Autor/aSilvia Cristina Preissler Martinson

Nació en Porto Alegre, es abogada y actualmente vive en El Campello (Alicante, España). Ya ha publicado su poesía en colecciones: VOCES DEL PARTENÓN LITERARIO lV (Editora Revolução Cultural Porto Alegre, 2012), publicación oficial de la Sociedad Partenón Literario, asociación a la que pertenece, en ESCRITOS IV, publicación oficial de la Academia de Letras de Porto Alegre en colaboración con el Club Literario Jardim Ipiranga (colección) que reúne a varios autores; Escritos IV ( Edicões Caravela Porto Alegre, 2011); Escritos 5 (Editora IPSDP, 2013) y en español Versos en el Aire (Editora Diversidad Literaria, 2022). En 2023 publica, mano a mano con el escritor Pedro Rivera Jaro, en español y en portugués, el libro Cuatro Esquinas - Quatro Cantos.

Cuerdas

C

Silvia C.S.P. Martinson

Traducida al español por Pedro Rivera Jaro

En el lamento de la guitarra
grita el alma del poeta
el olé del amor perdido
que en la arena de la vida
en otra dirección caminó.
Y en las cuerdas que gimen
rasguea el dolor del alma
en el pasodoble de las horas
la ausencia de la mujer amada.
Para ella, que no vuelve
llora la canción doliente
de aquel que espera
y jamás llega a ella.
Y en el transcurso del tiempo
el hombre pierde su espada
y al beso, cariño no dado,
la muerte gana, de la fortuna,
una carta mal jugada.
Las notas de un acorde
ruegan con un toque
conmovedor,
por última vez, ahora con ardor.

El viejo cuchillo

E

Silvia C.S.P. Martinson 

Traducido al español por Pedro Rivera Jaro

Era un pequeño pueblo enclavado en las montañas de España. Se llamaba Pueblo.
Era lo bastante grande para sus habitantes, que eran unos 650 y lo suficientemente pequeño para ser considerado una ciudad. Aún mantenía el espíritu de aislamiento e intimidad tan querido por sus habitantes. Sin embargo, tenía sus encantos y comodidades y sus habitantes se consideraban felices de vivir allí.
 
Rara vez venía algún "forastero", que es como llamaban a los visitantes que acudían a conocer el pueblo.
 
Había allí un castillo muy antiguo, construido bajo la dominación árabe. Era este castillo el que, a pesar de estar en ruinas, atraía la atención de los visitantes.
 
Este pueblo tenía sus servicios como panadería, tienda de ultramarinos, carnicería e incluso una pequeña tienda de comestibles que abastecía a la población local.
 
También tenía una iglesia medieval donde el cura venía de fuera a decir misa todos los domingos. La iglesia estaba bien conservada.
En consecuencia, también contaba con un cementerio para enterrar a los que allí morían, ya que el traslado del cadáver a otras poblaciones no sólo era caro, sino que el acceso por caminos de tierra dificultaba la tarea.
 
El hotel entonces existente era pequeño pero agradable para recibir a los visitantes, la comida era buena y las habitaciones bien ventiladas y limpias.
 
Todos los lugareños se conocían, desde el tendero hasta el carnicero, este último procedente de una familia tradicional en el negocio de cortar y suministrar carne al pueblo.
 
La población local envejecía cada vez más.
Los jóvenes ya no querían vivir allí y buscaban las grandes ciudades para estudiar, trabajar y, a veces, fundar una familia.
 
Los que se quedaban allí estaban condicionados a casarse con las pocas chicas locales cuando no lo hacían dentro de su propia familia, casándose primos con primos, sobrinas con tíos, etc.
 
Rafael, del que vamos a hablar y que en la intimidad del pueblo donde nació y creció era llamado Rafa por todos.
 
Descendía de una familia conocida por su oficio, cosa frecuente en Europa. Eran carniceros de profesión y patrimonio.
Tenían un edificio en el centro del pueblo que habían convertido en carnicería desde la época de sus bisabuelos.
 
En esta carnicería se exponían y también se conservaban los más diversos tipos de carne tales como: corderos y cabras, que se criaban a gran escala en esta localidad, desde la formación de los pastos y la sierra apropiada para tal crianza. También existía en menor escala la creación de gallinas ponedoras y para matadero, así como ganado lechero con el que se abastecía de leche y carne a la población.
Así, Rafael creció viendo y aprendiendo el arte de cortar, deshuesar, separar las partes nobles de las inferiores para que, según el poder adquisitivo de cada uno, todo pudiera ser vendido y consumido por la población.
 
Otra cosa que aprendió fue a mantener su entorno de trabajo impecablemente limpio para que la carne no se contaminara.
Asimismo, también le transmitieron el arte de afilar cuchillos, procurando que, bien afilados, le facilitaran el trabajo.
 
Cuando murió su padre, entre los bienes que recibió como herencia, por ser el primogénito de la familia, le dieron el mejor y más antiguo cuchillo de la carnicería.
 
Este cuchillo era tratado con cariño y respeto desde sus antepasados. Se consideraba una joya preciosa por la calidad de su acero, forjado en Alemania, que, a pesar de ser constantemente afilado, nunca perdió su forma original, ni su capacidad de corte.
 
Este cuchillo pasó de generación en uso.
Rafael tenía la intención de pasárselo a su hijo mayor cuando se jubilara.
 
Sin embargo, el muchacho no quiso seguir la profesión de su padre, prefiriendo ir a la metrópoli a estudiar y convertirse en ingeniero.
 
Rafael ya estaba entonces viejo y cansado y decidió vender la carnicería, pero no el cuchillo.
 
Cuando su hijo volvió a casa, Rafael intentó darle el cuchillo, pero él se negó, diciendo que en su profesión era absolutamente innecesario.
 
En ese momento ocurrió algo extraño, el acero del cuchillo brilló intensamente, luego se oyó un chasquido y simplemente se partió por la mitad.
 
Rafael se sintió profundamente turbado, una lágrima rodó por su mejilla y con las dos mitades en la mano pidió que el día de su muerte el cuchillo fuera enterrado con él en su ataúd.
 
Y, algunos años después, así se hizo.

Andrajos de Patria

A

Silvia C.S.P. Martinson

Traducido al español por Pedro Rivera Jaro
En los grilletes
de la tiranía
del deshonor,
mi pueblo no vibra
ni clama
ni grita.
En el ostracismo de la voluntad,
en el imperio de la fuerza,
en la prensa muda,
el hombre se vende
y sus grandes ideales
yacen sobre la tierra batida,
sin marcas,
sin lágrimas,
rendidos a la suela
de la bota cruel.
La gente es arrastrada,
mi pueblo sediento
de paz y amor,
llevado al extremo
sin armas, sin pan
y sin fe.
Mi pueblo no vibra,
no hay esperanza.
No oye la voz
de la joven protesta
que surge de la turba
y en ella se ahoga
por el grito más fuerte
de la granada y del verdugo.
El mártir tampoco convence
y es vilipendiado.
El bueno se corrompe
y se torna en malo,
empoderado a expensas
de la patria oprimida.
Pueblo mío, ¿dónde estás?
Tu grito es necesario
¡Hazlo ahora!
Y nosotros queremos, deseamos,
solamente, únicamente, la Paz

Sombras

S

Silvia C.S.P. Martinson 

Traducido al español por Pedro Rivera Jaro

Estaban los dos.
 
Los árboles ya brotaban, los rosales ya florecían.
 
El aire era ligero y el perfume de las flores se esparcía, aportando más frescor al mismo tiempo que las abejas, en profusión, volaban en busca del preciado néctar. Era primavera.
 
El azul intenso del cielo se mezclaba con el verde de los árboles, aportando un multicolor sui generis a los ojos de los transeúntes.
 
Caminaban lentamente. 
 
Observaron todo con atención mientras él le explicaba la historia de aquel parque, por quién y por qué había sido creado, deteniéndose en cada lugar donde el tiempo y los hechos habían dejado su huella.
 
Ella escuchaba con atención porque con él podía viajar en el tiempo.
 
Describía los detalles, los matices y los hechos ocurridos en cada lugar. Lo hacía de una forma tan natural como si hubiera estado allí y lo hubiera vivido todo en sus más mínimos detalles.
 
Al mismo tiempo, ambos disfrutaban de la presencia del otro.
 
Fue un momento de intensa ternura y encanto que les hizo sonreír con infinita implicación.
 
Fue como si una serie de recuerdos afloraran en sus mentes.
 
Caminaban lentamente.
 
Al acercarse a una puerta que daba acceso al parque, se toparon con un cartel que se veía en el suelo.
 
El sol ya era fuerte.
 
El paseo deseado, programado y permitido llegaba a su fin. Sentían y anticipaban el dolor de la separación sin, no obstante, comunicárselo el uno al otro.
 
Caminaban lentamente.
 
Se acercaron a la placa y miraron la fecha. Su memoria se aclaró, comprendieron por fin que habían vuelto al lugar donde siempre se habían encontrado cuando querían estar juntos, y lo habían hecho durante mucho, mucho tiempo.
 
En la placa, se besaron y concluyeron lo que por fin estaba ocurriendo.
 
Eran solo… Dos sombras del pasado.

La revolución

L

Silvia C.S.P. Martinson 

Traducido al español por Pedro Rivera Jaro

Esto sucedió en 1964.
 
Había un cine en Porto Alegre que se llamaba Imperial. Era un buen cine. Era el más lujoso de la capital. Allí vimos muchas películas que han quedado en nuestra memoria y que aún hoy son famosas, tanto por las historias que en ellas se contaban como por los directores y actores que las interpretaban. Siempre que íbamos a las clases de piano de mi hermana, pasábamos por allí.
 
En aquella época, como cualquier joven inexperto, idealista y confiado en las teorías políticas y en los políticos, yo era partidario de las ideas socialistas, las que predicaban la igualdad entre los hombres, el bienestar y la educación para toda la población.
 
Entonces, había una gran manifestación en el centro de Porto Alegre a favor del presidente de la república, que, por cierto, era un hombre rico que poseía haciendas ganaderas y otras propiedades, llamado João Goulart.
El objetivo de esta manifestación era darle apoyo para que se mantuviera en el poder, ya que los militares querían derrocarlo.
 
Finalmente eso fue lo que sucedió
Ignorábamos, sin embargo, que aunque el pueblo lo apoyaba en esta manifestación, él ya había huido del país y se había exiliado en una de sus haciendas en el vecino Uruguay.
 
Aquella tarde, volvíamos de nuestra clase de piano en pleno centro de la ciudad, más concretamente en la "Rua da Praia", comúnmente conocida como Rua dos Andradas, cuando nos sorprendió esta manifestación popular frente al cine Imperial. La gente llevaba pancartas, banderas y hablaba por los megáfonos que existían en la época.
 
Nos detuvimos allí y nos quedamos extasiados, observando todo, con la mayor inocencia y sin darnos cuenta del peligro que corríamos.
Todo sucedió muy deprisa.
 
Entonces aparecieron soldados a caballo, utilizando bayonetas y otros artilugios para dispersar a la población, conducidos por sus animales al galope.
 
A mi hermana y a mí nos agarraron por los brazos y nos metieron en un edificio junto al cine cuando uno de esos soldados vino a toda velocidad hacia nosotras.
 
Aún hoy recuerdo aquellos fuertes brazos que nos salvaron. Pertenecían a un hombre cuyo rostro no puedo recordar debido al terror que se apoderó de nosotras en ese momento.
 
Nos metió en el edificio e inmediatamente cerró la puerta principal y nos dijo que nos quedáramos allí hasta que se calmaran las cosas.
 
Podíamos oír los gritos en la calle y a través de los gruesos cristales de la puerta veíamos a la gente correr en distintas direcciones, siendo pisoteada por caballos o detenida.
 
Permanecimos en aquel edificio, todos en absoluto silencio, hasta que llegó la noche y con ella cesaron los disturbios.
 
Salimos con cuidado del edificio y nos dirigimos al autobús que nos llevaría a casa.
En aquella época no había teléfonos móviles y no teníamos forma de comunicarnos con nuestros padres.
 
Cuando llegamos a casa, mi madre y mi padre nos abrazaron y lloraron de alegría porque por fin estábamos a salvo, ya que se habían enterado de lo ocurrido por la radio local.
Mi padre nos mantuvo en casa varios días, incluso sin ir al colegio durante un tiempo, porque los disturbios seguían produciéndose con frecuencia y había mucho peligro en las calles.
 
Hasta el día de hoy le doy las gracias mentalmente a ese hombre por habernos salvado la vida.
 
Éramos dos niñas a merced de unos contendientes que se desvivían por imponernos sus filosofías políticas, que, al final, han persistido hasta hoy sin que el pueblo vea realmente los beneficios que ambos propugnan.
 
La lucha por el poder continúa todavía en el día de hoy y los políticos siguen prometiendo lo que en realidad no cumplen, utilizando falacias, todo ello en nombre del pueblo.

Un día diferente

U

Silvia C.S.P. Martinson 

Traducido al español por Pedro Rivera Jaro

Caminaba por la calle cuando, no sé muy bien por qué, recordé algo que sucedió en mi infancia.
Era el 24 de diciembre. El día de Navidad. Ese día, a las 12 de la noche, Papá Noel solía dejar regalos bajo el árbol de Navidad. Es el día en que se conmemora el nacimiento de Jesucristo.
 
En mi casa siempre se ha cumplido esta tradición. Y en casa de mis vecinos también.
Entonces no había bombillas para decorar el árbol de Navidad. Sólo había bolas de colores, que eran de cristal o cerámica y se rompían con facilidad.
 
Varias veces, al decorar el árbol con estas bolas, se nos caían y se rompían en mil pedacitos. Durante muchos años las guardé como recuerdo en mi casa.
 
Las guirnaldas de adornos eran caras y estaban hechas de papel de aluminio cuando era plateado, o las había más baratas de papel teñido de verde.
 
Los adornos luminosos consistían en pequeñas velas de cera de colores, que se encendían con cerillas y ardían lentamente, dando a la habitación un resplandor titilante que encantaba a todos, a pesar del peligro que ofrecían. Los árboles eran siempre pinos recogidos en los bosques locales.
Nuestro vecino, el Sr. Osvaldo, se lucía todos los años colocando un hermoso árbol de Navidad.
 
Que yo recuerde, cada vecino intentaba que el suyo fuera más bonito que el de los demás, más alto, mejor iluminado, más decorado y con un belén precioso en su base.
 
Este belén estaba formado por imágenes de cerámica que representaban el nacimiento del niño Jesús, su familia, el establo donde nació, los Reyes Magos y el paisaje circundante.
 
Entre los vecinos, y esto me lo parece hoy, había casi una competición no declarada pero evidente sobre quién podía hacer el árbol más bonito de la calle. No en vano, después de medianoche solían visitar las casas de los demás para abrazarse y felicitarse la Navidad, cuando admiraban y alababan, no sin un poco de envidia, el trabajo realizado.
 
Los árboles se compraban en determinadas calles donde los exponían vendedores que se colocaban allí para venderlos.
 
Recuerdo que los precios variaban según el tamaño y la belleza del árbol expuesto.
Los hombres del barrio salían temprano a comprarlos.
 
Las mujeres se quedaban en las cocinas para preparar la cena de Navidad, que solía consistir en un pavo asado acompañado de ensaladas, arroz y fruta confitada para los que podían permitírselo.
 
A los niños nos tocaba ayudar a decorar el árbol, lo que nos daba mucha alegría cuando nos lo pedían.
 
Por la tarde nos duchabamos y nos preparabamos para la esperada cena. Esperada, sí, porque después de ella nos inducían a salir para la Misa del Gallo, que tenía lugar a las 12 de la noche.
 
Y para "sorpresa" de todos los niños de mi época, Papá Noel ya había pasado por nuestras casas y había dejado al pie del árbol un regalito que variaba en calidad según las posibilidades de cada familia.
 
Sin embargo, aún recuerdo aquella Navidad en particular en la que el señor Osvaldo armó un gran árbol y le puso muchas velas encendidas, y fueron al comedor a cenar. Estaban allí cuando sintieron un fuerte olor a quemado.
Fueron a la habitación donde estaba el árbol y éste no hacía más que arder, quemando casi todo a su alrededor.
 
La casa era de madera y las llamas llegaban ya al techo, que afortunadamente era muy alto.
Con gran esfuerzo, toda la familia y los vecinos ayudaron a apagar el fuego.
 
La Navidad fue una época triste para todos los amigos del barrio que, de una forma o otra, ayudaron a esta familia al menos en términos de consuelo espiritual, ya que las fiestas habían terminado para ellos.
 
Eran mis amigos de la infancia, sus padres trabajaban duro y eran personas que se esforzaban por mantener a sus hijos y darles una educación.
Y como todo en la vida...
Así fue.

La vuelta

L

Silvia C.S.P. Martinson

Traducido al español por Pedro Rivera Jaro

Cuando estudiaba en la universidad por las tardes para convertirme en abogada, solía volver a casa muy tarde porque las clases normalmente terminaban sobre las 10.30 o 10.40 horas.

Como tantos otros estudiantes, también volvía a casa en autobús, porque la universidad estaba situada a unos 30 o 40 kilómetros, en una ciudad llamada São Leopoldo, que quedaba muy lejos de la capital donde yo vivía.
Salíamos juntos y llenábamos el último autobús que nos esperaba junto a la universidad.

Intentábamos sentarnos juntos en el autobús si nos bajábamos en el mismo punto.
Como aún tenía que coger otro autobús para volver a casa, eso significaba que tenía que bajarme en el centro de la capital y cruzar calles oscuras, donde las prostitutas ejercían su oficio, hasta llegar a la marquesina donde se encontraba el autobús que me llevaría a mi destino.

Antonio y Vera fueron siempre mis compañeros de viaje. Cuando no era uno, era el otro.

Antonio estaba en el último curso de la universidad como yo, pero estudiaba Económicas y Vera estudiaba Derecho conmigo. Éramos inseparables.

Él, un guapo y simpático moreno de Río de Janeiro, ya estaba casado, recién casado con una chica preciosa, hija de padres portugueses del norte de nuestro país.

Vera y yo éramos solteras, pero ya comprometidas con nuestros futuros maridos.
En una de aquellas noches de vuelta a casa, vivimos dos experiencias inolvidables.
La primera fue cuando Antonio y yo llegamos al centro de la ciudad y, como de costumbre, tuvimos que cruzar las calles donde se encontraban los burdeles.

Caminábamos deprisa, evitando a las "señoritas" que ya estaban allí, cuando una de ellas, semidesnuda, se acercó y me empujó contra una pared, diciéndome que no podía "trabajar" allí porque le estaba haciendo competencia desleal. Inmediatamente agarró a Antonio del brazo e intentó llevarlo de vuelta a su "hábitat".

Antonio, que era un gran bromista, empezó a reírse a carcajadas y ágilmente se deshizo de ella, me agarró fuertemente de la mano y echó a correr.

Llegamos a la parada donde pude subir al autobús, nerviosos y riéndonos mientras comentábamos lo que había pasado. Luego cada uno siguió su camino.

Hoy vive en el norte de nuestro país, es mayor. Hemos mantenido una amistad de más de treinta años y creo que aún puede recordar lo que pasó aquella noche.

Lo otro nos ocurrió a Vera y a mí cuando volvíamos una noche por la misma carretera. No había otra carretera que pudiéramos cruzar para llegar a nuestro destino.

Vera era muy guapa y vistosa, con un temperamento fuerte y sin pelos en la lengua. Cuando tenía que responder mal a alguien que se atrevía a verbalizar contra ella, lo hacía rápida e inteligentemente. Su versatilidad y creatividad eran increíbles.
Se convirtió en una gran abogada.

Bueno, sin más preámbulos, vamos a contarles lo que pasó la otra noche con nosotras dos.
Bajamos del autobús y nos dirigimos a las malhadadas calles.

Una "señora" nos interrogó, interrumpiendo nuestro paseo: ¿por qué estábamos allí?
Furiosa, nos amenazó con un puñal -creo que estaba drogada- diciendo que las mujeres que podían estar allí eran las de su "profesión" y que, por lo tanto, nos iba a apuñalar, a lo que Vera la disuadió rápidamente diciéndole que se equivocaba. "¿No ves, querida, que no somos mujeres? Somos hombres disfrazados buscando a otros que nos hagan compañía...".

La prostituta, sorprendida por esta respuesta, guardó su puñal y rió a carcajadas.
Rápidamente abandonamos la calle y nos dirigimos a los autobuses que nos llevarían a casa después de un duro día de trabajo y una noche de dedicación a nuestros estudios y un merecido descanso.

Hasta el día de hoy recuerdo aquella época con alegría y las muchas y buenas experiencias que vivimos.

No volví a saber nada de Vera.

La ciudad cambió, al igual que sus hábitos y costumbres.
Los burdeles han cerrado sus puertas y las prostitutas de entonces, si no han muerto, están viejas y gastadas.

Las nuevas prostitutas ya no circulan por las calles sólo de noche; hoy lo hacen de día y se comunican cómodamente por teléfono móvil, donde cuelgan sus fotos más seductoras en Internet, en páginas donde exponen su "profesión".

Sin olvidar que con la difusión de las drogas y el libre acceso de los traficantes a estas mujeres, la policía también se ha vuelto más vigilante, teniendo incluso que emplear a veces más energía de la legalmente permitida para dispersar a estos grupos tan perniciosos.

 
 

El poeta

E

Silvia C.S.P. Martinson 

Traducido al español por Pedro Rivera Jaro

Era un domingo soleado. El cielo azul profundo no albergaba nubes, ni blancas ni negras que se atrevieran a oscurecer la belleza de aquel momento.

En el paseo marítimo, la gente caminaba ajena a lo que ocurría a su alrededor, estaban inmersos en sus pensamientos, ansiedades, deseos o quizás hasta incluso frustraciones.

Y así, paseando y pensando en cómo podría resolver todos los problemas que tenía en su vida, se sentó en la cálida arena.

Allí se sentó durante largo rato relajando su cuerpo, desconectándose y disfrutando al mismo tiempo de las bendiciones que ofrecían a su físico y a su visión: las olas del mar, donde se posaban las gaviotas en busca de comida, así como el reconfortante calor del sol que le bañaba con su luz, haciendo que sus pensamientos volaran a lugares distintos de las tensiones de la vida cotidiana.

En esos momentos, se olvidaba de su familia, de su falta de amor hacia él, de lo insignificante y despreciable que creían que era y de que sólo le tenían con ellos para cubrir sus constantes necesidades.

La indiferencia de todos hacia sus necesidades y sentimientos le hería profundamente.
A menudo pensaba en suicidarse, pero su educación y su respeto por la vida se lo impedían.

Estaba tan ensimismado observando y contemplando este momento en la naturaleza que sólo ahora se dio cuenta de la presencia de un hombre muy cerca de él. Él le observaba atentamente. Llevaba en la mano un cuaderno y un bolígrafo con los que tomaba notas.

La curiosidad se apodera de él y comienza a observar a aquel hombre.

El escribía deprisa con tanta diligencia y empeño, y con cierta impaciencia.
Su curiosidad pudo más que su discreción y, aprovechando un momento en que el otro hombre no escribía, le preguntó qué hacía con tanta diligencia y obstinación.

El otro, con una sonrisa amistosa en el rostro, le respondió que era escritor, más exactamente poeta.

Luíz, porque así se hacía llamar el viajero, preguntó entonces al poeta, sin poder contener ya su curiosidad, si podía leer lo que estaba escribiendo, a lo que el interpelado respondió que sí, pero que el poema aún necesitaba ser pulido y que, sin duda, aún estaba inacabado.

Luego en el siguiente acto le entregó el cuaderno en el que estaba escrito el mencionado poema:

EXALTACIÓN
Autor:.....
Traducido por:....

Mil colores refleja el agua cristalina
en las olas que se extienden.
Es el sol que nos ofrece
el cielo azul de este día.
El alma alegre exulta
ante la intensa belleza, y se extasía
se funde en todo y en esta magia
vuela con los pájaros y en la alegría
hasta el infinito se eleva y planea…
Se despide de lo que le angustia
vibra, baila, canta y en hosannas,
nuestro pan, agradece a la Vida

Luiz, emocionado hasta las lágrimas, dio las gracias al extraño poeta, cuyo nombre ni siquiera conocía, por permitirle leer y por aportar una nueva visión a su vida en aquel momento.

El poeta le sonrió, le tendió la mano a modo de despedida y le dijo que el poema era para él, el caminante, ya que sentía su dolor al verlo allí sentado.

Luíz se levantó, miró una vez más al poeta, al mar y a las gaviotas que ahora levantaban el vuelo.

Aún emocionado, siguió caminando lentamente, dejando sus huellas en la arena húmeda de la playa.

La gaviota encantada

L

Silvia C.S.P. Martinson 

Traducido al español por Pedro Rivera Jaro

El mar se agitaba tranquilamente al impulso de una suave brisa.
 
La bandada se posó en las aguas verdes y transparentes con la suavidad con la que siempre volaba, planeando en el aire, girando, extendiendo las alas, cerrándose y sumergiéndose.
 
Bucear después de observar el lugar donde había más peces para alimentarlos.
Tardaron mucho tiempo en volar juntos, un tiempo que nadie contó.
 
Todos estaban encantados, por diferentes razones, la naturaleza lo había determinado así.
 
Pero entre ellos, los pájaros, estaba el que tenía más dones, era una vieja bruja que se había convertido en gaviota.
 
Las gaviotas la llamaban Zaida, la elegida. Por fin se posaron en el agua que estaba llena de apetitosos peces y comenzaron su tarea de buscar comida para sus crías.
 
Sin embargo Zaida, con su poderosa vista, vio al príncipe, de su antiguo recuerdo, caminando por la playa.
 
Había estado encantada durante mucho tiempo por el viejo mago que la deseaba, y al que se había atrevido a despreciar por amar al príncipe.
 
Su mirada siguió entonces a su antiguo amor hasta su casa.
 
La multitud saciada emprendió el regreso al lago, pero Zaida no les acompañó.
 
Siguió al príncipe a su casa y cada mañana, para sorpresa del  año tras año, depositaba un pez de oro en su ventana.
 
Las estaciones y los días pasaban, ajenos al rebaño, ella permanecía allí, de tierra a mar, de mar a tierra.
 
Siempre se posaba en la misma ventana, hasta que un día sólo quedaron sus plumas blancas, ondeando al viento.
El príncipe, ajeno a todo, lo ignoró.
 
El tiempo pasó y el encanto cesó.
 
El mar sigue siendo verde y las gaviotas encantadas vuelven suavemente a él.
Miran a las profundidades en busca de sus antiguos amores, siempre con la esperanza de que para ellas el encanto se disuelva, algún día, en las verdes aguas del mar.

El gringo

E

Silvia C.S.P. Martinson 

Traducido al español por Pedro Rivera Jaro

Lo conocí cuando era muy joven. Vivían en casas situadas una al lado de la otra y solamente separadas por una valla que aislaba los jardines contenidos en cada una de ellas.
El barrio era humilde pero muy habitado y bien localizado dentro de la ciudad entonces, hasta hoy, la capital del Estado de Rio Grande do Sul – Brasil. La ciudad se llamaba entonces y todavía hoy aún se llama Porto Alegre.
 
Pues bien, en esta calle y en una de estas casas nacieron mis primos Pedro y Margarita. Eran sus padres, mi tía Luiza y su marido Oscar.
Pedro y Margarita, que era la menor de los dos, allí crecieron, se educaron y se casaron.
 
El vecino de al lado que se llamaba Genaro, de origen italiano, como bien lo indica su nombre, era una persona muy extrovertida.
Como todo italiano, hasta donde se sabe, tenía una voz potente y cuando estaba en casa de vuelta de su trabajo, en verano, se ponía pantalones cortos y una camiseta sin mangas que mostraba toda su enorme barriga pues, generalmente, como todos los de su raza, le gustaba comer buena y jugosa comida.
 
Pues así era Genaro en aquellos tiempos.
Él iba al patio de su casa y allí se quedaba, en voz alta, cantando las canciones que le gustaban en italiano.
 
La mujer de Genaro se llamaba Yolanda y como él, también, era de origen italiano. Los dos tenían hijas, muy educadas que, con el paso de los años y el estudio, se hicieron maestras, lo que para la época significaba, para las mujeres, casi la máxima educación que podrían alcanzar las hijas de obreros si no se volvieran dependientes de maridos y madres de familia.
 
Estas señoritas se llamaban respectivamente Andrea y Sofía. Nacieron, crecieron y se casaron en aquella calle. Junto con mis primos pasaron toda la infancia allí, jugando, peleando y discutiendo, aunque apoyándose mutuamente cuando era necesario.
 
Y así la vida siguió su ritmo normal hasta la adolescencia y edad de ellos, cuando entonces, cada uno de acuerdo con su vocación fue trabajar.
 
Entonces volvamos a Genaro.
 
Genaro era un hombre muy alegre y un gran narrador de historias y anécdotas que a todos los vecinos les gustaba oír y reír mucho cuando él contaba, lo que ocurría a menudo.
Otra manía que se conocía de Genaro era que los domingos él se arreglaba con sus mejores ropas e iba al Prado para apostar en las carreras de caballos.
 
Cuando se le preguntaba adónde iba tan elegante, entre risas y burlas, decía que iba a visitar a su amante favorita. Y ante su manera de ser todos se reían de su forma jocosa de hablar de los caballos. Incluso su mujer e hijas.
 
Y así los años pasaron saliendo Genaro todos los domingos por la tarde para ir al Prado, siempre solo.
 
Sucede que por ser muy comilón y ya tener una edad más o menos avanzada, en un fin de semana, más precisamente en un domingo, al final de la tarde, después de volver del “Prado” Genaro sufrió un infarto fulminante y murió.
Mi familia fue avisada y compareció al féretro.
El día del entierro, más precisamente en el velorio, en la capilla, cuando allí se encontraba el muerto, la familia y los amigos, llegó una señora acompañada de tres hijos a los que nadie conocía.
 
Ella se acercó al ataúd, lloraba mucho y exclamaba: ¡Genaro! ¡Genaro! ¡Amor de mi vida! ¡Aquí estoy con nuestros hijos para darte la despedida! ¿Por qué te vas y me dejas a mí tu Prado? ¡Sí, tu Prado! ¡La mujer de toda tu vida!
 
Los amigos se bendijeron, el sacerdote suspendió las oraciones por el muerto, las hijas quedaron perplejas y horrorizadas.
La viuda Yolanda abrió inmensamente los ojos, fue al ataúd, cerró la tapa con un estruendo y cayó, al suelo, desfallecida.
Los amigos y la familia se retiraron y solo quedó al lado del muerto Genaro su siempre fiel y querida Prado.

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