienda, ni sus besos, ni sus abrazos.
Nunca olvidó el recuerdo de su madre, a quién siempre mencionaba con un tremendo cariño, que se dibujaba en el brillo de sus ojos, y en la sonrisa de toda su cara.
Mi abuelo Apolonio con sus 42 años, quedó viudo y con 5 criaturas, de las cuales la mayor era mi tía Lucía, la única hembra, que tenía 13 años. El más pequeño de los hermanos era mi tío Victor, con 3 años. Y ella se convirtió en la responsable de todos, porque mi abuelo no quiso nunca que sus hijos tuvieran madrastra.
Y así fue hasta su fallecimiento.