Una caza perdida

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Silvia C.S.P. Martinson

Traducido al español por Pedro Rivera Jaro 

Se llamaba Luis Federico Guilherme. Vivía en una pequeña ciudad llamada Ijuí, en el estado de Rio Grande do Sul-Brasil, situada en las colinas de Rio Grande do Sul.

Mis abuelos, junto con otros colonos procedentes de Europa, se instalaron allí y compraron sus tierras porque en aquella época no era costumbre dar tierras a los inmigrantes.

Pero, como les cuento al principio de esta historia, los inmigrantes se instalaron allí, fundaron una nueva ciudad y trajeron consigo sus costumbres, habilidades laborales, idiomas y religiones.

Mis abuelos eran alemanes, o eso decían, porque era el único idioma que se hablaba en casa. Los conocí muy poco, ya eran bastante mayores cuando yo nací. Mi padre era el menor de 10 hermanos e hijo del segundo matrimonio de mi abuelo. Mis padres vivían en la capital, lejos de la ciudad de Ijuí.
Los viajes a casa de mis abuelos sólo tenían lugar a finales de año, durante las vacaciones de verano.

Recuerdo que tardábamos un día entero de viaje en el coche de mi padre, por caminos de tierra roja y mucho polvo, para llegar por la tarde muy sucios y con la cara cubierta de polvo, o si mi madre conseguía que parásemos en una gasolinera abierta, nos lavábamos las manos y la cara.

En cualquier caso, este viaje era siempre una fuente de alegría para nosotros y a menudo parecía una gran aventura.

Louis F. Guilherme, como yo lo recuerdo, era llamado Willy por los amigos íntimos. Estaba casado con Martha, la hermana de mi padre, y vivían en una de las casas de mis abuelos.
Toda la casa, incluidos los jardines y el garaje exterior, medía casi cien metros. Estaba muy bien situada en una esquina del centro de la ciudad, cerca de la plaza central, la iglesia luterana y la emisora de radio local.
Mi abuelo tenía una gran carnicería que abastecía a gran parte de la población de la época.

El idioma predominante en este pueblo era el alemán, que mis abuelos, así como mi padre y sus hermanos, hablaban con fluidez y escribían a la perfección.

Mi tío Willy era un hombre guapo e inteligente, era culto y también muy orgulloso. Había sido profesor de matemáticas.
Cuando le conocí, yo tendría unos seis o siete años, pero le recuerdo perfectamente por varias razones. Vestía bien, siempre con camisas blancas impecables, que se cambiaba dos veces al día por la suciedad roja que había y que se metía en todo. Era un hombre muy estricto en sus costumbres y los niños le teníamos cierto miedo.

Cuando volvía del trabajo, porque en aquella época ya era un gran empresario en el sector de la exportación de trigo, que era la principal producción de aquel pueblo y de aquella región, todo el mundo trataba de obedecerle.

Mis primos intentaban entonces presentarle sus trabajos escolares y tocar en el piano de la casa las canciones que habían aprendido y que les gustaban. Mis primos tocaban muy bien el piano. La educación musical era una prioridad en nuestra familia.

Bueno, pasando a otra cosa, el tío Willy era aficionado a la caza, que practicaba a menudo con sus amigos.

Tenía varias armas de caza que guardaba siempre bajo llave, engrasadas y cuidadas en un armario de la casa al que sólo él tenía acceso y cuya llave llevaba siempre consigo.
También tenía tres perros callejeros que había adiestrado para sus cacerías. Uno de los perros, el más bonito que recuerdo, se llamaba Pacha.

Pacha era un perdiguero de pura raza, blanco y marrón claro, de orejas largas, dócil con el resto de los niños, pero muy obediente a cualquier orden que le diera mi tío.

Cuando lo conocí estaba casi ciego, le lloraban los ojos constantemente y siempre estaba tumbado en el umbral de la puerta.
Unos años más tarde supe lo que le había ocurrido.

Durante una cacería en la que participaban mi tío y otros hombres, los perros persiguieron a la presa con ladridos cada vez más fuertes hasta que dejaron de ladrar. Mi tío ordenó a Pacha que avanzara, a lo que él no obedeció al principio. Entonces gritó enérgicamente ¡Vamos Pacha! ¡Vamos, Pacha! ¡Vamos Pacha!
Esta era la orden que Pacha estaba acostumbrado a obedecer sin vacilar para atrapar la caza entre los dientes y llevársela a su amo.

Me enteré de que Pacha obedeció, pero lo que llevó a su amo fue una serpiente de cascabel muy venenosa que le había mordido en el pecho.

Pacha la había matado, pero allí mismo se desplomó casi muerto por el veneno.
Desesperado, mi tío le dio el suero antiofídico que siempre llevaba a las cacerías e inmediatamente volvió al pueblo a buscar un veterinario.

Dicen que aquel día, por primera vez en su vida, sus amigos vieron llorar a Willy. Amaba a aquel perro.

Pasó el tiempo y mi tío no cambió su forma de ser y su costumbre de dominar a los demás, lo que supuestamente le trajo muchos disgustos de su familia en el futuro.
Pacha se recuperó, pero nunca volvió a salir de caza. Se quedó cada vez más ciego -a consecuencia del veneno de la serpiente- y se convirtió en un perro viejo y triste.

Mucho tiempo después supe que se escondió bajo una escalera en un rincón oscuro para morir.

Como amigo fiel y para no hacer pasar un mal rato a nadie, Pacha lo hizo.

Murió solo.

Sobre el autor/a

Silvia Cristina Preissler Martinson

Nació en Porto Alegre, es abogada y actualmente vive en El Campello (Alicante, España). Ya ha publicado su poesía en colecciones: VOCES DEL PARTENÓN LITERARIO lV (Editora Revolução Cultural Porto Alegre, 2012), publicación oficial de la Sociedad Partenón Literario, asociación a la que pertenece, en ESCRITOS IV, publicación oficial de la Academia de Letras de Porto Alegre en colaboración con el Club Literario Jardim Ipiranga (colección) que reúne a varios autores; Escritos IV ( Edicões Caravela Porto Alegre, 2011); Escritos 5 (Editora IPSDP, 2013) y en español Versos en el Aire (Editora Diversidad Literaria, 2022).
En 2023 publica, mano a mano con el escritor Pedro Rivera Jaro, en español y en portugués, el libro Cuatro Esquinas - Quatro Cantos.

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