Silvia C.S.P. Martinson
Traducido al español por Pedro Rivera Jaro
Cuando éramos niñas lo que más nos gustaba era a final de año, después de Navidad, en pleno verano, visitar a mi abuela. Mis padres se tomaban unos días para descansar.
O íbamos a una casa que alquilaban en la playa, o íbamos a visitar a mi abuela paterna y a mis tíos y primos en la ciudad de Ijuí.
Ijuí se encuentra en el Estado de Rio Grande do Sul-Brasil y fue fundada por mis abuelos y otros inmigrantes alemanes que fueron allí a vivir y formar sus familias.
Creo que no fueron los primeros en llegar.
Cuando yo era niña esta ciudad tenía sus costumbres locales bien arraigadas y típicamente alemanas. Desde los hábitos alimenticios hasta el idioma que se hablaba habitualmente. Mi abuela murió a los 98 años hablando todos los días sólo su lengua materna.
Normalmente los habitantes eran de religión evangélica, seguidores de Martín Lutero, y en los oficios el pastor sólo hablaba alemán.
Mi padre hablaba y escribía alemán con regularidad, también porque había estudiado como interno en una escuela donde se preparaba para ser pastor.
Finalmente lo dejó todo y se fue a servir en el ejército brasileño a otra ciudad del Estado, donde conoció a mi madre y se casó con ella.
Supe por mi padre que hubo mucha persecución, en la posguerra, de inmigrantes alemanes bajo la sospecha de ser nazis.
Mi padre nunca quiso enseñarnos el idioma alemán, creo que por puro miedo, temía la persecución que, por desgracia, hubo en Brasil durante muchos años.
Las ansiadas vacaciones para ir a casa de mi abuela que, por cierto, era muy grande, cómoda, bonita y estaba situada en pleno centro de la ciudad fueron una verdadera epopeya. Hasta llegar allí pasaron muchas cosas.
Salimos muy temprano en la mañana en la camioneta de papá, pasamos por varios pueblos hasta que tomamos el camino que nos llevaría a Ijuí. En aquella época, la carretera era de tierra y no había asfalto.
La tierra estaba roja y el polvo lo penetraba todo, porque teníamos que conducir con las ventanillas abiertas, era verano, hacía calor y no había aire acondicionado en el coche. Cuando se acercaba otro vehículo, mis padres ordenaban cerrar las ventanillas para que el polvo no penetrara aún más.
Aquella región producía mucho trigo y otros cereales. Era hermoso ver los campos de trigo mecidos por el viento como las olas del mar, pero amarillos, casi dorados.
Mi tío, casado con una hermana de mi padre, era uno de los directores y propietarios de una gran empresa de exportación de trigo.
Al anochecer, cuando estábamos a punto de llegar, mi padre iba a una gasolinera que había a la entrada del pueblo para que nos laváramos la cara y los brazos en los barriles de agua que había fuera, para que no llegáramos a casa de la abuela como indios colorados, con la piel roja y además el cabello revuelto, ya que probablemente no nos había de reconocer después de 12 o 14 horas de viaje.
La abuela siempre nos recibía con gran alegría, aunque no entendiéramos ni una palabra de lo que decía, puesto que como he dicho se expresaba en alemán.
Lo que más nos gustaba era la habitación que siempre nos tenía reservada a mi hermana y a mí.
Las camas eran altas y tenían un somier de acero flexible, sobre el que se colocaba un colchón de crin de caballo y plumas.
Las cubiertas también eran de plumón de ganso y todos los días había que sacudirlas de tal manera que esas plumas no se situarán en un solo lugar, dejando las otras partes vacías y, en consecuencia, causando frío a quien las utilizaba.
Nos encantaban esas camas altas y flexibles porque éramos muy traviesas y lo que más hacíamos, para desesperación de mi madre y mi abuela, era saltar sobre ellas hasta casi tocar el techo de la casa que estaba situada a una altura considerable.
Mi madre y mi abuela gritaban a voz en cuello y a los cuatro vientos cuando nos pillaron in fraganti, para que paráramos, o de lo contrario un azote en las nalgas sería la solución.
Una vez rompimos una almohada que también era de plumas. Éstas volaron por toda la habitación y acabaron en la calle, delante de la casa, porque la ventana estaba abierta.
Mi padre, que siempre fue un bonachón, se ha reído mucho, mientras que mi madre, siempre tan estricta, sacaba la zapatilla para pegarnos.
Hasta el día de hoy recuerdo aquella maravillosa escena.
Está viva en mi memoria.