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Tradición de Año Nuevo

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Silvia C.S.P. Martinson

Traducido al español por Pedro Rivera Jaro 

Ese año sería diferente.
Pueblo de Ornaisons - Francia.
Un pequeño pueblo con mil y pico habitantes y algunas peculiaridades, diferente de los demás pueblos.
 
Allí vivían productores rurales dedicados a la viticultura, de cuyos viñedos se extraían uvas de cepas finas para la elaboración de vinos de gran calidad, tan apreciados en toda Francia. También producían buenas cervezas con la cebada cultivada allí. En menor cantidad, también se criaban ovejas y cabras para el consumo doméstico y para la producción de lana que, tras ser esquilada, se enviaba a las industrias tejedoras que, posteriormente, enviaban los bellos tejidos a las modistas para la confección de ropa y abrigos para el invierno.
 
Bueno, volviendo a la historia que nos contaron; ya no eran niños, habían crecido. Casi todos tenían entre 16 y 18 años. Se habían criado juntos.
 
De niños esperaban con ilusión la Nochevieja.
El día transcurrió con cierta emoción, tanto por parte de los adultos como de los más pequeños.
 
Los adultos prepararían la casa, las mejores ropas y la cena, que debería ser diferente de otros días y de lo que solían comer durante todo el año.
 
En Nochevieja, la cena, que tenía lugar a medianoche, consistía en carne de cerdo, ensaladas más elaboradas, vinos más finos y, por supuesto, postres más sabrosos de lo habitual.
 
Los niños y los adultos se bañaban antes y se vestían con más cuidado, como era costumbre, también porque en esta época del año allí es invierno.
 
Es costumbre desde antiguo que al amanecer del 1 de enero los jóvenes del pueblo salgan a la calle y recojan todo lo que se encuentra en los umbrales de las casas o jardines sin que el propietario pueda darse cuenta, y depositen los productos en el centro de la plaza local donde también se encuentra el ayuntamiento.
 
Los jóvenes partían al amanecer desde distintos puntos de la ciudad y cargaban con todo lo que encontraban y lo depositaban en el centro de la plaza.
 
Ese año fue excepcional que llevaran bicicletas, macetas, papeleras e incluso un coche que, con la ayuda de unos pocos, abrieron la puerta del conductor, desbloquearon el vehículo y lo empujaron hasta la plaza.
 
Los ancianos ya habían olvidado esta costumbre y cuando se despertaron por la mañana se dieron cuenta de que faltaban sus pertenencias.
 
Hubo un alboroto en la ciudad. La gente corría por las calles buscando lo que les pertenecía.
Cuando llegaron al centro de la ciudad y vieron la plaza llena de las más diversas chucherías, se quedaron asombrados. Y los jóvenes que permanecían a un lado, sonrientes, observaban las reacciones de los supuestamente perjudicados. Se les interrogó duramente sobre si habían sido los autores de las desapariciones, a lo que respondieron con el mayor aplomo:
 
- ¡No, yo no! ¡De ninguna manera sería capaz de tal maldad!
 
Pero lo hicieron entre sonrisas y miradas furtivas de unos a otros.
 
Sin embargo, lo más interesante ocurrió al cabo de unos minutos, cuando la gente empezó a recoger sus pertenencias. Fue entonces cuando se puso de manifiesto la torpe naturaleza del hombre.
 
Algunos pensaban que las pertenencias de sus vecinos eran más valiosas que las suyas y empezaron a argumentar que eran suyas. El caos se instaló definitivamente y los agraviados, tras reclamar sus derechos y no ser atendidos, pasaron a la agresión física.
Viejos amigos se enfrentaron, amistades se desmoronaron, personas que se creían honestas e íntegras dejaron caer sus máscaras por un simple jarrón de flores.
 
Todo esto sucedía ante los ojos estupefactos de los jóvenes que tenían en algunos vecinos e incluso familiares la representación de la más pura honestidad.
 
Esta fecha está grabada en la memoria y en los anales de la historia de este pueblo.
Y hoy, por precaución y por experiencia, los adornos, jarrones, macetas y otros objetos que se encuentran habitualmente en las calles y jardines se recogen después de la cena de Año Viejo, en el paso del 31 de diciembre al 1 de enero, dentro de la casa de cada propietario.
 
Olvidé decírtelo: Ese día también se rompió un compromiso que había durado algunos años.
Los padres de los novios se pelearon por una vieja bicicleta y no permitieron que sus hijos se casaran. La novia sigue llorando hasta el día de hoy, desconsolada, mal considerada y solterona. El prometido se fue a otra ciudad, se casó allí y tuvo un "montón" de hijos.
 
Se dice de pasada, y casi para terminar que fue uno de los líderes que planearon toda la broma. Aún hoy siguen diciendo, los que eran jóvenes entonces, que cuando salen a la calle y se encuentran con los que intentaron robarles lo que no era suyo, los identifican y les lanzan palabras como
- ¡Sé lo que hiciste!

Peligros de la infancia

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Pedro Rivera Jaro

Fotografía del album familiar Pedro Rivera Jaro

No encuentro explicación a la manera en que los niños de mi generación (nacidos en 1950), pudimos sobrevivir al ambiente hostil en el que nos criamos. A los niños de ahora los mantenemos entre algodones, para que estén a salvo de cualquier peligro.

Nosotros jugábamos en la calle todo el tiempo que nos dejaban libres nuestras obligaciones, que para la mayoría de los niños, eran únicamente el colegio y los deberes que nos ponían los profesores. En mi caso particular, yo tenía deberes que me ponían mi padre y mi madre como eran cuidar de las gallinas, los conejos y las palomas, o hacer los recados de compra de alimentos para la casa. También tenía que ir a la fuente pública para acarrear el agua potable para guisar, fregar y lavar. En cambio el agua de regar el patio, el gallinero y el jardín, la sacaba de un pozo que había excavado mi abuelo Pedro, y que se encontraba en un rincón del patio, junto a la pila de lavar la ropa, antes de que llegara a casa la primera lavadora Hoover-Hogel.

Por último, todas las noches cuando mi padre volvía de trabajar con su camión, yo tenía que lavar los cristales de la cabina, los faros y los pilotos. También limpiaba y lustraba los cromados del frontal del camión Studebaker. Y los sábados por la mañana, tenía que barrer los patios y el garaje.

Pero, no obstante todo lo anterior, teníamos tiempo también para jugar. Desde que yo recuerdo, jugábamos al futbol, en unas tierras que existían muy cerca de la fuente pública, sin cansarnos nunca, mientras teníamos luz del día. Y jugábamos primero con pelotas hechas de trapos viejos atados. Luego juntamos dinero entre todos y compramos una pelota de goma. Por último formamos un equipo de niños y aportábamos una cuota de una peseta cada semana, hasta que pudimos comprar un balón; por fin un balón.

También jugábamos al escondite, al rescate, a dola, a pasimisí, al bote bolero, al peón, y a otros muchos juegos sobre las calles de tierra, sin asfaltar, de nuestro barrio.

La primera vez que bajé al río Manzanares con mi amigo Tomasín, para intentar coger ranas y peces, sin conseguirlo, al volver a casa con los zapatos, pies y calcetines manchados de barro y cieno, mi padre me descubrió junto al cubo de agua que había sacado del pozo para lavarme. Y después de darme unos azotes, me castigó y me prohibió terminantemente volver a bajar al río.

Como podréis comprender, él lo hacía para protegerme, y evitar que pudiera hundirme en las ciénagas de la orilla del río Manzanares, y ahogarme en ellas. Yo de aquella tendría como 5 años.

Por supuesto que, aún a riesgo de recibir castigo, a mí me encantaba bajar a jugar al río con mis amigos, todos mayores que yo, a cazar lagartijas, lagartos y culebras, que se criaban por allí, entre aquellos vertederos de escombros.

Como también en las cuestas de aquellas pequeñas montañitas hacíamos lo que denominábamos escurrideros, y con contrachapados o cartones, echábamos puñados de arena y nos deslizábamos sentados hasta el fondo de la cuesta.

Si al llegar a casa manchado de tierra estaba en ella mi madre, aunque me reñía, no me pegaba. Pero si estaba mi padre, era distinto, porque con aquella mano llena de callos de trabajar cargando el camión, que era como una piedra por su dureza, me daba en el culo. Decía que en el culo no me rompía nada. Pero lo cierto es que me dolía mucho.

Transcurrieron unos cuantos años y cuando yo contaba con unos doce , los juegos se fueron haciendo más arriesgados. Nos juntábamos tres o cuatro amigos y con linternas entrábamos por la desembocadura de los colectores del alcantarillado del subsuelo de las calles de Madrid. Recuerdo a uno de mis amigos que desconozco porqué, pero le llamábamos Tragamuelles, y era un chico que siempre tenía la sonrisa en su cara. Los colectores eran bóvedas con una pequeña acera en el lado de la derecha y un poco más abajo había una conducción por donde discurrían las aguas de las calles hasta llegar al río. Estas bóvedas medían kilómetros y nosotros las recorríamos hasta llegar al Puente de los Tres Ojos, a varios kilómetros de nuestro barrio San Fermín, en el sur de Madrid.

De vez en cuando veíamos ratas enormes que bien corrían por la acera, o bien nadaban en la corriente. Para nosotros era una aventura y descubríamos salidas con tapadera de hierro por la zona de Legazpi. Estas cosas nunca fueron del conocimiento de mis padres, que estoy seguro no me lo habrían permitido.
Unos cuantos años después, tres chavales entraron y fueron sorprendidos por una tormenta, que produjo un fuerte aguacero con su correspondiente avenida de agua que, inundando a gran velocidad y violencia los colectores, arrastró los cuerpos de aquellos tres chicos a muchos kilómetros más abajo de la salida. Y fallecieron ahogados.

Esto mismo podría habernos pasado a mis amigos y a mí. Y mi familia se hubiera enterado cuando ya no habría tenido remedio.
Otro día, para no hacerme pesado os contaré más aventuras de mi niñez.

Pequeño cuento

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Silvia C.S.P. Martinson

Traducido al español por Pedro Rivera jaro 

Debe ser así . Y así es.  España, tierra de leyendas y de pasiones. De sus rocas, de su transparente y cálido mar es de donde se extraen muchas historias. Su ambiente es cómplice de muchos sentimientos mientras aquellos que no pueden contarse y han de olvidarse por los caminos inaccesibles de las rocas, a las cuales el aire se acomoda para esconderlos.
Tierra vieja de viejos amores.
 
SIGLO XVII 
 
Aunque Europa vive en pleno Renacimiento y en la  creación artística impera el Barroco, en España el siglo XVII sigue muy influenciado por las tradiciones medievales, marcadas por el fuerte apego al Cristianismo de esa época, a diferencia de las nuevas corrientes de ideas humanistas, cuya penetración e influencia ya se hizo sentir por el resto del continente europeo.
 
En este sentido la Iglesia Católica fue muy influyente y predominante en los países ibéricos, para que no adoptasen tales ideas humanistas, iniciando así  la fase conocida como Contrarreforma, reforzando sobremanera la cultura y la educación del pueblo.
 
Es entonces, precisamente en esta etapa, cuando nuestra historia comienza a desarrollarse, lo que curiosamente para algunos es poco probable que llegue hasta nuestros días. Sin embargo, para otros, es perfectamente aceptable.
 
Empecemos a narrarlo.
(Un pequeño asentamiento en rocosas sierras de España).
Un pueblo formado por campesinos y ganaderos criadores de ovejas y cabras.
(Un palacio medieval, y una familia rica, fanática y dominante).
(Una iglesia muy antigua, construida arquitectónicamente sobre los cimientos de antiguas mezquitas, templos levantados durante la dominación árabe).
(Dos jóvenes con diferentes educaciones, posturas y principios).
 
El nombre de ella era Zaida, pronunciaba hechizos, y sortilegios, hacía pociones medicinales para la salud, conocía los secretos de la tierra, del aire, del fuego y del agua, es decir de los cuatro elementos fundamentales.
 
Era hija de alquimistas y se le dio el conocimiento que conduce a la transformación de los metales y la transmutación y transformación de elementos y energías terrenales y universales.
 
Considerada una bruja en aquel tiempo, porque entonces las mujeres no tenían acceso a la educación y la ciencia era mal vista en el lugar donde vivía.
 
Sin embargo, cuando llegaban enfermedades, la gente del lugar acudía a ella para obtener ayuda de sus conocimientos.
 
España en esos momentos estaba muy retrasada, igual que el resto de Europa, en el campo de la medicina.
 
Zaida vivía en esa aldea española que estaba situada de muy cerca de montañas muy rocosas, en un valle semiárido, habitat adecuado a cabras y ovejas, con muchos animales de caza y también con serpientes venenosas, de las que ella extraía los fluidos necesarios para hacer sus medicinas y pociones, dentro de su hogar ubicado próximo al acantilado rocoso.
 
En este pueblo vivía , en su antigua iglesia, un párroco muy anciano, prior de la misma, que a pesar de las diferencias religiosas, entendía y respetaba los poderes y el conocimiento de la joven Zaida, la del cabello largo y los ojos verdes como las aguas del mar.
 
He aquí que el anciano párroco fallece y un joven sacerdote, culto y educado dentro de los parámetros de la iglesia católica española y en los mejores conventos de la época, destinados precisamente a educar niños de las familias más ricas, influentes y poderosas, como la casa de los propietarios del castillo del pueblo.
Su nombre, Luís de los Ríos.
 
Este joven sacerdote asume su cargo y, poco a poco, llegó a conocer más sobre las personas que allí habitaban, de sus historias y de sus costumbres, ya que él había sido educado casi sin tener contacto con la gente del lugar.
 
Luís tuvo desde la cuna la formación religiosa de la  época, los prejuicios y las limitaciones que su fe le imponía. Al conocer la existencia de una bruja en el pueblo, la persiguió y la denunció a sus superiores eclesiásticos.
 
El destino y la vida son sabios en sus propósitos y a veces crean situaciones insospechadas para los hombres que buscan su progreso y abren sus mentes a las verdades universales.
 
En aquel momento, las plagas y enfermedades eran letales para hombre, la mayoría de las veces, en gran parte por la falta de higiene imperante.
 
He aquí que Luís se enfermó. Todo el conocimiento médico y las medicinas que se dan a la población no obtuvieron éxito. 
 
Finalmente, en un intento por salvarle la vida, Zaida fue llamada a su cama. Ella aceptó con gran amabilidad el encargo de salvarle, sabiendo no obstante que le esperaba una feroz persecución por parte de la iglesia.
 
Ella siguió cuidando al enfermo y le aplicó sus pociones e invocó las fuerzas de la naturaleza que le pertenecían.
 
Pasó el tiempo y Luís fue mejorando gradualmente y fue recuperando sus fuerzas. Al mismo tiempo ayudados por la proximidad y convivencia, ambos jóvenes comienzaron a necesitar la presencia mutua sin darse apenas cuenta.
 
Se enamoraron. La gente se dio cuenta de ello, y condenándolo, lo comunicaron a la familia del sacerdote y a los superiores eclesiásticos.
 
Debido a que fue considerada una bruja e incitada por la poderosa familia del sacerdote que no admitió nunca esa relación, la iglesia persiguió a Zaida. 
 
Conociendo el destino que está reservado para las brujas, la hoguera, los jóvenes acordaron huir a un lejano lugar.
 
Luís debería brindar a Zaida apoyo y cobertura para que sus planes de fuga se cumplieran y su amor pudiera hacerse realidad.
 
Sin embargo, el día acordado, se sintió asustado y, presionado por su familia y su fe, huyó  para no acudir a la cita y dejar a Zaida a merced de sus acusadores.
 
Ella se sintió abandonada por la persona que tanto amaba. No obstante logró escapar por las altas y rocosas montañas y  al llegar al borde de un acantilado, echó una última mirada al horizonte, recordó a su amado, le perdonó mentalmente y pidió a la naturaleza  que le diera la oportunidad de encontrarse con él nuevamente, en tiempos pasados, o en tiempos futuros . ¿Quién lo sabe?
Señaló hacia el horizonte, alcanzó el borde del precipicio y se lanzó al vacío.
 
Se suceden los siglos y con ellos los nuevos encuentros entre los dos van ocurriendo, siempre llenos de pasión y reconocimiento intrínseco, no siempre recordados conscientemente.
 
Hoy depende de Luis, incluso si no lo recuerda, purgarse a sí mismo el sentimiento de culpa por la ausencia y el daño infringidos.
 
Zaida se adapta a las dificultades físicas que sufre por su elección y agresión contra la Madre Naturaleza. Por hora, en esta vida, viejos los dos se reencuentran, se reconocen y se enamoran de nuevo.
 
La vida continúa a su proprio ritmo…
 
Las rocas muy altas y viejas con el correr del tiempo, a veces, caen transformándose en arena, que se va a lo lejos por el aire tanteando.
 
Mientras tanto, los malos sentimientos también son como las arenas, pero con el tiempo se van perdiendo y cambian.

Vivencias de un taxista

V

Pedro Rivera Jaro

Una hija del famoso locutor de radio y presentador de televisión Jesús Quintero, conocido como EL LOCO DE LA COLINA, que justamente hoy hace un año de su fallecimiento, ha escrito un libro, narrando muchas de las importantes entrevistas que realizó su papá, a personajes como Felipe González Márquez , Presidente del Gobierno español, Dolores Ibarruri, La Pasionaria, miembro muy importante del Partido Comunista de España desde los tiempos de la Segunda República Española , y otros muchos que sería prolijo enumerar aquí.

También recuerdo en los programas televisivos de Los Ratones Coloraos, personajes conocidísimos y popularisimos, como eran Juan El Risitas, Antonio El Perro o El Cuñao, o José El Penumbra.

Yo tuve el placer de conocerle en mis tiempos de taxista, porque le llevé en mi taxi desde el Aeropuerto Adolfo Suárez de Madrid-Barajas, hasta la Estación del Ave de Atocha.  Él iba vestido con un elegante traje muy peculiar de color marrón claro, y tocado con un gorro de igual color, con doble visera trasera y delantera, que me recordó a los trajes que usan los monteros ingleses en las cacerías del zorro. Le acompañaba una señora que, yo interpreté, sería su secretaria, de mediana edad y elegantemente vestida, que no despegó sus labios en todo el trayecto.

Lo que me llamó la atención, fue el interés que mostró Jesús por conocer la situación del Gremio del Taxi, del cual manifestó ser cliente habitual durante los años en que, trabajando en la radio en Madrid, terminaba a altas horas de la noche.

Le comenté la situación provocada por la irrupción en el mercado del Taxi por las VTCS (vehículos de alquiler con conductor), que tuvo, y sigue teniendo, los efectos de una inundación, dada la falta de todo tipo de regulación de horarios, días de libranza, y otras normas que si regulaban milimétricamente la actividad del Taxi.

Una vez llegados a la estación de Atocha, Jesús me pagó la carrera y me regaló una gran propina, y una amplia sonrisa, que yo le agradecí ampliamente. Ambas, la sonrisa y la generosa propina.

A los pocos días recogí con mi Taxi a Santiago Segura, el creador de Torrente, que en aquellos días estaba presentando la obra Los Productores, original de Mel Brooks, junto con José Mota, en la Gran Vía.

Él iba acompañado de una señorita, y me solicitaron que les llevara al aeropuerto, donde querían tomar un avión con destino a Barcelona.

En la radio del taxi yo llevaba puesto un CD, y sonaba My Way, de Frank Sinatra, y les manifesté mi disposición a cambiar o apagar la música, en el caso de que no desearan escucharla. Santiago me demostró que es un hombre simpatiquísimo, y no fingidamente como se me han dado otros casos de famosos, que aparentando ser muy simpáticos, me demostraron todo lo contrario. Santiago me dijo que le encantaba Sinatra y empezó a cantar My Way.

Le comenté que unos días antes, había llevado a Jesús Quintero y, lo agradable, simpático y generoso que me pareció y, por supuesto, la propina que me había dado.

Cuando llegamos y me abonó la carrera, llenó sus manos con todas las monedas que pudo reunir, y, regalándomelas dijo entre risas: “Espero que hables de mí, tan bien como me has hablado de EL LOCO DE LA COLINA”.

Por supuesto que sí, Santiago, lo haré, pero no solo por la propina, que también, sino por tu enorme simpatía.

Recuerdos – Aceite de hígado de bacalao

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Silvia C.S.P. Martinson

Traducido al español por Pedro Rivera jaro 

Cuando me levanté y tomé mi medicación por la mañana, media hora antes del desayuno, como me había recetado el médico, me vinieron recuerdos de mi infancia, no sé por qué.

Recuerdos de cuando éramos pequeños en mi casa, que tenía un gran patio lleno de árboles frutales y flores que a mi madre le encantaba plantar para embellecer sus rincones. Allí pasábamos los días jugando y haciendo todo tipo de travesuras.

Mi padre nos construyó una especie de refugio en un viejo canelo. Allí subíamos por una escalera que nos llevaba al enclave de gruesas ramas, donde había bancos para sentarnos y una mesa improvisada.

En este rincón del árbol jugábamos a las casitas, es decir, improvisábamos comida en latas que subíamos.

La comida estaba hecha de tierra húmeda, hojas de árbol y decorada con flores del jardín.
En nuestra imaginación infantil, las muñecas se comían toda esta comida y luego dormían en sus camas improvisadas.
Era un mundo de ensueño...

Otras veces jugábamos a juegos peligrosos, atando cuerdas a las ramas y bajando por ellas hasta el suelo, imaginando que, como el personaje Tarzán, estábamos en la selva.
Para nosotros, aquel patio, de casi 100 metros de largo y lleno de árboles frutales, era como un denso bosque lleno de posibilidades para aventurarnos en aquel paraíso nuestro.

En otra ocasión, imaginamos que estábamos en un circo y para ello atamos una cuerda de un árbol a otro, fuertemente anudada, y caminamos sobre ella así, como habíamos visto en un espectáculo circense.

Hubo muchas caídas y todavia hoy quedan cicatrices y dolores, las marcas de nuestras travesuras.

Mi mamá y mi papá trabajaron duro para mantenernos y darnos una educación digna, no con riqueza, porque no éramos ricos, sino principalmente con acceso a la cultura y a la educación, que en esa época era muy buena y se impartía en escuelas públicas bien conceptuadas, donde se tomaban exámenes rigurosos para poder asistir a ellas.

Bueno, en realidad, estos recuerdos me vinieron por la mañana mientras tomaba mi medicación matutina y pensé ¿por qué me ocurrieron?

Entonces recordé, también, que en aquella época sí que acabábamos enfermando.

Había enfermedades graves para las que ya existían vacunas, como para la parálisis infantil, la difteria y otras.

Sin embargo, en mi infancia, no sabría decir si por falta de vacunas o de recursos económicos, teníamos tanto enfermedades graves como normales, que podríamos decir que eran caseras.

Para las caseras, había varios remedios que mi madre conocía y aplicaba rigurosamente, por ejemplo: cuando nos dolía la garganta, hacíamos gárgaras con agua con sal y vinagre para hacer gárgaras y limpiar las amígdalas de infecciones.

Para la fiebre, nos metía en la cama bien tapados con mantas y nos daba té caliente con miel y limón y otra pastilla de aspirina para bajar la temperatura, lo que nos hacía sudar mucho, empapando la ropa, las sábanas y las mantas.

Creo que surtió efecto, porque la fiebre bajó y al día siguiente estábamos en vías de recuperación.

Pero lo que más odiaba, y lo que ella utilizaba a menudo para limpiar nuestros intestinos, era el famoso aceite de ricino, que actuaba como laxante, permitiéndonos expulsar elementos indeseables de nuestro cuerpo.

Según recuerdo, lo que realmente me disgustaba y me daban a menudo, porque era delgada y no me gustaba comer, era el llamado Aceite de Hígado de Bacalao. Solía correr por todo el patio escondiéndome para evitar tomarlo. Y cuando lograban atraparme y someterme a él, además de tener que tragármelo, recibía unos buenos azotes en el trasero para que aprendiera a no ser desobediente.

¡Cuánto se sacrificó mi madre para hacernos personas!

Mi padre trabajaba todo el día y sólo venía a casa por la noche.
Y hoy pienso que el aceite de hígado de bacalao fue efectivo...
Sigo siendo fuerte y sana, física y mentalmente, a pesar de los años que han pasado.
Mi madre tenía razón.

Los frutos de la higuera

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Pedro Rivera Jaro

Cuando yo tenía como 12 años, más o menos, allá por el 1962, tuve una conversación con mi tía Cruz, que era la hermana menor de mi abuelo Pedro, en el maravilloso pueblo de Las Rozas del Puerto Real.

Era un día que habíamos aparejado su burra con su cabezada, su serón de dos senos, uno a cada costado, y con su cincha, y habíamos bajado a su huerto, en lo que llamábamos Arroyo del Valle, muy cercano al término de un pueblo vecino, Cadalso de los Vidrios.

Tenía un huertecito precioso con unas higueras que producían unos frutos riquísimos, que ella llamaba Cuello Dama

Tenía plantas de fresa, judías, tomateras, patatas, algunas cepas y algunos otros frutales, como ciruelos claudios, melocotones, guindos, etc. Según se entraba por una puertecita practicada en el murete de piedra seca o albarrada, que rodeaba todo el huerto, a mano izquierda había tres higueras grandes, y como a cinco metros de distancia, al frente a la derecha había un pozo de agua limpísima y fresca, de varios metros de profundidad y , con el cual regábamos el huerto, sacando el agua con una pértiga que se balanceaba arriba y abajo, en una horquilla que llevaba alojado un eje metálico y que llevaba un caldero de chapa galvanizada atado en la punta de la pértiga y en su parte trasera tenía atado otro cubo lleno de piedras que hacía de contrapeso cuando se elevaba el caldero lleno de agua, que se vaciaba donde empezaba el canalillo que llevaba el agua por su propia inclinación a los surcos del huerto.

Calculo yo que era un día de finales de agosto y estuvimos recolectando higos.

Las higueras tienen unas ramas flexibles que permiten acercarlas hacia el suelo para poder arrancar los higos y llenar las cestas de mimbre donde se guardaban. Ella me hacía un instrumento de una rama de árbol, que ella llamaba garabato, que no era otra cosa que una especie de gancho cortado justamente por encima de donde se juntaba la rama más gorda con uno de sus brotes.

Con ese garabato enganchábamos las ramas de la higuera y tirábamos hacia abajo, para llegar a coger los higos, que había que cortar sin arrancarles el pezón, que debía de quedar con el higo.


Estábamos en estas mi tía y yo, cuando le pregunté el porqué de que la higuera diera un primer fruto más grande que se llama breva y unos meses más tarde maduraban los higos, mientras que los otros árboles frutales que yo conocía solamente producen un fruto.

Ella se rió con la alegría que le producía el poder enseñarme cosas que yo desconocía y me contó una historia que a ella le había contado su abuela materna..

En los años en que Jesucristo y sus Apóstoles predicaban la Sagrada Doctrina por tierras de las riberas del Jordán y encontrándose cansados y sedientos, en un día de mucho calor, habían agotado sus provisiones de agua de beber, y solamente quedaba una calabaza llena de vino dulce que llevaba medio oculta San Pedro, y de la cual bebió éste medio a escondidas.

Obsérvole Jesús, y le preguntó: ¿Que bebes Simón? (Porqué era ese su nombre, antes de que Jesús le pusiera de nombre Pedro).

-Es vino Señor, ¿quieres probarlo?

Le pasó San Pedro la calabaza del vino dulce, y el Señor con la sed que tenía y el sabor tan dulcecito que tenía aquel vinillo, bebió con muchas ganas hasta que la dejó vacía. Al rato le entró a Jesús un tremendo sopor y se echó a dormir en una sombra próxima.

San Pedro pensó con temor que Jesús se había emborrachado y como consecuencia se había dormido. Y pensó que castigaría con su milagroso poder aquel líquido que le había derrumbado, y como consecuencia empezó a pensar la manera de que no maldijera aquel bebedizo que tanto le gustaba a él y las viñas que producían las uvas de las que se obtenía.

Cuando Jesús despertó, le preguntó a San Pedro que de dónde procedía aquel líquido que llamaba vino, a lo que le contestó que se obtenía del fruto de un árbol que se llamaba higuera. Entonces Jesús sorprendentemente le dijo con gran solemnidad:

- "Bendito sea ese árbol, que dé dos frutos al año".

Y desde aquel día la higuera nos regala las brevas como primer fruto y los higos como segundo fruto.
No sé si la leyenda es cierta o no lo es, lo que no podemos negar es que es muy bonita.

Nunca se me olvidó, y ahora me da mucha satisfacción contárosla a todos vosotros, al tiempo que recuerdo a aquella anciana a la que yo quería tanto, que era mi tía Cruz.

Mi lugar soñado

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Silvia C.S.P. Martinson

Traducido al español por Pedro Rivera jaro 

Extraño pensé: "MI LUGAR SOÑADO"
Nunca me había imaginado en toda mi vida proyectar un final para mí en algún lugar definido.

Después de todo lo que he vivido, trabajado, estudiado, formado mi familia, vivido en diferentes lugares y viajado, me parece extraño establecerme definitivamente en un lugar.

La vida pasó y pasa tan rápido que no me di cuenta de que en cierta forma envejecemos.
Recién ahora, con la interesante propuesta de escribir un texto sobre "Mi Lugar Soñado" me detuve a pensar qué sería para mí ese lugar.

De niña tuve la suerte de tener una familia compuesta por padre, madre y hermana, que naturalmente satisfacían mis necesidades materiales y sobre todo, a través del cariño y atención de mis padres recibí enseñanzas sobre moral, amistad, religión y respeto al ser humano. En definitiva, un hogar.

Cuando fui mayor me casé y formé una familia, ejerciendo en este nuevo hogar el papel de madre, esposa y compañera en las decisiones que la vida nos obligaba a tomar.

No siempre las correctas, pero sí las que nos parecían en ese momento las más adecuadas y aceptadas para la situación que se presentaba.
Así que en aquellos años, en aquellos momentos y lugares en los que viví me instigaron a suponer que eran: "Mi lugar soñado".

El tiempo pasa, la hija crece, se casa y sigue su camino. La muerte también llama a nuestra puerta por su natural exigencia y se lleva consigo a nuestros seres queridos, que inevitablemente tuvimos que aceptar.

Entonces el hogar se desmorona, dejando el vacío con el que se vive y los recuerdos que a veces nos deslumbran, recordándonos los momentos felices, los logros de lo que fue "Mi lugar soñado".

Ahora, en este momento, cuando vivo lejos de mi país pero feliz, voy a empezar a imaginar lo que finalmente me gustaría tener como un lugar que podría llamar "Mi lugar soñado".

He vivido tanto en varias ciudades pequeñas y grandes que en este preciso instante, si no es viajando que me gusta mucho, mi mente se transporta a una montaña.

Una montaña verde, llena de bosques y rápidos de agua clara, donde me bañaba todos los días de calor y donde bajo la sombra de los árboles me quedaba a componer mis versos y a soñar.

Desde esta montaña, no muy alta, podía ver, bajo un cielo muy azul, los valles y las casitas que allí había.

Casi en la cima de esta colina tendría mi casita de piedras naturales, pintada de blanco, muy sencilla, con un salón unido a la cocina donde prepararía la comida, el té o el café para recibir a los amigos. Un dormitorio para los invitados, otro para mí, dos cuartos de baño, una chimenea de leña en el salón para calentarme en los días fríos. Muebles sencillos y cómodos y ventanas adornadas con geranios en el exterior, además de cortinas blancas que volarían con el viento.

Un jardín con rosas y otras flores adornaría la entrada de la casa que no tendría vallas que limitaran la entrada. Y en la puerta esperándome con una copa de vino blanco, cuando llego por la tarde o la noche, el hombre que me gusta y me encanta todos los días.
Un gallinero del que recogería los huevos.
Un huerto con muchos árboles frutales.
Un huerto donde cultivaría diversas verduras.
Los animales salvajes correrían libres por los alrededores, sin miedo a ser capturados.

Al final de la parcela construiría una tumba sencilla que se utilizaría después de mi muerte y en ella se escribiría en una placa lo siguiente:
“Aquí yace una mujer que vivió intensamente y murió feliz diciendo”: “Aquí he vivido hasta ahora “Mi lugar soñado”.”

El rastro de los sesenta

E

Pedro Rivera Jaro 

Desde el primer día que mi padre me llevó a conocer El Rastro, cuando yo tenía como 10 años, me sentí atraído por este Gran Mercado Callejero hasta tal punto que a partir de entonces, me juntaba con mis amigos o, a veces, con mi primo Polo y nos acercábamos allí, a curiosear por todas aquellas calles en las que se podía encontrar cualquier cosa que buscases, un cinturón de cuero, un reloj, un disco de música, una bicicleta, una camiseta, unos pantalones, cualquier herramienta de mecánico, de albañil, de carpintero, de electricista o de cualquier otro oficio.

Entonces como ahora, había tiendas establecidas y muchas más que se extendían en tenderetes de lona con estructura metálica, que se montaban a lo largo de las aceras en la Ribera de Curtidores, Mira el Río, Plaza de Cascorro, Ronda de Toledo, Plaza de Vara del Rey, Carlos Arniches, Plaza del Campillo del Mundo Nuevo, etc.

Recuerdo un domingo que acompañé a mi madre allí, y compramos dos bicicletas usadas de segunda mano, una de niña, sin barra superior entre el sillín y el manillar, de color rosado, que era para mi hermana Maribel, y otra más chiquitita de color azul, para mis dos hermanos pequeños, de la mitad de lo que le habría costado una sola de ellas si hubiera sido nueva.

Entre los dos, las llevamos en el autobús de la Colonia Agrícola, que nos llevó hasta la esquina de los Talleres Recuero, en el cruce de la Carretera de Carabanchel Alto y la de Villaverde Alto. Desde allí las bajamos rodando sobre sus ruedas hasta la Calle de San Fortunato, donde estaba nuestra casa.

Mi querida madre iba disfrutando por el camino, pensando en lo que gozarían mis hermanos, como así fue, desde el mismo momento en que pusieron sus ojos en ellas.
A mi madre la costó discutir con mi padre, porque el dinero en aquella época siempre era escaso, pero al final mi padre tuvo que reconocer que había hecho una buena compra, máxime viendo disfrutar a mis tres hermanos, aprendiendo a montar en bicicleta en el enorme patio de nuestra casa, ayudados por mí, para evitar que se cayeran al suelo.

Entre todas las calles de El Rastro, había una que tenía un atractivo especial para mí. La llamábamos la calle de los Pájaros, aunque su verdadero nombre es Fray Ceferino González.
En aquella calle vendían todo lo necesario para criar todo tipo de aves, tales como gallinas, palomas, jilgueros, canarios, mixtos, loros, guacamayos jacintos. Jaulas, piensos, redes de captura, ballestas o costillas, liga para atrapar pájaros vivos. Perros, gatos, conejos, hurones para su caza en madriguera, capillos para colocarlos en las bocas de las madrigueras y evitar su huida, etc.

En una ocasión compré una paloma y la junte con otras que teníamos en un palomar en casa. La paloma escapó y cuando la volví a ver fue en el mismo puesto en que la compré la semana anterior.

Esa calle estaba cada domingo atestada de gente, tanto que casi no se podía caminar por ella.

En la sociedad española de aquella época estaban bien vistas muchas costumbres que hoy en día son impensables, y que la ley persigue.

Hoy he caminado por aquella calle y no queda ninguna tienda de venta de animales. En cambio hay abiertos varios bares, una pizzería, un Hostel, un Centro Comunitario de personas mayores LGTBI, un local de pilates con entrenador personal, un local de práctica de Yoga, una Escuela de Circo y un Estudio de Arquitectura.

Nada que ver con lo de mi adolescencia y reflejo de la variación producida en nuestra sociedad.

En la esquina con la Ribera de Curtidores, existe hoy una tienda de ropa, calzados y de deportes de sky montaña, bastante buena por cierto, pero en el mismo local existía una de las mejores tiendas de música, donde los adolescentes buscábamos y encontrábamos los discos más modernos del momento, de 45, o Long Plays, los posters de los conjuntos más conocidos: Rolling Stones, The Beatles, Los Platers, Los Mustang, The Shadows, Paul Anka, Nat King Cole, Frank Sinatra, etc..
Aquella tienda era lo más en modernidad musical.

Y yo he recordado todo esto dando un paseo, caminando muy despacito, arriba y abajo de mi recordada calle de LOS PÁJAROS.

El llorón

E

Silvia C.S.P. Martinson 

Traducido al español por Pedro Rivera Jaro

Cuando trabajaba como abogado en la ciudad donde vivía, observé muchos acontecimientos interesantes que tenían lugar en los pasillos del Foro.

Uno de ellos me llamó mucho la atención por su peculiaridad.

Las personas que allí se encontraban, especialmente los funcionarios de las oficinas de registro, acostumbrados a ver el sufrimiento ajeno, ya sea por la falta de un servicio judicial justo o por los dramas familiares que nos son muy comunes a los seres humanos, estaban horrorizados por lo que veían.

Vayamos a los hechos para no extendernos demasiado y aburrir al lector.

Sucedió así.

Todos los días por la tarde, cuando se celebraban las vistas y los jueces estaban desbordados de trabajo, y los secretarios preparaban el papeleo normal de cada caso para que fuera analizado por el magistrado asignado al caso, en el pasillo donde las partes esperaban su turno para ser oídas ocurrió lo siguiente.

Había un señor -no recuerdo su nombre, pero no viene al caso- que estaba sentado en un banco llorando a gritos.

Cuando le preguntaron qué ocurría, sollozó y dijo que su mujer le había pegado y echado de casa a esa hora.

Todos los presentes se apiadaron de él. 

Resultó que este incidente se convirtió en algo cotidiano en el juzgado y atrajo la atención de jueces y funcionarios.

Un día, el juez compadecido le llamó a su despacho y le preguntó por qué sucedía esto y por qué no denunciaba lo que estaba pasando a la policía o al Ministerio Fiscal para que se tomaran las medidas legales oportunas.

Entre lágrimas y sollozos, le dijo al juez que amaba a su mujer y que siempre se reconciliaban por la noche en la cama, y que el Fórum era un entorno propicio para desahogar su dolor, ya que en la calle llamaría demasiado la atención.

El juez quedó estupefacto ante tan insólita actitud y, profundamente molesto por el atrevimiento y también por haberle hecho perder su precioso tiempo de trabajo, lo expulsó de su despacho, diciéndole que solucionara sus problemas en casa y que no volviera a pisar el pasillo de la judicatura con iniquidades.

Algún tiempo después, la verdad salió a la luz, como siempre ocurre.

Su mujer le pegaba porque no quería ir a trabajar aunque estaba sano.

Sobre todo, cogía el dinero de la casa, que ganaba limpiando, y se lo gastaba en casas de apuestas, juegos de cartas y carreras de caballos.

Y entonces nos preguntamos:

¿Dónde estaba la justicia o la injusticia en este caso?

Justicia catalana

J

Pedro Rivera Jaro 

Aproximadamente en el año 1920, mi abuelo Pedro compró un terreno en la zona sur de Madrid, que en aquellos años pertenecía al pueblo de Villaverde Alto y que, hacia mediados del siglo XX pasó a ser parte de Madrid, distrito Arganzuela-Villaverde, donde quería construir su casa y la casa de sus hijos mayores, ya casados.
 
El primero que construyo una casa por allí, fue un hombre llamado Aurelio y apodado El Loco, haciendo alusión al estado que suponían, debía de tener en su cabeza una persona, para atreverse a ir a vivir allá, en aquellos barrizales en medio de campos de cultivo de cereales.
 
Allí se fue formando, una calle-barrio denominado Barrio de los Locos, donde se instalaron varios familiares de mi abuelo, como por ejemplo, Tía Marcelina, su hermana mayor, con su esposo e hijas.
 
El Ayuntamiento de Madrid nombró a aquella calle, Barrio de San José, y este nombre se mantuvo hasta los años 60, en que fue cambiado y pasó a denominarse calle de San Fortunato, nombre que sigue ostentando actualmente.
 
En la casa de mi abuelo Pedro nació en 1923, mi madre Victoria, y en 1950 nací yo. Después, en 1952 nació mi hermana Maribel, en 1955 mi hermano Félix y el mas pequeño de los cuatro, Javi, vino al mundo en 1958.
 
Todos aquellos campos de labor fueron poblándose de edificios en el transcurrir de los años. En los años 20 fue construida la Colonia Alfonso XIII, que con el advenimiento de la Segunda República pasó a denominarse Colonia Popular Madrileña, y a partir de 1939 fue reconstruida sobre los restos ocasionados por los bombardeos de la Guerra Civil (o mejor Incivil), debido a que toda la barriada fue un frente de guerra. Esta colonia construida sobre las ruinas se denominó Colonia de San Fermín, y todas sus calles tienen nombres que nos recuerdan a Navarra, la Avenida de los Fueros, las calles Zalacain, Oteiza, Lodosa, Navascués, Amaya, y de hecho la festividad del 7 de Julio, día de San Fermín traía la celebración de las verbenas a nuestro barrio.
 
En el año 1959 se construyó a continuación de los terrenos de dicha Colonia, el Poblado de San Fermín, a cargo de la Obra Sindical del Hogar, del Ministerio de la Vivienda. Y por la parte contraria, es decir , la zona norte, que era la mas cercana al Barrio de las Carolinas, se construyeron San Mario, la Colonia de Andalucía, las Torres de Carabelos, etc.
 
Las construcciones limitaban por el este con el Camino de Perales, antiguo camino de tierra, por el que arribaban al Matadero Municipal de Madrid, en Legazpi, los rebaños de ganados para su sacrificio. Recuerdo que en alguna ocasión siendo niño se escapaba algún toro bravo y enseguida los vecinos avisaban para guardarse dentro de las casas hasta que pasaba el peligro.
 
La casa de mi abuelo Pedro, en el año 1972 y parte del 73, se derruyó y en su lugar se construyeron 2 bloques de viviendas. En una de aquellas viviendas nuevas vivimos mis padres, mis hermanos y yo, concretamente en el 2ºD del número 24 de la calle San Fortunato.
 
En diciembre de 1973 falleció repentinamente mi padre, como resultado de un derrame cerebral, a la edad de 50 años. Mi madre que tenía idéntica edad que mi padre, quedó viuda y muy desconsolada.
 
A mi madre le quedaba como único consuelo, el orgullo de tenernos a nosotros, sus cuatro hijos, y cada día cuando marchábamos a nuestros respectivos trabajos, ella permanecía en la terraza de casa, observándonos hasta que desaparecíamos de su vista.
 
Un día que mi madre estaba observando como mi hermana Maribel, con su Seat 600 Blanco bajaba la calle hacia el Camino de Perales, convertida para entonces en una calle perfectamente asfaltada. Cuando estaba llegando a escasos metros de dicha calle, irrumpió en la entrada de San Fortunato un camión de reparto de bebidas (cervezas, gaseosas, refrescos, etc.), cuya anchura impedía el paso de cualquier otro vehículo en dirección contraria, obligando a mi hermana a dar marcha atrás, al tiempo que el daba fuertes toques de claxon, para que el camión pudiera llegar a descargar en la tienda de bebidas, que estaba como 50 metros mas adelante. El repartidor podría haber facilitado perfectamente la salida del Seat 600, que se encontraba a dos metros de salir a la otra calle, pero en un gesto de altanería y soberbia, obligó a mi hermana a dar marcha atrás calle arriba.
 
Pero para su desgracia, mi madre, que había observado las maniobras desde su observatorio de la terraza, bajó corriendo las escaleras y corrió por mitad de la calle, obligando a parar a mi hermana, y continuó corriendo hasta llegar a donde el conductor del camión estaba descargando cajas de gaseosa.
 
Era un hombre de unos 35 años, con una fuerte apariencia física. Mi madre puesta frente a él, le asestó dos tremendas y sonoras bofetadas en ambas mejillas, y al mismo tiempo le decía a voces: ”ERES UN ABUSON Y UN SINVERGUENZA. Ahora mismo te subes al camión y das marcha atrás, como le has hecho tu a mi hija, que va a salir ella de la calle, antes de que tu vuelvas a entrar”
 
El repartidor atónito, mitad sorprendido, mitad asustado, subió a la cabina de su camión y dio marcha atrás. A continuación mi hermana salió de la calle con su utilitario, mientras mi madre, echando chispas por sus ojos regresó a casa, presa de una tremenda descarga de adrenalina y furiosa por el abuso de aquel hombre.
 
Mi madre, que era una persona extraordinariamente cariñosa y buena, tuvo en aquella ocasión, una iracunda reacción contra lo que consideró un insoportable abuso sobre una jovencita conductora, que además era su hija.
 
Todo lo anterior os lo cuento hoy, en homenaje a mi querida mamá, en el quinto aniversario de su fallecimiento, cuando contaba 94 años de edad.

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