La tumba

L

Silvia C.S.P. Martinson

Traducido al español por Pedro Rivera Jaro
 
Fui a visitar aquella tumba cuando estuve en Gaurama, antigua provincia de Erechim en el estado de Rio Grande do Sul, Brasil.
 
Era simple, pero bien conservada. Estaba situada justo al inicio del cementerio y consistía en una cerca de hierro torneado y una cruz donde estaban escritos en una placa de metal los nombres de las personas allí enterradas.
 
No había lápida, la tumba era de tierra, que sin embargo estaba cubierta por flores silvestres de varios colores y un rosal con rosas rojas.
 
Allí había paz y soledad al mismo tiempo. La impresión que daba el lugar era que hacía mucho tiempo que nadie lo visitaba.
 
Entonces, en ese momento, me volvieron a la memoria las historias que había escuchado tantas veces cuando era niña.
 
Allí estaban enterrados un matrimonio.
 
Había escuchado su historia contada por otros.
Él era, según me dijeron, ruso. Era ingeniero agrícola. Pienso que por su apellido debía de ser judío, ya que ese nombre no parecía del idioma ruso. Se llamaba Carlos, Carlos Martinson.
 
Trabajaba en el palacio del Zar como ingeniero jefe, encargado de administrar los jardines y plantaciones del mismo.
 
Me contaron que ese Zar estaba loco y que, en pleno invierno, cuando todo quedaba cubierto de hielo, exigía que los jardines estuvieran llenos de flores cuando él pasaba en carruaje. Su nombre era Nicolás II.
 
Carlos, debido a su habilidad y conocimiento agrícola, criaba rosales en invernaderos y tenía, para satisfacer a ese déspota, rosas que colocaba en los parterres esperando el paso del todopoderoso Zar, las cuales, al final de su recorrido, ya estaban muertas y secas por el frío.
 
Carlos estaba casado. Su esposa era procedente de Lituania, hija de una familia de origen noble y cuyo apellido era Von Rohnes o Rhouness. Se llamaba Cristina.
 
En esa familia, como en toda su descendencia, la hija primogénita lleva el nombre de Cristina, sea como primer o segundo nombre.
 
Ella era enfermera de alto nivel, es decir, especialmente cualificada para participar, incluso, en cirugías. Era una mujer muy culta, habilidosa y elegante. Sabía, incluso, hacer perfumes.
 
Bien, continuemos con la historia de los dos.
 
Se conocieron en algún lugar de Europa, no sabemos dónde. Se casaron y fueron a vivir a San Petersburgo, ciudad ubicada en el mar Báltico, un puerto que fue durante dos siglos la capital imperial de Rusia, y donde Carlos desempeñaba sus funciones en el palacio del Zar. De su unión nacieron 10 hijos.
 
El pueblo estaba hambriento y descontento con el Zar por su gestión desastrosa en la conducción del país, que se encontraba en la miseria mientras él, su familia y sus cortesanos vivían en el mayor lujo y opulencia. La revolución comunista y el descontento general ya se sentían por las calles de la ciudad.
 
Carlos tenía un hermano que era comunista. Este le advirtió lo que iba a suceder a la familia real y a todos los que la rodearan, incluidos los sirvientes. Todos serían asesinados, encarcelados y fusilados a ser posible, para que el nuevo sistema gubernamental se implantara sin mayores resistencias.
 
Ante tal conocimiento, Carlos hábilmente abandonó el palacio con su familia, atravesó Europa y, después de un tiempo, embarcó rumbo a las Américas. Su hermano hizo lo mismo, pero por otro camino. Atravesó Siberia a pie y llegó a Canadá, donde se estableció.
 
Carlos llegó a América del Sur, más concretamente a Brasil, donde primero se estableció en la ciudad de Campinas, donde trabajó en las plantaciones.
 
En Campinas, él y su esposa tuvieron dos hijas más, las únicas brasileñas, una se llamaba Natalia, la mayor, y la otra más joven, María.
 
Sin embargo, no permanecieron mucho tiempo allí. Carlos quería tener su propio espacio, ser dueño de su vida y de su propiedad, es decir, dejar de ser empleado.
 
Y así, de acuerdo con Cristina, su esposa, compraron tierras en el sur del país,  en un pueblecito llamado Gaurama, nombre que conserva hasta hoy.
 
No obstante, para llegar allí solo se podía ir a lomos de burros y en carretas que eran conducidas con las familias de inmigrantes hasta esas tierras inhóspitas. Había en esas tierras pumas, monos y serpientes de todo tipo.
 
Construyeron su casa, que adornaron con los objetos que habían traído de Rusia, tales como aparatos para hacer los perfumes que Cristina tan bien sabía elaborar junto con sus hijas mayores, además de un candelabro de 7 velas y un samovar para preparar el té.
 
Los habitantes de esa región, muy pocos, eran personas más simples, con poca educación y cultura, y por eso miraban a esta familia con cierto desdén y, al mismo tiempo, con disimulada envidia.
 
Las hijas más pequeñas fueron bautizadas en la religión católica ortodoxa.
 
Los árboles en ese lugar eran tan viejos y grandes que los doce hijos juntos no podían abrazarlo sus troncos.
 
La rigidez del clima, las costumbres, y las dificultades inherentes al lugar, hicieron que una de las hijas muriera durante la famosa gripe española, que diezmó grandes poblaciones y arrebató a muchas familias a sus seres queridos.
 
Desafortunadamente, para los hijos, los padres Carlos y Cristina vivieron poco tiempo allí.
 
Carlos murió como consecuencia de la caída de un caballo sobre él mientras cruzaba un río.
 
Ella falleció algún tiempo después a causa de una neumonía mal curada en un lugar donde no había médicos ni medicinas.
 
Los hijos mayores se dispersaron en busca de nuevas tierras y oportunidades.
 
Solo quedó allí un hermano casado, quien crió a la hija menor, María, y hasta hace algunos años, ella, también casada y con nietos, aún vivía en esa ciudad.
 
Hoy no se tienen más noticias de ellos.
 
Natalia fue llevada para ser criada por otra hermana que, también casada, la llevó a su casa y, junto con su esposo, la tuvo, dándole poca educación, viéndola más como una empleada doméstica.
 
Sin embargo, a pesar de todas las dificultades y de quedar huérfana a los cuatro años, Natalia creció y aprendió un oficio y, prácticamente autodidacta, mantuvo durante toda su vida un gran amor por los libros, siendo una lectora voraz y amante de la buena música, asistiendo cuando podía a los conciertos que se daban los domingos en la ciudad donde, después de casarse, fue a vivir.
 
Natalia fue mi adorada madre.
 
Carlos y Cristina fueron los abuelos que, lamentablemente, no conocí y a cuya tumba rendí mis homenajes póstumos.

Sobre el autor/a

Silvia Cristina Preissler Martinson

Nació en Porto Alegre, es abogada y actualmente vive en El Campello (Alicante, España). Ya ha publicado su poesía en colecciones: VOCES DEL PARTENÓN LITERARIO lV (Editora Revolução Cultural Porto Alegre, 2012), publicación oficial de la Sociedad Partenón Literario, asociación a la que pertenece, en ESCRITOS IV, publicación oficial de la Academia de Letras de Porto Alegre en colaboración con el Club Literario Jardim Ipiranga (colección) que reúne a varios autores; Escritos IV ( Edicões Caravela Porto Alegre, 2011); Escritos 5 (Editora IPSDP, 2013) y en español Versos en el Aire (Editora Diversidad Literaria, 2022).
En 2023 publica, mano a mano con el escritor Pedro Rivera Jaro, en español y en portugués, el libro Cuatro Esquinas - Quatro Cantos.

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