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Campos de madera

C

Carlos Bone Riquelme

Muy temprano en la mañana, mi empleador, el contratista llamado Sr. Reynaldo Sepúlveda —de estatura baja, medio rellenito y con una gran sonrisa que se extendía hacia sus manos abiertas, listas como para dar un abrazo— me dejó en las oficinas de la compañía localizada en San Vicente, a dos pasos de la entrada del puerto.

INFORSA, leía el letrero.

Era una fría mañana de agosto, y el día olía a lluvia. El graznido de las gaviotas se escuchaba como un lamento que se perdía en las calles semivacías del puerto, y el edificio de dos pisos, blanco, de modernas líneas y con un pequeño parqueo, esta mañana se veía ocupado solo por unas camionetas blancas con el logo de la empresa.

Subimos al segundo piso, donde nos encontramos en una amplia oficina con algunas secretarias empeñadas en una lucha a muerte con las máquinas de escribir, y al final, una puerta que decía en grandes letras: “Gerencia”.

Nos pidieron esperar, y luego de algunos minutos —en los cuales yo me encontraba muy nervioso, sintiendo las miradas curiosas de las empleadas— la puerta se abrió y un señor de mediana estatura, de unos cuarenta, cuerpo atlético, con un bigote poblado y denso, nos enfrentó con una sonrisa y se presentó como el “Señor Parada”. Nos señaló que entráramos.

Y en la oficina de grandes ventanales que iluminaban el interior, se podía observar un escritorio bastante amplio. Detrás, sentado, estaba el gerente, a quien más tarde conocería como el “Sr. Varela”. Él era relativamente joven, alto, de pelo largo (pero no tan largo) y con aspecto desaliñado, pues vestía muy casualmente.

Después de algunos minutos de presentación, el Señor Parada me pidió que lo acompañara. Me llevó a los campos de depósito de madera que estaban ubicados en San Vicente, casi mirando el mar.

Una caseta de madera era lo único significativo, además de la gran cantidad de troncos apilados uno sobre otro, y de diferentes dimensiones.

A lo lejos se veían algunas figuras que se movían rápidamente entre las filas que armaban los troncos, mientras el olor a humedad y humo mezclado me hacía lagrimear los ojos.

El señor Parada me indicó que entrara en la “oficina de terreno”. Cuando la puerta se abrió, solo pude ver una banca pegada a la pared trasera, y una mesa con una silla donde se sentaba un muchacho de aproximadamente mi edad, que luego sabría se llamaba Fernando Castro.

“Castrito”, como le llamaban todos, era fornido, bajo, de mirada recta y mano firme. Me saludó con un fuerte apretón, mirándome recto, lo que ya me dio una buena impresión, y una franca sonrisa donde se veía una dentadura blanca. El Señor Parada se fue, dejándonos las presentaciones a nosotros.

Me senté vacilante en la banca y Fernando me explicó el trabajo: había que controlar los camiones que salían cargados de madera y anotar la cantidad de “trozas” que cargaban.

Además, había que controlar las horas de trabajo de los muchachos que estaban en el campo, y revisar las máquinas cargadoras, poniendo atención al cronómetro instalado en cada una. Eran varias máquinas, algunas Caterpillar, otras John Deere.

Desde mi lugar, veía a los cargadores frontales moviéndose rápido mientras levantaban grandes troncos que luego depositaban donde algunos de los muchachos les indicaban.

Parecían monstruos deslizándose entre el barro y las cortezas que se desprendían de los grandes troncos, que se mezclaban en el suelo dejando grandes manchas de color negruzco.

De pronto, la puerta se abrió y entró un muchacho delgado, sonriente, con un mechón de pelo cayéndole sobre el rostro lampiño.

Me miró con sorpresa fingida —pues ya sabía que yo había llegado— pero quería "tasarme" de cerca. Sin despegar los ojos de mí, saludó a Castro, quien rápidamente, adivinando la razón de esta visita, le dijo:

—Este es Bone, quien me ayudará aquí en la oficina.

Y girándose hacia mí, añadió:

—Este es Ulises, el ayudante de capataz.

Así quedaron claras las posiciones de cada uno en este lugar, que era totalmente extraño para mí.

Entonces Ulises me dijo:

—Sería bueno que conociera el terreno.

Y mirándome los pies, me aclaró:

—Pero también sería bueno que se pusiera botas, pues con esos zapatitos, se le van a mojar los pies al señorito.

Sentí que mis mejillas enrojecían al sentir que el crudo comentario me ponía en un lugar poco agraciado. Pero, aun así, agradecí el consejo, y cogiendo unas botas de goma que Fernando me indicó, cambié mis zapatos de Astoriano por estas botas, que por algún tiempo serían mis compañeras de aprendizaje.

Claro que mis estudios de Arte no me habían preparado para esta faena, y se notaba en la forma de vestir y en la forma de hablar.

Y de alguna manera, ellos lo sentían.

Me prometí que yo les cambiaría esa percepción en poco tiempo. Ulises me llevó, podría asegurarlo, por el terreno más accidentado y con mayor cantidad de barro, para ver si me caía o, quizás, terminaba llorando.

No había mala intención en esta fechoría; era la forma de dar la bienvenida a quien claramente no pertenece a este mundo de trabajadores esforzados y que necesitan el dinero ganado a diario.

Ellos suponían que yo era un recomendado de los jefes, con algún grado de autoridad, y por supuesto, que los espiaba y dejaría saber a los “de más arriba” cada cosa que pasaba en este campo.

Entre los troncos encontramos a un muchacho delgado, de mirada esquiva —luego sabría que era un defecto en los ojos—, de pelo largo, pero que se veía con alguna autoridad entre los otros trabajadores.

—El jefe —me lo presentó Ulises secamente.

Se llamaba Gallegos, y con el tiempo aprendería a confiar en él. Era recto como una tabla y conocía el trabajo de arriba abajo. Aunque no perdonaba la flojera, estaba siempre listo para ayudar al que lo pidiera.

Al lado de él, estaba parado un muchacho bajito de estatura, ancho de hombros, de cabello desordenado y una sonrisa amplia con la profundidad del mar y sus cercanías.

Le decían “Chespirito”, y era el ayudante de confianza del gallego.

Más allá conocería al amigo que me ha acompañado por algunos decenios, y que, aunque en ese momento no lo recordaba, en algún momento fuimos compañeros del Liceo Enrique Molina Garmendia y, además, compañeros de lucha en aquellos tiempos de barricadas y marchas reivindicativas.

Se llama Miguel Elías.

Él tampoco se acordaba de mí, pero con el tiempo nos acercaríamos y compartiríamos muchas cervezas y vino del bueno.

Bueno, eso ocurriría con todos ellos, a los que recuerdo con mucho cariño.

Los operadores de los cargadores frontales eran más difíciles de convencer, pues claramente despreciaban mi origen de clase media y mi poco contacto con el trabajo de “hombres”.

Había uno especialmente, al que le decían “Rucio”, pues tenía un pelo anaranjado y una cara que se podría confundir en cualquier parte con un escocés de pura cepa, especialmente por el mal genio.

Estaba también Lucho, quien era compañero del Rucio; ambos eran empleados de la misma compañía contratista.

Lucho era de mediana estatura, de talante taciturno, pero muy amable.

Él me miraba con cierta pena, casi adivinando mi caída en desgracia y sintiéndola como si fuera suya. Esta sensación de caída me acompañó muchas veces durante mi adolescencia, pues yo venía de una clase media, de esas educadas y burguesas, pero que no estaba lejos de las clases trabajadoras.

Había uno al que le decían “el Pájaro Loco”, pues era muy delgado, de pelo largo y desordenado. En las tardes, cuando ya atardecía y el trabajo decrecía, él se sentaba a escuchar música al interior de su máquina, mientras todos lo mirábamos, esperando el momento del ataque.

Y de pronto, en forma inesperada, la máquina comenzaba a saltar y resoplar, levantando sus garras y luego dejándolas caer.

Esto duraba aproximadamente un minuto, para luego quedar nuevamente en silencio.

A esa hora, todos nos entrábamos a la oficina, riéndonos y comentando el suceso, que ya no era suceso, pero que nos sacaba de la monotonía de cuando no había embarque.

A veces, estas noches las salpicábamos con algún ingrediente sabrosón.

En un tonel vacío, de esos de petróleo, descargábamos un poco de carbón, le colocábamos una plancha de metal encima, tirando trozos de carne y longaniza encima.

Alguna botella de vino se paseaba alrededor, y mientras la noche nos miraba desde sus estrellas azuladas y brillantes, nosotros cantábamos una serenata de asado improvisado, mientras nos arropábamos en nuestro silencio, y a veces entre el eco de los camiones y de alguna canción que escapaba lloriqueante de una radio a baterías.

O el Rucio nos montaba a todos, como si fuera una pajarera ambulante, encima de su máquina para arrastrarnos al puerto, a esas casas que durante el día permanecen silenciosas, pero cuando la noche cae, se iluminan como guirnaldas de carnaval, y las risas escapan galopando entre las calles de piedras y asfalto.

Y allí, en torno a una botella de pisco, con algunas muchachas de formas abundantes y cariño que resbalaba desde sus ojos que han adivinado el amor a la distancia, se nos iba la noche.

El Gallego era tímido; casi retraído en estas lides. Pero sus combos retumbaban secos cuando la hora se prendía de infantes de marina.

Y el “Guatón” González se reía con Alcaíno, que murmuraba no sé qué palabras en algún oído de aquellos pintados de carmín.

Más de alguna vez lo escuché proponer a alguna de estas muchachas:
—Una noche, que, si me aguantas, te pago por dos noches.
Y las muchachas lo miraban entre risas y sonrisas incrédulas, pero luego se negaban, quizás con la premonición de aquellas que han visto mucho.

Más de alguna vez rentamos un taxi y terminamos en calle Orompello de Concepción, bailando en la “Boîte Tropicana” o en algún otro lugar de los cuales recuerdo solo las luces medio oscurecidas y las risas de los que no querían reír.

Y de pronto nos avisaban que venían varios barcos.

Teníamos que preparar madera para Libia, Kuwait, Dubái, Corea.

Y la actividad se volvía febril.

Ulises corría entre los paquetes de madera, mientras Sánchez gritaba con su voz delgada, que en esa hora no causaba risa.

El Gallego casi no hablaba y nosotros, con Fernando, apenas dormíamos. Pasábamos varios días entre embarque y embarque sin ver más que el polvo que levantaban las máquinas o los camiones.

Las camionetas de los contratistas llegaban rápidamente, descargando el petróleo para los cargadores, y los días se iban con rapidez.

Más de alguno se arrancaba para correr a la bodega más cercana a tomarse un “potrillo”, y el Gallego, o nosotros, que veíamos este desliz, mirábamos sin ver, ni siquiera cuando alguna botella encontraba su camino entre los troncos.

Eran muchos días y se necesitaba energía.

Y también nosotros encontrábamos el momento preciso para perdernos entre un gollete y chupar como si fuera mamadera, y sentir el tiritón casi milagroso que te devolvía la energía para algunas horas más.
Y de pronto todo terminaba.

Los barcos se perdían en lontananza y los camiones desaparecían hacia rumbos más productivos, y el campamento quedaba nuevamente en silencio, con todos relajados, durmiendo entre la madera fresca y el polvo translúcido que dejaba sueños en el aire.

Y llegaba el señor Sepúlveda a repartir los cheques, y eso traía la alegría de regreso.

Cada uno se perdía entre sus cuentas, calculando cuántas horas se habían trabajado esa quincena.

Y la noche volvería a ser día. Y en la mañana nos encontraríamos todos sentados en el sindicato de estibadores para saborear el tazón grande de café con leche y los huevos con longaniza que chorreaban grasa entre el pan amasado, la cebolla y las papas fritas; y todo esto a las siete de la mañana.

Y el sindicato lleno hasta las masas, con las risas y las conversaciones que duran lo que dura el desayuno.

A estas alturas, yo ya era parte del paisaje. Y los muchachos me aceptaban como uno más de aquellos que nos levantamos y acostamos juntos en contubernio cercano; de hermanos en la alegría y el dolor.

Y nunca me he sentido mejor que entre aquellos que me querían o no me querían, pero sin mentiras.

Distraídas

D

Silvia C.S.P. Martinson


La calle estaba llena de gente, algunos caminaban con prisa, otros más despacio. Estos últimos se tomaban su tiempo, mirando los escaparates que ya estaban abiertos.
Era la semana anterior a Navidad.
 
La mayoría de las tiendas tenían sus escaparates llenos de bonitas propuestas para que la gente se interesara en comprar algo, ropa o juguetes para regalar a sus seres queridos en Nochebuena. Esta costumbre es muy común en algunos países.
 
Los tres caminaban por la misma acera, cada uno a su ritmo. André tiene unos 65 años y camina con cierta prisa, mientras atiende una llamada en el móvil de su nieto, que le recomienda que le compre una bicicleta que ha visto en una tienda concreta y que le gusta mucho, sobre todo porque cumple sus expectativas y necesidades para cuando vaya a la universidad donde estudia.
 
Lidia caminaba tranquilamente, mirando a la gente que pasaba mientras recordaba sucesos que habían ocurrido en su pasado. Uno de ellos le hizo recordar que a los 20 años, ahora con 65, se había enamorado de un joven y él de ella. Se llamaba André. Ambos estaban en la universidad y estudiaban asignaturas diferentes, ya que él quería ser abogado y ella médico.
 
También recuerda que, al final de sus estudios, ambos se separaron. Cada uno perseguía sus propios objetivos de especializarse en cursos de postgrado en otras universidades. Finalmente se encontraron, pero la vida, los compromisos y otros intereses acabaron separándoles.
 
Más atrás y en dirección contraria, un hombre mayor caminaba por la misma acera, apoyado en un bastón, pues el peso de los años le hacía sentirse más débil, inseguro, sin la higiene de la juventud. Se llamaba Francisco, este anciano que caminaba despacio. Había sido profesor en la universidad.
 
Al mirar a aquellas dos criaturas tan distraídas y retraídas, se acordó inmediatamente de sus alumnos André y Lidia, a los que siempre había mirado con cierta envidia por su juventud y belleza de entonces.
 
También se fijó en que, a pesar de su edad, ambos conservaban vestigios de belleza que el tiempo no les había arrebatado.
 
Francisco notó que los dos caminaban separados, no como antes en la universidad cuando estaban enamorados y caminaban de la mano, y los veía a menudo besándose en las esquinas.
 
Francisco intentó llamarles en ese momento.
Lidia miraba distraída el escaparate de una tienda de ropa. André estaba ocupado contestando a su llamada de móvil, completamente absorto.
 
André y Lidia simplemente no se habían dado cuenta de que ninguno de los dos estaba en la calle.
Francisco, conmovido por tantos recuerdos, intentó una vez más atraer la atención de sus antiguos alumnos, pero su voz se volvió ronca y sus ojos se llenaron de lágrimas. Un fuerte dolor en el pecho le hizo sentarse en un banco de la acera.
 
Francisco se durmió allí para siempre mientras la gente, cada uno por su lado, seguía su camino, sus propios destinos por los caminos de la vida, total y absolutamente distraídos.

Concepción de mis recuerdos

C

Carlos Bone Riquelme

 

La noche cae sobre Concepción, dejando sus calles solitarias, donde solo el reflejo incandescente de las luces se dibuja sobre el pavimento mojado.

El viento mueve las hojas incrustadas en las ramas de los viejos tilos de la Plaza de la Independencia, ya vacía a esta hora. Al frente, en el edificio de la Intendencia de la ciudad, se ven dos carabineros, arropados en sus gruesos chaquetones verdes de Castilla, cruzados con los cintos de color café, de donde pende una cartuchera con su pistola. Se mueven lentamente, tratando de capear el duro frío de la noche invernal.

En la entrada del edificio hay un pequeño escritorio que sirve de recepción, donde los carabineros se sientan ocasionalmente.

La lluvia se esparce en olas que azotan la acera. Algún transeúnte trasnochado pasa rápido, casi oculto debajo de un paraguas que se dobla con el viento.

Una micro destartalada corre lenta por Barros Arana, y allá lejos, en el vacío paradero de la esquina del Romano, la figura solitaria de “la mala Cueva” —o mejor dicho, “la mala suerte”— se estremece de frío, aún esperando a un posible y trasnochado cliente.

La llamábamos así porque su cara, marcada por el sarampión, alejaba a los posibles clientes. Al verla, huían con cualquier excusa banal, a menos que estuvieran muy borrachos y no se percataran de ese hecho. El apodo de “mala cueva” también venía de su costumbre de estar siempre en la misma esquina, todas las noches, guareciéndose de la lluvia y el frío bajo el paradero metálico, como esperando un micro que nunca llegaba.

En esa calle, solo los “Pool Víctor”, localizados frente a la entrada de la boîte “La Tranquera”, y el restaurante “Llanquihue” permanecían abiertos hasta casi el filo del toque de queda.

Aún estábamos en el año 1974, poco después del golpe de Estado de 1973 que derrocó al presidente Allende y trajo al poder al presidente de facto, Augusto Pinochet.

A esa hora, solo un par de mesas estaban ocupadas en los “Pool Víctor”, con los últimos golpes de taco y bola; y en el “Llanquihue” aún la máquina cervecera ofrecía esos largos copones bañados en espuma, llamados “Garzas” debido a su estilizada forma transparente, tirando sus últimos alientos mientras la reja de la entrada estaba casi cerrada.

“La Tranquera” ya había terminado sus últimos toques de música, y los últimos clientes se apuraban por entrar al hotel Bío-Bío o al Ritz.

Las “potocas”, unas muchachas muy alegres de esta ciudad, cruzaban la acera corriendo entre risas en busca del último taxi. Las luces de los semáforos pestañeaban con flojera nocturna, mientras el cruce diagonal frente al palacio de los Tribunales estaba impregnado del olor a orines de vagabundos o borrachos que pernoctaban allí.

Allí, cobijándose de la lluvia, dormía a veces un vagabundo al que todos temíamos. Le decían “el Zorro”, quizás por lo enojado de su rostro, cubierto casi por completo de negros pelos.

No sé por qué los muchachos le rehuíamos, pues nunca lo vi actuar violentamente. Solo mascullaba o a veces gritaba palabras inconexas y sin sentido. Tenía una actitud agresiva detrás de un gesto torvo que se ocultaba bajo su enmarañada barba negra. Sus ropas estaban raídas; siempre vestía un saco negro, unos pantalones harapientos y unos zapatos rotos. Cargaba un alto de cartones y bultos a la espalda y, durante los veranos, dormía en el parque Ecuador, donde a veces se le veía hacer sus abluciones matinales en la cascada.

También recuerdo a un muchacho alto de ojos claros, al que llamábamos “el Tío”, pues nos perseguía con una pistola de plástico, disparándonos balas imaginarias mientras gritaba: “¡Tío, tío, te maté tío!”. Y también a “Pepito Aste”, otra figura muy conocida entre los residentes de la ciudad, caminando siempre por San Martín con su figura delgada y agachada, deteniéndose a veces a conversar con algún transeúnte.

La calle Diagonal se veía larga y vacía de movimiento, lo que era raro.

En Ongolmo esquina Diagonal existía un sitio eriazo que durante la primavera recibía al circo “Águilas Humanas”; más tarde vendría el circo “Frankfurt", y con el tiempo, alcancé a ver también al circo “Tony Caluga”.

En esa misma esquina estaba la estación de gasolina de Larroulet, y más tarde, por la Diagonal, se instaló el “Café Colombia”, centro de reunión de los estudiantes universitarios, famoso por sus “papitas fritas”.

La Diagonal era la calle de las peleas estudiantiles, mientras por San Martín llegaban los buses de las fuerzas policiales, estableciendo un cordón de protección para evitar, infructuosamente, que las protestas alcanzaran el centro de la ciudad.

Por San Martín llegaban también los carros lanza-agua, o “guanacos” como los llamamos en Chile, que se movilizaban hacia la Diagonal, donde los muchachos intentaban protegerse detrás de los postes del alumbrado, inútilmente, pues terminaban bañados de pies a cabeza.

Desde mi ventana en la Diagonal 1167, tercer piso, vi a un osado muchacho subirse al techo de uno de estos carros, golpear el vidrio y luego saltar al suelo para escapar.

A mediados de los 80, en la Plaza Perú se instalaron numerosos negocios, como la “Rotisería Pujol”, cafeterías y librerías.

La calle Chacabuco, antes estrecha y llena de piedras, ya se estaba ampliando, convirtiéndose en una avenida comercial, llena de tiendas y restaurantes.

En un sitio eriazo, en la esquina de Orompello y Diagonal, se instalaba el gran circo “Águilas Humanas”, que llegaba con los primeros rayos de la primavera, trayendo su carga de cabritas, payasos y animales que solo habíamos visto en libros, desfilando por el centro de la ciudad entre los gritos y algarabías de los pequeños que mirábamos sorprendidos.

El aserrín olía a risa y diversión mientras los muchachos nos escurríamos por los palcos y la galería para ver al “Tony Caluga” y sus compañeros, gritando con voces melosas y dándose palmetazos que resonaban por encima de las carcajadas de los concurrentes.

Se iba ese circo para dar paso al siguiente: “El Frankfurt”, con su carpa verde.

Pero durante el invierno todo quedaba vacío, igual que el edificio inconcluso que, más tarde, sería el “Colegio Médico”, donde en los años 80 asistí a una charla del cardenal Silva Henríquez.

Allí estaba también, en la Plaza Perú, la “Pinacoteca de Arte”, donde comenzaban las peleas estudiantiles y donde, junto al Arco de Medicina, se mantenía el último baluarte de la inmunidad universitaria.

Esa inmunidad fue violada en la mañana del 11 de septiembre de 1973, cuando, de madrugada, los militares entraron y apresaron a los estudiantes que vivían en las cabinas.

Fui testigo aquella mañana, mientras me dirigía al centro de la ciudad, de los muchos estudiantes tirados en el suelo, con las manos cruzadas detrás de sus cabezas, mientras algunos militares, indiferentes, los vigilaban con sus fusiles prestos.

Desde allí podíamos acceder al barrio universitario, con sus calles barrosas y el querido cerro Caracol mirándonos desde lo alto.

Detrás, “La Agüita de la Perdiz”, un barrio pobre y sentido, en medio de viejas y señoriales casonas que, con la nariz respingada, lo observaban con desprecio.

Pero también por esas polvorientas calles anduvimos y compartimos tragos y bailes con los muchachos de “La Agüita de la Perdiz”.

Muchas noches de toque de queda fueron pasadas allí, al golpe de la guitarra y con el calor de la amistad humilde y abierta.

Hacia la estación se erguía el “Cecil Hotel”, junto a la pequeña plaza que, hace algún tiempo, tuvo días de gloria con su fachada imponente y clásica.

La plaza Prat, pequeña y modesta, albergaba las oficinas de “Vía Sur”, la clásica compañía de buses que desapareció, tragada por el crecimiento económico de los 80.

Y a la vuelta de la esquina, el pequeño y mal trajeado “Diablo Rojo” —o “Derby”—, la boîte que alojaba a una concurrencia nocturnal, y a veces delincuencial, donde recuerdo haber bailado una noche con mi esposa, de casi nueve meses de embarazo…

Espejismos

E

Silvia C.S.P. Martinson

 
En el silencio de la noche
cuando de mí voz ya no oigas,
imagina que en las estrellas
tu me encuentras
mirándote desde lejos,
soñando mil amores,
viajando en el calor envuelta,
arrebatada en tus fuertes brazos.
Caminaremos por la noche
como los pájaros, como el Fénix
cambiaremos de plumas
y abrazados amantes
en el lejano infinito
felices al fin
nos perderemos.

En mi casa mando yo (cuando no está mi mujer)

E

Pedro Rivera Jaro

Cuenta la leyenda de Rozas del Puerto Real que Majadillas, que era una aldea aneja a Cadalso de los Vidrios, fue abandonada en el primer tercio del siglo XIX porque se la comieron las hormigas. Sea verdad o no, lo que sí es cierto es que estaba situada en un paraje muy bonito, cercano al arroyo Tórtolas, y que del lugar se conservan en pie las ruinas de su iglesia de San Pedro. Además de la iglesia, en este pequeño poblado había 22 casas y 1 taberna. La población era de 20 vecinos que vivían dedicados a la agricultura.

Seguimos contando, según la leyenda, que a la aldea de Majadillas llegó un día una expedición enviada por la Hermandad Provincial de Ganaderos, interesados en incrementar allí el número de cabezas de ganado, que al parecer tenía los pastos muy desaprovechados. Dicha expedición llevaba vacas y caballos para donar a los lugareños, y el criterio que adoptaron para repartirlos se basaba en que aquellos hogares en los que la dirección de la casa la llevaba la mujer obtendrían una vaca lechera, y en los que fuera el varón quien dirigiera el hogar, se le regalaría un caballo.

El resultado de toda la operación fue que en todas las casas mandaba el ama de casa, excepto en la casa de Juan el Carbonero, que afirmó que en su casa mandaba él. En cada casa dieron una vaca, excepto en la casa de Juan el Carbonero, a quien le dieron un caballo totalmente blanco, que se llevó a su hogar tomado por el ronzal y lo ató en la anilla de hierro que había junto a la puerta de entrada de su casa.

Cuando su esposa vio el caballo blanco en su puerta, preguntó a Juan por él. Este le explicó que había escogido un caballo porque así podría usarlo para cargar los sacos de carbón vegetal que producía. Su esposa le contestó que el caballo blanco tenía que cambiarlo por otro que fuese negro, primero porque a ella le gustaba más de ese color, y segundo, porque con el polvo negro del carbón, siempre estaría sucio.

El carbonero volvió con el caballo y le dijo al responsable del reparto de los animales que se le cambiara por un caballo negro porque a su mujer le gustaba más de ese color. El responsable inmediatamente le dijo a su ayudante: “A éste, recógele el caballo y dale una vaca, porque en su casa manda su mujer, por mucho que diga que manda él".

Invitación

I

Silvia C.S.P. Martinson

Me invitas a vivir, a quererte
y te sigo sin parar,
ilusionada en soñar
que podrías querer,
en algún momento,
en algún lugar,
dejar en mi cuerpo
las huellas de tu ardor.
Y yo, como tu amante,
me quedaré para siempre
y cada vez más
deseándote,
eternamente, esperándote,
vibrando y amándote.

El encuentro

E

Silvia C.S.P. Martinson

 

Ella caminaba deprisa. Todo lo que podía. Quería correr, pero las piernas y los pies no se lo permitían.

Las calles estaban atestadas de personas que iban y venían despreocupadas.
La tarde ya se encontraba a medio camino de la noche, lanzando el sol sobre el horizonte sus últimos rayos luminosos, tiñendo el cielo de tonos amarillo-rojizos.
Mientras caminaba, iba pensando en cómo sería ese encuentro.
Tantas cosas habían pasado, el tiempo, la vida, hicieron que hechos importantes se olvidaran poco a poco.


Recordó cuándo se habían conocido. Ella caminaba por la orilla del mar en una mañana tranquila, cuando las olas se derramaban lánguidamente sobre la playa.
En ese momento apreciaba solamente la naturaleza, sin darse cuenta de los obstáculos del camino. Fue entonces que, en un desnivel de la acera, tropezó y ya estaba por caer al suelo cuando unas manos poderosas la sujetaron por los brazos.

Esas manos que la ampararon de un daño mayor, en caso de haberse estrellado contra el suelo, fueron las mismas que muchos siglos atrás la habían socorrido en el mismo sentido, en situaciones idénticas. Entonces, en ese momento, la empatía que existía de antemano se hizo notar nuevamente. Sin embargo, ninguno de los dos se dio cuenta, el pasado se había borrado momentáneamente de sus vidas. No obstante, este acontecimiento permitió que ambos comenzaran a entablar una conversación.

De esa charla surgió el descubrimiento de que hacían ese recorrido todas las mañanas.
Con cada encuentro, cada mañana en horarios previamente acordados, caminaban juntos por la orilla del mar mientras intercambiaban ideas sobre los más variados temas, notando que esas ideas eran muy semejantes en su forma de ver la vida y de actuar frente a las situaciones que se les presentaban, fueran de fácil o difícil resolución.


Así fue pasando el tiempo, y las afinidades entre ambos se fueron consolidando cada vez más.

Ambos llegaron a ser muy ancianos, se empezaron a querer cada vez más, cada uno respetando la libertad del otro y comprendiendo las diferentes manifestaciones de sus personalidades, inherentes a cada uno debido a las vivencias y experiencias sufridas en esa vida.

Y caminando hacia su encuentro, en la playa, ella recordó aún que: el amor entre los dos, en consecuencia, también fue inevitable, intenso, especialmente hermoso y, por encima de todo, sincero.

Mujer de noche

M

Carlos Bone Riquelme

 

Ella llegó a esa extraña ciudad de líneas geométricas y edificios en altura, pero cubiertos de cristales iluminados que mostraban líneas excesivamente modernas, muy lejanas a las que estaba acostumbrada.

No se cansaba de admirar las calles, que, aunque extrañamente semivacías, eran limpias, libres de toda basura, papeles, excrementos y todo aquello que normalmente cubre las superficies en su ciudad natal.

Tampoco se escuchaban los gritos de vendedores ambulantes o de gente conversando en las aceras, los cuales no existían, y esto sí la confundía.

Cargando en una mano un bolso de viaje con sus pertenencias más necesarias, y en el hombro contrario, la cartera, la cual su esposo continuamente le decía que parecía mochila por lo grande y llena de utensilios privados que ella contenía.

Para decir la verdad, la cartera pesaba mucho más que el bolso.

Frente a ella encontró repentinamente la dirección buscada, y empujando la puerta de vidrio transparente, se adentró en un espacio amplio, pero con habitaciones llenas de gente que parecían estar en reuniones muy importantes, aunque desde la recepción no se podía escuchar lo que hablaban.

Se paró al medio algo confundida, pues no sabía exactamente dónde ir, y de pronto pudo ver el cartel que anunciaba en letras negras de molde, pero con filigranas de colores en los bordes: “Seminario sobre la liberación femenina”.

Dando un suspiro de alivio, abrió la puerta y se encontró en medio de un debate sobre el rol de la mujer moderna en la sociedad masculina, pero al mirar a su alrededor, pudo observar muchos hombres escuchando y opinando sobre el tema.

La panelista desde el frente del salón estaba engarzada en una discusión sobre la necesidad de tener más mujeres en los puestos de mando, generalmente dedicados solo a hombres, destacando el hecho de que, en las últimas décadas, de acuerdo con las estadísticas nacionales, eran más mujeres las que se graduaban de carreras científicas, como matemáticas, ingeniería, medicina y química.

Estas aseveraciones tenían muy buena acogida por la mayoría de los asistentes, pero de todas maneras muchas de las presentes tenían que dejar oír sus observaciones sobre el tema.

Ella se sentó en una silla vacía y se dispuso a escuchar las opiniones del resto, aunque, a pesar de haber sido seleccionada en su trabajo de asistente social como delegada a este congreso de feministas, no tenía una opinión muy enterada sobre el tema.

En conocimiento de esto, sus jefes pensaron que era la más adecuada para asistir al evento, y formar una idea más libre sobre el tema, y adquirir conocimiento de cómo aplicar estas nuevas ideologías en los centros de trabajo.

Así que ella se sentía comprometida con el tema, y aunque tampoco creía en la predominancia de la mujer en todos los campos laborales, la idea de que se abrieran espacios en las esferas más altas de la jerarquía para ellas era apasionante.

Había que reconocer que la sociedad estaba muy cerrada a la idea de tener mujeres en puestos de mucha responsabilidad, como cirujanos, pilotos de aviones, ingenieros constructores, dejando labores alineadas con lo “femenino” a las mujeres que estaban en estos campos.

¡Para qué hablar de las fuerzas armadas!

Aunque a las mujeres se las entrenaba con rigurosidad en el campo físico, no eran admitidas en el frente de combate, pues el pensamiento general era que no serían capaces de resistir la presión que conlleva la muerte, y el constante bombardeo y ráfagas que podrían alterar los nervios de ellas y llevarlas a un ataque histérico.

Además, se discutía seriamente que el ciclo menstrual y la menopausia afectan el desempeño psicológico de las mujeres, dejándolas incapacitadas de tomar decisiones en momentos de serios conflictos.

Estas presunciones, pues no eran más que eso, de acuerdo con lo que ella pensaba, la descolocaban, aunque nunca enfrentó a nadie en discusiones de este tipo por considerarse fuera del contexto laboral o profesional, siendo verdad que estas ideas desvalorizaban el trabajo de las mujeres en el ámbito profesional.

Pero, aun así, ella guardaba silencio cuando estos temas eran tratados en los grupos de amigos o colegas, y cuando le preguntaban directamente por su opinión, ella reía, como se esperaba de una mujer, con una risa estúpida, contestando: “no sé mucho sobre el tema…”, y con eso dejaba a los hombres satisfechos de su ignorancia y a las mujeres furiosas por no tener una defensora más de sus derechos.

Aunque la verdad era que una gran mayoría de mujeres preferían hacerse las estúpidas, pues las inteligentes y con opinión eran dejadas de lado, no encontraban maridos, pues los hombres sentían temor de la mujer muy inteligente, y así, ellas en su mayoría preferían reírse, dejar que sus pares masculinos se sintieran superiores y, de todas maneras, el poder del sexo los envolvía, terminando esclavos de lo que ellas decidían.

Pero esto no se extendía al campo laboral, donde los impedimentos para dejar que la mujer avanzara eran mucho más férreos, llamándose: “el techo de cristal”, el cual, de acuerdo con las feministas, era un techo que había que romper, pero como el cristal, dejaba muchas fragmentaciones que eran un peligro para aquellas que lograban superar todas las barreras de prejuicios sociales que esto conllevaba.

Otro punto por considerar era que, en muchos casos, la mujer misma era la peor enemiga de aquellas que subían a lo alto del techo masculino.

Las mismas mujeres hacían valer sus opiniones de que: “esta o aquella no estaba capacitada para hacer este trabajo…”.

Con esto, el tema de la superación de la mujer era mucho más complicado que solo cambiar paradigmas y conceptos, para elevar el estatus de las féminas en la sociedad del siglo XXI.

Y la conferencia era uno de aquellos intentos de avanzar en aquella dirección, pero, de acuerdo con lo que ella pensaba, era más de palabra que de hecho.

Aunque las feministas que invadieron las calles desnudas, orinando en las puertas de las iglesias y gritando insultos en contra de los hombres, tampoco consiguieron más apoyo que de unas cuantas organizaciones radicales que estaban más interesadas en un estado anárquico que en un verdadero cambio del estado de las mujeres comunes y corrientes.

Eso analizaba ella sentada escuchando las diferentes oraciones que no agregaban más a lo que ya se venía discutiendo desde Simone de Beauvoir.

La verdad, que ella hubiera preferido quedarse en casa, aunque hoy, le entusiasmaba esta moderna ciudad que había descubierto.

Quería abandonar pronto esta reunión, a la cual ella ya no le encontraba más sentido que aquel que le pagaba los gastos por un par de días y le daba la oportunidad de turistear gratis.

Una vez terminada la reunión, ella se quedó en medio de un par de grupos que conversaban y analizaban algunos libros y temas concernientes a la liberación de la mujer, pero estaba distraída, esperando el final de todo esto que justificara el gasto de su trabajo para que ella asistiera.

En camino a la salida, se encontró con un par de conocidas de otras oficinas públicas, y decidieron entre ellas parar en algún bar a tomar un trago antes de retirarse a sus habitaciones.

Caminaron por las calles solitarias hasta un “Bistró”, el cual era un lugar muy “trendy”, de acuerdo con lo que le comentaron, y entre gritos y risas, entraron en medio del humo y sonido de música que se escuchaba desde el interior.

El lugar era confortable, con sillones de “plush” y mesas pequeñas, semioscuro, con una banda en un pequeño escenario desde donde llegaba el sonido de un saxo y el retumbar de un contrabajo.

El piano marcaba las notas con claridad que se esparcían como aves de colores por la sala.

La verdad, es que todo este ambiente, muy diferente de aquellos bares de su ciudad, la hicieron relajarse, y el trago que llegó en un vaso largo, con un líquido de colores azulados, una sombrilla y un marrasquino, llamado “Sexo en la playa”, la deslumbró.

Sorbió lo dulce mezclado con lo salado, y allí comprendió el nombre sugestivo del trago.

Se rió para su interior, mientras las conocidas, pues no eran amigas, conversaban de cualquier tema, menos de la liberación de la mujer, que parecía no interesarles más allá de un par de tipos acodados en la barra que ellas encontraban “estupendos”.

Había dos o tres casadas en el grupo, las demás eran treintonas en busca de aventura, y este viaje les ofrecía la oportunidad perfecta.

A ella no le interesaban las aventuras, pero no era por estar casada, era simplemente que ese juego casual de sexo y amor, “one night stand”, como dicen los gringos, no era para ella.

Después de todo, estaba enamorada de su marido, quería a sus hijos y familia, y el motivo de este viaje fue más por la presión que le pusieron en el trabajo y, por qué no decirlo, le interesó saber más sobre este tema de la liberación femenina, que nunca le había importado.

Hasta ese momento la experiencia estaba recompensando el esfuerzo.

Era bastante tarde, de madrugada, cuando ella y un par más de las que estaban en el club decidieron marcharse, pero otras quedaron en compañía masculina, bailando o tomando algún trago, pero ella decidió que era suficiente.

Salieron del bistró y, tomando un taxi que se encontraba estacionado en la calle, se dirigieron al hotel, el cual era el mismo para la mayor parte de los asistentes a la conferencia.

El lugar era modesto, pero de buena calidad, con un recibidor bastante estrecho, limpio y bien iluminado. Las habitaciones cómodas, con una televisión de dimensiones bastante grandes, un cuarto de baño con un “bidet” de estos electrónicos y una ducha de puertas de vidrio.

Se acostó después de un baño relajante, encendió la televisión y se fue quedando dormida sin percatarse de lo tarde que era.

Despertó desconcertada, pues de pronto no sabía dónde estaba, pero abrió los ojos y recordó los eventos de la noche anterior, y sonriendo se estiró, y decidió dormir un poco más.

Era casi el mediodía cuando decidió levantarse para asistir a las próximas conferencias sobre la mujer en el siglo XXI.

No había apuro, el seminario se extendía por tres días, y cada uno tenía distintos temas para analizar.

El desayuno estaba cerrado, pero pidió un café en el bar del hotel y se sentó en una mesa redonda con mantel color perla, al lado de una ventana, y desde allí observó la calle en calma, mientras sorbía el líquido oscuro sin azúcar, como le gustaba.

Recordó entonces su casa, su familia, sus hijos que seguramente estarían levantándose para ir a la escuela, y su marido que debía estar lidiando con las labores del hogar que ella normalmente hacía.

Sonrió, pensando en lo poco que se valoraba el trabajo de la mujer en el hogar, lo que normalmente se consideraba como “descanso maternal” o como algo sin importancia.

Sin embargo, ahora, al estar fuera, en un hotel de una ciudad desconocida, se daba cuenta de todo el esfuerzo que implicaba tener la casa organizada, la ropa limpia, la comida preparada y los niños listos para salir.

“¡Es trabajo no pagado!”, pensó de pronto, recordando una de las frases más repetidas en la charla del día anterior.

Y era verdad.

Se sintió reconfortada al pensar que, al menos, ahora había mujeres y hombres discutiendo este tipo de cosas, tratando de cambiar, aunque fuera un poco, el modo de ver a la mujer en la sociedad moderna.

Se quedó un rato más, terminó su café, y se levantó con ganas de asistir a la próxima charla, esta vez sobre la maternidad y la vida profesional.

Ese sí que era un tema interesante, pensó.

Camino al salón donde se llevaría a cabo la conferencia, se cruzó con una mujer que le sonrió amablemente.

—¿Eres de la delegación del sur? —preguntó.

—Sí, ¿y tú?

—Del norte. Soy psicóloga. Me encantó lo de ayer —dijo mientras caminaban juntas—. Pero siento que a veces nos perdemos en tanto concepto y teoría.

—Yo también. Es como si todo lo que se dice se quedara en palabras. Me gustaría ver más acciones concretas.

—Totalmente de acuerdo. ¿Tú tienes hijos?

—Sí, dos. ¿Y tú?

—Tres. Todos hombres. ¡Imagínate el desafío!

Ambas rieron, y siguieron conversando hasta llegar al salón donde ya había varias mujeres —y también algunos hombres— tomando asiento.

Una mujer de cabello canoso, rostro amable y voz firme comenzó a hablar desde el escenario:

—La maternidad no puede seguir siendo un obstáculo en la carrera profesional de ninguna mujer.

Ella escuchó con atención.

La expositora hablaba de experiencias reales, de casos en que mujeres eran despedidas o pasadas por alto para ascensos solo por haber sido madres. Ella pensó en sí misma, en cómo su sueldo había quedado congelado desde hacía cinco años, justo después de tener a su segunda hija.

—Tenemos que dejar de romantizar el sacrificio femenino —dijo la expositora—. Cuidar, amar, nutrir… sí, pero también crear, liderar, decidir.

Fue como si esas palabras la sacudieran.

“Crear, liderar, decidir”.

¿Acaso no era eso lo que ella quería para sus hijas? ¿Para ella misma?

Salió de la charla con una mezcla de emociones que no terminaba de descifrar, pero con una energía nueva.

Sabía que no volvería igual a casa.

Ese viaje, al que fue casi obligada, se estaba transformando en algo más.

Una especie de revelación.

Y aunque aún no sabía bien cómo, sentía que algo dentro de ella había empezado a moverse.

Algo profundo.

Algo que, como una semilla, estaba listo para crecer.

El seminario continuó con una serie de conferencias que la hicieron reflexionar profundamente sobre su papel en la sociedad. Cada exposición la conectaba con temas que siempre había dejado a un lado, como la igualdad de género, el derecho a decidir sobre su propio cuerpo y la necesidad de cambiar las estructuras jerárquicas que siempre habían favorecido a los hombres.

Aunque al principio sentía que solo estaba allí por obligación, comenzó a disfrutar de la experiencia, pues entendió que las palabras de cada ponente estaban despertando una nueva versión de ella misma, una mujer que no se conformaba con los límites impuestos por los demás.

En el último día del evento, una de las conferencias tocó un tema que la dejó pensando por horas: las mujeres en el poder. Hablaron de cómo las mujeres, a pesar de sus capacidades, siempre eran vistas como menos aptas para ocupar posiciones de liderazgo, especialmente en el ámbito político y empresarial.

Fue durante esa charla que recordó un incidente en su trabajo, cuando una propuesta que ella había hecho fue rechazada sin siquiera ser discutida, solo porque era mujer. Lo que más la sorprendió en ese momento fue la manera en que su jefe, un hombre que ella respetaba, no solo desestimó su idea, sino que la ignoró por completo.

La ponente, una política conocida, mencionó que las mujeres debían ser parte activa de la toma de decisiones, no solo en el hogar, sino también en los gobiernos y en las grandes empresas.

Ella asintió con la cabeza mientras escuchaba, pensando que, aunque los tiempos habían cambiado, todavía quedaba mucho por hacer.

Al finalizar el seminario, se sintió diferente. Algo dentro de ella había cambiado. Las ideas, los debates y las teorías que había escuchado se transformaron en un motor interno que la empujaba a cuestionarse más, a desafiar las normas que hasta ahora había aceptado sin cuestionar.

Al regresar a su ciudad, sus compañeros y amigos notaron su cambio, aunque no supieron identificarlo exactamente. Ella comenzó a aplicar lo aprendido en su vida cotidiana: empezó a defender más sus opiniones en el trabajo, a hacer valer sus decisiones, y a exigir más espacio para sus ideas.

Ya no temía a los juicios ajenos, ni a la crítica, porque comprendió que su voz tenía tanto valor como la de cualquier hombre.

En casa, su marido y sus hijos también notaron la diferencia. Ella se volvió más firme, más independiente, y al mismo tiempo, más comprensiva con su rol en la familia. Entendió que la lucha por la igualdad no solo era una cuestión de justicia social, sino también de bienestar personal.

El cambio fue sutil, pero evidente.

Empezó a leer más sobre feminismo, sobre historia de las mujeres en la sociedad, y sobre cómo había cambiado la percepción de la mujer en el mundo.

Sus hijos la vieron como una madre diferente, una madre que ya no solo les enseñaba a ser buenos y responsables, sino que también les enseñaba a ser conscientes de la igualdad, a valorar el trabajo de las mujeres, y a cuestionar los prejuicios que se les imponían.

Su marido, aunque al principio no entendía muy bien la transformación, terminó respetando más sus opiniones y comprendió que la verdadera igualdad no se trataba de ser iguales en todo, sino de respetarse mutuamente, de compartir las responsabilidades y de reconocer las fortalezas de cada uno, sin importar su género.

Ella sabía que aún quedaba mucho por hacer, que la lucha por la igualdad de las mujeres era un proceso largo y complejo, pero estaba lista para ser parte de ese cambio. Se había dado cuenta de que el feminismo no era solo una lucha de mujeres contra hombres, sino una lucha por un mundo más justo para todos, donde las personas pudieran desarrollarse y ser felices sin que su género fuera un obstáculo.

Con el tiempo, decidió retomar sus estudios, como había prometido en su mente durante aquel viaje. Se inscribió en un programa de sociología, con el propósito de entender mejor los procesos sociales que afectaban a las mujeres.

Al principio, tuvo dudas. ¿Cómo podría balancear su vida personal, el trabajo y sus estudios? Pero decidió que si no lo hacía ahora, nunca lo haría. Y a pesar de los desafíos, encontró la manera de combinar todo: su trabajo, sus estudios y su familia.

La sociedad a la que aspiraba no sería alcanzada de un día para otro, pero ella estaba convencida de que cada paso, por pequeño que fuera, era un avance en la dirección correcta.

Y aunque, en ocasiones, las dudas y las dificultades la hacían sentir que estaba perdiendo la batalla, recordaba lo aprendido en aquel seminario: la importancia de luchar por lo que se cree, de cuestionar las normas y de nunca dejar de aprender.

Ella sabía que el futuro de las mujeres en la sociedad estaba en sus manos, y en las de todas las mujeres que se atrevieran a levantarse, a desafiar los límites y a construir, día a día, un mundo más equitativo.

Era una mujer del siglo XXI, con una visión clara, sin miedo a la lucha.

Y esa lucha recién comenzaba.

Tío Raimundo y el escorpión

T

Silvia C.S.P. Martinson

Traducida al español por José Manuel Lusilla
 

Tío Raimundo, como siempre, llegaba sigilosamente, sin hacer alarde de su presencia.
Cuando nos dábamos cuenta, ya estaba sentado en una silla frente a la gran mesa de mármol que había en la terraza cubierta, en el fondo de la casa de su sobrina. Cuando lo veíamos, allí estaba él, sentado, tranquilamente, con una leve sonrisa en el rostro, como si adivinara que nos estábamos acercando.

Normalmente, esto ocurría después del almuerzo. Nunca venía a almorzar, pues ya lo había hecho en su casa. Tomaba una barca, porque vivía en una isla cercana a la capital, y llegaba a primera hora de la tarde, ya fuera para ir al médico, porque era muy anciano, o para visitar a los parientes, siendo siempre bien recibido por todos.

Los niños lo adoraban por las historias que siempre tenía para contar. En una de esas visitas, contó que, en una ocasión, estaba pescando a la orilla del río y, como había pescado muchos peces, decidió limpiarlos ahí mismo, acuclillado en un barranco de arena, junto al agua. Mientras los limpiaba, no se dio cuenta de que un escorpión había empezado a subir por su pierna. Solo cuando sintió la picadura del animal y el dolor que le causó, se percató del peligro que esto representaba.

Las personas que viven en el campo saben lo mortales que pueden ser las picaduras de ciertas serpientes o escorpiones. Aquel escorpión, según contó el Tío Raimundo, era dorado y, como él decía, estos son los más mortales, pues son altamente venenosos.

Así, narrando su historia, explicó cómo logró salvarse. Dijo que sacó el machete que siempre llevaba consigo y, de un solo golpe, cortó un trozo de carne de su espinilla, dejando el hueso expuesto en el lugar donde el bicho lo había picado.

La sangre le brotó en abundancia, pero, como siempre llevaba consigo algodón y compresas en sus pescas, se hizo un vendaje allí mismo. Después de esto, recogió todo y se dirigió a un hospital en la ciudad para ser atendido. Con el tiempo y mucha atención médica, logró curarse.

Sin embargo, lo más interesante e inexplicable de todo es que, cada año, en el mismo lugar de la picadura, la piel que había crecido allí se enrojecía y ardía intensamente, causándole dolor y obligándolo a tener mucho cuidado para que la herida no se abriera nuevamente, dejando expuesto el hueso de su pierna.

Y así, contando su historia, el Tío Raimundo levantó la pernera del pantalón que llevaba y mostró a los niños la gran cicatriz que tenía.
Los niños quedaron boquiabiertos y con los ojos muy abiertos mientras el Tío Raimundo les mostraba lo que le había sucedido y, al mismo tiempo, aprovechó para aconsejarles:

—Queridos niños, nunca se acerquen a un escorpión dorado. Es hermoso, pero traicionero y malvado.

Y sonriendo, se despidió con un gesto de la mano, se levantó y, tranquilamente, como siempre, se marchó.

Te amaré

T

Sílvia C.S.P. Martinson

Te amaré como las noches que son eternas.
Te amaré como el canto de los pájaros en su nido.
Te amaré se me lo permites por supuesto
en todos los días de mí vida.
Te amaré como el sol cuando amanece
inundando la oscuridad, iluminando la vida.
Te amaré sobre todo cuando me miras,
y de tu dulce mirar que me seduce
me vas a conducir despacito
a los cielos, al infinito.
Y llevaré conmigo toda luz,
toda la vida que has cambiado en la caminata
de mí peregrinación por esta vida.
Caminaré a tu lado sin más desdichas,
Andaré sin prisa…
Caminaré feliz, contenta,
andare paso a paso,
al encuentro de tu amor,
al encuentro de ti… ¡Mi vida!

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