El patio de mi casa

E

Pedro Rivera Jaro

 
Las personas de fuera de Madrid piensan que esta gran ciudad siempre estuvo constituida por enormes rascacielos como los que existen en la hermosa calle de la Gran Vía o el paseo de la Castellana, pero yo recuerdo de mi primera infancia, en la zona de los barrios del sur de Madrid, en mi calle que entonces se llamaba Barrio de San José y a la que posteriormente cambiaron a Calle de San Fortunato, existía una mayoría de casas de planta baja, en muchas de las cuales faltaban los servicios más elementales, como agua corriente o alcantarillado, y cuyas calles carecían de pavimento, y cuando llovía, se formaban enormes barrizales, y grandes charcos de agua, que los chiquillos aprovechábamos para jugar hasta ponernos perdidos de salpicaduras de agua embarrada, y que cuando llegábamos a casa, nuestras madres nos administraban una buena ración de azotes en las nalgas.
 
A 200 metros de mi casa, había campos sembrados de trigo o cebada, entre cuyos surcos, nosotros buscábamos nidos de alondra, lagartijas, lagartos y culebras. Disfrutábamos dentro de la gran ciudad, de cosas propias del campo, como escuchar donde cantaban los grillos y descubrir el agujero donde se refugiaban, al escuchar el ruido de nuestros pasos al aproximarnos. Metíamos por el agujerito una pajita vegetal, y como habían entrado reculando en su refugio, les hacíamos cosquillas en la parte delantera y les obligábamos a salir, momento que nosotros aprovechábamos para capturarlos. Luego les metíamos en unas jaulitas hechas con telas metálicas mosquiteras, y les echábamos hojas de lechuga para que comieran y nos deleitaran con su canto.
 
En lo que fue mi casa, hoy día existen dos bloques de viviendas de cuatro alturas, y la calle que os he contado que era de tierra, hoy está debidamente asfaltada, y todos aquellos campos de trigo y cebada, hoy son bloques de viviendas con todos los servicios y comodidades que la vida moderna impone.
 
En la parte trasera de mi casa existían los garajes donde mi padre encerraba su camión, con su banco de trabajo, herramientas y demás utensilios de su actividad de transportista. En otra parte existía un gallinero, con un par de docenas de gallinas ponedoras, un palomar en su parte alta, y a un costado exterior de la valla metálica del gallinero, teníamos tres jaulas de conejos.
Todo esto estaba a mi cuidado que tenía entre mis obligaciones la alimentación, y limpieza de todos estos animales.
 
Algún día os contaré muchas más cosas del transcurrir de mi infancia, muy feliz, pero poniendo el acento en que los niños, entonces teníamos muchas obligaciones en ayuda de las actividades familiares, además de estudiar.
En la parte de mi patio que daba a la ventana de la cocina y a la que se accedía por la puerta del pasillo central de la vivienda, había una enorme morera que había plantado mi abuelo Pedro, que producía moras blancas, muy dulces, alrededor de cuyo grueso tronco había instalada una gran mesa de madera, donde los domingos de verano solíamos reunirnos a comer los seis miembros de nuestra familia.
Cuando yo cometía alguna travesura infantil, y enfadaba a mi querida mamá, ésta me perseguía, zapatilla en mano, y yo subía por la mesa y, trepando por el tronco y ramas del árbol, escapaba a las iras de mi progenitora.
 
También teníamos una higuera de higos blancos de cuello dama, riquísimos, dos parras para dar sombra, un rosal, de rosas rojas y plantas de sándalo y hierbabuena, todos alrededor del patio, en un borde de tierra ajardinada, y en las paredes, colocados en soportes de hierro pintados de verde, colgaban tiestos de geranios, pelargonios, claveles, etc., sobre el fondo blanco de la cal deslumbrando la mirada, como si estuviéramos en un precioso patio andaluz.
Y todo el resto del patio estaba pavimentado de cemento, que anteriormente estuvo adoquinado con piedra de Colmenar, donde yo de pequeño tropezaba y me hería las rodillas con demasiada frecuencia.
 
En la década de los 50, aproximadamente en 1955, en pleno mes de julio, tuvimos un día verdaderamente tórrido.
Entonces no se hablaba de cambio climático, pero os aseguro que hacía tanto calor como ahora, con el agravante de que no teníamos aire acondicionado.
 
El frigorífico nuestro era un pozo de agua como de 12 metros de profundidad, en cuyas aguas claras y frescas, mediante un cubo amarrado a una maroma, deslizándose mediante una garrucha de hierro, bajábamos una botella de vino, otra de gaseosa y una tercera de agua, unos tomates y un melón.
 
Todo ello introducido en el agua del pozo y cuando llegaba la hora de la comida lo subíamos, y su contenido estaba bien fresquito
Aquel pozo lo había excavado mi abuelo Pedro, mucho antes de que yo viniese a este mundo, y lo había revestido de ladrillo recocho.
 
En la parte superior, el brocal llegaba a una altura aproximada de un metro, y todo él estaba revestido de cemento y encalado. Por encima tenía un arco metálico y en la mitad del arco tenía soldado un gancho del cual se colgaba la garrucha.
 
En el borde del brocal tenía abrochadas con tornillos grandes, dos bisagras, que articulaban con una trampilla de chapa, que se abatía sobre el borde circular de su orilla contraria. De esta forma quedaba cerrada la boca del pozo, y se evitaba cualquier accidente que pudiese sobrevenir a cualquier persona o animal, y que pudiera precipitarse hasta el fondo del pozo, como le ocurrió a una perdiz roja, que yo tenía suelta por mi jardín, y que espantada por mi hermano Javi, cayó tras un corto vuelo en el fondo del pozo, y tuvimos que sacarla con el cubo, pero como resultado de los golpes que se dio en la cabeza , al caer, quedó ciega y, a los pocos días murió. Su muerte me causó gran disgusto, porque ese animalito lo crié yo desde que era un pollito y le tenía gran cariño.
 
Junto al brocal del pozo se hallaba una pila de piedra, que desaguaba en la alcantarilla, donde mi madre, una vez llena con agua del pozo, lavaba la ropa, mientras cantaba las canciones que oía cantar en la radio a Lola Flores, Juanita Reina, Marifé de Triana y otras famosas del momento.
Todavía no habían llegado las primeras lavadoras automáticas a España.
 
Como os decía anteriormente, aquella tarde-noche, el calor se hacía insoportable y mi padre pensó que podríamos dormir en el patio, donde con el frescor de los árboles sería un poco más baja la temperatura.
Para ello colocó unas alfombras en el suelo, y sobre ellas puso un colchón, con unas sábanas y se acostó en él.
A mí me pareció algo divertido y le pregunté si podía dormir con él, y él riéndose me dijo que si y me acosté con él
Hasta que en mitad de la noche, nos despertó una tremenda tormenta de truenos y gran aparato eléctrico.
De pronto empezó a llover con gran violencia, lo que nos obligó a recogerlo todo corriendo y meternos dentro de la casa.
 
Son cosas que ocurren en la niñez y se te graban profundamente en la memoria, sin poder olvidarlas con el paso de los años.
Han pasado 69 años, aproximadamente y sigo recordando los gestos cariñosos de mi querido padre.

Sobre el autor/a

Pedro Rivera Jaro

Nació el 24 de febrero de 1950 en Madrid, España. Jubilado con estudios de Empresariales, Marketing y Logística. Dedicado por afición a la narrativa y poesía. Jurado en el Concurso Cultural FECI/INTE, participante en el Libro Versos en el Aire, con el poema ¿A dónde va?
Concurso Villa de Lumbrales XXII, de la Asociación de Mujeres.
Concurso de Editora Ex Libric, con el trabajo 48 Palabras.
En 2023 escribió, mano a mano con la autora Silvia Cristina Preysler Martinson el libro, en español y portugués, Cuatro Esquinas - Quatro Cantos.

Síguenos