Autor/aSilvia Cristina Preissler Martinson

Nació en Porto Alegre, es abogada y actualmente vive en El Campello (Alicante, España). Ya ha publicado su poesía en colecciones: VOCES DEL PARTENÓN LITERARIO lV (Editora Revolução Cultural Porto Alegre, 2012), publicación oficial de la Sociedad Partenón Literario, asociación a la que pertenece, en ESCRITOS IV, publicación oficial de la Academia de Letras de Porto Alegre en colaboración con el Club Literario Jardim Ipiranga (colección) que reúne a varios autores; Escritos IV ( Edicões Caravela Porto Alegre, 2011); Escritos 5 (Editora IPSDP, 2013) y en español Versos en el Aire (Editora Diversidad Literaria, 2022). En 2023 publica, mano a mano con el escritor Pedro Rivera Jaro, en español y en portugués, el libro Cuatro Esquinas - Quatro Cantos.

El pan nuestro de cada día

E

Silvia C.S.P. Martinson

Traducido al español por Pedro Rivera jaro 

"Como crece una rosa entre adoquines.
Como florece un cactus en el desierto.
Así es como la alegría perdura en medio de las explosiones. Así triunfa la vida entre los muertos".
 
Paseando por la mañana, como suelo hacer, observando la naturaleza y a los hombres y mujeres que pasan a nuestro lado, a menudo ajenos a la belleza que nos rodea, observé y pensé...
El sol brilla con fuerza, reflejando sus rayos, su luz, en el agua. Luz que nos calienta, nos envuelve y permite que la vida se manifieste en todo su esplendor.
 
Las gaviotas, posadas sobre las aguas tranquilas, buscan en ellas su sustento, no se inquietan, esperan tranquilas lo que la naturaleza puede ofrecerlas. Luego levantan el vuelo y se pierden en bandadas, rumbo a otros lugares, tal vez sus nidos, seguramente sus hogares. Las gaviotas no tienen más hogar que el nido donde crían sus pollos.
 
Se ven los barcos en el horizonte, siguiendo su destino y desapareciendo en él. ¿Qué llevan, qué buscan? Tampoco lo sabemos.
 
La gente camina por el paseo marítimo que rodea la playa,  una playa donde las olas bañan suavemente la placidez de esta mañana, emitiendo sonidos que nos hacen sentir como si nos acunaran en los brazos de nuestras madres.
 
Y la gente sigue caminando, algunos juntos, otros solos.
 
Los observo y escucho sus voces, sus conversaciones y sus historias.
 
Hablan de sus vidas, sus anhelos, su dolor, su salud y sus amores.
 
Otros caminan solos y me pregunto: ¿en qué estarán pensando?
 
A algunos los veo y oigo hablar mal de la vida y de otras personas, ocupándose de lo que hablan y sin darse cuenta de las intenciones de quienes quieren involucrarse en problemas que no les conciernen.
 
Hay mucha gente, me doy cuenta, metida con sus móviles (teléfonos) sin prestar la más mínima atención a lo que ocurre a su alrededor.
 
Me vino a la mente la famosa frase: "Ganarás el pan de cada día con el sudor de tu frente". 
La inmensa mayoría de las personas, estén donde estén en la Tierra, observan el principio anterior.
 
Por desgracia, a pesar de que a menudo lo hacen, los hombres causan increíblemente miseria y hambre mediante las guerras y la destrucción de hogares, ciudades y poblaciones. 
 
En realidad, todavía somos muy primitivos en nuestro concepto de lo que significa amar.
 
¿Por qué no levantamos la mirada para contemplar las bendiciones que hemos recibido al poder vivir, experimentar y apreciar la belleza en todas sus formas, cada día que amanece y cada día que anochece, cuando el cielo se llena de estrellas y finalmente la luna se muestra en todo su esplendor?
 
¿O tal vez podamos visualizar en las tormentas que inundan las tierras resecas la oportunidad de que las plantas renazcan y florezcan en toda su magnificencia?
 
Este es el pan nuestro de cada día que recibimos y que a menudo no vemos o no sabemos agradecer.
 
Y así, caminando despacio y pensando, vuelvo a mi casa, a mi hogar, a mi mundo.
 
Despacio. Despacito..

Huir

H

Silvia C.S.P. Martinson

Traducido al español por Pedro Rivera jaro 

Me voy a marchar muy lejos,
y nadie me va encontrar
porque voy a caminar
por estrellas y galaxias
encima de aquí, en los cielos.

Y por lugares distantes
alegría y paz hallar
porque al borrar y olvidar
de la tierra, de mi hogar,
de mi corazó￳n lo haré.

De un amor desmedido
que quise ofrecer
despreciado por el miedo,
miedo de volver a nacer.

Me voy a marchar a muy lejos
en busca de noche y luna,
de las estrellas que sobre la tundra
dejan su luz al oscurecer,
hasta que un nuevo día
la termine por romper

Abuela

A

Silvia C.S.P. Martinson

Traducido al español por Pedro Rivera jaro 

Estaba sentada en una mecedora y pensaba en escribir y contar un cuento a sus nietos.
Pensó en empezarlo así: "Érase una vez"...
Sacó su bolígrafo y un cuaderno donde solía apuntar sus pensamientos y empezó a escribir.
Pero primero pensó:
- ¿Les gustaría?
Sacudió ligeramente la cabeza, donde las canas se habían hecho notables hacía tiempo, y un pensamiento cruzó su cerebro como si hubiera sido un relámpago en un día lluvioso:
- ¡Qué más da! Lo que importa es decírselo...
Y se puso a escribir.
...Érase una vez, en una tierra lejana... Había un hombre al que todos temían, sin saber muy bien por qué.
Era alto, rubio y fuerte. Vivía en una casa sencilla al borde de una carretera que conducía a un antiguo pueblo de labradores.

Allí vivía poca gente, ya que las máquinas habían ido sustituyendo al trabajo manual y los más jóvenes habían emigrado a otras ciudades donde habían aprendido nuevos oficios y se habían establecido allí.

Este hombre de mediana edad, sin embargo, permaneció en la casa donde había nacido, crecido y criado a su familia.

Solía leer mucho, cosa que hacía a menudo, siempre que podía compraba un libro cuando iba al pueblo a comprar comida para los animales que criaba.

Nunca fue a la iglesia local. Quizá por eso le temían, por considerarlo un hereje y quizá incluso cercano a los ángeles malignos. Las plagas locales nunca afectaron a su casa, sus cosechas o su ganado. Sus campos eran fértiles y sus animales tenían buen aspecto y estaban sanos. No dependía del trabajo manual para sus labores agrícolas, ya que era extraordinariamente fuerte.

En el pueblo se rumoreaba que su familia, esposa e hijos, le habían abandonado y que nunca más se les había vuelto a ver.

Sin embargo, ésta no era la verdadera historia.
La ignorancia y las malas lenguas de la gente de allí crearon las historias más diversas, según sus mentes distorsionadas y falaces.

Algunos decían que había matado a su mujer y a sus hijos y los había enterrado en sus campos, que por eso la tierra era tan fértil.

Otros decían que los miembros de su familia se habían ahogado en un lago de agua muy azul que había en sus tierras y que por la noche, cuando la luna estaba llena y se reflejaba en la superficie, se oían las voces de su mujer y sus hijos llorando y que vagaban por allí entre sombras luminiscentes.

Algunos incluso sugirieron, los más condescendientes, que su mujer, ante su brutalidad, le había abandonado y huido con los niños mientras él araba el campo.
¡Qué imaginativo, qué perverso!

En realidad, la historia era bien distinta.
Este hombre que tanto amaba la lectura se había educado fuera del pueblo y sólo había regresado allí de adulto para cuidar de sus padres, que ya eran ancianos y no podían seguir ocupándose de su casa y sus tierras. Murieron allí y fueron enterrados en el cementerio del pueblo vecino, donde solía comprar sus libros.

Siempre tenía noticias de su familia, porque recibía cartas suyas en las que le contaban sus progresos en los estudios, su vida con su madre y lo bien que estaban todos asentados y gozaban de buena salud.

Y todo se lo debía a él, que renunciaba a tenerlos con él -en un pueblo de gente prácticamente analfabeta- para enviarlos a su casa de la capital, donde podían disfrutar de comodidades y de una buena educación.

Y allí se iba cuando desaparecía del pueblo por unos días, no sin dejar su ganado totalmente racionado y abastecido de agua.

Siempre volvía contento y sonreía al ver las miradas suspicaces y rencorosas que le dirigían, incluso el párroco local, que, todo hay que decirlo, era un viejo gruñón olvidado por la Iglesia, sin haber sido nunca reconocido ni elevado a una parroquia más grande y moderna.


Y así, escribiendo a sus nietos, se encontró a la abuela sentada en su mecedora cuando llegaron de la capital para visitarla, con la cabeza blanca apoyada en el respaldo, el brazo colgado sobre las piernas, la pluma y el cuaderno en el suelo, completamente dormida, no les oyó decir:

- ¡Hola, abuela!

Yo sé

Y

Silvia C.S.P. Martinson

Traducido al español por Pedro Rivera Jaro 

Sé que te acordarás de mi,
en el viento que pasa,
en la flor que se abre,
en la primavera que viene,
en la lluvia que se va.
te acordarás yo lo sé,
en lo extraño que se queda,
en lo verde del mar,
en el sentimiento profundo,
de la ola que se desvanece,
en el ciclo de los tiempos
y en las lágrimas que caen.
Sé que te acordarás,
yo lo sé,
en cada día que nace,
en cada tarde que muere,
en la noche que viene en silencio,
como la gota,
en dolente ritmo, despaciada,
en las aguas que siguen tranquilas,
en la palmera inclinada,
y a la sombra de los pinos.
En la tristeza de un sueño,
tuyo, que en la bruma se olvida.
Yo, lo sé.

Un cuento de invierno en Santiago de Compostela

U

Silvia C.S.P. Martinson

Traducido al español por Pedro Rivera jaro 

El día era gris. Grisáceo.
En el cielo las nubes corrían sueltas, casi negras y grises, cargadas de agua y a punto de derramarse sobre las aceras.
No había tráfico.
Parecía que el tiempo y las personas se habían detenido, desaparecido.
Por la tarde, casi de noche, las calles estaban desiertas.
Caminaba solo, despacio, inhalando el aire húmedo del atardecer.
Los pensamientos fluían por su cerebro con la lentitud de cómo había sido su vida, y lo increíblemente tan rápido que había pasado y él tampoco se había dado cuenta.
Había luchado mucho, trabajado mucho, soñado mucho.
¿Y sus sueños? ¿Qué hubo de sus sueños? Se había dado cuenta de lo poco había logrado.
Había ayudado a muchos. A su costa, otros crecieron intelectual y económicamente. Era profesor de idiomas.
Distribuyó sus conocimientos a muchos.
Muchos lo aprovecharon.

Y en esta tarde gris, mientras caminaba, se preguntaba: ¿Qué he hecho por mí?
Amores los ha tenido. Había tenido unos cuantos. Sin embargo, fueron tan fugaces y efímeros, porque la que amó la conquistó durante un tiempo, y ahora la había perdido para siempre.

Descubrió que ella nunca le amó. Sólo le había admirado por su capacidad intelectual, pero ella lo quiso más para sí misma.
Quería comodidad, ocio, viajes, cosas que él no podía ofrecerle como simple profesor.
Tuvieron hijos.
Ella los educó a su manera. No había afinidad entre ellos, sólo les movía el interés económico.
Un día por fin recapacitó y se dio cuenta del tiempo que perdía en ser feliz frente a sus prejuicios y una ética que no le importaba a nadie, y menos a su familia.

Se dio cuenta de que el mundo y los conceptos de felicidad y responsabilidad también cambian. Y que, a pesar de su rigidez, ante todo tenía el deber de quererse a sí mismo.
Al darse cuenta de todo esto y del tiempo que había pasado demostrando a los demás que era rígido en sus conceptos morales, sintió una profunda pérdida.

Aquel día salió a pasear sumido en una profunda introspección y, al pasar por delante de un bar, decidió entrar y tomarse un vaso de vino para, tal vez, aliviar su dolor. Y así lo hizo.

Sin embargo, los vasos se sucedieron.
Se emborrachó. Y, medio inconsciente, regresó tambaleándose a su casa. Cuando llegó allí, nadie prestó atención a su estado; sólo les preocupaba el dinero que se había gastado en el bar.

Aunque borracho, le entristecía profundamente la actitud de sus familiares.
Al día siguiente, ya recuperado, tomó una decisión. Salió, fue al banco y retiró todo el dinero de la cuenta que tenía con su mujer.
Volvió a la casa, escribió una carta dejando a su familia sus posesiones materiales, cogió su reloj que había olvidado en la mesilla de noche, cargó una mochila del armario del dormitorio y metió dentro parte de la ropa que necesitaba para lo que había decidido hacer y todos sus documentos. A continuación abrió la puerta de la casa, salió y la cerró de un golpe.

Caminando, llegó a una carretera por la cual ya caminaban otros vagabundos, solitarios como él.

Por fin decidió ser libre y dirigirse al lugar que siempre había soñado visitar, un pueblo donde la gente solía ir a meditar y a buscar la armonía y la felicidad en su interior.
Se sintió aliviado y rebosante de alegría.
La carga que había llevado sobre sus hombros durante tantos años se desvanecía definitivamente con cada kilómetro que recorría.
Finalmente él estaba feliz.
Nadie en la casa sintió ni notó su ausencia.

Invitación

I

Silvia C.S.P. Martinson

Traducido al español por Pedro Rivera jaro 

Llévame a pasear por los caminos.
Me hace olvidar lo que tampoco quiero,
lo que queda conmigo
permanece y perdura,
esta soledad, toda la amargura
de esa ausencia tan tuya.

Quiero caminar contigo, locura
mía, desearte tanto
como el aroma del jazmín
que en mi cuerpo aún perdura.

Voy perderme en tus brazos
en mil besos y abrazos
la noche nos verá entrelazados
de todo y de todos olvidados.

¿Me dejas escucharte? No me canso,
tu voz es remanso
cuando mi invitación aceptas
mis sueños guardas
Y en tu pecho, al fin, descanso.

Marilu

M

Silvia C.S.P. Martinson

Traducida al español por Pedro Rivera Jaro
Ella atravesó el parque  lleno de gente, chicos charlando, algunos sentados al sol, hablando, bebiendo “chimarrão”, intercambiando besos y jurándose amor eterno, con el caminar relajado, para aquella que estaba acostumbrada a caminar.
 
Ella usaba pantalones blancos y una blusa azul suelta, era de tipo corto y esmerada confección y tenía abundante cabello castaño. Cualquiera que la viera de lejos pensaría que se trataba de una niña. Pero no era así.
 
Se sentó a mi lado en la bancada de la plaza y luego comenzó una conversación.
 
-¿Todo bien? ¡Bello día!
 
-¡De verdad! ¡Demasiado bueno para esta época!
 
Yo pensé: aquí tenemos otra pesada, solo para enterarse de mi vida. Si estoy casada, si tengo hijos, nietos. ¿Dónde vivo? E incluso si me quieren mucho…! ¡Gran equivocación la mía! 
 
Aquí en el sur somos muy reservados e incluso desconfiamos de los extraños, muy en contra de la cacareada hospitalidad sureña. El gaucho (personas que viven en Rio G. do Sul – Brasil) es un ser solitario por naturaleza, observador y atento vigilante con respecto a nuevas amistades y personas muy espontáneas.
¡
Genial! No era la chica que pensaba yo creía. Tal vez tenía 70 años. ¡Pero que 70! ¡Vive Dios!
Y con intimidad me ha dicho:
 
-¿Sabes tengo una hija que vive en Natal ¿Sabes dónde está eso? Esta casada y es hija única. Tengo una nieta con 16 años. Hace poco fui a  vivir allí, porque mi hija insistió mucho.
Estuve unos 6 meses y volví. ¡No me gustaba aquella gente! Pobre gente.  Tengo muchos amigos aquí. Con ellos salgo y me divierto. Soy separada. Tuve cuatro esposos o compañeros. Algunos amores, pero no estoy segura. Ahora tengo un compañero. A él no le gusta salir a viajar como me gusta a mí.
 
En ese momento yo ya estaba interesada en su historia y con gran curiosidad le hice una pregunta, con la idea de dar continuidad a mi narración.
 
-¿Y cómo te va? Le pregunté.
 
-¡Bueno, él incluso ve bien! Me ha contestado.
 
-Cuida de mis gatos. Tengo siete, porque yo adoro a los gatos. En mis viajes no quiere acompañarme el buen hombre. Su nombre es Airton (Como Airton Senna el piloto de Fórmula 1). Le gusta más estar en su casa y cuidarla bien. Cuando estoy de viaje, el guisa, lava y plancha la ropa. ¡Él es un amor! Me apasiona viajar. No permanezco mucho tiempo en ningún lugar. Me gusta vagabundear y yo siempre  fui así. Él lo sabe. No obstante fue una buena idea que vivamos en Natal, debido a que mi hija y mi yerno consiguieron trabajo en São Paulo. Tienen  una cadena de establecimientos para gestionar la administración de las empresas de sus clientes. Si no fuera de esta manera, tendría que permanecer en la anterior ciudad cuidando yo sola de mi nieta. ¡Ya me contarás! ¡Lejos de mi piso! Tengo un bellísimo piso, tengo mucha compañía, con mis gatos, con mis amigos y el pobre Airton. No he hecho una mudanza completa y de esta forma no muevo mucho equipaje.
 
Pregunté con alguna indiscreción: ¿Pero qué es lo que haces aquí?
 
Me contestó:
 
-Yo cuando me aburro de estar con Airton  en la casa, llamo a mis amigos y salimos a dar una vuelta y divertirnos. Bebemos, bailamos, vemos cine, paseamos por los centros comerciales y plazas, dependiendo de los días y según sea nuestro estado de ánimo.
 
Seguí animando, diciéndole: por cierto ni siquiera nos hemos presentado. Mi nombre es Fénix. ¿Y el tuyo?
 
-Marilu, es como me llaman. En realidad es la forma corta de María Luisa, pero como es más largo y complicado prefiero Marilu.
 
-Ok. Marilu. Encantada de conocerte.
Y ella continuó:
 
-¿Miras a ver ese caballero que pasó? Es mi conocido.
 
Él regresa. Espera… Habla.
 
-¿Hola, todo bien?
 
Ella contesta: 
 
-¡Todo bien!
 
Al saludarnos la miró con intensidad.
 
-¿Has visto? Él es parte de mis compañeros, pero contigo aquí estaba indeciso para llegar. ¡Él es un amor! Solo como yo.
 
¡Ah! He dicho al mismo tiempo que pregunto:
 
-¿Y entonces?
 
-Pero como te digo el Airton es un poco más joven que yo, pero no importa. ¿Verdad?
 
Ella no espera una respuesta y sigue:
 
¿Cuánto valen las afinidades?
 
Yo contesto:! Realmente Marilu!
 
Sus numerosos pendientes, pulseras, anillos y aretes llenos de piedras, hasta una gargantilla con una mariposa que tenía, brillaban bajo el sol de la mañana mientras se movía, señalando las joyas.
 
Las grandes gafas de sombra ocultaban parcialmente sus ojos y parte de las muchas arrugas que marcaban su rostro, debidamente disfrazados por una capa de base y polvo. La sonrisa era hermosa, los dientes bien mantenidos.  Habría sido una mujer muy hermosa cuando era joven.
 
Su espíritu estaba vivo, exudaba  alegría y temperamento determinado cuando hablaba.
 
La escuché.
 
-¡Mira allí! Ella dijo.
 
¡Aquí viene el pobre Airton!
 
Él llega, se sienta a su lado, sonríe. Dientes manchados de nicotina. Simplemente vestido. Más joven que ella, tal vez en sus cincuenta años. Susurran y ríen los dos.
 
Ella me presenta.
 
-Airton esta es Fênix .
-Encantado
Yo contesto:
-Igualmente.
 
Me he sentido de sobra allí en ese momento. El universo en esta hora giraba en torno de los dos.
 
Entonces les dije:
 
-Marilu ahora te dejo. Tengo compromiso, tengo que irme. Un placer conocerlo a vosotros, felicidad…
 
-¡Un placer Fênix. ¡Hasta cualquier hora!
 
Los dejé, cuando me di la vuelta ya no estaban allí. Caminaban a lo lejos, ella llevaba pantalones blancos ajustados, era una niña. Él cogido de la mano con ella, chaqueta en mal estado, zapatos rotos.
 
Estaban felices. Después de todo… Él cuidó bien de sus gatos y eso es lo que más importaba.
Por lo demás… Extraña figura era Marilu.
Valió la pena conocerla. ¡El domingo se salvó! 
 
El sol brillaba y seguí mi camino, quizás alguna nueva reunión interesante, he pensado, quién sabe…

Una caza perdida

U

Silvia C.S.P. Martinson

Traducido al español por Pedro Rivera Jaro 

Se llamaba Luis Federico Guilherme. Vivía en una pequeña ciudad llamada Ijuí, en el estado de Rio Grande do Sul-Brasil, situada en las colinas de Rio Grande do Sul.

Mis abuelos, junto con otros colonos procedentes de Europa, se instalaron allí y compraron sus tierras porque en aquella época no era costumbre dar tierras a los inmigrantes.

Pero, como les cuento al principio de esta historia, los inmigrantes se instalaron allí, fundaron una nueva ciudad y trajeron consigo sus costumbres, habilidades laborales, idiomas y religiones.

Mis abuelos eran alemanes, o eso decían, porque era el único idioma que se hablaba en casa. Los conocí muy poco, ya eran bastante mayores cuando yo nací. Mi padre era el menor de 10 hermanos e hijo del segundo matrimonio de mi abuelo. Mis padres vivían en la capital, lejos de la ciudad de Ijuí.
Los viajes a casa de mis abuelos sólo tenían lugar a finales de año, durante las vacaciones de verano.

Recuerdo que tardábamos un día entero de viaje en el coche de mi padre, por caminos de tierra roja y mucho polvo, para llegar por la tarde muy sucios y con la cara cubierta de polvo, o si mi madre conseguía que parásemos en una gasolinera abierta, nos lavábamos las manos y la cara.

En cualquier caso, este viaje era siempre una fuente de alegría para nosotros y a menudo parecía una gran aventura.

Louis F. Guilherme, como yo lo recuerdo, era llamado Willy por los amigos íntimos. Estaba casado con Martha, la hermana de mi padre, y vivían en una de las casas de mis abuelos.
Toda la casa, incluidos los jardines y el garaje exterior, medía casi cien metros. Estaba muy bien situada en una esquina del centro de la ciudad, cerca de la plaza central, la iglesia luterana y la emisora de radio local.
Mi abuelo tenía una gran carnicería que abastecía a gran parte de la población de la época.

El idioma predominante en este pueblo era el alemán, que mis abuelos, así como mi padre y sus hermanos, hablaban con fluidez y escribían a la perfección.

Mi tío Willy era un hombre guapo e inteligente, era culto y también muy orgulloso. Había sido profesor de matemáticas.
Cuando le conocí, yo tendría unos seis o siete años, pero le recuerdo perfectamente por varias razones. Vestía bien, siempre con camisas blancas impecables, que se cambiaba dos veces al día por la suciedad roja que había y que se metía en todo. Era un hombre muy estricto en sus costumbres y los niños le teníamos cierto miedo.

Cuando volvía del trabajo, porque en aquella época ya era un gran empresario en el sector de la exportación de trigo, que era la principal producción de aquel pueblo y de aquella región, todo el mundo trataba de obedecerle.

Mis primos intentaban entonces presentarle sus trabajos escolares y tocar en el piano de la casa las canciones que habían aprendido y que les gustaban. Mis primos tocaban muy bien el piano. La educación musical era una prioridad en nuestra familia.

Bueno, pasando a otra cosa, el tío Willy era aficionado a la caza, que practicaba a menudo con sus amigos.

Tenía varias armas de caza que guardaba siempre bajo llave, engrasadas y cuidadas en un armario de la casa al que sólo él tenía acceso y cuya llave llevaba siempre consigo.
También tenía tres perros callejeros que había adiestrado para sus cacerías. Uno de los perros, el más bonito que recuerdo, se llamaba Pacha.

Pacha era un perdiguero de pura raza, blanco y marrón claro, de orejas largas, dócil con el resto de los niños, pero muy obediente a cualquier orden que le diera mi tío.

Cuando lo conocí estaba casi ciego, le lloraban los ojos constantemente y siempre estaba tumbado en el umbral de la puerta.
Unos años más tarde supe lo que le había ocurrido.

Durante una cacería en la que participaban mi tío y otros hombres, los perros persiguieron a la presa con ladridos cada vez más fuertes hasta que dejaron de ladrar. Mi tío ordenó a Pacha que avanzara, a lo que él no obedeció al principio. Entonces gritó enérgicamente ¡Vamos Pacha! ¡Vamos, Pacha! ¡Vamos Pacha!
Esta era la orden que Pacha estaba acostumbrado a obedecer sin vacilar para atrapar la caza entre los dientes y llevársela a su amo.

Me enteré de que Pacha obedeció, pero lo que llevó a su amo fue una serpiente de cascabel muy venenosa que le había mordido en el pecho.

Pacha la había matado, pero allí mismo se desplomó casi muerto por el veneno.
Desesperado, mi tío le dio el suero antiofídico que siempre llevaba a las cacerías e inmediatamente volvió al pueblo a buscar un veterinario.

Dicen que aquel día, por primera vez en su vida, sus amigos vieron llorar a Willy. Amaba a aquel perro.

Pasó el tiempo y mi tío no cambió su forma de ser y su costumbre de dominar a los demás, lo que supuestamente le trajo muchos disgustos de su familia en el futuro.
Pacha se recuperó, pero nunca volvió a salir de caza. Se quedó cada vez más ciego -a consecuencia del veneno de la serpiente- y se convirtió en un perro viejo y triste.

Mucho tiempo después supe que se escondió bajo una escalera en un rincón oscuro para morir.

Como amigo fiel y para no hacer pasar un mal rato a nadie, Pacha lo hizo.

Murió solo.

Sin cabeza

S

Silvia C.S.P. Martinson

Traducido al español por Pedro Rivera Jaro 

Un lugar. Un planeta. Año 3.145.

Las ciudades son enormes, no hay edificios altos como los que conocemos hoy. Son casas de dos o tres plantas, adecuadas a las necesidades de la población, que tienen luz propia y reflejan los rayos de los dos soles que abastecen de energía a este gigantesco planeta. Estas casas son transparentes a simple vista y se puede observar perfectamente lo que ocurre en el exterior sin que la intimidad de sus habitantes se vea perturbada por miradas indiscretas.
De hecho, los habitantes de este planeta no son en absoluto curiosos.

Hablemos de la gente que vive aquí y luego contemos la historia en sí.

Un pueblo extraño para nuestras concepciones actuales, tanto física como psíquicamente.
Sus cuerpos no se deterioran cuando son abandonados. Y abandonados, como veremos más adelante, es literalmente el término más correcto. Físicamente son criaturas casi idénticas. La misma textura, la misma altura -extremadamente altas y bellas, por cierto-, pelo negro o rubio, ojos castaños o azules, piel de color moreno, según nuestros actuales parámetros de color. Los hombres tienen el mismo porte altivo y están sexualmente bien dotados. Las mujeres, con su abundante cabellera, tienen pechos grandes y nalgas y piernas torneadas. Todos ellos son particularmente atractivos sexualmente.

En estas ciudades, todo está programado. Como las criaturas no necesitan comer a la manera tradicional, todo lo que tienen que hacer es inhalar los efluvios procedentes de la "comida" procesada y altamente energética, que procede de las formas básicas milenarias.

No hay trabajo manual ni producción. No hay campos que arar. Por lo tanto, los seres sólo realizan servicios intelectuales, destinados a mantener y preservar el gobierno y la paz, y esto ocurre en cortos periodos del día, que dura una media de 36 horas.

Todos los ciudadanos obedecen el orden programado; los lunes son el día de la afectividad sexual, los martes se dedican a comer, los miércoles se dedican a reunirse y socializar con los habitantes del mismo barrio, los jueves se pasan en el gran anfiteatro de la ciudad escuchando música y aumentando su "colección de sonidos", los viernes se dedican a pasear, cuando las aceras y las calles se paran a tal efecto. Los sábados, todo el mundo se queda en casa, ocupándose de su ropa y utensilios y poniéndolos en orden. Ese día, los únicos vehículos que circulan por la ciudad son los llamados COLECTORES. Hablaremos específicamente de ellos más adelante. Los domingos, todo el mundo duerme hasta tarde.
Como puede ver, se trata de ciudades magníficamente organizadas.

Por cierto, las criaturas, sus habitantes, se llaman y conocen por números y no por nombres.

Mil Quince Millones era su nombre. Su mujer se llamaba Mil Millones Veinte Mil. Se llamaban íntimamente Biquin él y Bevin ella. Estaban acostumbrados.

Aquí comienza nuestra historia.
Biquin, tras haber dormido con su esposa Bevin todo el domingo, se despertó el lunes sintiéndose extraño, no tan dispuesto como de costumbre al "afecto sexual".

Como siempre en esos días (los lunes), ella se acercó a él con sus grandes y duros pechos a medio mostrar, su cuerpo caliente y húmedo, sus nalgas casi vibrando, y se inclinó contra él, apretándose a su cuerpo, haciéndole sentir inflamado y listo para el coito. Al percibir cierta frialdad en ella, algo que nunca antes había sentido, le cogió la mano y la guió lentamente sobre sus pechos, acercándola a sus genitales, que ya vibraban, calientes y húmedos, exudando el perfume que él había puesto allí de antemano. Ella entrecerró los ojos y abrió la boca para recibir su poderosa lengua. Él cedió. Un temblor recorrió su cuerpo, encendiendo su deseo. Copularon todo el día, de las formas más diferentes y atrevidas.

Hay que decirlo: Las mujeres de estos pueblos los lunes siempre, sin excepción, recibían y buscaban a sus maridos semidesnudas, con los ojos entrecerrados y la boca entreabierta, el cuerpo excesivamente caliente, ligeramente húmedo y perfumado.

Martes - Día de comida.
Biquin puso las pastillas energizantes de él y de ella en recipientes separados. Las roció con un líquido especial. Inmediatamente empezaron a salir vapores de ellas, que fueron aspirados individualmente por cada uno. Esto duró varias horas. Al final del día estaban llenos de energía.

El miércoles. Biquin, todavía con una extraña sensación de estar incompleto, como si algo se le escapara de las manos, una vaga e inquietante sensación de ausencia algo que no había sentido desde que se dio cuenta de que era él mismo, hacía tanto tiempo que ya no sabía lo que era-, fue con su mujer, a medias, a la reunión del barrio para hablar e intercambiar ideas con sus compañeros, a los que, sin embargo, no expuso sus sentimientos actuales.

El jueves, como de costumbre, todos fueron al anfiteatro para escuchar música y engrosar su "colección de sonidos". Biquin y Bivin, inevitablemente sentados en cómodos sillones, en silencio, se prepararon para la audición.

La música, transmitida por enormes y complejos aparatos, se extendía por el aire. Era tan relajante como siempre. Sin embargo, añadía nuevos sonidos, que poco a poco se iban registrando en sus cerebros e incorporando a su "colección".

Fue en ese mismo momento, más concretamente ese día, cuando Biquin empezó a darse cuenta de lo que le estaba ocurriendo y se hizo algunas preguntas que no podía responder:
- ¿Por qué necesitamos escuchar música y aumentar nuestras "colecciones"?
- ¿Para qué escuchar música si ya la tenemos registrada en nuestro cerebro? Podemos escucharla íntimamente siempre que queramos.
- ¿Por qué es necesario que toda la gente se reúna en el anfiteatro?
Terminó el día, terminó la audición y todos volvieron a sus casas.
Amanecía, los soles brillaban, las casas resplandecían. Era viernes.

Las preguntas que se había estado haciendo seguían martilleando la cabeza de Biquin.
Las calles y las aceras estaban paralizadas.
Las criaturas caminaban de dos en dos, sin prisa, durante muchos kilómetros, por parques, calles y avenidas. Era necesario moverse, como si nuevos engranajes, recién engrasados, se hubieran puesto en marcha para ajustarse y cumplir mejor sus funciones.

El movimiento era obligatorio.
Biquin se sentó en un banco de la plaza, estaba inexplicablemente cansado, nunca le había pasado. Le hizo una señal a Bevin para que diera el obligado paseo a solas. Ella le miró largo rato, una lágrima, sólo una, corrió por su mejilla, la disimuló, se despidió y siguió caminando.

El desánimo era demasiado grande en él. Las preguntas sin respuesta seguían apareciendo en su cerebro. Y poco a poco una idea extraña, insólita, comenzó a envolverlo, obstinadamente, despojándolo de toda lógica y entregándolo sólo a un violento deseo de:
Desatornillar su cabeza de su cuerpo. ¿Sería posible?

Solo en la plaza, al anochecer, comenzó su intento. Increíblemente, creyó que era posible. Y poco a poco empezó a desenroscarse la cabeza. Al principio hubo algunos chasquidos, como si las piezas estuvieran atascadas por falta de uso. Pero con un poco más de fuerza y un chasquido mayor, empezó a moverse.

Primero en un ángulo de veinticinco grados, luego de cuarenta y cinco, después rápidamente de ciento ochenta y finalmente de trescientos sesenta grados. Ya no se sorprendió; al contrario, sintió un gran alivio. Sólo le quedaba quitárselo del cuello.
Eso fue lo que hizo. Lo colocó suavemente a su lado en el banco.
Ya no sabía si era un cuerpo o una cabeza. Pero, ¿qué importaba eso ahora?
A su alrededor, las cosas, las imágenes y los sonidos se desvanecían y desaparecían por completo.

Lo único que quedaba era un cuerpo y una cabeza que, en aquel planeta, no se deterioraban.

Bivin, por su parte, se sentó en el sofá de su casa y apagó todos sus sentidos. Para siempre.

En la sala de Control de la Población del gran complejo gubernamental, donde se decidía sobre la creación o extinción de las "criaturas programadas", frente a una enorme pantalla de televisión Tresbieum (Tres mil millones y un millón) dice Tresbiedois (Tres mil millones y dos millones), ésos eran sus nombres:
- ¡Por fin Bikin y ella fuera! Todo salió según lo previsto. Eran viejos y obsoletos, sólo ocupaban espacio. Su tecnología estaba anticuada, no había arreglos ni reparaciones que hacer. Las piezas ya no existen.
Ahora habrá un hogar extra para futuras parejas.
- Efectivamente, pero tú Trisbieum debes estar de acuerdo conmigo en algo, ya que somos tan diferentes...
Qué hermosos y perfectos eran nuestros padres para la época en que fueron creados, ¿no crees?
- ¡Sí, nuestros padres!
Pero eso ya no importa, mañana es sábado y los camiones de RECOGIDA los llevarán al depósito de reciclaje. Siempre es así...
- Menos mal que el domingo dormiremos hasta tarde.

También hay que explicar que en este planeta, cuando un cónyuge se desactivaba, el otro seguía inevitablemente su estela.

Vacaciones en casa de la abuela

V

Silvia C.S.P. Martinson

Traducido al español por Pedro Rivera Jaro 

Cuando éramos niñas lo que más nos gustaba era a final de año, después de Navidad, en pleno verano, visitar a mi abuela. Mis padres se tomaban unos días para descansar.

O íbamos a una casa que alquilaban en la playa, o íbamos a visitar a mi abuela paterna y a mis tíos y primos en la ciudad de Ijuí.

Ijuí se encuentra en el Estado de Rio Grande do Sul-Brasil y fue fundada por mis abuelos y otros inmigrantes alemanes que fueron allí a vivir y formar sus familias.

Creo que no fueron los primeros en llegar.
Cuando yo era niña esta ciudad tenía sus costumbres locales bien arraigadas y típicamente alemanas. Desde los hábitos alimenticios hasta el idioma que se hablaba habitualmente. Mi abuela murió a los 98 años hablando todos los días sólo su lengua materna.

Normalmente los habitantes eran de religión evangélica, seguidores de Martín Lutero, y en los oficios el pastor sólo hablaba alemán.
Mi padre hablaba y escribía alemán con regularidad, también porque había estudiado como interno en una escuela donde se preparaba para ser pastor.

Finalmente lo dejó todo y se fue a servir en el ejército brasileño a otra ciudad del Estado, donde conoció a mi madre y se casó con ella.
Supe por mi padre que hubo mucha persecución, en la posguerra, de inmigrantes alemanes bajo la sospecha de ser nazis.

Mi padre nunca quiso enseñarnos el idioma alemán, creo que por puro miedo, temía la persecución que, por desgracia, hubo en Brasil durante muchos años.

Las ansiadas vacaciones para ir a casa de mi abuela que, por cierto, era muy grande, cómoda, bonita y estaba situada en pleno centro de la ciudad fueron una verdadera epopeya. Hasta llegar allí pasaron muchas cosas.

Salimos muy temprano en la mañana en la camioneta de papá, pasamos por varios pueblos hasta que tomamos el camino que nos llevaría a Ijuí. En aquella época, la carretera era de tierra y no había asfalto.

La tierra estaba roja y el polvo lo penetraba todo, porque teníamos que conducir con las ventanillas abiertas, era verano, hacía calor y no había aire acondicionado en el coche. Cuando se acercaba otro vehículo, mis padres ordenaban cerrar las ventanillas para que el polvo no penetrara aún más.

Aquella región producía mucho trigo y otros cereales. Era hermoso ver los campos de trigo mecidos por el viento como las olas del mar, pero amarillos, casi dorados.

Mi tío, casado con una hermana de mi padre, era uno de los directores y propietarios de una gran empresa de exportación de trigo.

Al anochecer, cuando estábamos a punto de llegar, mi padre iba a una gasolinera que había a la entrada del pueblo para que nos laváramos la cara y los brazos en los barriles de agua que había fuera, para que no llegáramos a casa de la abuela como indios colorados, con la piel roja y además el cabello revuelto, ya que probablemente no nos había de reconocer después de 12 o 14 horas de viaje.

La abuela siempre nos recibía con gran alegría, aunque no entendiéramos ni una palabra de lo que decía, puesto que como he dicho se expresaba en alemán.

Lo que más nos gustaba era la habitación que siempre nos tenía reservada a mi hermana y a mí.

Las camas eran altas y tenían un somier de acero flexible, sobre el que se colocaba un colchón de crin de caballo y plumas.

Las cubiertas también eran de plumón de ganso y todos los días había que sacudirlas de tal manera que esas plumas no se situarán en un solo lugar, dejando las otras partes vacías y, en consecuencia, causando frío a quien las utilizaba.

Nos encantaban esas camas altas y flexibles porque éramos muy traviesas y lo que más hacíamos, para desesperación de mi madre y mi abuela, era saltar sobre ellas hasta casi tocar el techo de la casa que estaba situada a una altura considerable.

Mi madre y mi abuela gritaban a voz en cuello y a los cuatro vientos cuando nos pillaron in fraganti, para que paráramos, o de lo contrario un azote en las nalgas sería la solución.

Una vez rompimos una almohada que también era de plumas. Éstas volaron por toda la habitación y acabaron en la calle, delante de la casa, porque la ventana estaba abierta.
Mi padre, que siempre fue un bonachón, se ha reído mucho, mientras que mi madre, siempre tan estricta, sacaba la zapatilla para pegarnos.
Hasta el día de hoy recuerdo aquella maravillosa escena.
Está viva en mi memoria.

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