Carlos Bone Riquelme
No era alto, pero tampoco bajo. Más bien, de lo que se diría una estatura media chilena —que, en términos internacionales, era más bien baja—, aunque tenía algo que atraía. Se vestía siempre de traje y corbata, y su aspecto era pulcro, de esos que invitan a imaginar el aroma de la colonia o el after shave que se aplica cada mañana.
Más de alguna mujer se habría preguntado cómo serían sus noches, porque su paso era pausado y sus manos, de dedos largos y uñas bien cortadas, parecían hechas para el placer. Sus ojos negros, ligeramente hundidos bajo largas pestañas, lo hacían parecer más un poeta que el oficinista de banco que en realidad era. Trabajaba hacía años en el Banco de Comercio, con gran dedicación a sus labores; nunca llegaba tarde ni se iba temprano.
Era responsable, metódico y atento a los cambios que pudieran afectar a la institución. Sin embargo, no era de los que notan lo que ocurre a su alrededor.
Su nombre era Sean, de origen irlandés. Sus padres, Mauren y Albert, eran de Dublín, aunque se habían mudado a Chile antes de que él naciera. Sean había escuchado muchas veces las historias de cómo escaparon de la guerra entre irlandeses e ingleses, aquella lucha interminable entre la Irlanda católica y la protestante de Belfast. Cansados de la violencia y del odio, huyeron hacia el sur del mundo, buscando paz.
Ya en Santiago, decidieron mudarse a un lugar más tranquilo, lejos del ruido de la capital. Entre las posibles ciudades, les llamó la atención aquella pequeña urbe costera: Concepción. Allí se establecieron. Allí nació Sean.
Fue hijo único. Después de su nacimiento, su madre sufrió dos pérdidas, y el médico le dijo que no podría tener más hijos. Así que Sean creció rodeado de cuidados y sobreprotección. Su padre, ingeniero de profesión, consiguió trabajo en la gran compañía metalúrgica del país, Huachipato, mientras su madre se dedicó por completo al hogar.
Sean estudió en un colegio católico. No era el alumno más brillante, pero sí uno de los más dedicados. Era algo introvertido, sin muchos amigos; prefería la lectura a los grupos bulliciosos. Sus padres alentaban esa afición, comprándole libros y dándole el espacio que solo quienes leen conocen: ese mundo interior donde todo cabe.
Esa pasión, sin embargo, no ayudó mucho en su vida social ni afectiva. Nunca tuvo una vida amorosa activa, aunque varias chicas se interesaron en él. Lucía siempre serio, concentrado en los estudios, y sus buenas notas le valieron el apodo de “tonto serio”, lo que lo alejaba de los compañeros populares.
Tampoco le gustaban los deportes, otro motivo de distancia en un país tan futbolero.
Terminó la enseñanza media con las mejores calificaciones, lo que le permitió obtener una beca en la Universidad de Concepción, donde decidió estudiar Economía, ciencia que ya lo había cautivado desde que leyó a Adam Smith en la adolescencia. Desde el primer año, se dedicó por completo al estudio. Tuvo alguna novia, pero ninguna relación duró demasiado: su tiempo pertenecía a los libros.
Al graduarse con honores, postuló a un posgrado en la Universidad de Princeton, en Estados Unidos. Fue aceptado sin dificultad y pronto se convirtió en uno de los estudiantes más destacados. Obtuvo su Máster en Ciencias Económicas en apenas dos años, y antes de graduarse ya le habían ofrecido trabajo como profesor adjunto y como parte del equipo de investigaciones económicas de la universidad. Su carrera prometía, y sus padres se sentían orgullosos.
Una tarde, al salir de la universidad, cansado y con una llovizna fina cayendo sobre la ciudad —o tal vez solo sobre su ánimo—, decidió detenerse en un bar cualquiera, en una calle desconocida, para despejar la niebla de su espíritu.
El lugar estaba lleno: hombres de traje mezclados con obreros, y alguno que otro perdido en las sombras del rincón. Con algo de esfuerzo, Sean alcanzó la barra de madera gastada, brillante de grasa y de manos anónimas. Se apoyó en el mostrador y llamó al tabernero, quien, entre los gritos de los clientes, se acercó con indiferencia amable y le sirvió un whisky.
Bebió un trago, y al mirar alrededor vio un grupo reunido en torno a una mesa junto a la ventana. En el centro, una mujer de cabello negro y ojos profundos parecía tener dominados a los que la rodeaban.
Sean no pudo evitar clavar la mirada en ella.
Y quizás, sintiendo el peso de esa atención, ella giró lentamente la cabeza.
Por un instante, los ojos de ambos se encontraron en medio del barullo.
Las miradas se sostuvieron un instante. La de ella tenía algo de desafío, como si lo invitara al ruedo de una tarde de toros; la de él, en cambio, se mantenía distante, curiosa, pero sin definirse del todo.
De pronto, ella abandonó la mesa y se acercó.
Por un momento, Sean quedó descolocado, aunque pronto recuperó la compostura. Iniciaron una conversación trivial, que sin saber cómo derivó en algo más profundo, y luego —casi sin transición— en un diálogo íntimo, personal, como si se conocieran desde siempre.
Nadie podría decir cómo ocurrió exactamente, pero esa noche terminaron en su apartamento de soltero: un espacio impersonal, adornado con fotografías de edificios y reproducciones de Rockwell, con ceniceros impecables —porque él no fumaba— y un orden casi monacal.
Lo que empezó como un encuentro casual se transformó en muchas noches, y luego en una convivencia sin matrimonio, pero colmada de emociones intensas, de despedidas sin razón y reencuentros inevitables. Era una relación que parecía sacada de una película de los años cincuenta.
Las diferencias entre ambos eran evidentes: ella, una actriz de teatro, bohemia y soñadora; él, un profesional metódico, atrapado entre las complejidades de la economía moderna.
Pero había entre ellos una tierra de nadie que los encontraba cada noche. Allí, ella dejaba atrás el maquillaje del escenario, y él se despojaba del traje y la corbata —esa segunda piel de un animal domesticado—. Frente al balcón del apartamento, miraban juntos la noche, desnudos de ropa y de intenciones, acompañados solo por una canción de Frank Sinatra y un cóctel improvisado.
En esos momentos, se desprendían de sí mismos para entrar en un pacto secreto, un contubernio que los alejaba de sus respectivos mundos.
Pero la mañana los devolvía a la realidad: cada uno despierto en su propio extremo de la cama, conscientes de que el mundo —su mundo— era así, lleno de cercanías imposibles y distancias inevitables.
Ella le habló de su infancia.
De su padre, muerto en una de esas revoluciones tercermundistas que devoran esperanzas.
De su madre, una mujer fuerte, que trabajaba “como mula”, decía ella, para darle de comer y empujarla hacia un futuro que se desbocó el día en que decidió ser actriz.
Nunca se supo si realmente tenía talento, pero el teatro fue su refugio: el lugar donde la vida y la ficción se mezclaban hasta confundirse.
Su madre terminó aceptando lo inevitable, y ella partió rumbo al mundo anglosajón para estudiar artes dramáticas, decidida a convertirse en aquello que siempre soñó: un redoble de tambores, un concierto al aire libre, un personaje entre millones de otros que salían de páginas ya escritas —y muchas aún por escribir—.
Eran dos mundos distantes, amarrados sin compasión, sabiendo que, desde el principio, todo se derrumbaba desde las bases.
Porque, aunque los unía la pasión, sabían que lo suyo no tenía sentido.
Y un día cualquiera, él aceptó un empleo en el Banco Central de Chile.
Decidió volver a sus comienzos. No porque lo deseara realmente, sino porque necesitaba dejar de soñar. Ya estaba cansado; todo aquello lo sobrepasaba.
En algún momento compró un anillo, y durante unas horas creyó en la ilusión del gesto.
Pero pronto comprendió su inutilidad y lo devolvió.
Esa noche caminó sin rumbo por las aceras desnudas de la ciudad, por los barrios donde los sin casa se agrupaban alrededor de tambores encendidos, calentando las manos entre el fuego y una botella compartida.
Cuando volvió al apartamento, la encontró mirando fijamente la pared, como si en ella buscara una señal.
Sabía —ambos lo sabían— que ni Dean Martin podría unirlos o separarlos más de lo que la vida ya había decidido.
Aquella noche durmieron de espaldas, cada uno mirando hacia su propia pared, buscando la dirección contraria, arrastrados por una fuerza invisible, una gravedad inevitable, como si Newton mismo hubiera trazado sus órbitas divergentes.
Y así fue como un día él desapareció.
Sin palabras, sin despedida.
Solo una carta —llena de drama y lágrimas disueltas— quedó sobre la mesa.
Ella, entonces, volvió a los bares de siempre, con los mismos amigos y las mismas risas de humo.
Allí, entre copas y canciones, los sueños parecían transformarse en realidad, aunque solo fuera por unas horas.









