Carlos Boné Riquelme
La Puerta era diminuta y casi inexistente en aquel muro Amarillo sembrada de musgo y hierba. O’Higgins se perdía hacia Roosevelt en nuestra ciudad de Concepción, en Chile, pero la noche aun con su soledad, nos esperaba amistosa y cálida.
La Puerta se abre como hacia otro mundo, y el “Boy” Hyde, ese personaje casi mitológico de Concepción, nos mira desde un lugar remoto, pero con una sonrisa que promete la calidez del vino con naranja, y la conversación intrépida y delirante. Domingo Robles, mi acompañante y guía en esta expedición nocturna, saluda al “Boy” con un gesto de su mano oculta bajo la larga bufanda negra que pende desde su cuello, y haciendo un comentario leve que arranca una risa corta del “Boy”. Los anaqueles de libro apiñados en contra de la pared se sienten vivos, y hacia la derecha esta la pequeña sala con la chimenea, que en invierno siempre esta encendida, con alguna sillas repartidas alrededor de una pequeña mesa, de esas llamadas “ratonas”.
Una copia de un grabado italiano famoso que representa la Piazza San Marco pende desde la muralla, y las sombras del fuego iluminan desde el hogar a Albino Echeverria, Enrique Giordano, Tole Peralta, y quizás algún otro noctambulo, que, ensimismados en una conversación, de la que aún no podemos adivinar el contenido con Domingo.
En las paredes del pasillo que va hacia el interior de la casa, están las pinturas de Camilo Mori y Nemesio Antúnez dedicadas al “Boy” Hyde. Algún recuerdo dejado por la famosa bailarina Margot Fontaine, y por supuesto, las dedicatorias de algunos renombrados escritores chilenos y extranjeros que en algún momento se cruzaron con el “Boy”.
No acercamos al fuego, y los presentes nos saludan con un gesto mientras la conversación prosigue sin detenerse. El “Boy” Hyde fue una de las figuras más importantes y controversiales de Concepción. Pero en su hogar, solo habitan las ideas y la conversación. El “Boy” se negó siempre a la televisión y la radio, pues este lugar era el reino de la conversación. Así nos sentamos, yo callado, pues entre tanto erudito del arte solo cabía observar y escuchar.
La discusión era sobre el arte del siglo XVII, y Domingo rápidamente se incluyó con alguna observación que levanto las cejas de Albino. El “Boy”, que había desaparecido momentáneamente de la escena, reapareció con una jarra blanca y azul de porcelana repleta de vino tinto con naranja que vertió suavemente en unas tazas similares al jarro, repartiéndolas entre los asistentes. Estas eran las noches de invierno en este oasis casi desconocido de los penquistas pero que muchos recordaran por haber sido espectadores casuales, como yo, de uno de los lugares más increíbles de Concepción.
El “Boy” Hyde era hijo de inmigrantes ingleses, y creo que el único inmigrante con un verdadero título nobiliario, heredado de su padre. Fue, creo, uno de los fundadores de la biblioteca de la Universidad de Concepción, y era maestro de la porcelana y el arte. Pero ya estaba alejado de la mundanidad y solo dedicado a sus privadas reuniones con algunos de los artistas que adornaban notablemente la ciudad.
Mas tarde, para 1973 el “Boy” se transformó en un personaje sospechoso, activista político, quizás, y su maravillosa casa fue allanada y muchos de los tesoros acumulados allí fueron destruidos entre la barbarie del momento. El “Boy” ya enfermo y sin deseos de luchar más contra un sistema sin cultura, decidió que era tiempo de emigrar de Concepción, y se perdió en una isla del trópico donde vivió sus últimos días mirando el mar, como Gauguin, y disfrutando de la tranquilidad y humildad de su entorno.
En los 80, me encontré en las calles de Concepción a una excompañera de las Escuela de Arte, Cecilia Sius, pintora y artista y en aquel tiempo radicada en Viña del Mar, que con su marido paseaban tranquilamente por Barros Arana, y sorprendentemente como me enteraría más tarde, el sobrino del “Boy” Hyde.
Fuimos a mi apartamento en los altos de la galería Martínez a conversar, y allí, me entere de la muerte del “Boy”, y de sus últimos días. El sobrino fue a la isla a buscar los restos del “Boy”, y me contaba emocionado la vida humilde pero tan llena de energía de aquellos últimos momentos de este gran personaje al cual debemos rendir homenaje. Y gracias, Domingo Robles, pues tú me ensenaste el arte, no solo del Teatro, pero de vivir sin vergüenza… solo vivir.
(Este escrito se lo dedico a mi gran amigo y siempre recordado escritor y poeta penquista Enrique Giordano. Te estimo Enrique, y te recuerdo como el día que nos conocimos).