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Espejismo

E

Silvia C.S.P. Martinson 

Traducido al español por Pedro Rivera Jaro

 En una noche de calor abrasador, soñó, soñar despierto.
 
Vio un paisaje lejano, muy verde y con flores de colores.
 
Se armó de valor y caminó por el bosque, despacio, sin prisas.
 
Le movía una fuerte curiosidad sin saber de dónde venía ni por qué la sentía.
 
La luna lo iluminaba todo y las sombras de las sombras se movían.
 
Se preguntó si serían reales o un producto de su imaginación.
 
Pero mientras caminaba descubrió que las sombras eran reales.
 
Tenían forma, tenían color, se balanceaban, caminaban.
 
Eran seres vivos que se entretenían durante la noche.
 
Los árboles estaban vivos y las flores les sonreían.
 
El suelo que pisaban exclamaba cuando lo tocaban:
- ¡Si es posible, vuela, para no causarme más dolor!
La hierba sonriente le dijo: 
- Aquí estoy, afortunadamente. Soy lo suficientemente buena para alimentar a mucha gente.
Él, sorprendido, preguntó entonces: "¿A quién das de comer?
- ¿A quién alimentas?
Respondió ingenuamente: 
- Alimento a las hormigas, a las orugas, desde la noche de los tiempos, para que a su debido tiempo, como las mariposas, adornen los días con sus colores luminosos.
 
Y las sombras se movieron, dando paso al intruso que se adentraba cada vez más en el bosque, cada vez más asombrado.
 
Los pájaros cantaban en saludo a la luna que iluminaba todo cada vez más.
Hasta que, como una luz etérea, apareció de la nada.
 
Le deslumbró con su mirada, como si le conociera desde hace tiempo.
Se quedó sorprendido, perseguido por los recuerdos, en ese momento recordó.
 
En el pasado lejano la había conocido.
 
Era su amiga mensajera y protectora, su hada madrina, su eterna compañera. La inspiración de sus días.
 
Le tendió la mano y le invitó a seguirla.
 
El sueño se hizo realidad y por fin, después de tanto tiempo, de tanto dolor y sufrimiento, en la noche siguieron para el resto de sus vidas. 
 
Y en ese momento en que los dos consumaban por fin su amor, con besos y caricias tan largamente guardadas, se oyó un sonido de trompetas, eran los ángeles acercándose y diciendo amén.
 
Entonces, todavía embelesado, oye un sonido más fuerte y se estremece; es una campana que suena.
 
Vuelve de su sueño y tambaleándose va a la puerta para contestar. No era nadie.
 
Se da cuenta de que era el teléfono el que seguía sonando.
 
Él respondió.
 
Fue su ex-mujer la que empezó a vituperarlo, maldiciéndolo por incompetente y por estar siempre despierto y soñando, porque se retrasaba con la pensión alimenticia,  sus hijos pasaban hambre y no pagaba el colegio.
 
El idilio tan hermoso ahora se desvanece, las ilusiones se disipan de la memoria y se pierden para siempre, en esta vida, por el aire.

La guerra de Melilla en 1909

L

Pedro Rivera Jaro

Una de las guerras de España en Marruecos tuvo lugar el año 1909. A aquella guerra, como a todas las guerras, contribuyó el pueblo con su sangre más joven y también con sus oficiales militares más valientes, como el Capitán Melgar.
 
Los políticos originan las guerras y los hijos del pueblo, que no tienen dinero para pagar la Bula de Salvación, y evitar la entrada a filas, vierten su sangre en defensa de intereses de unos pocos poderosos a los que ni siquiera conocen. Todo ello en nombre de la "patria". Pues bien, mi abuelo paterno, Apolonio, que tenía a la sazón 21 años, fue uno más de aquellos jóvenes.
 
Cuando yo tenía como 12 años, mi abuelo ya debía de contar como 74 años, y debido a una insuficiencia de su riego sanguíneo, durante las noches sufría episodios que le hacían llamar en sueños a su madre, dando voces y despertando a mi tía Lucía y a mis primas Isabel y Rosita.
 
Para compartir esa pequeña contrariedad, porque el resto del tiempo mi abuelo era una persona muy cariñosa con su familia y muy apreciado por vecinos y amigos, decidieron los cinco hijos, o sea, mis tíos y mi padre, acompañarle cada noche por turno y así, el resto de familia podía descansar. El problema surgía porque mi padre y mi tío Víctor eran camioneros y a veces el sueño durante la conducción, podía interrumpir la concentración que requiere conducir un camión, como le ocurrió en una ocasión a mi tío Víctor, que se salió de la carretera y afortunadamente no tuvimos que sufrir graves consecuencias. Para evitar esto, los nietos cuando era estrictamente necesario que nuestro padre o tío durmieran, hacíamos el acompañamiento al abuelo durante la noche, para atenderle con todo el cariño que nuestros mayores merecen.
 
Mi abuelo no acostumbraba a hablar demasiado, pero de vez en cuando contaba alguna cosa, siempre con mucho cariño y una sonrisa en su cara. A mi padre le llamaba cariñosamente el Negro, porque era moreno de pelo y de piel, curtida por el sol. Decía de él, que siempre fue diferente a los demás hermanos. Otro recuerdo que tengo, puede que de los primeros de mi vida consciente, era en un día soleado, precioso, en el que estaba mi padre y mis tíos en un campo de lo que hoy es la Ciudad de los Angeles, en Madrid, y mi abuelo conmigo, mientras ellos recogían en ese campo la cosecha de garbanzos, mi abuelo me llevó debajo de un gran depósito de agua, cuyos soportes eran columnas de hierro, y allí se quitó su boina negra, que siempre vestía en su cabeza, y me tomó la mano, sacando del interior de la boina un grillo negro, que pretendía que yo tomara en mi mano, pero que a mí me daba miedo. Su sonrisa era completa, su boca y sus ojos estaban iluminados, y hablándome muy suavemente me decía: no tengas miedo hijo, mira no hace nada. ¿Ves como lo tengo yo? Mi miedo desapareció y cogí el grillo que, después de un rato lo soltamos, para que siguiera viviendo libre.
 
También me contó, durante una noche que le velaba y despertó, acerca de cuando estuvo combatiendo en la Guerra de Melilla, donde estuvo a punto de morir por efecto de la peste y por los combates con los Kabileños.
 
El era acemilero, o sea que se ocupaba del cuidado y manejo de las mulas o acémilas, que eran el transporte fundamental en aquellos terrenos abruptos, para el armamento pesado, municiones y otros suministros en general necesarios en aquella situación. Cada día tenía que llevar las mulas a beber agua a una fuente, a la que había que acceder bajando por un barranco, en cuya parte más baja estaba el abrevadero. Desde lo alto de los cerros que bordeaban el barranco, los Kabileños ocultos disparaban con sus fusiles a los soldados españoles de abajo, y les producían muchas bajas.
 
Mi abuelo me contaba que se arrimaba a una de las mulas, resguardándose detrás de la cabeza, cuello y patas del animal, y así le servía de parapeto. Aquel Barranco era denominado del Lobo.
 
En aquel momento entendí la canción que oía cantar a las niñas cuando yo era más pequeño, mientras ellas saltaban a la comba: “En el Barranco del Lobo// hay una fuente que mana// sangre de los españoles// que murieron por España.// Pobrecita niña // ¿cuánto llorará?// al ver a su novio// que a la guerra va. //Ni me peino ni me lavo, // ni me pongo la mantilla,  //hasta que vuelva mi novio, // de la guerra de Melilla. // Pobrecita niña //¿cuánto sufrirá // pensando en su novio // que en la guerra está//
 
Otra cosa que me contaba era como le rescató de entre los muertos y desahuciados por la peste un paisano, compañero y amigo suyo, cuyo nombre no recuerdo, aunque si su apellido que era Ramos, cuando le llevaron los enfermeros a un barracón al que arrojaban los muertos víctimas de la terrible peste que se desató entre los componentes del ejército español de África. Cuando su amigo Ramos pudo ir a verle a la compañía y se enteró de que se lo habían llevado al depósito de cadáveres, dijo que no podía ser, que por la mañana le había visto recuperándose, despacito pero recuperándose. No contento con la situación, se dirigió al Depósito, y comprobó que la puerta del mismo estaba cerrada con candado, pero encontró una ventana que no estaba bien cerrada, y por ella pasó al interior. Buscó allí a mi abuelo hasta encontrarle, y comprobar que seguía vivo. Cargó con él sobre su espalda y lo arrastró hasta la ventana, sacándole al exterior y llevándole hasta la compañía, con la ayuda de otro compañero que le esperaba fuera del Depósito de Cadáveres. Aquel tremendo gesto de solidaridad, amistad y compañerismo, siempre lo he tenido presente y sin él, probablemente yo no existiría ni estaría contándoos esta historia.
 
Mi abuelo Apolonio se curó y llegó a vivir cerca de 80 años. Aquel amigo que le sacó literalmente de entre los muertos, visitaba en Madrid la casa de mi abuelo y yo le veía cuando era un niñito, pero yo entonces desconocía lo que os estoy contando, y que era el origen y cimiento de su gran amistad que duró hasta su muerte.

Recuerdos

R

Silvia C.S.P. Martinson 

Traducido al español por Pedro Rivera Jaro

Él caminaba en una tarde muy fría.
 
Los recuerdos le acudían, a veces lentamente, a veces a raudales, impregnando su mente de hechos e imágenes de lo que había sucedido hacía mucho tiempo y no estaba seguro de por qué estaba sucediendo en ese momento.
 
Recordó la época en la que estaba en el Gymnasium, cuando en clase de Francés escribió un poema y el profesor dudó de que lo hubiera escrito él, pero hasta que no demostró lo contrario le puso un 10, la nota más alta en ese momento.
 
Se le daba muy bien el latín, le gustaba la asignatura y el profesor era estupendo. Entonces recordó que tal vez estaba predestinado a ser sacerdote o abogado. Optó por lo segundo.
 
Hizo el examen de acceso a la universidad y el idioma elegido fue el francés. Lo consiguió, traduciendo un texto del escritor francés Victor Hugo.
 
En aquella época las escuelas, incluso las públicas, eran muy buenas y la enseñanza cualificada.
 
Allí se estudiaban matemáticas en sus diversas formas, idiomas como el francés, el inglés y el latín eran obligatorios hasta el final del curso, el dibujo artístico y geométrico también lo eran, al igual que la Historia General y Nacional y la Geografía. La música teórica y el canto orfeónico formaban parte del programa escolar tanto como las clases de gimnasia.
 
El Día de la Patria, las escuelas llevaban a sus alumnos a las principales avenidas de la ciudad, donde se celebraban desfiles acompañados por las bandas de música de las escuelas, por supuesto con los alumnos debidamente uniformados.
 
Cada escuela quería tener una banda de música más completa y mejor que la otra. Había una competición en este sentido.
 
De repente, estos recuerdos se evaporaron de su mente y dieron paso a los de su época universitaria, cuando las ilusiones se desvanecieron y dieron paso a la dura realidad de estudiar por la noche y trabajar durante el día.
 
Sencillamente, se enamoró de la Facultad de Derecho. Allí desarrolló sus verdaderas aptitudes.
 
Era, como él pensaba y creía, un estudiante casi brillante, tanto que para su graduación fue invitado a prestar el juramento de su promoción. Este juramento constaba de varios puntos que podían resumirse diciendo que se proponía ejercer su profesión con determinación, ética y respeto a los dictados de la ley.
 
Durante su estancia en la universidad, tuvo una serie de profesores capaces e ingeniosos en sus materias, pero también tuvo profesores que adolecían de graves defectos, tanto por su cultura como por su falta real de conocimientos jurídicos sobre lo que intentaban transmitir, lo que provocaba el desconcierto y el desinterés de los alumnos, que en realidad eran todos adultos procedentes de las profesiones más diversas y que, debido a su trabajo, necesitaban estudiar por la noche.
 
En ese momento, también se acordó de los compañeros que había conocido allí.
 
Recordó a un político que había sido secretario en otro municipio y que solía llegar a la escuela con todo su séquito de asesores, algunos de los cuales eran mayores y más sabios que él.
 
Este hombre era conocido por su petulancia y altanería, así como por maltratar a su mujer y a sus subordinados. Faltaba mucho a clase, lo que le hizo suspender ese curso.
 
Intentó corromper los dictados de la facultad haciendo uso de su poder político, lo que naturalmente no fue aceptado porque se trataba de una universidad celosa de su expediente, donde incluso para aprobar las notas anuales mínimas eran más altas que en otras facultades. Lo mínimo que tenía que sacar el alumno para aprobar el año era un 7 en cada asignatura.
 
Los asesores de confianza de este hombre le abandonaron más tarde y siguió estudiando en esta universidad. Insatisfecho, buscó otra que favoreciera sus intereses.
 
Mientras caminaba, se acordaba de sus compañeras, que entonces no eran tantas y luchaban valientemente contra los prejuicios y el acoso de sus colegas masculinos, algunos de los cuales se consideraban muy varoniles e irresistibles.
 
Recordó a su compañera Vania, una guapa morena, acosada por un colega maleducado y a la que dirigió una frase y ella le regala una respuesta inolvidable mientras paseaba con otra chica en el descanso entre clases.
Esto es la que dedicó el engreído:
- Esta noche, cariño, ¡voy a dormir contigo!
A lo que ella respondió inmediatamente:
- Así será, porque si fueras realmente un hombre, ¡te quedarías despierto conmigo!
Se echó a reír, y con ella todos los demás colegas masculinos que estaban allí.
 
Las personas inteligentes y perspicaces, con una mente rápida y una inclinación por la ironía, siempre destacan entre sus compañeros.
 
El rompecorazones era, y seguía siendo, un ser insignificante, sin mayor trascendencia, tanto en sus estudios como más tarde en su vida profesional.
 
Vania, en cambio, era una abogada brillante y exitosa por su inteligencia e ingenio.
 
Los recuerdos fueron sustituyendo poco a poco a aquel hombre por la atención que merecía en su paseo de aquella fría tarde, en la que la necesidad de un refugio seguro era más que acuciante por la noche .

El pernil

E

Carlos Boné Riquelme 

Salimos riendo de Radio Lautaro de Talca, después de ver el programa matutino de “a despertarse señor”, el cual hizo las delicias de mi infancia, con el periodista radial, muy conocido en la zona central, Don Alfonso Fernández.

Mi padre y mi madre reían felices, como hacía mucho no pasaba, comentando los chistes del periodista el cual era muy ágil y divertido a la hora de conducir el programa. Atrás quedo esa primera impresión de la sala con sus humildes bancas de madera, y creo que a esa escasa edad aprendí que a veces el contenido es mas importante que la estética.

Y en aquellos 1962, los señores de la radio hacían milagros con los recursos que les eran asignados. Pero la alegría que nos aportó esa hora en el programa duraría mucho, hasta hoy en día que cada vez que recuerdo aquellos momentos, no puedo evitar la sonrisa que el recuerdo trae a mi mente.

Ese era el tiempo donde el espectáculo se hacía en buses que partían en interminables giras alrededor del país, presentándose en estadios y gimnasios, o teatros de ciudades y pueblos. Donde los periodistas deportivos debían encogerse en hoteles modestos, y comer en pensiones baratas que los trataban como familia, pues eran conocidos.

La radio era el único medio de entretenimiento en nuestros hogares. En mi casa era una vieja Telefunken de pantalla iridiscente, con un dial manual que corría en medio de unos números que para mi eran un misterio. Y la onda se iba a cada rato, dejándonos a veces en medio de la telenovela, o del partido de futbol, sin saber si el gol había entrado en el arco o no.

La desesperación de mover la antena para recoger la emisión nuevamente era solo comparable con los garabatos que se escuchaban por toda la sala. En las tardes, eran muchos vecinos los que se apilaban en la sala a escuchar a Arturo Moya Grau, el mejor escritor y actor de telenovelas en la radio chilena. Y las mujeres lloraban y el capítulo serviría para la conversación del resto del día, mientras se servía la “once”, o se sorbía el mate.

A la entrada de los colegios, las madres que dejaban a sus hijos conversaban sobre los acontecimientos del capítulo del día anterior, esperando ansiosas las dos de la tarde, para seguir con el nuevo episodio.

Así que la decepción duro lo que el gusano en el pico del pollo, y entre risas y comentarios alegres, decidimos que era hora ya de almorzar. El almuerzo era una tradición que se seguía al pie de la letra. Ya fuera en casa, alrededor de la mesa familiar, o en el lugar donde la hora nos acogía. Y este día era en “Talca, Paris y Londres”, como era el dicho popular que ponía a esta ciudad en el medio de las capitales mas famosas del mundo.

Mi padre, como buen vendedor viajero, conocía las mejores” picadas” de cada ciudad. Y Talca no era la excepción. Pronto nos dirigió a una pequeña “fuente de soda”, con varias mesitas a lo largo de la pared, y un mesón donde algunos parroquianos comían o bebían una cerveza para “matar la calor”. Mi padre era conocido de los parroquianos, lo cual lo delato rápidamente por los saludos del dueño que atendía el lugar, y de uno que otro de aquellos sentados a la barra; por supuesto que mi padre salió al camino rápidamente, anunciando a viva voz, “esta es mi señora y mis hijos”, con lo cual se ganó una mirada de sospecha de parte de mi madre, lo cual le costaría algunas explicaciones mas tarde, cuando nadie estuviera presente.

Y mi padre, sospechándolo, le pidió al “garzón” los especiales del día. En aquellos tiempos, los menús solo existían en los clubes elegantes, en los lugares mas populares, se daban los especiales del día a viva voz. Y como yo era el celebrado este día, mi padre me dio la oportunidad de elegir, causando la rabia de mi hermana Liliana que empezó a reclamar diciendo, “siempre le dan todo a él, claro, es el regalón…”, mientras yo me reía feliz, para mis adentros, y así no causar más problemas.

Pero ya mi atención había quedado retenida en uno de los ofrecimientos del día, “pernil con papas cocidas y chucrut”. Había escuchado tantas veces hablar de esta delicia, a mis tíos, abuelos, padres, que, sin pensarlo dos veces, lo escogí rápidamente. Y aquí se hizo un silencio en el bar. Todos me estaban mirando, y luego de algunos instantes, empezaron a reír.

Yo me quedé sorprendido, pensando que quizás había cometido un error, pero no. El problema no era ese. Mi padre me miró sorprendido, y mirando a todos alrededor se rio, diciéndome “Carlitos, ese plato es muy grande para ti, mijo…”. Pero yo solo quería, al igual que venir al programa de la radio, ese plato. Y empezaron las apuestas alrededor del bar. Si me comeria todo el plato, o no.

Mi padre estaba vacilante, pero como la mayoría decía que yo no sería capaz de comer el plato completo, se sintió ofendido y se decidió a defender el honor familiar. Y pidió con voz fuerte al garzón, “tráigale el plato a mi hijo, que él se lo comerá todo”, mientras yo totalmente ajeno al problema que había causado, me regocijaba pensando que mi hermana tendría que contentarse con lo que mi madre le pidiera. Yo era el hombre de la casa, a pesar de mi edad.

Y mi padre cubrió las apuestas, y ya todo era excitación. Y llegó el plato, el cual era verdaderamente enorme. Un pernil de puerco, humeando de ese cuero cafecito y grasoso, mientras la carne casi dorada se escapaba por los bordes, con las patatas cocidas y el chucrut bañado en pimienta. Yo totalmente indiferente a la expectación causada alrededor del lugar, me saboreé, y cogiendo tenedor y cuchillo, corté el primer pedazo de carne, que se deslizó suave por mi paladar, sintiéndose como el manjar de lo dioses.

No presté más atención a lo que sucedió a mi alrededor, así que no recuerdo lo que comieron mis padres y hermana, o lo que pasaba con toda aquella gente mirando y observando a que yo no recibiera alguna ayuda de mi familia. Y de a poco, el hueso del pernil empezó a quedar a la vista, y las papas fueron devoradas al igual que el chucrut. Y cuando me deje caer hacia atrás en la silla, el plato estaba limpio, y solo el hueso quedaba como triste recuerdo de lo que fue ese magnifico pernil.

Todo el mundo se miraba consternado, sorprendidos de que en este cuerpo tan pequeño alcanzara tanta comida, Y las risas no se hicieron esperar, mientras mi padre orgulloso recogía el dinero de las apuestas, con lo cual, básicamente el almuerzo salió gratis. Yo tuve tiempo y espacio para comer el postre, y por parecer más agrandado, pedí un café.

Salimos de allí, con mis padres felices, riendo, yo sintiendo la mano de mi padre sobre mi hombro, y las patadas de mi hermana en las canillas. Solo puedo agregar, que, hasta el día de hoy, el pernil con papas cocidas y chucrut, además de la cazuela de vacuno, son mis platos favoritos.

En Concepción recuerdo la Séptima compañía de Bomberos en el Parque ecuador, donde comí los mejores perniles, y lugar al cual fui bastante a menudo.

Las avasalladoras

L

Silvia C.S.P. Martinson

Traducido al español por Pedro Rivera Jaro

Yo estaba en la playa sobre las 7.00 de la mañana.
 
Había poca gente en la arena.
 
El mar estaba tranquilo, turquesa, las aguas eran claras, el sol se alzaba en el horizonte, iluminando el día, calentando las aguas, la tierra y los hombres de buena voluntad y de mala voluntad también.
 
El Sol sale para todos.
 
Había razones para llamar a algunos: hombres de buena voluntad. Esto se debe a que, en cambio, hay personas que están mal con ellas mismas y, en consecuencia, con el mundo.
 
¡Qué lástima!
 
Podrían, ser más felices si sonrieron y no se preocuparan tanto por la vida de los demás.
 
Tras estas breves consideraciones, prosigamos con nuestra narración.
 
Y fue cómo sucedió.
Así me lo contó ella, a quien conocí en la playa:
 
- Pues nada más llegar, cargado con mi silla de playa, mi sombrilla y una bolsa con todos los objetos necesarios para disfrutar de una preciosa mañana a pie de playa, a saber: agua para beber, toalla de baño, crema bronceadora, crema solar, teléfono móvil totalmente cargado para mantener el debido contacto con mi traductor, allí me instalé.
Allí me instalé, por cierto, sin dejar de explicar -ante las naturales dificultades propias de mi persona- que fue con cierto esfuerzo.
 
Y así, esperé a mis amigos que siempre llegan un poco más tarde.
 
"Esto es lo que sucedió", continuó narrando.
 
- Llegaron y se instalaron junto a mí, que les había reservado un espacio un poco más grande. Éramos cinco mujeres.
 
Hacia las 10.30 de la mañana llegaron otras personas que habían decidido venir a la playa más tarde por motivos privados.
 
Me parece que son viejos residentes de esta ciudad y como son muy viejos se creen los dueños de la playa y que los mejores lugares junto al mar deben estar reservados para ellos.
 
En sus cabezas, desprovistas de sentido común, de pequeñez de cultura, de urbanidad y de experiencia humana, deberían guardar para ellos, por derecho, lo que sólo les pertenece en sus pensamientos distorsionados.
 
¡Qué lástima!
 
Y así sigue narrando:
 
- Entonces se acercaron a nosotros, guiados por una mujer mayor, rubia oxigenada, delgada y mal vestida, que según dijeron algunas otras personas, suele tener actitudes de esta índole todos los veranos a pesar de residir en Madrid, empezaron a decir en voz alta, para que pudiéramos escuchar que estábamos ocupando un espacio mayor del que nos correspondía. Lo cual no era cierto.
 
Por carecer de calidad comunicativa y por ser personas sin mayor capacidad intelectual para el diálogo, en lugar de disfrutar de la hermosa mañana que nos ofrecía la naturaleza, se dedicaban a hacer comentarios despectivos sobre nosotros y sobre los demás que se atrevían a pasar bajo sus malvadas miradas.
 
Para que sepas, nos mantuvimos callados y los ignoramos por completo, sin dirigirles ni una mirada ni una sola palabra. No valía la pena desgastarse por tan poco. Estábamos contentos.
 
A continuación, cerró su relato:
 
- La mañana, a pesar de todo, nos deparó una gran alegría al encontrarnos con nuestros amigos, bañándonos en un mar deslumbrante y un sol de verano abrasador, que nos acarició mucho con sus rayos.
 
Todo lo que ocurrió permitió que nos llegaran nuevas ideas y pudimos contarte a ti, escritor, este hecho, para que pudieras contar a tus lectores, a través de tus escritos, una historia más.
 
Le di las gracias y me fui con la esperanza de encontrar en mi camino otras personas, otros episodios, quién sabe, para contar.
 

Diego Padilla

D

Carlos Boné Riquelme 

A Diego Padilla Fuller lo conocí. Todo el mundo en la ciudad conocíamos a Diego desde niño. Igualmente, a las tres hermanas, las cuales siempre andaban juntas. Recuerdo a la madre de Diego, pero ella falleció y Diego y las hermanas quedaron solas. No creo que haya sido una época fácil para ellos, pero, aun así, las hermanas estaban siempre risueñas y contentas; y Diego era la imagen de la alegría y el optimismo.

Diego era un muchacho delgado, no muy alto, de claros ojos azules que le bailaban en las órbitas con una chispeante mirada que siempre te contagiaba de algo llamado esperanza.

Nunca lo escuché quejarse, aunque en momentos supe que lo pasaba mal. Pero Diego era resiliente al igual que su familia. Ellos vivían en una vieja casa en Rengo o Lincoyán casi al llegar a Freire que perteneció a la familia por mucho tiempo.

La familia de Diego era antigua y fue muy respetada por su historia en Concepción. Pero como le pasó a muchas familias, incluyendo la mía, por malos negocios o decisiones, el dinero desapareció quedando solo la rancia prosapia que no ayuda a pagar las cuentas.

Pero Diego era parte del panorama penquista, y por supuesto, aunque menor que nosotros, pertenencía a aquel lugar llamado "el Astoria".

Más tarde, yo ya casado y dedicado de lleno a mi trabajo de “Falte”, o sea, vendedor ambulante, necesité alguien que me ayudara y así lo dije alguna vez en algún lugar y Diego me escuchó y se ofreció.

Llegamos a algún acuerdo del tipo económico, y con mi amigo Pedro Riquelme, que también trabajaba conmigo, junto a Diego, recorrimos la zona vendiendo, desde Lota a Coronel y Shwager, de Chillan a Cabreo y Bulnes, sin dejar a atrás Florida.

Diego siempre andaba bien vestido, no elegante pues la situación no lo permitía, pero lo recuerdo con un traje de dos piezas, azul, sin corbata, pero con la camisa abierta al tope.

Nos ayudaba a cargar los bolsos y cajas; nos ayudaba a vender, y así descubrí que Diego tenía un talento innato para llegar a la gente.

Sería ese aspecto de niño inofensivo, y quizás, ese carácter alegre y divertido que nunca le faltaba, pero las clientas lo querían mucho.

Y así compartimos montones de cosas con Diego. Como algún día que andábamos vendiendo en Florida pues allí teníamos unas escuelas donde nosotros llegábamos a ofrecer diferentes mercancías y les vendíamos a las profesoras y ayudantes, recolectando el dinero a final de mes.

Pero en aquel funesto día, nos hicimos amigos del director de la escuela, un hombre simpático y campechano que nos invitó entre venta y venta a tomar “una copita de chicha” que al final se transformó en varias botellas, dejándonos a los tres en un estado calamitoso. Y no teníamos opción, teníamos que volver a la escuela pues toda la mercancía estaba expuesta en una de las salas.

Y cuando llegamos, la sala estaba llena de profesores y empleados que rápidamente se dieron cuenta por el bamboleo y el olfato de nuestra precaria situación alcohólica. Está de más decir que el Director desapareció como ratón saltando por la borda de un barco en naufragio, el cual éramos nosotros, y nunca más tuvimos acceso a esa escuela.

Con Pedro y Diego luego nos reíamos y lo tomamos como una anécdota, pero eso me dio una lección: No confiar en los directores de escuelas rurales.

Diego pasó a ser parte de la familia. Él llegaba por mi casa y metiéndose a la cocina le pedía a la cocinera que le preparara café y un sándwich a lo cual la Sra. Rosa accedía encantada.

Y si ella le veía un botón menos, un rasgón en la ropa, se lo remendaba inmediatamente. La verdad es que Diego tenía más poder en mi casa que yo. Mi esposa lo quería pues además Diego era servicial. Si alguien, no solo nosotros, cualquiera, necesitaba algo, Diego no vacilaba en ofrecer su ayuda.

Y allí estaba siempre con su buena disposición ayudando al que lo necesitara sin reparar en sus propias necesidades.

Diego no pedía nada para él. Y yo sabía cuánto lo necesitaba, pues tenía además ese orgullo de las buenas clases que no quería que nadie supiera de sus desventuras. Y las mujeres lo querían. Lo buscaban. Y así diego tenía su harén. Pero nunca hablaba de sus conquistas. Él era un caballero innato. Y aunque a veces yo le trataba de tirar de la lengua, Diego callaba sus aventurillas sin soltar ni siquiera un cochino detalle.

Mas tarde trabajaríamos junto a Juan Navarrete, el cual físicamente era muy parecido a Diego, así que los confundían por hermanos, y Juan que era muy bromista le corría chistes que a Diego lo avergonzaban pues él era muy discreto. Poco amigo de los garabatos. Nunca lo escuché decir muchos. Y era católico. Creyente de esos pechoños.

Asi que hoy, que Diego ya nos dejó hace mucho espero que este sentado a la diestra de aquel que nos creó haciendo lo que él hace tan bien; alegrar la vida y alivianar el espíritu…

España en llamas

E

Pedro Rivera Jaro 

Estamos ahora en el mes de diciembre de 2022. Llueve con gran profusión en toda España y no escuchamos en las televisiones, emisoras de radio y prensa escrita, absolutamente nada de fuegos terroríficos que devoran nuestros montes.
 
Desde la tranquilidad, es el momento de hacer unos comentarios referidos a esta cuestión.
Pavorosos incendios en el verano repartidos por toda la geografía española: en Galicia, provincia de Lugo, Folgoso do Courel y Pobra do Brollón. Provincia de Orense, Carballada de Valdeorras y O Barco de Valdeorras, Candeda, Riodolas. Destruidas 30.000 hectáreas de montes.
 
En Castilla León, provincia de Zamora, Losacio, San Martín de Tábara, Sierra de la Culebra. Destruidas 52.000 hectáreas, y muerte de un brigadista de 62 años. Provincia de Salamanca, Candelario, Las Batuecas, Monsagro, Peña de Francia. Destruidas 9.000 hectáreas. En Segovia, Navafria. En Ávila, Cebreros, Herradón de Pinares y Navalperal de Pinares, 4.000 hectáreas y 2.100 vecinos desalojados Provincia de León, Luyego, Teleno. Provincia de Valladolid, Provincia de Burgos. En Extremadura, Monfragüe, 6.000 hectáreas, Valle del Jerte y Las Hurdes de la provincia de Cáceres, en Cataluña, provincia de Barcelona, Pont de Vilomara-Bages, en el parque Natural de Sant LLorenc del Munt i l´Obac.
 
En Aragón, provincia de Zaragoza, Ateca, 14.000 hectáreas. En Madrid, Guadarrama. En Castilla La Mancha, provincia de Guadalajara, Valdepeñas de la Sierra. Provincia de Albacete, Riopar. Por último en Andalucía, Sierra de Mijas, en Málaga.
 
El total de hectáreas de monte abrasadas en este verano, superan las 200.000. Sin contar el fallecimiento de varias personas, casas quemadas, establos, ganados, animales salvajes como linces, lobos, nidos de águilas, viñas, olivares, etc.
 
Echarle la culpa al cambio climático, es demasiado cómodo, señores. Brigadas Antiincendios del Ministerio de Transición Ecológica, Asociaciones de Bomberos Forestales, Aviones, Helicópteros, camiones Cisterna-Bomba y cientos de héroes anónimos que se juegan la vida para intentar apagar los incendios lo antes posible, no son suficiente, cuando en el monte seco hay combustible suficiente para arder como teas árboles, matorrales, zarzas, etc.
 
Los Ingenieros Forestales solo buscan regular actividades, para justificar sus puestos de trabajo, desde sus cómodos despachos oficiales, desoyendo a los habitantes de los lugares del medio rural, que durante generaciones han cuidado y mantenido los campos limpios, por ser su medio de vida y donde criaban sus ganados, que comían hierba y matorrales y sembraban sus huertos, sus olivares, sus viñedos, etc. Efectuaban sus podas correspondientes y los restos de esas podas, una parte se consumía como combustible en sus hogares, en sus cocinas, en sus estufas de calefacción, que encendían con piñotas de pino, retamas y ramitas. Otra parte les servía para fabricar carbón de encina y cisco. Y el resto lo quemaban en estas épocas de lluvia, en lugares donde no podían originar incendios. Limpiaban los accesos y callejas de zarzas y maleza, y los montes se mantenían limpios de ese combustible que ahora está prohibido retirar, si no hay un inspector presenciándolo, previa solicitud por parte del lugareño. Imaginen a los pastores de ovejas, de cabras o de vacas, que conocen los campos como nadie, pero que los temas burocráticos les suponen un gran esfuerzo, teniendo en cuenta que muchos de ellos no han tenido la oportunidad de pasar en el colegio el tiempo suficiente. Todo esto formaba parte de un sistema de vida que poco a poco, se ha ido abandonando al mismo ritmo que el hombre rural, se ha ido convirtiendo en urbanita, y cada día quedan menos habitantes en las zonas rurales. Señores que se autodenominan ecologistas enseñan a los que se han criado sobre el terreno, cuidándolo y viviendo de él.
 
Ecologistas de las macetas de la terraza de mamá, que no permiten explotaciones del monte que son centenarias en su existencia. So pretexto de cuidar a la fauna salvaje, lobos y jabalíes se enseñorean de los montes, destrozando el medio de vida que tuvieron nuestros ancestros y convirtiendo el monte en una selva impenetrable, donde en cuanto cae un rayo, una cerilla, un cigarrillo encendido, produce un desastre de dimensionesimpensables.
 
La realidad es que hay abandono rural, la gestión forestal es prácticamente inexistente, los cortafuegos se encuentran en estado de semidestrucción, llenos de matorrales, que permiten el paso del fuego de un lado al otro de los mismos.
 
Mi humilde opinión es que los incendios se apagan en invierno, mediante el trabajo preventivo de limpieza de matorrales y zarzas, que consigue que cuando llega el verano, si cae un rayo y produce un incendio, nunca puede adquirir las dimensiones que adquieren ahora con los montes llenos de broza combustible que imposibilita el paso de los brigadistas antiincendios.
 
¿Cómo es posible que tengamos millones de parados en España, y no se contraten jornaleros en paro que se dediquen a sanear los montes, limpiar cortafuegos y hacer otros nuevos?
 
Recuerdo siendo yo un niño de 11 años, allá por 1961, podría ser 1962 tal vez, en el precioso pueblecito de Las Rozas del Puerto Real, provincia de Madrid, en las estribaciones de la Sierra de Gredos, de donde era oriunda mi familia materna (mis abuelos Pedro y Saturnina), y donde solíamos pasar el verano mis hermanos y yo, al cuidado de mi querida mamá, estábamos un sábado por la noche en la Verbena de Alberto, viendo el cine, que proyectaba un señor ambulante sobre una sábana blanca en un muro recto, cuando se presentó la Guardia Civil, y dio la alarma de un incendio en las cercanías del pueblo. Todos los varones que había allí, mayores de 16 años, subieron al remolque del tractor del hijo de Tía Fernanda, Pepe, y fueron hasta donde estaba el fuego quemando el monte, y con retamas verdes, hachas, escobas, azadas y cubos de agua, colaborando todos hasta que apagaron el incendio.
 
No había retenes antiincendios, ni helicópteros, ni aviones, ni camiones cisterna, pero lo que si había era la firme voluntad de conservar el monte y sus bosques.
 
Unos años más tarde también pude observar durante un invierno, en el mismo pueblo de Las Rozas del Puerto Real, que varios grupos de jornaleros del pueblo, contratados por ICONA, Instituto para la Conservación de la Naturaleza, que viene siendo equivalente a lo que hoy se denomina Medio Ambiente, limpiaban las laderas, los caminos, los bordes de las carreteras, etc, y recuerdo que durante los años que se hizo ésta labor, no hubo ni un solo incendio en el pueblo.
 
Después de todo esto, dejaron de contratar cuadrillas y empezó la maleza a apoderarse de todo el monte. Le pregunté a un gran amigo mío pequeño ganadero, que porqué no limpiaba y quemaba las zarzas, y me contestó que lo habían prohibido los de Medio Ambiente. No podían cortar zarzas si no solicitaban un permiso previamente, y una vez concedido, debían de adjudicar día y hora para que estuviera presente un Agente de Medio Ambiente, para evitar supuestos abusos a la hora de quemar zarzas. Al parecer conocía mejor ese Agente el terreno de mi amigo, que él, que se había criado y cuidado toda la vida de él.
 
Aburren con normas de poco sentido a personas que viven por y para el monte. Los que saben son los ecologistas de macetas de terraza, que traspasan sus falsos conocimientos a las personas que nacieron en él y aprendieron de sus padres y abuelos, el respeto a la flora y a la fauna.
 
Ayer mismo escuchaba en un chat, hablar a dos ganaderos y agricultores modestos de Extremadura, explicar lo que les está pasando.
 
Uno de ellos mostraba según apacentaba sus cabras y sus vacas, los restos de una poda de olivos, amontonados en un prado verde, después de que sus cabras se hubieran comido todas las hojas y partes tiernas. Según una ley creada y publicada por los que él llama despectivamente “corbatines”, señalaba a Guardias Civiles y Forestales, la obligación de denunciar y multar a aquéllos que quemaran dichos restos, como se ha venido haciendo durante cientos de años.
 
Él recomendaba que los agentes forestales, mirasen para otro lado y dejasen al pequeño agricultor que sigue resistiendo en el campo, con sus animales y sus pequeños cultivos, porque si no, va a llegar el día en que desistirán de seguir produciendo patatas, frutas, aceitunas, cabritos, terneras, etc., y luego en las ciudades vamos a comer grava.
 
En cuanto al otro pequeño ganadero y agricultor, mostraba un olivar que el mantuvo limpio y cuidado, entre otros olivares ya abandonados y cubiertos de maleza, que este verano había ardido completamente y no quedaban mas que los troncos desnudos. Este último ya no tenía ganas de seguir luchando y hablaba de hacer leña con los troncos, para el fuego de su casa.
 
Sin señalar a ningún partido político, los que mandan desde sus lujosos despachos, deberían de aprender a hablar con el pueblo, porque son los miembros del pueblo los que conocen su medio de vida, con la sabiduría trasmitida de generación en generación, y en último término, con sus contribuciones, tasas e impuestos, contribuyen en buena medida al pago de sus sueldos de funcionarios.

El viejo cuchillo

E

Silvia C.S.P. Martinson 

Traducido al español por Pedro Rivera Jaro

Era un pequeño pueblo enclavado en las montañas de España. Se llamaba Pueblo.
Era lo bastante grande para sus habitantes, que eran unos 650 y lo suficientemente pequeño para ser considerado una ciudad. Aún mantenía el espíritu de aislamiento e intimidad tan querido por sus habitantes. Sin embargo, tenía sus encantos y comodidades y sus habitantes se consideraban felices de vivir allí.
 
Rara vez venía algún "forastero", que es como llamaban a los visitantes que acudían a conocer el pueblo.
 
Había allí un castillo muy antiguo, construido bajo la dominación árabe. Era este castillo el que, a pesar de estar en ruinas, atraía la atención de los visitantes.
 
Este pueblo tenía sus servicios como panadería, tienda de ultramarinos, carnicería e incluso una pequeña tienda de comestibles que abastecía a la población local.
 
También tenía una iglesia medieval donde el cura venía de fuera a decir misa todos los domingos. La iglesia estaba bien conservada.
En consecuencia, también contaba con un cementerio para enterrar a los que allí morían, ya que el traslado del cadáver a otras poblaciones no sólo era caro, sino que el acceso por caminos de tierra dificultaba la tarea.
 
El hotel entonces existente era pequeño pero agradable para recibir a los visitantes, la comida era buena y las habitaciones bien ventiladas y limpias.
 
Todos los lugareños se conocían, desde el tendero hasta el carnicero, este último procedente de una familia tradicional en el negocio de cortar y suministrar carne al pueblo.
 
La población local envejecía cada vez más.
Los jóvenes ya no querían vivir allí y buscaban las grandes ciudades para estudiar, trabajar y, a veces, fundar una familia.
 
Los que se quedaban allí estaban condicionados a casarse con las pocas chicas locales cuando no lo hacían dentro de su propia familia, casándose primos con primos, sobrinas con tíos, etc.
 
Rafael, del que vamos a hablar y que en la intimidad del pueblo donde nació y creció era llamado Rafa por todos.
 
Descendía de una familia conocida por su oficio, cosa frecuente en Europa. Eran carniceros de profesión y patrimonio.
Tenían un edificio en el centro del pueblo que habían convertido en carnicería desde la época de sus bisabuelos.
 
En esta carnicería se exponían y también se conservaban los más diversos tipos de carne tales como: corderos y cabras, que se criaban a gran escala en esta localidad, desde la formación de los pastos y la sierra apropiada para tal crianza. También existía en menor escala la creación de gallinas ponedoras y para matadero, así como ganado lechero con el que se abastecía de leche y carne a la población.
Así, Rafael creció viendo y aprendiendo el arte de cortar, deshuesar, separar las partes nobles de las inferiores para que, según el poder adquisitivo de cada uno, todo pudiera ser vendido y consumido por la población.
 
Otra cosa que aprendió fue a mantener su entorno de trabajo impecablemente limpio para que la carne no se contaminara.
Asimismo, también le transmitieron el arte de afilar cuchillos, procurando que, bien afilados, le facilitaran el trabajo.
 
Cuando murió su padre, entre los bienes que recibió como herencia, por ser el primogénito de la familia, le dieron el mejor y más antiguo cuchillo de la carnicería.
 
Este cuchillo era tratado con cariño y respeto desde sus antepasados. Se consideraba una joya preciosa por la calidad de su acero, forjado en Alemania, que, a pesar de ser constantemente afilado, nunca perdió su forma original, ni su capacidad de corte.
 
Este cuchillo pasó de generación en uso.
Rafael tenía la intención de pasárselo a su hijo mayor cuando se jubilara.
 
Sin embargo, el muchacho no quiso seguir la profesión de su padre, prefiriendo ir a la metrópoli a estudiar y convertirse en ingeniero.
 
Rafael ya estaba entonces viejo y cansado y decidió vender la carnicería, pero no el cuchillo.
 
Cuando su hijo volvió a casa, Rafael intentó darle el cuchillo, pero él se negó, diciendo que en su profesión era absolutamente innecesario.
 
En ese momento ocurrió algo extraño, el acero del cuchillo brilló intensamente, luego se oyó un chasquido y simplemente se partió por la mitad.
 
Rafael se sintió profundamente turbado, una lágrima rodó por su mejilla y con las dos mitades en la mano pidió que el día de su muerte el cuchillo fuera enterrado con él en su ataúd.
 
Y, algunos años después, así se hizo.

Aquellas semanas santas

A

Pedro Rivera Jaro

 
Hoy es Domingo de Pascua Florida, o como también acostumbramos a decir, Domingo de Resurreción.
 
Hoy las costumbres, para la mayoría de los ciudadanos españoles, son muy diferentes a las que conocíamos durante los años de mi infancia y de mi adolescencia.
 
En aquellos años de mis recuerdos infantiles, finales de los cincuenta y principios de los sesenta, si empezamos por el Miércoles de Ceniza, día en el que nos llevaban del Colegio a la Iglesia Parroquial de San Fermín, a todos bien arregladitos, por recomendación de nuestro profesor.
 
En la iglesia, el Cura Párroco Don Antonio, nos daba un sermón sobre el significado de ese día en recuerdo del final del periodo de Jesucristo en el desierto, y la ceniza que simboliza la muerte y la pequeñez del ser humano ante la grandeza del Creador, y nos recuerda la vanidad de las cosas. Viene a recordarnos igualmente, que somos polvo y ceniza, únicamente.
 
Más tarde llegaba el Domingo de Ramos. Era un día festivo para nosotros los niños, porque íbamos con las palmas a las procesiones y también estrenábamos algo nuevo, porque según rezaba el dicho popular: “Hoy que es Domingo de Ramos, a quien no estrene algo nuevo, se le caerán las manos.”. Simbolizaba la entrada de Jesús en Jerusalén, montado a lomos de una borriquita, cuando los habitantes de aquella ciudad le vitoreaban arrojando a su paso ramos de olivo, y postrándose a su paso.
 
Los días siguientes se sucedían, la Última Cena, la Oración en el Huerto de los Olivos, o de Getsemaní, y el Prendimiento de Jesús. Posteriormente era juzgado por los Sacerdotes del Templo, y condenado a ser azotado y ejecutado. Luego fue llevado delante de Pilatos, quien después de lavarse las manos, dio a elegir al pueblo, y este eligió que liberase a Barrabás, el ladrón, y crucificase a Jesús. Y en Jueves Santo fue crucificado.
 
Todo esto se representaba dentro de las iglesias con las imágenes de Santos y Vírgenes, cubiertas con telas de color morado, figurando el luto por la muerte de Jesucristo.
 
Aquellos días no se podía poner música, la radio ponía música clásica, en la televisión, solo veíamos películas de temas sagrados, como Quo Vadis, La Túnica Sagrada, Los Diez Mandamientos, Ben Hur, Rey de Reyes, Barrabás, etc.
 
Hasta que desembocábamos en el Sábado de Gloria, y los niños íbamos a la Iglesia con recipientes llenos de agua, y el cura bendecía el agua, que después se salpicaba por los rincones de las casas. Aquella noche resucitaba y salía del sepulcro.
 
Por fin llegaba el Domingo de Resurrección, en el que volvíamos a la normalidad.
 
Yo recuerdo que en Madrid era el día del estreno de las nuevas películas, en los cines de la Grán Vía, que entonces se llamaba Avenida de José Antonio y de la Glorieta de Bilbao.
Eran tiempos del Nacionalcatolicismo, las iglesias se atestaban de fieles, y no cabía ni un alma más. Muy diferente de lo que ocurre hoy en día, que no se ven nunca llenas.
 
Los jóvenes de entonces, en nuestra adolescencia, opinábamos que era exagerada aquella situación, y algunos nos convertíamos en transgresores de aquel luto.
 
A medida que salíamos de los años sesenta, íbamos perdiendo el miedo a transgredir aquellas normas.
 
En el año 1968, o tal vez en el 1969, nos reuníamos en Semana Santa en la Sierra, en la Urbanización Entrepinos, perteneciente al precioso pueblo de Las Rozas del Puerto Real. Entre los pinares, con un tocadiscos que funcionaba a pilas, escuchábamos y bailábamos la música de Los Brincos, Diana Ross and the Supremes, y otros grupos de aquella época.

¡A despertarse, señor!

¡

Carlos Bone Riquelme

Despertaba yo cada mañana con el sonido de la radio, y la voz de aquel locutor que nos gritaba, "a despertarse señor…", y era el programa radial más escuchado en Curicó, Talca y Linares por aquellos 1961. Radio Lautaro de Talca con su animador matutino, Alfonso Fernández, y aunque este grito significaba la hora de levantarse para comenzar las labores diarias, era también el aviso de la música que venía acompañada del sonido de una campanada, y las conversaciones que alegraban los monótonos días del invierno pueblerino.

Durante mi enfermedad, hepatitis, que contraje debido al excesivo consumo de palta, o aguacate que nos mandaba mi tío de Peumo, y que me postro en mi cama por alrededor de tres meses, me acostumbre a escuchar este programa cada mañana. Entre inyección e inyección, las cuales eran dos o tres cada día lo cual dejo mi trasero inflamado, y por lo cual, mis padres me compraron un “donut” de caucho inflable, evitando así el contacto de aquella delicada parte de mi anatomía, con la áspera sabana, mi único consuelo era la voz y comentarios de aquel animador de esta radio de Talca.

Y así esperaba ansioso el sonido de aquella campanada que anunciaba el inicio diario de este programa. Y como yo lo pedía, al final, toda la familia se hizo adicta a este programa matutino.

Cuando finalmente sané, mi padre como regalo por haber soportado esos largos meses de enclaustramiento, que por lo demás fue durante el periodo del mundial de futbol que se realizó en nuestro país y que yo escuchaba desde mi habitación, con los aullidos de mi padre celebrando cada gol de Leonel Sánchez, las jugadas de Carlos Campos, o del Chita Cruz, o de Godoy, o de Tobar, me ofreció cumplir algún deseo acumulado en aquellos largos días de leer a Condorito, Flash Gordon, o novelas de Jack London como Jerry de Las Islas.

Y mi sueño era conocer al locutor del programa que me mantuvo heróico frente a la jeringa diaria, y los platitos de insípida sopa de la dieta prescrita por el odiado doctor.

Y así, un día de verano, partimos todos, y cuando digo todos, me refiero a mis padres, y mi hermana Liliana, montados y apretujados en la cabina de "la burra", la cual era la camioneta GMC de mi padre, llamada así por su color gris, con una cabina cerrada en la parte posterior, y el logo de una corona con el título de “Mis Clairol”, firma de la cual mi padre era distribuidor.

Salimos una mañana luminosa y con un agradable calorcillo, a pesar de lo temprano, rumbo a Talca.

Y llegamos a la radio desde donde se transmitía ese programa, compañero de enfermedad, y entramos al auditorio que era una sala rectangular, de color crema, con ventanas en un lado que daban a un patio trasero de alguna casa, y un gran vidrio al frente donde se podía apreciar un micrófono brillante, de metal, colgando de un cable negro.

Los asientos eran unas bancas de madera, y solo unos cuantos espectadores, que no llenaban ni la cuarta parte de la Sala, esperaban impávidos el comienzo del programa.

Yo ya me sentía decepcionado, no sé qué sería lo que imagine que encontraría, pero la pobreza del estudio me causó estupor.

De pronto, un hombre común y corriente, medio gordito, de pelo negro y bigote recortado a lo Javier Solís, se sentó y cogiendo el micrófono con una mano, sin dar una mirada a su audiencia, con la mano libre sacudió una varilla de aluminio y la golpeó contra un triángulo del mismo metal, y se escuchó el sonido vibrante de una Campanilla, al mismo tiempo que el hombrecillo gritaba en el micrófono, "a despertarse señor…”.

 

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