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La cocinera

L

Silvia C.P.S. Martinson

Todo pasó tan rápido, pensó ella. El tiempo, la vida, los hechos, los buenos y los malos momentos. Con ese pensamiento, se sentó en un banco de la plaza que, en esa época del año, primavera, estaba espléndida, con un hermoso colorido. Los árboles, cargados nuevamente de hojas verdes, contrastaban con el colorido de las diversas flores que habían sido plantadas y cuidadas hacía tanto tiempo en los varios y numerosos parterres allí existentes. Árboles viejos y viejos rosales, cargados de flores abiertas y en capullos, además del perfume, aportaban una inmensa paz al alma de quien observaba, como ella ahora. El banco en el que se sentaba era antiguo también; sin embargo, confeccionado en madera noble, resistía impávido a los cambios y rigores del tiempo.

Personas apuradas pasaban frente a ella. Mujeres bien vestidas, peinadas y maquilladas se dirigían, probablemente, pensó, a sus trabajos, a sus ocupaciones. Recordó que las mujeres ahora gozan de más libertad y tienen más acceso a la educación que en su tiempo.

Ella había querido estudiar y tener una carrera como profesora, o quizás incluso como médica, pero además de ser pobre, sus padres tenían una educación antigua, donde las mujeres solo estaban hechas para ser madres, servir al hogar, criar a los hijos y ser sumisas al hombre, su marido. En familias más abiertas se admitía que la mujer fuera profesora o quizás sirviera a Dios siendo monja. Una ligera envidia de las mujeres de ahora asomó momentáneamente en su mente y en su corazón.

Los hombres que transitaban allí con pasos ligeros rumbo a sus obligaciones le hicieron recordar a su padre y a su marido. Siempre ambos tan apurados. Fueron buenos hombres, honestos y, dentro de sus capacidades, buenos ciudadanos. Como cabezas de familia se condujeron, relativamente, a sus ojos, bien. Sustentaron a todos con moderación.

Su marido fue un padre cariñoso con sus hijos, les proporcionó acceso a la escuela y logró con mucho esfuerzo llevarlos hasta la universidad donde ambos se graduaron. Como marido, como hombre, sexualmente hablando, dejó lagunas. Tenía el hábito de mirar y, si era posible, tener relaciones sexuales con otras mujeres mientras ella trabajaba como cocinera en un restaurante para ayudar con su esfuerzo a la economía doméstica.

En ese momento pasaron junto a ella varios niños acompañados de sus padres que se dirigían a la escuela, lo que le hizo recordar a sus amigos de infancia hasta el punto en que pudo estudiar, es decir, el 5.º año de primaria con 12 años de edad, cuando fue enviada por sus padres a un restaurante de amigos de ellos para ser aprendiz de cocinera. Allí estuvo hasta hace poco tiempo, recordó, por más de 40 años, cuando se jubiló. Sus amigos de infancia siguieron sus caminos en la vida: unos obreros, otros administradores, otros médicos, abogados, ingenieros o simplemente comerciantes.

Sentada allí en aquel banco, ahora con la edad mostrándose en su piel tostada, sus manos callosas, las piernas hinchadas por tantos años trabajando de pie, sin mayores cuidados médicos, miró por última vez los mechones de cabello blanco que cayeron y se depositaron sobre sus piernas cubiertas por el vestido negro que usaba en memoria de su marido, que había fallecido hacía algunos años, y pensando que vistiéndose así siempre sería respetada por su estado de viudez.

El viento primaveral sopló levemente, llevando los cabellos blancos junto con las hojas caídas de los árboles, momento en el que su cabeza se inclinó hacia adelante y se durmió, en aquel banco de la plaza, para siempre.

Estados del alma

E

Silvia C.S.P. Martinson

Días brillantes.
Días presentes.
Como si el tiempo
reflejara inmutable
la impermanencia
del alma.
Tardes otoñales.
Noches frías.
Estados del alma...
Son los ojos
de los sentimientos
que sienten
lo que no ven.
Noches de otoño.
Tardes frías.
Estados del alma
que angustia.
Sentir lo que
no quería,
querer lo que
no podía.
Inconfesables,
imposibles deseos
reflejados
en tardes otoñales
y noches frías.
Era de día.
Había luz y calor.
Sólo yo
tan triste
¡No lo vi!

Héctor Eyzaguirre

H

Carlos Bone Riquelme

Fue en la segunda mitad de 1966 cuando, impulsado por cambios económicos en nuestra situación familiar y por la condición de “separada” de mi madre, fui trasladado de un colegio privado a uno fiscal. Así llegué al Liceo Enrique Molina Garmendia, localizado frente al parque Ecuador, en Concepción, Chile. Y eso, de por sí, ya era un cambio positivo, con vistas a esos árboles que se mostraban desde las abiertas ventanas del liceo.

El comienzo fue un poco traumático, pues de la disciplina escolástica pasé rápidamente a un estado de indisciplina liberal, acompañado por la posibilidad de poder discutir cualquier tema que anteriormente nos había sido vedado.

El liceo, en aquel entonces, era una mezcla de arquitectura moderna con lo que aún eran los vestigios de un edificio de estilo clásico que, ya medio derruido, permanecía presente en un costado del establecimiento. Además, una parte del liceo, que posiblemente fue parte de aquel viejo edificio, aún se erguía vetusta, con salas de techos altos y paredes gruesas que daban temperaturas heladas a las ya frías condiciones invernales. A esta parte, donde estaban los cursos designados con las letras finales del abecedario, como el Octavo “K” o el “H”, los alumnos la habían apodado “Siberia”.

La diferencia con la parte nueva era evidente. Los pasillos amplios e iluminados de la construcción moderna, con escaleras cómodas de subir, contrastaban con esos estrechos pasillos de color gris y las escaleras empinadas de concreto sólido, que, aunque eran iluminadas, parecían que el sol evadía la entrada.

Pero, aun así, el cambio, definitivamente, en mi manera de ver las cosas, fue, como con el tiempo pude comprobar, positivo. Allí, por primera vez, me enteré de que existía un sistema político que nos gobernaba y, a diferencia del colegio católico, aquí sí podíamos participar libremente, dar nuestras opiniones, u oponernos a los profesores y directiva del liceo si creíamos que nuestros derechos eran olvidados. Fue un cambio increíble respecto al tiempo donde solo debíamos obedecer y, por supuesto, no levantar la voz. Aquí, además, podíamos pensar.

Y allí fue cuando conocí a Héctor “Guatón” Eyzaguirre, que, en verdad, aún no entiendo por qué le decían así, pues, aunque era corpulento, no era gordo; pero quizás el apodo lo había seguido desde la infancia. Héctor es de mediana estatura, corpulento, como ya lo mencioné, de mirada inteligente y palabra rápida. Lo vi en los pasillos del liceo, siempre caminando velozmente, acompañado de un cortejo de muchachos que querían llamar su atención. Allí me percaté de que era importante. Y sí lo era. Los profesores lo escuchaban; el rector y el vicerrector le prestaban atención, y los estudiantes en general lo admiraban. Incluido yo.

No sé cómo fue, pero llegué a formar parte del entorno de Héctor, quien, como sabría más tarde, era el presidente del Gobierno Estudiantil, muy activo en política, siendo miembro de las FJS (Federación Juvenil Socialista) y rodeado de varios otros muchachos que pertenecían, en su mayoría, al mismo sector, como el “Chico” Cortez, los hermanos Merino —Roberto y el “Cordero” Marcelo—, y los hermanos Améstica, muy conocidos pues más tarde serían miembros del GAP (Grupo de Amigos del Presidente), y en aquel lejano tiempo del liceo, eran miembros del cuerpo de choque del Partido. Y había otros, como Marcial, que fue vicepresidente del gobierno estudiantil.

Héctor era serio, aunque no agresivo o gritón. La característica de líder de Héctor era su capacidad para escuchar atentamente a su interlocutor y tener siempre una respuesta convincente que desarmaba a sus contrincantes.

Además, su capacidad de organización, de concientización política, su conocimiento de marxismo, y su decisivo accionar en cualquier situación lo convertían en el líder natural de todos nosotros, que lo seguíamos sin vacilar.

Y fue Héctor el que me llevó a la FJS, y me introdujo al medio de la actividad política de los sesenta. Yo seguía a Héctor sin vacilaciones, pues la admiración que sentía por él no me permitía dudar, ni por un momento, que Héctor estaba en lo correcto.

Así entré a formar parte de su entorno. Lo seguí en las tomas de liceo, las marchas de protesta; y muchas veces fuimos detenidos y llevados a cuarteles de policía; y otras muchas fuimos apaleados en las calles por el Grupo Móvil, pero la sensación de que estábamos luchando por el futuro que aunaba a la Revolución Cubana, era un incentivo que aún recuerdo con nostalgia.

La pasión de creer que podíamos cambiar nuestro destino era una convicción que, en aquel entonces, en el tiempo de la Guerra Fría, en el contexto de la Guerra de Vietnam, de la Guerra de Corea, de la primavera en Yugoslavia, de la matanza de estudiantes en México o la revolución de París, y quizás la toma de la Universidad de Córdoba, nos emocionaba. ¿Cuándo los jóvenes habíamos tenido la posibilidad de ser dueños de nuestro propio destino?

Recién en aquel lejano 1966 había el MIR tomado fuerza, y en las calles veíamos a Luciano Cruz, a Bautista van Schouwen, a Miguel Enríquez envueltos en el humo de las bombas lacrimógenas de la Diagonal Pedro Aguirre Cerda. Y ya se hablaba de la famosa Revolución en Libertad que prometía cambiar el estado del campo y de la agricultura en una política más justa para aquellos que no poseían tierras, y en contra de aquellos que sí las poseían, pero no las trabajaban. En una histórica reunión en Costa Rica, se creó la CEPAL, con la ayuda del que fuera presidente de Chile, Don Eduardo Frei Montalva, que fue uno de los gestores. Y eso derivó en nuevos estudios sobre la relación de las fuerzas de producción y los mercados distribuidores.

Era un tiempo en el que Héctor nos guio, en innumerables reuniones donde estudiamos los efectos de la política conservadora en nuestro país. Héctor me introdujo al estudio de Karl Marx. No solo a mí. A todos aquellos que pasamos horas en la sede del Partido Socialista o en aquellas tomas de liceo donde nos repartimos en diferentes comisiones, separadas en cada sala, y discutimos sobre los procesos políticos de Latinoamérica y Chile.

Héctor nos guiaba en las calles, él siempre al frente, con el brazo levantado, y siempre era el primero en enfrentar a Carabineros. No era el líder de la retaguardia. No. Él era el de avanzada; aquel que podíamos seguir y confiar en que no nos dejaría botados. Compartiría con nosotros las celdas y los golpes; y así lo vi muchas veces ensangrentado, con la cabeza rota, pero nunca vencido. Siempre estaba allí, para retomar las funciones donde habían quedado. Sin comentarios sobre lo pasado, pues ya había pasado. Siempre era la mirada al futuro.

Y llegó 1970, y yo perdí el interés en los cambios revolucionarios; quizás me decepcioné de un cambio que no era cambio, sino más bien una continuidad por una calleja lateral, y me dediqué al movimiento de “Peace and Love” que prometía cambios más rápidos y fenomenales, por supuesto que en los brazos de una mujer. Y perdí de vista a Héctor.

Hasta el 11 de septiembre de 1973, donde al día siguiente del golpe militar, en los periódicos apareció el rostro de Héctor, del Chico Cortez, los Améstica y muchos otros que habían sido compañeros de la FJS, como los más buscados de Concepción y Chile. Héctor había desaparecido, y por mucho tiempo pensé que había muerto.

Hasta un día en los ochenta que me lo encontré en nada menos que en el “ASTORIA”. Abrazos y recuerdos acompañaron este encuentro que fue muy efímero. Y supe que estaba radicado en Argentina. Y luego, volví a perderlo de vista.

Hasta hace unos días que lo reencontré, o más bien, él me reencontró en el grupo de los “Alumnos del Liceo Enrique Molina Garmendia”. Fue emocionante conversar por largo rato y recordar a tantos amigos y compañeros. Fue emocionante escuchar a Héctor nuevamente y saber que él todavía está envuelto en sus ideas, ya no compartidas por mí, pero él continúa su línea de lucha, que quizás comenzó el mismo día de su nacimiento.

Desenlace

D

Silvia C.S.P. Martinson

Caminaban por la orilla del mar en una acera que separaba las arenas, el agua y las piedras del pavimento. Entonces, de repente, ella se acordó de lo que había sucedido hacía tanto tiempo.

Se acordó de la noche en que estaba sentada en su sala de estar y el reloj, que había sido de su abuelo, comenzó a dar campanadas, 9 en total. El sonido de este reloj tan antiguo era hermoso, pensó ella. Sin embargo, al mismo tiempo, le extrañó: no podían ser las 9 de la noche porque, en realidad, por la claridad aún era de día. Tal vez fuesen realmente las 7 de la noche; era verano y al anochecer la oscuridad solía llegar mucho más tarde.

Qué extraño, pensó ella entonces... En duda, resolvió ir hasta el reloj para verificar si la hora de las campanadas coincidía con la que marcaban las manecillas. Realmente coincidía. Las manecillas marcaban las 9 y el toque había acusado precisamente la misma hora. Ensimismada, sin embargo, resolvió comprobar la hora en su reloj digital y con asombro constató que eran en realidad las 7 de la noche.

¿Qué pasa?, pensó ella entonces. ¿Cómo podría un reloj que siempre había sido tan preciso adelantarse dos horas sin que nadie lo hubiera alterado? Conjeturó, pensó en varias hipótesis, pero no logró llegar a conclusión alguna, sea razonable o no.

Vivía sola en su casa en esa época. Su marido y su hija vivían y trabajaban en otra ciudad lejana. No tenía parientes cercanos, amigas, o sirvientes que pudieran tener acceso a su casa hasta el punto de alterar el antiguo reloj.

Pensando así, se desconectó del hecho y continuó leyendo el libro tan interesante que había adquirido hacía pocos días. Se trataba de El Cuervo, cuyo autor era el renombrado escritor Edgar Allan Poe. La lectura la entretuvo por algún tiempo, sin embargo, algo la incomodaba, no sabía qué, pero sentía una enorme sensación física de malestar, aliada a otra que no recordaba haber tenido alguna vez: era angustia, como si algo le faltara, una ausencia de algo que no conseguía identificar.

Siguió leyendo hasta que, cansada, resolvió parar un poco con la lectura e ir a tomar algún refrigerio para luego dormir. Miró nuevamente su reloj de pulsera. Marcaba exactamente las 19:30 horas.

Caminó hasta la cocina, preparó su refrigerio favorito; no tenía la costumbre de comer mucho por la noche. Se sentó a la mesa del comedor después de arreglarla adecuadamente para comer. Le gustaba tener la mesa bien puesta, aunque fuese solo para un refrigerio.

En ese momento fue sorprendida por las campanadas del reloj de la sala, que sonó 9 veces con la armonía de siempre, su sonido inconfundible tan bonito y conocido por ella desde niña. Lo había heredado de su abuelo y le dedicaba extremo cuidado, ya que él (el reloj) tenía en esa época más de 150 años. Era tradición en su familia, se acordó, pasar el reloj al hijo o hija mayor cuando el padre o la madre fallecían. Al oír sonar la hora de forma incorrecta, se asustó, por lo que esto quedó definitivamente grabado en su memoria.

Y, ahora, mientras caminaba en la playa con su amigo y compañero, los recuerdos le volvieron a la mente con una nitidez impresionante.

Recordó además que se fue a dormir, pero no conseguía conciliar el sueño; estaba inquieta y su cuerpo respondía con temblores involuntarios a su estado de ánimo. Eran exactamente las 10 de la noche, recordó, estaba aún despierta cuando su teléfono sonó insistentemente. Se levantó y fue a atenderlo. Su hermana la llamaba.

Hablaba con la voz embargada por un llanto casi convulsivo que le impedía pronunciar bien las palabras. Poco a poco ella se fue calmando y consiguió dar la noticia de que la madre de ambas había muerto de un infarto de corazón precisamente a las 9 de aquella noche. Mientras hablaban, aún llorando las dos, ella recordó que el reloj de la sala volvió a sonar y marcar las 9 sin que nadie lo tocara.

Al caminar en la playa con su compañero en ese momento, todos los hechos le volvieron a la memoria. Los dos se detuvieron un instante para descansar y disfrutar del paisaje que tan hermosamente se distinguía aquella mañana. Ella aprovechó ese instante para contarle todo lo que le había pasado en aquella triste noche y también para preguntarle lo que pensaba sobre tales acontecimientos.

Él la miró intensamente, sonrió simplemente, enigmáticamente y...

No dijo nada.

El observador

E

Silvia C.S.P. Martinson

 

Él caminaba por las calles.

Tenía el hábito de hacerlo todas las tardes, fuera invierno o verano. Salía de casa siempre alrededor de las 17 horas.

Las 17 horas en invierno que, donde vivía, hacía mucho frío y casi ya era de noche. A esa hora el sol ya casi había desaparecido en el horizonte, sin embargo, era un paisaje de rara belleza...

Mientras caminaba, iba recordando hechos y momentos pasados de su vida, tanto familiares como profesionales.

En ese instante, le vino a la memoria la época en que trabajaba en un banco que era, al mismo tiempo, una inmobiliaria. Cabe decir que, en aquella época, era una novedad de gran éxito en su tierra.

Ese sistema de tener como clientes a los propietarios de inmuebles que colocaban allí sus propiedades para alquilar o vender, además de innovador, era de una practicidad sin igual.

Ese sistema fue traído de Europa por el padre del actual administrador del banco, cuando éste, por razones políticas y religiosas, fue obligado a huir del “Viejo Mundo” con su familia, debido a las persecuciones sufridas en una guerra cruenta y discriminatoria.
Una sonrisa se dibujó en su rostro cuando recordó a dos compañeras que trabajaban allí, en ese banco.

Las dos ya eran algo mayores, no totalmente ancianas, sin embargo, en aquella época solía llamárseles a las mujeres así: “maduras”.

Eran solteras y no tenían pareja ni pretendientes.

Había clientes del banco que sólo querían ser atendidos por ellas. Este era el caso de las famosas hermanas Olivar, como eran conocidas por su apellido y también por ser descendientes directas de españoles.

Ambas eran riquísimas porque eran propietarias de muchos edificios y predios que mantenían alquilados y que habían heredado de su familia. También eran solteronas y ya mayores.

Cuando llegaban al banco, las dos funcionarias, que se llamaban respectivamente Estela y Nívea, debían dejar todo lo que estaban haciendo para atenderlas con prioridad.

Ellas llegaban al mostrador y llamaban, con un cariño forzado, a Estela y a Nívea de la siguiente manera:

— ¡Estelita querida, llegamos!

Y a Nívea así:

— ¡Nini querida, ven a atenderme, por favor!

Las dos hermanas se quedaban toda la tarde, de las 14 a las 17:30 horas, verificando sus cuentas, calculando lo que habían ganado o perdido (esto casi nunca ocurría), sumando incluso los centavos, pues eran muy tacañas.

Acaparaban totalmente la atención de Nívea, sin permitir siquiera que se alejara del mostrador.

Al final de la tarde se despedían y dejaban para Nívea y Estela un paquete de dulces que habían hecho hacía mucho, mucho tiempo atrás y que ambas, tras su partida, tiraban a la basura, debido al aspecto y al mal olor de los mismos.

Mientras caminaba, recordó también a los viejos compañeros de trabajo, especialmente a Gastão, un joven que había venido del interior del estado y era descendiente de italianos.

Gastão era muy dedicado al banco y también muy ambicioso. Salió con muchas compañeras que le parecían más ricas que él, pero las cambiaba tan pronto como conocía a otra con mayor poder adquisitivo
.
Y así fue hasta el día en que conoció a la hija del dueño del banco. Dejó a su novia, que lo quería mucho, por esta nueva y rica joven. Con ella se casó y se convirtió, más adelante, en gerente de ese mismo banco, trabajando como un esclavo para su dueño y suegro, quien se aprovechaba de él mientras viajaba por el mundo con su familia, incluso llevando consigo a la esposa de Gastão.

Y así, caminando y recordando los hechos del pasado, se dio cuenta de que la noche ya se hacía sentir. El sol ya desaparecía en el horizonte dejando el cielo color púrpura, anunciando otra noche fría y clara.

Recordó aún que las noches en ese lugar, durante el invierno, eran siempre de una belleza sin igual, millones de estrellas brillando en las profundidades del universo, incitando a los hombres a soñar.

Escribir

E

Carlos Bone Riquelme

Desde aquella lejana infancia empecé a dibujar formas en el papel para lanzarlas al viento y ver cómo se deslizaban en suaves balanceos hasta posarse en el suelo. Quedé atrapado entre sus hojas y la tinta, aunque hoy en día todo sea digital, casi sin la poesía del olor a papel y tinta. Y ese juego constante que se afincó en mi corazón como una necesidad creció y creció; y luego, una noche mientras dormía, tuve un sueño que me llevó hacia momentos que algún día experimenté y que estaban escondidos en puntos de mi memoria que nunca, o por lo menos, en largo tiempo había rozado.
Pero otra noche, el mismo sueño me despertó y sin poder contenerme corrí al ordenador y empecé a escribir sin saber el destino al que me comprometía.
Y fue casi como en un estado hipnótico, pues los dedos corrían por las teclas casi rozándose, y las letras aparecían y desaparecían misteriosas sin que yo supiera el contenido. En la mañana, exhausto ya de fuerzas y de pensamiento, me detuve a leer. Y todo cobró vida. Las calles, los amigos, los nombres, los amores y los sinsabores se presentaron en blanco y negro y no pude evitar el llanto. Mi vida se estaba desgranando en trozos de recuerdos, y yo podía ver las imágenes de aquellos rostros mirando desde cada rincón: familia, amigos, conocidos, todos acumulados en la pantalla brillante mientras el olor de la bahía, de las calles húmedas y nocturnas, de los cuerpos sudorosos de pasión, de las manos tiernas y los aromas del parque me envolvían sin poder evitarlo. El vértigo de una vida lejana me aturdió mientras no podía dejar de mirar rostros y volar ingrávido sobre cada momento vivido. Quedé helado y sin saber qué hacer. Pero luego pensé que era una tontería, y el día se desenvolvió normal, como cada día, con solo aquellas contingencias diarias que se vuelven una rutina, y así, sin pensar más, me olvidé de aquellas extrañas noches. Pero dos noches después se repitió el fenómeno.
Y me lancé afiebrado nuevamente a escribir dejando que los sentimientos fluyeran en olas que me bañaban como las aguas del Pacífico algún día lo hicieron, y el llanto nuevamente fluyó libremente desde mis entrañas a mis mejillas y no pude parar, aunque algo me despedazaba por dentro.
Y nuevamente llegó la mañana, pero esta vez fue Hellen, mi esposa, quien se acercó asustada a mí para preguntar qué era lo que me estaba sucediendo. —Tengo el sueño pesado, y duermo muchas horas sin parar. Además, necesito una máquina que me ayude a respirar mejor y que, por supuesto, me haga dormir mejor. Pero no estaba funcionando. Yo estaba poseído por mi propio recuerdo. La memoria era una prisión, la cual debía dejar en libertad. Y Hellen fue la primera en leer lo que aún estaba fresco en la pantalla, y ella me miró de una manera extraña. Pero no dijo nada. No había nada que decir. Y el proceso empezó a repetirse, pero ahora, durante el día. Como una droga, me apretaba al teclado sin poder parar; sentía fluir los sentimientos en caracteres que se fijaban en el blanco de la pantalla, y mi cerebro se desgranaba en recuerdos que corrían libremente por la habitación, que galopaban alrededor de mi sillón, y que me abrazaban como si solo ayer hubiera vivido cada uno de esos momentos. Los amigos se apilaban en torno a mí, riendo y bromeando, y yo los veía mientras caminaban por mi apartamento en una alucinación que pronto fue casi normal. Empezaron a salir a trabajar conmigo, y me decían cómo manejar, dónde parar, y me pedían café, demandando atención. Y ya no volví a estar solo. Donde voy ellos están conmigo; me conversan y me recuerdan que yo soy parte de ellos como ellos de mí; me piden que los junte con sus amigos, con sus familias, que no deje que sus recuerdos mueran sin retorno. Cómo no entender este deseo de persistir, de proyectar, y me entregué a la evidencia de que todos somos uno, y cada uno es parte de ese todo.
Dejamos tanto de nosotros en nuestros padres e hijos, abuelos y nietos, amigos como ellos dejaron sus simientes en nosotros.
Y así, hoy ya duermo menos y dedico más tiempo al recuerdo y a vivir la vida acompañado de todos aquellos fantasmas que me abrazan, beben, se ríen y me hablan como solo ayer lo hicieron en momentos que disfrutamos juntos y que hoy desgranamos.

La tristeza de Martha

L

Lorena Fontoura

Traducido al español por José Manuel Lusilla

Estamos en el año 2012, más precisamente el 13 de enero, cuando Martha leyó la triste noticia en internet de que Ricardo estaba muerto. Pero, ¿quién es Martha? Martha es una mujer casada, con tres hijos adolescentes, trabajadora, esposa y madre dedicada, pero se encontraba aburrida de la rutina y de la falta de sueños y perspectivas en la vida.

¿Quién es Ricardo? Era un hombre honesto, trabajador y exitoso. Vivía lejos de su familia, esposa e hijo debido al trabajo, y se sentía muy solo por la distancia entre ellos. Era diabético, sedentario, le gustaba comer mucho y beber Coca-Cola. No bebía nada de alcohol, no fumaba y se acostaba temprano. Sus hábitos no eran nada saludables y su trabajo era demasiado estresante.

Pero volvamos al pasado para entender lo que realmente sucedió. A mediados de 2011, Ricardo conoció a una mujer casada por internet y se enamoró de ella; esa mujer es Martha.

Tan pronto como la vio por primera vez, quedó encantado con ella, y con el paso de los días se enamoró completamente de Martha, no pensaba en otra cosa que no fuera la mujer de internet. Pasaba el día y la noche enviando correos electrónicos y mensajes de texto con mensajes de amor y cariño.

Por estar verdaderamente enamorados, ambos se trataban por sus nombres reales, a pesar de que Ricardo era una persona pública, una celebridad que a menudo aparecía en revistas, periódicos e internet debido a su trabajo. En cambio, Martha era una persona común.

Los días y los meses pasaron y los dos siempre estaban conectados en un romance virtual, ambos con carencias afectivas y amándose locamente. Al principio, ella no vibraba con la misma intensidad por Ricardo, pero él, con la madurez de sus 50 años, se encargó de seducirla y encantarla hasta que Martha se enamoró por completo de él.

Hablaban todos los días a toda hora y todas las noches se veían por Skype. Todo transcurría de manera hermosa, maravillosa y divina hasta que llegó el mes de diciembre, cuando la familia de Ricardo viajó para encontrarse con él, y juntos viajarían para pasar las vacaciones y las fiestas de fin de año.

Él ya no pudo hablar con su amada durante 20 días, el tiempo que su familia permaneció en su ciudad. Rara vez le enviaba un correo electrónico mencionando la nostalgia y fortaleciendo la promesa de retomar el contacto en enero del año siguiente.

Entonces llegó el tan esperado 8 de enero de 2012, cuando él regresó solo a su ciudad... y sin esperar un segundo, llamó a su amada por internet. El corazón de Martha casi se le sale de la boca cuando recibió el mensaje en su celular, corrió a su computadora y los amantes acabaron con la nostalgia conversando y haciendo el amor virtualmente.

Los días fueron pasando, los dos intercambiando sus mensajes apasionados. Aquel 13 de enero, Ricardo le envió un correo electrónico al final del día preguntándole a su querida amada cómo le había ido. Ella, como de costumbre, le respondió y también le preguntó sobre el día de trabajo de su amado, pero esta vez no obtuvo respuesta.

Nada sucedió al día siguiente, ni al otro, ni en los siguientes. Ninguna respuesta durante dos meses. Desesperada, triste y desilusionada, Martha accedió a internet con la esperanza de obtener alguna información y descubrió que su amado había fallecido el 13 de enero, justo después de haberle enviado su último mensaje.

Martha llora, pero llora mucho y en silencio, ya que su romance era secreto, y sabe que jamás sentirá el tacto, el olor, el sabor y el calor de su amado ahora muerto.

Pero ella es una mujer fuerte y se recuperará para continuar su camino, aunque ahora lejos de los senderos de internet, solo con el recuerdo de una promesa de amor que la muerte interrumpió.

Noche de ronda

N

Carlos Bone Riquelme

"Noche de ronda, qué triste pasas, qué triste cruzas por mi balcón…"; y la voz límpida de la cantante restregándose sobre el long play se pierde en los rincones de la habitación, mientras ella, sola, tirada en la cama con un cigarrillo entre los dedos, mira cuidadosamente las resquebrajaduras del decomural en la pared.

La habitación está casi a oscuras, apenas iluminada por una lámpara de velador, donde al lado, un cenicero de madera negro reposa encima de un libro grueso en cuyas letras negras se puede leer “Raíces”.

El techo es alto, como se acostumbraba en las casas de comienzos de siglo, y con molduras de madera pintadas de blanco, pero que con el tiempo se han vuelto amarillas. No hay muchos muebles más allá de una cama, el velador y un pequeño tocador de esos con un espejo biselado en los bordes y que refleja la imagen de la muchacha en la cama que se mira con indiferencia.

“Luna que se quiebra sobre las tinieblas de mi corazón…”, se escucha melancólica la voz de Connie Francis, cantando con ese pegajoso acento "gringo" que permea el español, y que le da una sensualidad especial a su voz.

La muchacha aspira el humo profundamente y luego lo deja escapar lentamente con el hilo gris ascendiendo en volutas que se van desvaneciendo antes de llegar al techo.

Ella se levanta un poco en la cama y, estirándose por el lado, extrae una botella oscura, con una etiqueta blanca que dice Ron. Destapa la botella y bebe un largo sorbo que la hace carraspear, mientras su rostro se contrae en una mueca que puede significar desagrado o placer.

Y así se queda pensando, pues algunas arrugas se marcan en su frente. Es que no ha sido un día muy agradable. Y quiere olvidarse de la angustia, el miedo y la rabia que la atenazan.

La música solo consigue traer más pena, que junto al trago pareciera ser una mala combinación. Pero qué podía hacer; era mujer y estaba totalmente vetado entrar a un bar, como haría un hombre, y matar las penas acodado en el bar con la compañía de muchos otros hombres que lo apoyan en el sentir.

“Las mujeres nos quedamos solas”, pensó, y con rabia se llevó la botella nuevamente a los labios y bebió un trago más de ese licor indecente. “Dile que esta noche tú te vas de ronda como ella se fue…”, y proseguía Connie elevando el tono de voz, como si ella no la escuchara, aunque cantara bajito.

Tantos boleros que cantaron juntos al compás de su guitarra, pues ella no sabía tocar ningún instrumento, pero para él, la guitarra era una herramienta en sus manos, y su voz profunda de macho arrabalero atraía a las mujeres como abejas al panal; y ella debería haberlo presentido; con tanta mujer mirando con arrobo, mientras él entornaba los ojos y cantaba “caminito que el tiempo ha borrado…”, o cuando soltaba como al descuido una samba de estas al tamborilear con los dedos que sueltan las cuerdas y se dejan caer al descuido, como taconeo de cueca.

Pero no.

Cayó en la trampa de sus ojos bellos; de su boca recta; de sus cabellos enmarañados los cuales ella acarició en aquellas tardes de amor desenfrenado, y de la sensación de desgano que ataca después de haberse consumido, donde se quedaban quietos mirando a la nada, sin decir palabra, con la cabeza de él en su regazo y sus dedos perdiéndose perezosos entre mechones oscuros.

Se enamoró sin rumbo ni destino, pero presintiendo que, “esto no va a acabar bien”, como ella se lo murmuró bajito al sinvergüenza que la miró con una sonrisa leve despegándose de entre sus labios.

Y no terminó bien. Para ella.

Y aquí estaba en su habitación de pensión, mirando al techo, tomando un trago de mierda y consumida por una pena intensa mientras escuchaba música que le traía más penas al corazón.

Además, masoquista la tonta. ¿Y él?, posiblemente pasando la tarde en otra cama, con otra imbécil, que al igual que ella cayó embrujada bajo el encanto de su voz masculina, y de esas miradas de reojo, a veces de frente, a veces hasta con los ojos cerrados el mal parido se las arreglaba para conquistar.

Se tiró de nuevo en la cama, y trató de pensar en otra cosa; pero no podía. Su mente le trae una y otra vez a la memoria su aroma, el recuerdo de sus besos, la sensación de sus manos cuando la tocaba con suavidad, y luego la desnudaba lento, como quien saca el papel a un dulce, a un helado, a un paquete de regalo, para luego atacar con ferocidad, y masticar, chupetear, morder, lo que se le viniera en ganas, y que ella permite encantada, enamorada, llena de pasión.

¿O calentura? A lo mejor fue solo eso. Y ya pasaría, pues un clavo se saca con otro clavo. ¿O no? No sabía si podría olvidarlo fácilmente; y lo peor es que lo seguiría viendo en las fiestas, en las reuniones de estudiantes, y tendría que fingir que no le importaba nada, que ella también había jugado con él, que ya lo había dejado atrás como un barco deja el muelle.

Pero no sería así.

Su recuerdo quedaría estampado a fuego en su piel, y lo que era peor, en su alma de muchacha que todo lo puede y todo lo deja.

La verdad en cada noche

L

Elroucian Motta

Hay una verdad
En el alero de cada noche
Que me mira con sus ojos
[de oscuridad.

Mi corazón se tambalea
Al toque de sus manos de estrellas
Ante sus besos de etéreo sabor
Y sus caricias que son mi dolor.

Hay una verdad
En el alero de cada noche
En cada rayo plateado de luna
Que me ahoga bajo
[su claridad.

En vano intento salvarme
Con brazadas desesperadas
Pero la verdad que hay
En el alero de cada noche
No permite salvación:
Ella es el propio mar
Y la propia solución.

La vieja Alda

L

Silvia C.S.P. Martinson

Ella era vieja. Tan vieja que ya no se podían contar las arrugas en su rostro. Tampoco ella se acordaba con certeza en qué año había venido al mundo y, en verdad, cuántos años tenía.

Vivía en un pueblo antiguo cerca de la gran ciudad, donde habitaba en una casa tan antigua como ella, pero bien conservada y con cierto confort. No le faltaba nada. En el pueblo, todos la conocían y la respetaban. La llamaban la vieja Alda, que cuando se pronunciaba sonaba de una forma extraña porque era dicho en voz baja, de manera circunspecta por quien lo pronunciaba, casi como una reverencia a un santo.

La vieja Alda había nacido en este pueblo, se había criado, casado y también allí había perdido a todos los de su familia, su marido e hijos, en un fatal accidente de coche donde solo ella sobrevivió. Esto pasó hace muchos y muchos años. A ella solo le quedaron los buenos recuerdos y la gran capacidad que tenía para comprender la vida y superar los momentos duros y tristes que a todos nos ocurren.

Alda sabía lo que iba a pasar, ella lo había previsto. Sin embargo, nada pudo hacer para evitarlo. El Destino en toda su fuerza se impuso a todas las oraciones y peticiones que ella hizo para que tal cosa no sucediera. Su dolor fue enorme, sin embargo, con el paso de los años y gracias al trabajo que ejercía junto a la comunidad, la tristeza de la ausencia se suavizó y dio lugar a lo que realmente importaba: los dones que la vieja Alda traía consigo.

Sí, dones. Alda traía el raro don que acaece a algunas personas sin que se sepa ni por qué, ni por qué no. Ella preveía los acontecimientos, fueran buenos o malos. La gente del pueblo la conocía y respetaba por su capacidad de adivinar. Era común que llamaran a su puerta para consultarla sobre sus vidas, sus anhelos, sus perspectivas y sus dudas. Ella atendía a todos con la misma amabilidad de siempre y les dedicaba el tiempo que les pareciera necesario para que, al salir de su casa, estuvieran más confiados y tranquilos. No aceptaba regalos y mucho menos dinero a cambio de sus consejos. No tenía necesidad de esto.

El marido de Alda, al morir, le dejó una pensión mensual razonable que le permitía vivir con algo de confort y no depender de la ayuda de otras personas, mucho menos recibir dinero por ejercer su don en beneficio de los demás. El propio cura del pueblo la respetaba y nunca hizo ningún comentario despectivo sobre ella, en parte porque hacía algunos años ella había previsto la muerte de su hermano en un accidente de avión, preparándolo psicológicamente para la pérdida que iba a sufrir.

A un residente de la localidad, muy pobre, ella le dijo: "Muy pronto te convertirás en un hombre muy rico." Y así sucedió: él compró un billete de lotería que fue premiado con el mayor valor de dinero de aquel entonces. El hombre hasta hoy le agradece en pensamiento y también destina donaciones a entidades de caridad que visten y alimentan a los pobres. Este fue un consejo que ella le dio en aquel entonces.

A una joven le predijo que en su vida aparecería, viniendo de tierras lejanas, un hombre del que se enamoraría y vendría con él a casarse, y también que tendrían tres hijos; una niña y dos chicos, siendo que la chica nacería después del primer hijo varón. Predijo además que esta niña se convertiría en médica y ayudaría a salvar vidas en una guerra que sucedería en un lugar distante de allí. Esto realmente sucedió.

Los niños la adoraban porque por las tardes ella se sentaba en un banco de la plazuela que allí había y, rodeada por los pequeños, se quedaba horas contándoles historias bonitas, donde los ángeles y los espíritus buenos, en los que creía, hacían que ellos crecieran, fueran felices y alcanzaran la madurez comprendiendo todo y agradecidos admiraran cuán hermoso es vivir.

La vieja Alda vivió muchos, muchos años. Un día desapareció y nunca más fue vista en aquel pueblo. Sin embargo, aquellos que la amaban, en una noche límpida y serena, vieron aparecer en el cielo una nueva y brillante estrella. Y sin saberlo, todos se emocionaron.

 

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