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Abrazado a la luna

A

Carlos Bone Riquelme

 

No era alto, pero tampoco bajo. Más bien, de lo que se diría una estatura media chilena —que, en términos internacionales, era más bien baja—, aunque tenía algo que atraía. Se vestía siempre de traje y corbata, y su aspecto era pulcro, de esos que invitan a imaginar el aroma de la colonia o el after shave que se aplica cada mañana.

Más de alguna mujer se habría preguntado cómo serían sus noches, porque su paso era pausado y sus manos, de dedos largos y uñas bien cortadas, parecían hechas para el placer. Sus ojos negros, ligeramente hundidos bajo largas pestañas, lo hacían parecer más un poeta que el oficinista de banco que en realidad era. Trabajaba hacía años en el Banco de Comercio, con gran dedicación a sus labores; nunca llegaba tarde ni se iba temprano.

Era responsable, metódico y atento a los cambios que pudieran afectar a la institución. Sin embargo, no era de los que notan lo que ocurre a su alrededor.

Su nombre era Sean, de origen irlandés. Sus padres, Mauren y Albert, eran de Dublín, aunque se habían mudado a Chile antes de que él naciera. Sean había escuchado muchas veces las historias de cómo escaparon de la guerra entre irlandeses e ingleses, aquella lucha interminable entre la Irlanda católica y la protestante de Belfast. Cansados de la violencia y del odio, huyeron hacia el sur del mundo, buscando paz.

Ya en Santiago, decidieron mudarse a un lugar más tranquilo, lejos del ruido de la capital. Entre las posibles ciudades, les llamó la atención aquella pequeña urbe costera: Concepción. Allí se establecieron. Allí nació Sean.

Fue hijo único. Después de su nacimiento, su madre sufrió dos pérdidas, y el médico le dijo que no podría tener más hijos. Así que Sean creció rodeado de cuidados y sobreprotección. Su padre, ingeniero de profesión, consiguió trabajo en la gran compañía metalúrgica del país, Huachipato, mientras su madre se dedicó por completo al hogar.

Sean estudió en un colegio católico. No era el alumno más brillante, pero sí uno de los más dedicados. Era algo introvertido, sin muchos amigos; prefería la lectura a los grupos bulliciosos. Sus padres alentaban esa afición, comprándole libros y dándole el espacio que solo quienes leen conocen: ese mundo interior donde todo cabe.

Esa pasión, sin embargo, no ayudó mucho en su vida social ni afectiva. Nunca tuvo una vida amorosa activa, aunque varias chicas se interesaron en él. Lucía siempre serio, concentrado en los estudios, y sus buenas notas le valieron el apodo de “tonto serio”, lo que lo alejaba de los compañeros populares.

Tampoco le gustaban los deportes, otro motivo de distancia en un país tan futbolero.

Terminó la enseñanza media con las mejores calificaciones, lo que le permitió obtener una beca en la Universidad de Concepción, donde decidió estudiar Economía, ciencia que ya lo había cautivado desde que leyó a Adam Smith en la adolescencia. Desde el primer año, se dedicó por completo al estudio. Tuvo alguna novia, pero ninguna relación duró demasiado: su tiempo pertenecía a los libros.

Al graduarse con honores, postuló a un posgrado en la Universidad de Princeton, en Estados Unidos. Fue aceptado sin dificultad y pronto se convirtió en uno de los estudiantes más destacados. Obtuvo su Máster en Ciencias Económicas en apenas dos años, y antes de graduarse ya le habían ofrecido trabajo como profesor adjunto y como parte del equipo de investigaciones económicas de la universidad. Su carrera prometía, y sus padres se sentían orgullosos.

Una tarde, al salir de la universidad, cansado y con una llovizna fina cayendo sobre la ciudad —o tal vez solo sobre su ánimo—, decidió detenerse en un bar cualquiera, en una calle desconocida, para despejar la niebla de su espíritu.

El lugar estaba lleno: hombres de traje mezclados con obreros, y alguno que otro perdido en las sombras del rincón. Con algo de esfuerzo, Sean alcanzó la barra de madera gastada, brillante de grasa y de manos anónimas. Se apoyó en el mostrador y llamó al tabernero, quien, entre los gritos de los clientes, se acercó con indiferencia amable y le sirvió un whisky.

Bebió un trago, y al mirar alrededor vio un grupo reunido en torno a una mesa junto a la ventana. En el centro, una mujer de cabello negro y ojos profundos parecía tener dominados a los que la rodeaban.

Sean no pudo evitar clavar la mirada en ella.

Y quizás, sintiendo el peso de esa atención, ella giró lentamente la cabeza.

Por un instante, los ojos de ambos se encontraron en medio del barullo.

Las miradas se sostuvieron un instante. La de ella tenía algo de desafío, como si lo invitara al ruedo de una tarde de toros; la de él, en cambio, se mantenía distante, curiosa, pero sin definirse del todo.

De pronto, ella abandonó la mesa y se acercó.

Por un momento, Sean quedó descolocado, aunque pronto recuperó la compostura. Iniciaron una conversación trivial, que sin saber cómo derivó en algo más profundo, y luego —casi sin transición— en un diálogo íntimo, personal, como si se conocieran desde siempre.

Nadie podría decir cómo ocurrió exactamente, pero esa noche terminaron en su apartamento de soltero: un espacio impersonal, adornado con fotografías de edificios y reproducciones de Rockwell, con ceniceros impecables —porque él no fumaba— y un orden casi monacal.

Lo que empezó como un encuentro casual se transformó en muchas noches, y luego en una convivencia sin matrimonio, pero colmada de emociones intensas, de despedidas sin razón y reencuentros inevitables. Era una relación que parecía sacada de una película de los años cincuenta.

Las diferencias entre ambos eran evidentes: ella, una actriz de teatro, bohemia y soñadora; él, un profesional metódico, atrapado entre las complejidades de la economía moderna.

Pero había entre ellos una tierra de nadie que los encontraba cada noche. Allí, ella dejaba atrás el maquillaje del escenario, y él se despojaba del traje y la corbata —esa segunda piel de un animal domesticado—. Frente al balcón del apartamento, miraban juntos la noche, desnudos de ropa y de intenciones, acompañados solo por una canción de Frank Sinatra y un cóctel improvisado.

En esos momentos, se desprendían de sí mismos para entrar en un pacto secreto, un contubernio que los alejaba de sus respectivos mundos.

Pero la mañana los devolvía a la realidad: cada uno despierto en su propio extremo de la cama, conscientes de que el mundo —su mundo— era así, lleno de cercanías imposibles y distancias inevitables.

Ella le habló de su infancia.

De su padre, muerto en una de esas revoluciones tercermundistas que devoran esperanzas.

De su madre, una mujer fuerte, que trabajaba “como mula”, decía ella, para darle de comer y empujarla hacia un futuro que se desbocó el día en que decidió ser actriz.

Nunca se supo si realmente tenía talento, pero el teatro fue su refugio: el lugar donde la vida y la ficción se mezclaban hasta confundirse.

Su madre terminó aceptando lo inevitable, y ella partió rumbo al mundo anglosajón para estudiar artes dramáticas, decidida a convertirse en aquello que siempre soñó: un redoble de tambores, un concierto al aire libre, un personaje entre millones de otros que salían de páginas ya escritas —y muchas aún por escribir—.

Eran dos mundos distantes, amarrados sin compasión, sabiendo que, desde el principio, todo se derrumbaba desde las bases.

Porque, aunque los unía la pasión, sabían que lo suyo no tenía sentido.

Y un día cualquiera, él aceptó un empleo en el Banco Central de Chile.

Decidió volver a sus comienzos. No porque lo deseara realmente, sino porque necesitaba dejar de soñar. Ya estaba cansado; todo aquello lo sobrepasaba.

En algún momento compró un anillo, y durante unas horas creyó en la ilusión del gesto.

Pero pronto comprendió su inutilidad y lo devolvió.

Esa noche caminó sin rumbo por las aceras desnudas de la ciudad, por los barrios donde los sin casa se agrupaban alrededor de tambores encendidos, calentando las manos entre el fuego y una botella compartida.

Cuando volvió al apartamento, la encontró mirando fijamente la pared, como si en ella buscara una señal.

Sabía —ambos lo sabían— que ni Dean Martin podría unirlos o separarlos más de lo que la vida ya había decidido.

Aquella noche durmieron de espaldas, cada uno mirando hacia su propia pared, buscando la dirección contraria, arrastrados por una fuerza invisible, una gravedad inevitable, como si Newton mismo hubiera trazado sus órbitas divergentes.

Y así fue como un día él desapareció.

Sin palabras, sin despedida.

Solo una carta —llena de drama y lágrimas disueltas— quedó sobre la mesa.

Ella, entonces, volvió a los bares de siempre, con los mismos amigos y las mismas risas de humo.

Allí, entre copas y canciones, los sueños parecían transformarse en realidad, aunque solo fuera por unas horas.

El maestro

E

Silvia C.S.P. Martinson

 

El discípulo lo extrañaba inmensamente y lo recordaba a menudo en sus caminatas diarias.

Recordaba cuánto conversaron los dos todos los días y también las historias que él, el Maestro, siempre tenía para contarle.

También le había transmitido a él, su discípulo, a través de su ejemplo, las diversas maneras de enfrentar la vida y los obstáculos que esta les ponía por delante, en las más diversas formas, para que, sabiamente, consiguieran superar las dificultades con éxito.

El Maestro, poco a poco y confiando en la discreción de su alumno, con el tiempo y los años, le fue contando pasajes de su vida, sobre todo con el objetivo de lograr con ello el aprendizaje del discípulo. Él sabía que este sería el último en esta vida porque su misión ya estaba casi completada en aquel lugar.

El camino del Maestro había sido largo y, algunas veces, difícil.

Había nacido en una familia cuyo padre provenía de progenitores inmigrantes huidos de las guerras, y de una madre huérfana, criada por su hermana, quien solo se aprovechó de ella para que criara a su hija y sirviera como empleada doméstica en su casa, proporcionándole poca educación y escolaridad.

A pesar de las dificultades, los padres del Maestro, al casarse y enterarse, más adelante, de que tendrían un hijo, resolvieron, dentro de sus posibilidades, proporcionarle un nivel de educación mejor que el que ellos tuvieron.

Entonces él vino al mundo trayendo en su bagaje espiritual el conocimiento de que tendría dificultades que superar, al mismo tiempo que, en su vida, debería acoger a otros en su camino, a quienes, por su elección en el plano espiritual, se había comprometido a ayudar a desarrollarse y a crecer como seres humanos inteligentes y bondadosos.

Las experiencias sufridas por el Maestro para hacer justicia a esta palabra fueron muchas veces difíciles de superar. Sin embargo, su fuerza de voluntad y confianza en sí mismo hicieron que fuera venciendo todos los obstáculos propuestos.

Por su propia voluntad, fue a trabajar muy temprano, mientras estaba estudiando, con el objetivo de aliviar la carga doméstica de sus padres, que ya estaban envejeciendo.

Tuvo éxito en este empeño: concluyó sus estudios a pesar de trabajar todo el día en una empresa bancaria. Lo hizo en colegios que tenían clases nocturnas y eran públicos. Volvía cansado a casa, pero más feliz por un día más de conquistas.

La Universidad la cursó por la noche y de ella salió con reconocido brillo por parte de sus profesores, que lo eligieron para representar a sus colegas en la graduación oficial.

A lo largo de toda esta trayectoria, dejó solo amigos por el camino, a quienes, por su personalidad y manera de actuar, sembró buenos ejemplos, tales como: confianza, determinación, paciencia y comprensión respecto a las diferencias de personalidad y educación de cada uno.

Se casó con una mujer a la que dedicó afecto, respeto y que le proporcionó momentos de alegría con la llegada de hijos, y también estados de tristeza cuando ambos compartieron enfermedades y grandes dificultades financieras que ocurrieron en sus vidas, debido incluso a su desprendimiento y carácter benigno en relación con las demás personas.

También sabía que al final de su jornada tendría, después de un largo camino, la presencia de un último discípulo con quien debería compartir su conocimiento, su amor y su dedicación.

En esta larga caminata de muchos años, le murieron los padres, los hijos siguieron sus caminos, sus vidas, sus compromisos y, por último, su mujer, después de una larga y sufrida enfermedad, lo dejó, llegando a fallecer también.

El discípulo entonces apareció un día cuando, ya mucho más viejo, caminaba por la playa por la mañana, como lo hacía siempre desde que se quedó solo.

El mar estaba en calma y derramaba suavemente sus aguas en la arena, mientras el sol brillante surgía en el horizonte.

Él lo miró y lo reconoció inmediatamente. Era él, su discípulo.

Ambos se reconocieron.

La amistad se afirmó a través de los años, la afinidad y comunión de intereses se volvió, con el tiempo, cada vez más profunda y fructífera.

El discípulo, en este instante, al recordar todo esto, rememoró lo que el Maestro le había enseñado, al mismo tiempo que una lágrima de nostalgia y reconocimiento le corrió por el rostro.

El Maestro había partido, dejó esta vida, sembró la buena semilla y volvió al plano espiritual para, quién sabe, en nuevas caminatas, dejar en su rastro, nuevamente, más luz y belleza.

Recuerdos y sinsabores

R

Carlos Bone Riquelme

Las canciones me buscan en los momentos solitarios para recordarme que allí están aún aquellos que algún día bebieron y cantaron conmigo: "That’s Amore", "La Vie en Rose", "I Just Called to Say I Love You", y tantas otras que se pierden entre risas, brindis y carcajadas que van hundiéndose a la distancia entre abrazos, abrazos y amores.

Una noche de tragos en el vientre del edificio Amanecer, cantando todos a dúo: tú, Renato Burmeister, Carlos Meissner, Isabel Zuroff, Hellen y yo.

Luego, saliendo a la noche estival, para correr sin dirección y sin intención. Quizás besos en la disco, o bailes en "La Boîte La Sirena". O en el "Tú y Yo".

Tantas noches al compás de la orquesta en el Millaray, con el piano de Eliab Gómez resonando melancólico mientras él golpeaba las teclas con pasión, y la voz de Chilin cantándonos una melodía de aquellas que nos hizo suspirar.

Solo recuerdos que se van estirando, como el camino a Dichato, y que retumba en el "Lía Luz" con la melodía de "Hotel California" resonando en las noches de verano.

O la música de Santana desde los parlantes del Chiringuito en Playa Blanca, toda repleta de cuerpos bronceados, con sabor a sal y a las Coca-Colas espumeantes. O quizás sentados afuera del "Casino Oriente" en Penco, apilados en una mesa, mirando la playa que se estiraba con los "güiros" oscuros secándose al sol.

Y nosotros riéndonos con la Pilsen Escudo en la mano.

O noches friolentas de invierno paseando por la Laguna de los Patos en la Universidad, mientras tomábamos de la botella rescatada de algún rincón ignoto, entre risas y bromas.

Allí están Nano Wolf, Guillermo Gangas, "Catruto" Rocha, Cuchepo Wolf y tantos otros como Pato Casanueva "querubín", Arturo Adrián, Fernando Bello, Raúl Fierro, y el "Guatón" Luchin, mi "cumpa" de momentos que duele recordar.

A la sombra del Arco de Medicina. Con la Casa del Deporte y sus estatuas blancas mirando hacia el Hospital Regional.

Recuerdo las peñas folclóricas de la parroquia Universitaria con Pablito Ardouin cantando alto mientras sus dedos acariciaban la guitarra. "El Molino" y mi inolvidable amigo Jaime Díaz, con el cual terminamos, junto a Gonzalo Gamboa, en "El Yugo" de la estación.

Libando con el rico Ponche de Erizos, acariciando los labios y el corazón. Mirando la Playa Escuadrón, cuando solo eran árboles y arena deslizándose por kilómetros; Coronel con su calle serpenteando casi al lado del cementerio, donde enterramos a mi tía Helena Riquelme una tarde de esas que no se olvidan, con el sol bajando lento por el horizonte.

Y todos allí; la familia con el tío Rene, Mañunguito, y nosotros en aquella iglesia a la entrada y casi al lado del cementerio, mirando las cruces y cómo se nos va la vida. Poco es el caminar de la iglesia a la tumba. Y son tan largos los momentos que nos separan de ese mismo camino.

Cómo olvidar Lota, con sus bares de tablas y ventanas abiertas.

La casa del bisabuelo circundando el cerro, aún roja y de madera centenaria, con las ventanas con barrotes, y los pasillos oscuros que desembocan en habitaciones altas, llenas de sol, con cortinas blancas, de lino con bordes azulados.

Y la música que nos llega desde otra época: "Isabelita, porteña bonita, la calle palpita al verte pasar…", con esos matices románticos y de admiración que cruje con "Frufrú, Frufrú, canción de…", o quizás, "En un bosque de la China una chinita encontré…".

Todo desapareció, se esfumó entre los caminos de la casa de Don Pedro Zañartu en la desembocadura; o en el delicioso y colonial Parque Lota, donde habitó ella, la mujer más rica de Chile, Doña Isidora, y que un gran escritor penquista inmortalizó en una novela hace muy poco. Las canciones nos transportan a nuestros recuerdos, lejanos y cercanos, y nos vamos yendo de a poco, sin saber que nos vamos, pero con el corazón tibio de muchos momentos hermosos que nos pueblan la memoria…

La cocinera

L

Silvia C.P.S. Martinson

Todo pasó tan rápido, pensó ella. El tiempo, la vida, los hechos, los buenos y los malos momentos. Con ese pensamiento, se sentó en un banco de la plaza que, en esa época del año, primavera, estaba espléndida, con un hermoso colorido. Los árboles, cargados nuevamente de hojas verdes, contrastaban con el colorido de las diversas flores que habían sido plantadas y cuidadas hacía tanto tiempo en los varios y numerosos parterres allí existentes. Árboles viejos y viejos rosales, cargados de flores abiertas y en capullos, además del perfume, aportaban una inmensa paz al alma de quien observaba, como ella ahora. El banco en el que se sentaba era antiguo también; sin embargo, confeccionado en madera noble, resistía impávido a los cambios y rigores del tiempo.

Personas apuradas pasaban frente a ella. Mujeres bien vestidas, peinadas y maquilladas se dirigían, probablemente, pensó, a sus trabajos, a sus ocupaciones. Recordó que las mujeres ahora gozan de más libertad y tienen más acceso a la educación que en su tiempo.

Ella había querido estudiar y tener una carrera como profesora, o quizás incluso como médica, pero además de ser pobre, sus padres tenían una educación antigua, donde las mujeres solo estaban hechas para ser madres, servir al hogar, criar a los hijos y ser sumisas al hombre, su marido. En familias más abiertas se admitía que la mujer fuera profesora o quizás sirviera a Dios siendo monja. Una ligera envidia de las mujeres de ahora asomó momentáneamente en su mente y en su corazón.

Los hombres que transitaban allí con pasos ligeros rumbo a sus obligaciones le hicieron recordar a su padre y a su marido. Siempre ambos tan apurados. Fueron buenos hombres, honestos y, dentro de sus capacidades, buenos ciudadanos. Como cabezas de familia se condujeron, relativamente, a sus ojos, bien. Sustentaron a todos con moderación.

Su marido fue un padre cariñoso con sus hijos, les proporcionó acceso a la escuela y logró con mucho esfuerzo llevarlos hasta la universidad donde ambos se graduaron. Como marido, como hombre, sexualmente hablando, dejó lagunas. Tenía el hábito de mirar y, si era posible, tener relaciones sexuales con otras mujeres mientras ella trabajaba como cocinera en un restaurante para ayudar con su esfuerzo a la economía doméstica.

En ese momento pasaron junto a ella varios niños acompañados de sus padres que se dirigían a la escuela, lo que le hizo recordar a sus amigos de infancia hasta el punto en que pudo estudiar, es decir, el 5.º año de primaria con 12 años de edad, cuando fue enviada por sus padres a un restaurante de amigos de ellos para ser aprendiz de cocinera. Allí estuvo hasta hace poco tiempo, recordó, por más de 40 años, cuando se jubiló. Sus amigos de infancia siguieron sus caminos en la vida: unos obreros, otros administradores, otros médicos, abogados, ingenieros o simplemente comerciantes.

Sentada allí en aquel banco, ahora con la edad mostrándose en su piel tostada, sus manos callosas, las piernas hinchadas por tantos años trabajando de pie, sin mayores cuidados médicos, miró por última vez los mechones de cabello blanco que cayeron y se depositaron sobre sus piernas cubiertas por el vestido negro que usaba en memoria de su marido, que había fallecido hacía algunos años, y pensando que vistiéndose así siempre sería respetada por su estado de viudez.

El viento primaveral sopló levemente, llevando los cabellos blancos junto con las hojas caídas de los árboles, momento en el que su cabeza se inclinó hacia adelante y se durmió, en aquel banco de la plaza, para siempre.

Estados del alma

E

Silvia C.S.P. Martinson

Días brillantes.
Días presentes.
Como si el tiempo
reflejara inmutable
la impermanencia
del alma.
Tardes otoñales.
Noches frías.
Estados del alma...
Son los ojos
de los sentimientos
que sienten
lo que no ven.
Noches de otoño.
Tardes frías.
Estados del alma
que angustia.
Sentir lo que
no quería,
querer lo que
no podía.
Inconfesables,
imposibles deseos
reflejados
en tardes otoñales
y noches frías.
Era de día.
Había luz y calor.
Sólo yo
tan triste
¡No lo vi!

Héctor Eyzaguirre

H

Carlos Bone Riquelme

Fue en la segunda mitad de 1966 cuando, impulsado por cambios económicos en nuestra situación familiar y por la condición de “separada” de mi madre, fui trasladado de un colegio privado a uno fiscal. Así llegué al Liceo Enrique Molina Garmendia, localizado frente al parque Ecuador, en Concepción, Chile. Y eso, de por sí, ya era un cambio positivo, con vistas a esos árboles que se mostraban desde las abiertas ventanas del liceo.

El comienzo fue un poco traumático, pues de la disciplina escolástica pasé rápidamente a un estado de indisciplina liberal, acompañado por la posibilidad de poder discutir cualquier tema que anteriormente nos había sido vedado.

El liceo, en aquel entonces, era una mezcla de arquitectura moderna con lo que aún eran los vestigios de un edificio de estilo clásico que, ya medio derruido, permanecía presente en un costado del establecimiento. Además, una parte del liceo, que posiblemente fue parte de aquel viejo edificio, aún se erguía vetusta, con salas de techos altos y paredes gruesas que daban temperaturas heladas a las ya frías condiciones invernales. A esta parte, donde estaban los cursos designados con las letras finales del abecedario, como el Octavo “K” o el “H”, los alumnos la habían apodado “Siberia”.

La diferencia con la parte nueva era evidente. Los pasillos amplios e iluminados de la construcción moderna, con escaleras cómodas de subir, contrastaban con esos estrechos pasillos de color gris y las escaleras empinadas de concreto sólido, que, aunque eran iluminadas, parecían que el sol evadía la entrada.

Pero, aun así, el cambio, definitivamente, en mi manera de ver las cosas, fue, como con el tiempo pude comprobar, positivo. Allí, por primera vez, me enteré de que existía un sistema político que nos gobernaba y, a diferencia del colegio católico, aquí sí podíamos participar libremente, dar nuestras opiniones, u oponernos a los profesores y directiva del liceo si creíamos que nuestros derechos eran olvidados. Fue un cambio increíble respecto al tiempo donde solo debíamos obedecer y, por supuesto, no levantar la voz. Aquí, además, podíamos pensar.

Y allí fue cuando conocí a Héctor “Guatón” Eyzaguirre, que, en verdad, aún no entiendo por qué le decían así, pues, aunque era corpulento, no era gordo; pero quizás el apodo lo había seguido desde la infancia. Héctor es de mediana estatura, corpulento, como ya lo mencioné, de mirada inteligente y palabra rápida. Lo vi en los pasillos del liceo, siempre caminando velozmente, acompañado de un cortejo de muchachos que querían llamar su atención. Allí me percaté de que era importante. Y sí lo era. Los profesores lo escuchaban; el rector y el vicerrector le prestaban atención, y los estudiantes en general lo admiraban. Incluido yo.

No sé cómo fue, pero llegué a formar parte del entorno de Héctor, quien, como sabría más tarde, era el presidente del Gobierno Estudiantil, muy activo en política, siendo miembro de las FJS (Federación Juvenil Socialista) y rodeado de varios otros muchachos que pertenecían, en su mayoría, al mismo sector, como el “Chico” Cortez, los hermanos Merino —Roberto y el “Cordero” Marcelo—, y los hermanos Améstica, muy conocidos pues más tarde serían miembros del GAP (Grupo de Amigos del Presidente), y en aquel lejano tiempo del liceo, eran miembros del cuerpo de choque del Partido. Y había otros, como Marcial, que fue vicepresidente del gobierno estudiantil.

Héctor era serio, aunque no agresivo o gritón. La característica de líder de Héctor era su capacidad para escuchar atentamente a su interlocutor y tener siempre una respuesta convincente que desarmaba a sus contrincantes.

Además, su capacidad de organización, de concientización política, su conocimiento de marxismo, y su decisivo accionar en cualquier situación lo convertían en el líder natural de todos nosotros, que lo seguíamos sin vacilar.

Y fue Héctor el que me llevó a la FJS, y me introdujo al medio de la actividad política de los sesenta. Yo seguía a Héctor sin vacilaciones, pues la admiración que sentía por él no me permitía dudar, ni por un momento, que Héctor estaba en lo correcto.

Así entré a formar parte de su entorno. Lo seguí en las tomas de liceo, las marchas de protesta; y muchas veces fuimos detenidos y llevados a cuarteles de policía; y otras muchas fuimos apaleados en las calles por el Grupo Móvil, pero la sensación de que estábamos luchando por el futuro que aunaba a la Revolución Cubana, era un incentivo que aún recuerdo con nostalgia.

La pasión de creer que podíamos cambiar nuestro destino era una convicción que, en aquel entonces, en el tiempo de la Guerra Fría, en el contexto de la Guerra de Vietnam, de la Guerra de Corea, de la primavera en Yugoslavia, de la matanza de estudiantes en México o la revolución de París, y quizás la toma de la Universidad de Córdoba, nos emocionaba. ¿Cuándo los jóvenes habíamos tenido la posibilidad de ser dueños de nuestro propio destino?

Recién en aquel lejano 1966 había el MIR tomado fuerza, y en las calles veíamos a Luciano Cruz, a Bautista van Schouwen, a Miguel Enríquez envueltos en el humo de las bombas lacrimógenas de la Diagonal Pedro Aguirre Cerda. Y ya se hablaba de la famosa Revolución en Libertad que prometía cambiar el estado del campo y de la agricultura en una política más justa para aquellos que no poseían tierras, y en contra de aquellos que sí las poseían, pero no las trabajaban. En una histórica reunión en Costa Rica, se creó la CEPAL, con la ayuda del que fuera presidente de Chile, Don Eduardo Frei Montalva, que fue uno de los gestores. Y eso derivó en nuevos estudios sobre la relación de las fuerzas de producción y los mercados distribuidores.

Era un tiempo en el que Héctor nos guio, en innumerables reuniones donde estudiamos los efectos de la política conservadora en nuestro país. Héctor me introdujo al estudio de Karl Marx. No solo a mí. A todos aquellos que pasamos horas en la sede del Partido Socialista o en aquellas tomas de liceo donde nos repartimos en diferentes comisiones, separadas en cada sala, y discutimos sobre los procesos políticos de Latinoamérica y Chile.

Héctor nos guiaba en las calles, él siempre al frente, con el brazo levantado, y siempre era el primero en enfrentar a Carabineros. No era el líder de la retaguardia. No. Él era el de avanzada; aquel que podíamos seguir y confiar en que no nos dejaría botados. Compartiría con nosotros las celdas y los golpes; y así lo vi muchas veces ensangrentado, con la cabeza rota, pero nunca vencido. Siempre estaba allí, para retomar las funciones donde habían quedado. Sin comentarios sobre lo pasado, pues ya había pasado. Siempre era la mirada al futuro.

Y llegó 1970, y yo perdí el interés en los cambios revolucionarios; quizás me decepcioné de un cambio que no era cambio, sino más bien una continuidad por una calleja lateral, y me dediqué al movimiento de “Peace and Love” que prometía cambios más rápidos y fenomenales, por supuesto que en los brazos de una mujer. Y perdí de vista a Héctor.

Hasta el 11 de septiembre de 1973, donde al día siguiente del golpe militar, en los periódicos apareció el rostro de Héctor, del Chico Cortez, los Améstica y muchos otros que habían sido compañeros de la FJS, como los más buscados de Concepción y Chile. Héctor había desaparecido, y por mucho tiempo pensé que había muerto.

Hasta un día en los ochenta que me lo encontré en nada menos que en el “ASTORIA”. Abrazos y recuerdos acompañaron este encuentro que fue muy efímero. Y supe que estaba radicado en Argentina. Y luego, volví a perderlo de vista.

Hasta hace unos días que lo reencontré, o más bien, él me reencontró en el grupo de los “Alumnos del Liceo Enrique Molina Garmendia”. Fue emocionante conversar por largo rato y recordar a tantos amigos y compañeros. Fue emocionante escuchar a Héctor nuevamente y saber que él todavía está envuelto en sus ideas, ya no compartidas por mí, pero él continúa su línea de lucha, que quizás comenzó el mismo día de su nacimiento.

Desenlace

D

Silvia C.S.P. Martinson

Caminaban por la orilla del mar en una acera que separaba las arenas, el agua y las piedras del pavimento. Entonces, de repente, ella se acordó de lo que había sucedido hacía tanto tiempo.

Se acordó de la noche en que estaba sentada en su sala de estar y el reloj, que había sido de su abuelo, comenzó a dar campanadas, 9 en total. El sonido de este reloj tan antiguo era hermoso, pensó ella. Sin embargo, al mismo tiempo, le extrañó: no podían ser las 9 de la noche porque, en realidad, por la claridad aún era de día. Tal vez fuesen realmente las 7 de la noche; era verano y al anochecer la oscuridad solía llegar mucho más tarde.

Qué extraño, pensó ella entonces... En duda, resolvió ir hasta el reloj para verificar si la hora de las campanadas coincidía con la que marcaban las manecillas. Realmente coincidía. Las manecillas marcaban las 9 y el toque había acusado precisamente la misma hora. Ensimismada, sin embargo, resolvió comprobar la hora en su reloj digital y con asombro constató que eran en realidad las 7 de la noche.

¿Qué pasa?, pensó ella entonces. ¿Cómo podría un reloj que siempre había sido tan preciso adelantarse dos horas sin que nadie lo hubiera alterado? Conjeturó, pensó en varias hipótesis, pero no logró llegar a conclusión alguna, sea razonable o no.

Vivía sola en su casa en esa época. Su marido y su hija vivían y trabajaban en otra ciudad lejana. No tenía parientes cercanos, amigas, o sirvientes que pudieran tener acceso a su casa hasta el punto de alterar el antiguo reloj.

Pensando así, se desconectó del hecho y continuó leyendo el libro tan interesante que había adquirido hacía pocos días. Se trataba de El Cuervo, cuyo autor era el renombrado escritor Edgar Allan Poe. La lectura la entretuvo por algún tiempo, sin embargo, algo la incomodaba, no sabía qué, pero sentía una enorme sensación física de malestar, aliada a otra que no recordaba haber tenido alguna vez: era angustia, como si algo le faltara, una ausencia de algo que no conseguía identificar.

Siguió leyendo hasta que, cansada, resolvió parar un poco con la lectura e ir a tomar algún refrigerio para luego dormir. Miró nuevamente su reloj de pulsera. Marcaba exactamente las 19:30 horas.

Caminó hasta la cocina, preparó su refrigerio favorito; no tenía la costumbre de comer mucho por la noche. Se sentó a la mesa del comedor después de arreglarla adecuadamente para comer. Le gustaba tener la mesa bien puesta, aunque fuese solo para un refrigerio.

En ese momento fue sorprendida por las campanadas del reloj de la sala, que sonó 9 veces con la armonía de siempre, su sonido inconfundible tan bonito y conocido por ella desde niña. Lo había heredado de su abuelo y le dedicaba extremo cuidado, ya que él (el reloj) tenía en esa época más de 150 años. Era tradición en su familia, se acordó, pasar el reloj al hijo o hija mayor cuando el padre o la madre fallecían. Al oír sonar la hora de forma incorrecta, se asustó, por lo que esto quedó definitivamente grabado en su memoria.

Y, ahora, mientras caminaba en la playa con su amigo y compañero, los recuerdos le volvieron a la mente con una nitidez impresionante.

Recordó además que se fue a dormir, pero no conseguía conciliar el sueño; estaba inquieta y su cuerpo respondía con temblores involuntarios a su estado de ánimo. Eran exactamente las 10 de la noche, recordó, estaba aún despierta cuando su teléfono sonó insistentemente. Se levantó y fue a atenderlo. Su hermana la llamaba.

Hablaba con la voz embargada por un llanto casi convulsivo que le impedía pronunciar bien las palabras. Poco a poco ella se fue calmando y consiguió dar la noticia de que la madre de ambas había muerto de un infarto de corazón precisamente a las 9 de aquella noche. Mientras hablaban, aún llorando las dos, ella recordó que el reloj de la sala volvió a sonar y marcar las 9 sin que nadie lo tocara.

Al caminar en la playa con su compañero en ese momento, todos los hechos le volvieron a la memoria. Los dos se detuvieron un instante para descansar y disfrutar del paisaje que tan hermosamente se distinguía aquella mañana. Ella aprovechó ese instante para contarle todo lo que le había pasado en aquella triste noche y también para preguntarle lo que pensaba sobre tales acontecimientos.

Él la miró intensamente, sonrió simplemente, enigmáticamente y...

No dijo nada.

El observador

E

Silvia C.S.P. Martinson

 

Él caminaba por las calles.

Tenía el hábito de hacerlo todas las tardes, fuera invierno o verano. Salía de casa siempre alrededor de las 17 horas.

Las 17 horas en invierno que, donde vivía, hacía mucho frío y casi ya era de noche. A esa hora el sol ya casi había desaparecido en el horizonte, sin embargo, era un paisaje de rara belleza...

Mientras caminaba, iba recordando hechos y momentos pasados de su vida, tanto familiares como profesionales.

En ese instante, le vino a la memoria la época en que trabajaba en un banco que era, al mismo tiempo, una inmobiliaria. Cabe decir que, en aquella época, era una novedad de gran éxito en su tierra.

Ese sistema de tener como clientes a los propietarios de inmuebles que colocaban allí sus propiedades para alquilar o vender, además de innovador, era de una practicidad sin igual.

Ese sistema fue traído de Europa por el padre del actual administrador del banco, cuando éste, por razones políticas y religiosas, fue obligado a huir del “Viejo Mundo” con su familia, debido a las persecuciones sufridas en una guerra cruenta y discriminatoria.
Una sonrisa se dibujó en su rostro cuando recordó a dos compañeras que trabajaban allí, en ese banco.

Las dos ya eran algo mayores, no totalmente ancianas, sin embargo, en aquella época solía llamárseles a las mujeres así: “maduras”.

Eran solteras y no tenían pareja ni pretendientes.

Había clientes del banco que sólo querían ser atendidos por ellas. Este era el caso de las famosas hermanas Olivar, como eran conocidas por su apellido y también por ser descendientes directas de españoles.

Ambas eran riquísimas porque eran propietarias de muchos edificios y predios que mantenían alquilados y que habían heredado de su familia. También eran solteronas y ya mayores.

Cuando llegaban al banco, las dos funcionarias, que se llamaban respectivamente Estela y Nívea, debían dejar todo lo que estaban haciendo para atenderlas con prioridad.

Ellas llegaban al mostrador y llamaban, con un cariño forzado, a Estela y a Nívea de la siguiente manera:

— ¡Estelita querida, llegamos!

Y a Nívea así:

— ¡Nini querida, ven a atenderme, por favor!

Las dos hermanas se quedaban toda la tarde, de las 14 a las 17:30 horas, verificando sus cuentas, calculando lo que habían ganado o perdido (esto casi nunca ocurría), sumando incluso los centavos, pues eran muy tacañas.

Acaparaban totalmente la atención de Nívea, sin permitir siquiera que se alejara del mostrador.

Al final de la tarde se despedían y dejaban para Nívea y Estela un paquete de dulces que habían hecho hacía mucho, mucho tiempo atrás y que ambas, tras su partida, tiraban a la basura, debido al aspecto y al mal olor de los mismos.

Mientras caminaba, recordó también a los viejos compañeros de trabajo, especialmente a Gastão, un joven que había venido del interior del estado y era descendiente de italianos.

Gastão era muy dedicado al banco y también muy ambicioso. Salió con muchas compañeras que le parecían más ricas que él, pero las cambiaba tan pronto como conocía a otra con mayor poder adquisitivo
.
Y así fue hasta el día en que conoció a la hija del dueño del banco. Dejó a su novia, que lo quería mucho, por esta nueva y rica joven. Con ella se casó y se convirtió, más adelante, en gerente de ese mismo banco, trabajando como un esclavo para su dueño y suegro, quien se aprovechaba de él mientras viajaba por el mundo con su familia, incluso llevando consigo a la esposa de Gastão.

Y así, caminando y recordando los hechos del pasado, se dio cuenta de que la noche ya se hacía sentir. El sol ya desaparecía en el horizonte dejando el cielo color púrpura, anunciando otra noche fría y clara.

Recordó aún que las noches en ese lugar, durante el invierno, eran siempre de una belleza sin igual, millones de estrellas brillando en las profundidades del universo, incitando a los hombres a soñar.

Escribir

E

Carlos Bone Riquelme

Desde aquella lejana infancia empecé a dibujar formas en el papel para lanzarlas al viento y ver cómo se deslizaban en suaves balanceos hasta posarse en el suelo. Quedé atrapado entre sus hojas y la tinta, aunque hoy en día todo sea digital, casi sin la poesía del olor a papel y tinta. Y ese juego constante que se afincó en mi corazón como una necesidad creció y creció; y luego, una noche mientras dormía, tuve un sueño que me llevó hacia momentos que algún día experimenté y que estaban escondidos en puntos de mi memoria que nunca, o por lo menos, en largo tiempo había rozado.
Pero otra noche, el mismo sueño me despertó y sin poder contenerme corrí al ordenador y empecé a escribir sin saber el destino al que me comprometía.
Y fue casi como en un estado hipnótico, pues los dedos corrían por las teclas casi rozándose, y las letras aparecían y desaparecían misteriosas sin que yo supiera el contenido. En la mañana, exhausto ya de fuerzas y de pensamiento, me detuve a leer. Y todo cobró vida. Las calles, los amigos, los nombres, los amores y los sinsabores se presentaron en blanco y negro y no pude evitar el llanto. Mi vida se estaba desgranando en trozos de recuerdos, y yo podía ver las imágenes de aquellos rostros mirando desde cada rincón: familia, amigos, conocidos, todos acumulados en la pantalla brillante mientras el olor de la bahía, de las calles húmedas y nocturnas, de los cuerpos sudorosos de pasión, de las manos tiernas y los aromas del parque me envolvían sin poder evitarlo. El vértigo de una vida lejana me aturdió mientras no podía dejar de mirar rostros y volar ingrávido sobre cada momento vivido. Quedé helado y sin saber qué hacer. Pero luego pensé que era una tontería, y el día se desenvolvió normal, como cada día, con solo aquellas contingencias diarias que se vuelven una rutina, y así, sin pensar más, me olvidé de aquellas extrañas noches. Pero dos noches después se repitió el fenómeno.
Y me lancé afiebrado nuevamente a escribir dejando que los sentimientos fluyeran en olas que me bañaban como las aguas del Pacífico algún día lo hicieron, y el llanto nuevamente fluyó libremente desde mis entrañas a mis mejillas y no pude parar, aunque algo me despedazaba por dentro.
Y nuevamente llegó la mañana, pero esta vez fue Hellen, mi esposa, quien se acercó asustada a mí para preguntar qué era lo que me estaba sucediendo. —Tengo el sueño pesado, y duermo muchas horas sin parar. Además, necesito una máquina que me ayude a respirar mejor y que, por supuesto, me haga dormir mejor. Pero no estaba funcionando. Yo estaba poseído por mi propio recuerdo. La memoria era una prisión, la cual debía dejar en libertad. Y Hellen fue la primera en leer lo que aún estaba fresco en la pantalla, y ella me miró de una manera extraña. Pero no dijo nada. No había nada que decir. Y el proceso empezó a repetirse, pero ahora, durante el día. Como una droga, me apretaba al teclado sin poder parar; sentía fluir los sentimientos en caracteres que se fijaban en el blanco de la pantalla, y mi cerebro se desgranaba en recuerdos que corrían libremente por la habitación, que galopaban alrededor de mi sillón, y que me abrazaban como si solo ayer hubiera vivido cada uno de esos momentos. Los amigos se apilaban en torno a mí, riendo y bromeando, y yo los veía mientras caminaban por mi apartamento en una alucinación que pronto fue casi normal. Empezaron a salir a trabajar conmigo, y me decían cómo manejar, dónde parar, y me pedían café, demandando atención. Y ya no volví a estar solo. Donde voy ellos están conmigo; me conversan y me recuerdan que yo soy parte de ellos como ellos de mí; me piden que los junte con sus amigos, con sus familias, que no deje que sus recuerdos mueran sin retorno. Cómo no entender este deseo de persistir, de proyectar, y me entregué a la evidencia de que todos somos uno, y cada uno es parte de ese todo.
Dejamos tanto de nosotros en nuestros padres e hijos, abuelos y nietos, amigos como ellos dejaron sus simientes en nosotros.
Y así, hoy ya duermo menos y dedico más tiempo al recuerdo y a vivir la vida acompañado de todos aquellos fantasmas que me abrazan, beben, se ríen y me hablan como solo ayer lo hicieron en momentos que disfrutamos juntos y que hoy desgranamos.

La tristeza de Martha

L

Lorena Fontoura

Traducido al español por José Manuel Lusilla

Estamos en el año 2012, más precisamente el 13 de enero, cuando Martha leyó la triste noticia en internet de que Ricardo estaba muerto. Pero, ¿quién es Martha? Martha es una mujer casada, con tres hijos adolescentes, trabajadora, esposa y madre dedicada, pero se encontraba aburrida de la rutina y de la falta de sueños y perspectivas en la vida.

¿Quién es Ricardo? Era un hombre honesto, trabajador y exitoso. Vivía lejos de su familia, esposa e hijo debido al trabajo, y se sentía muy solo por la distancia entre ellos. Era diabético, sedentario, le gustaba comer mucho y beber Coca-Cola. No bebía nada de alcohol, no fumaba y se acostaba temprano. Sus hábitos no eran nada saludables y su trabajo era demasiado estresante.

Pero volvamos al pasado para entender lo que realmente sucedió. A mediados de 2011, Ricardo conoció a una mujer casada por internet y se enamoró de ella; esa mujer es Martha.

Tan pronto como la vio por primera vez, quedó encantado con ella, y con el paso de los días se enamoró completamente de Martha, no pensaba en otra cosa que no fuera la mujer de internet. Pasaba el día y la noche enviando correos electrónicos y mensajes de texto con mensajes de amor y cariño.

Por estar verdaderamente enamorados, ambos se trataban por sus nombres reales, a pesar de que Ricardo era una persona pública, una celebridad que a menudo aparecía en revistas, periódicos e internet debido a su trabajo. En cambio, Martha era una persona común.

Los días y los meses pasaron y los dos siempre estaban conectados en un romance virtual, ambos con carencias afectivas y amándose locamente. Al principio, ella no vibraba con la misma intensidad por Ricardo, pero él, con la madurez de sus 50 años, se encargó de seducirla y encantarla hasta que Martha se enamoró por completo de él.

Hablaban todos los días a toda hora y todas las noches se veían por Skype. Todo transcurría de manera hermosa, maravillosa y divina hasta que llegó el mes de diciembre, cuando la familia de Ricardo viajó para encontrarse con él, y juntos viajarían para pasar las vacaciones y las fiestas de fin de año.

Él ya no pudo hablar con su amada durante 20 días, el tiempo que su familia permaneció en su ciudad. Rara vez le enviaba un correo electrónico mencionando la nostalgia y fortaleciendo la promesa de retomar el contacto en enero del año siguiente.

Entonces llegó el tan esperado 8 de enero de 2012, cuando él regresó solo a su ciudad... y sin esperar un segundo, llamó a su amada por internet. El corazón de Martha casi se le sale de la boca cuando recibió el mensaje en su celular, corrió a su computadora y los amantes acabaron con la nostalgia conversando y haciendo el amor virtualmente.

Los días fueron pasando, los dos intercambiando sus mensajes apasionados. Aquel 13 de enero, Ricardo le envió un correo electrónico al final del día preguntándole a su querida amada cómo le había ido. Ella, como de costumbre, le respondió y también le preguntó sobre el día de trabajo de su amado, pero esta vez no obtuvo respuesta.

Nada sucedió al día siguiente, ni al otro, ni en los siguientes. Ninguna respuesta durante dos meses. Desesperada, triste y desilusionada, Martha accedió a internet con la esperanza de obtener alguna información y descubrió que su amado había fallecido el 13 de enero, justo después de haberle enviado su último mensaje.

Martha llora, pero llora mucho y en silencio, ya que su romance era secreto, y sabe que jamás sentirá el tacto, el olor, el sabor y el calor de su amado ahora muerto.

Pero ella es una mujer fuerte y se recuperará para continuar su camino, aunque ahora lejos de los senderos de internet, solo con el recuerdo de una promesa de amor que la muerte interrumpió.

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