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La revolución

L

Silvia C.S.P. Martinson 

Traducido al español por Pedro Rivera Jaro

Esto sucedió en 1964.
 
Había un cine en Porto Alegre que se llamaba Imperial. Era un buen cine. Era el más lujoso de la capital. Allí vimos muchas películas que han quedado en nuestra memoria y que aún hoy son famosas, tanto por las historias que en ellas se contaban como por los directores y actores que las interpretaban. Siempre que íbamos a las clases de piano de mi hermana, pasábamos por allí.
 
En aquella época, como cualquier joven inexperto, idealista y confiado en las teorías políticas y en los políticos, yo era partidario de las ideas socialistas, las que predicaban la igualdad entre los hombres, el bienestar y la educación para toda la población.
 
Entonces, había una gran manifestación en el centro de Porto Alegre a favor del presidente de la república, que, por cierto, era un hombre rico que poseía haciendas ganaderas y otras propiedades, llamado João Goulart.
El objetivo de esta manifestación era darle apoyo para que se mantuviera en el poder, ya que los militares querían derrocarlo.
 
Finalmente eso fue lo que sucedió
Ignorábamos, sin embargo, que aunque el pueblo lo apoyaba en esta manifestación, él ya había huido del país y se había exiliado en una de sus haciendas en el vecino Uruguay.
 
Aquella tarde, volvíamos de nuestra clase de piano en pleno centro de la ciudad, más concretamente en la "Rua da Praia", comúnmente conocida como Rua dos Andradas, cuando nos sorprendió esta manifestación popular frente al cine Imperial. La gente llevaba pancartas, banderas y hablaba por los megáfonos que existían en la época.
 
Nos detuvimos allí y nos quedamos extasiados, observando todo, con la mayor inocencia y sin darnos cuenta del peligro que corríamos.
Todo sucedió muy deprisa.
 
Entonces aparecieron soldados a caballo, utilizando bayonetas y otros artilugios para dispersar a la población, conducidos por sus animales al galope.
 
A mi hermana y a mí nos agarraron por los brazos y nos metieron en un edificio junto al cine cuando uno de esos soldados vino a toda velocidad hacia nosotras.
 
Aún hoy recuerdo aquellos fuertes brazos que nos salvaron. Pertenecían a un hombre cuyo rostro no puedo recordar debido al terror que se apoderó de nosotras en ese momento.
 
Nos metió en el edificio e inmediatamente cerró la puerta principal y nos dijo que nos quedáramos allí hasta que se calmaran las cosas.
 
Podíamos oír los gritos en la calle y a través de los gruesos cristales de la puerta veíamos a la gente correr en distintas direcciones, siendo pisoteada por caballos o detenida.
 
Permanecimos en aquel edificio, todos en absoluto silencio, hasta que llegó la noche y con ella cesaron los disturbios.
 
Salimos con cuidado del edificio y nos dirigimos al autobús que nos llevaría a casa.
En aquella época no había teléfonos móviles y no teníamos forma de comunicarnos con nuestros padres.
 
Cuando llegamos a casa, mi madre y mi padre nos abrazaron y lloraron de alegría porque por fin estábamos a salvo, ya que se habían enterado de lo ocurrido por la radio local.
Mi padre nos mantuvo en casa varios días, incluso sin ir al colegio durante un tiempo, porque los disturbios seguían produciéndose con frecuencia y había mucho peligro en las calles.
 
Hasta el día de hoy le doy las gracias mentalmente a ese hombre por habernos salvado la vida.
 
Éramos dos niñas a merced de unos contendientes que se desvivían por imponernos sus filosofías políticas, que, al final, han persistido hasta hoy sin que el pueblo vea realmente los beneficios que ambos propugnan.
 
La lucha por el poder continúa todavía en el día de hoy y los políticos siguen prometiendo lo que en realidad no cumplen, utilizando falacias, todo ello en nombre del pueblo.

Plaza Independencia

P

Carlos Bone Riquelme

La Plaza De La Independencia se encuentra ubicada en el centro de Concepción, rodeada de viejos tilos y con una pileta de agua donde danzaban indecorosos algunos peces de colores.
 
Junto a la pileta se encontraba una estructura desde donde se realizaban ritualmente, todos los domingos, la retreta familiar encabezada por el Orfeón del Regimiento Chacabuco y dirigida por el inefable Adriano Reyes.
Nosotros, los niños, esperábamos ansiosos, después de la misa, el sonido estridente de la música desfilando por Barros Arana en dirección a la plaza.
 
Mientras tanto, nuestros padres se sentaban en las bancas de madera, escuchando el sonido melindroso de los organillos, y saboreando un poco del maní confitado, comprado de aquellos barcos de latón ennegrecidos por el humo del carbón, y que vendían tanto maní como algodones de colores que se deshacen en la boca con sus azucares de sabores.
 
Las palomas se movían plácidamente en medio del gentío dominical, y los paseantes les dejaban su espacio hasta que más de algún chicuelo las correteaba en un juego que las palomas parecían conocer de memoria pues después de algún batido de alas volvían a regresar a los mismos lugares donde seguían nerviosas picoteando el suelo.
 
En la calle O’Higgins, mirando hacia el Portal, se apreciaban las Victorias con su negra cubierta que protegía a los pasajeros, y con sus caballos meneándose inquietos mientras esperan algún cliente.
 
Y allí aparecía la banda desde Barros Arana marchando marcial en dirección al edificio central, el quiosco, y por un momento, el mundo pausaba su andar, mientras la gente escuchaba embelesada los sones de alguna canción popular que a veces era coreada por los mismos soldados.
 
El sol se batía helado en esas primaverales tardes dominicales, pero no nos importaba. Y más de alguna vez, terminamos con la familia en el Baccarat degustando una primavera “sin alcohol” mientras nuestros padres bebían un Pisco Sauer espumante o una Vaina cremosa espolvoreada de Canela, que se amortiguaban con los pequeños y deliciosos canapés cubiertos con esos rojos pedacitos de pimentón.
 
En aquella hora ya se habían comprados las empanadas rituales en el Viejo “Claramunt”, más tarde seria, “Le Cordón Bleu”, y nosotros los más pequeños soñábamos con la matinée en el cine “Ducal”, antiguo, “Roxy”.
 
Y así corrían los domingos de nuestra ciudad-pueblo, donde todos se conocían y donde todos éramos familia.
 
En esa misma plaza fuimos testigos, desde un pequeño televisor Bolocco de 12”, de la llegada del hombre a la luna. Que nos llegó en blanco y negro, y la imagen era tan pequeña pero la emoción tan grande.
 
Ese era el Concepción antiguo, con la “Fuente de soda Palet”, con el “Quick Lunch”, la “confitería Congo”, “el Pujol”, “el Quijote”, el “Mocambo”, el “Nuria”, la sala de té “Palet”, la más elegante en Concepción, más tarde seria “La Hormiguita”, y el “Llanquihue” con sus deliciosos Hot-Dogs.
 
Y debo reconocer que yo soy un fanático de los perros calientes. En cada lugar que he visitado, he corrido a esos puestos callejeros y he probado uno, reconociendo con decepción, o quizás con renovada alegría, que los del Llanquihue eran los mejores, inevitablemente.
No fueron superados por el conocido.” Domino”, de Santiago o. “el León”, de Viña del mar.
 
Y así, cada vez que regreso a Concepción la nostalgia me invade pues ya nada es igual, como tampoco son lo mismo los jamones y embutidos del, “Emporio alemán”. Hoy, ya cerro también, “Pastelería Saure”, la vieja pastelería de los hermanos Saure.
 
Fui amigo de uno de los hermanos, el gordo Roberto Saure. Un personaje que ya recordare con la misma nostalgia con que hoy recuerdo otros lugares y otros personajes como la querida Carmencita Páez de la “Botonería Carmencita”. O Vilma Papas de la, “reparadora Gina” y “Parlare”. O Eudaldo Anglada del “Gongs coctel grill”. O Miguel Torregrosa de, “la Tranquera”, y el “hotel Bio- Bio”; o los hermanos Marzano dueños del “Nuria”, donde tantos perros muertos hice, y que luego le cobraban, sin que yo lo supiera, a mi abuelo, o a mi madre.
 
Ellos me dejaban arrancar, y creyendo que yo era el más vivo de este cuento, luego me enteraba que era el más tonto.
 
Lo mismo hacia el dueño de la Fuente Alemana. Y algunos otros que me conocían y que compadecían a mi madre por el descarado de hijo que tenía.
 
Recuerdo “la Hormiguita”, salón de té donde pase muchas horas saboreando los deliciosos pasteles “achantillados”; como olvidad esas, “selvas negras”.
 
Mis recuerdos me llevan a muchos lugares, algunos no tan sacros como la, “Boîte Olga”, donde muchas noches ya pasados de copas terminamos alguna fiesta en compañía de las primas, encantadoras y comprensivas, más comprensivas que nuestras novias y que escuchaban nuestras penas de amor con interés exacerbado por la cuenta que la vieja Uve nos presentaría inexorablemente.
La “Boîte Nubia”, la que secundaba a la tía Olga.
 
Hace unos días recordaba al, “cacharro Tibaud”, gran boxeador y contador de chistes, quien decía que a la Uve solo le bastaba apretar un cheque bajo el sobaco para saber si tenía fondos.
 
“La Capilla”, el “Castillo”, la “chichería”, el “Molino”, el “Rincón de Fito”, y tantos otros lugares donde separamos los días de las noches y donde dejamos el invierno escapar lento pero seguro.
 
Nuestro Viejo Concepción se perdió en los sueños de Túneles Morados de nuestro consagrado escritor Daniel Belmar, al que algún día visite con Solveig Belmar, y donde el me mostro su viejo libro de visitas con firmas y poemas inéditos de Pablo de Rokha, o Pablo Neruda, o Violeta Parra.
 
Leí ensimismado palabras que resonaron desde lejos, de ellos y tantos otros que adornaron su mesa en aquellos cuarenta y cincuenta, bohemios y poéticos.
 
Y así, cuando regreso a Concepción, regresos que son inevitables, pero decepcionantes, pues los viejos lugares han ido cerrando, y los viejos edificios con sus casas señoriales fueron demolidas para dar paso a edificios altos con balcones floreados, pero sin historia que contar.

Un día diferente

U

Silvia C.S.P. Martinson 

Traducido al español por Pedro Rivera Jaro

Caminaba por la calle cuando, no sé muy bien por qué, recordé algo que sucedió en mi infancia.
Era el 24 de diciembre. El día de Navidad. Ese día, a las 12 de la noche, Papá Noel solía dejar regalos bajo el árbol de Navidad. Es el día en que se conmemora el nacimiento de Jesucristo.
 
En mi casa siempre se ha cumplido esta tradición. Y en casa de mis vecinos también.
Entonces no había bombillas para decorar el árbol de Navidad. Sólo había bolas de colores, que eran de cristal o cerámica y se rompían con facilidad.
 
Varias veces, al decorar el árbol con estas bolas, se nos caían y se rompían en mil pedacitos. Durante muchos años las guardé como recuerdo en mi casa.
 
Las guirnaldas de adornos eran caras y estaban hechas de papel de aluminio cuando era plateado, o las había más baratas de papel teñido de verde.
 
Los adornos luminosos consistían en pequeñas velas de cera de colores, que se encendían con cerillas y ardían lentamente, dando a la habitación un resplandor titilante que encantaba a todos, a pesar del peligro que ofrecían. Los árboles eran siempre pinos recogidos en los bosques locales.
Nuestro vecino, el Sr. Osvaldo, se lucía todos los años colocando un hermoso árbol de Navidad.
 
Que yo recuerde, cada vecino intentaba que el suyo fuera más bonito que el de los demás, más alto, mejor iluminado, más decorado y con un belén precioso en su base.
 
Este belén estaba formado por imágenes de cerámica que representaban el nacimiento del niño Jesús, su familia, el establo donde nació, los Reyes Magos y el paisaje circundante.
 
Entre los vecinos, y esto me lo parece hoy, había casi una competición no declarada pero evidente sobre quién podía hacer el árbol más bonito de la calle. No en vano, después de medianoche solían visitar las casas de los demás para abrazarse y felicitarse la Navidad, cuando admiraban y alababan, no sin un poco de envidia, el trabajo realizado.
 
Los árboles se compraban en determinadas calles donde los exponían vendedores que se colocaban allí para venderlos.
 
Recuerdo que los precios variaban según el tamaño y la belleza del árbol expuesto.
Los hombres del barrio salían temprano a comprarlos.
 
Las mujeres se quedaban en las cocinas para preparar la cena de Navidad, que solía consistir en un pavo asado acompañado de ensaladas, arroz y fruta confitada para los que podían permitírselo.
 
A los niños nos tocaba ayudar a decorar el árbol, lo que nos daba mucha alegría cuando nos lo pedían.
 
Por la tarde nos duchabamos y nos preparabamos para la esperada cena. Esperada, sí, porque después de ella nos inducían a salir para la Misa del Gallo, que tenía lugar a las 12 de la noche.
 
Y para "sorpresa" de todos los niños de mi época, Papá Noel ya había pasado por nuestras casas y había dejado al pie del árbol un regalito que variaba en calidad según las posibilidades de cada familia.
 
Sin embargo, aún recuerdo aquella Navidad en particular en la que el señor Osvaldo armó un gran árbol y le puso muchas velas encendidas, y fueron al comedor a cenar. Estaban allí cuando sintieron un fuerte olor a quemado.
Fueron a la habitación donde estaba el árbol y éste no hacía más que arder, quemando casi todo a su alrededor.
 
La casa era de madera y las llamas llegaban ya al techo, que afortunadamente era muy alto.
Con gran esfuerzo, toda la familia y los vecinos ayudaron a apagar el fuego.
 
La Navidad fue una época triste para todos los amigos del barrio que, de una forma o otra, ayudaron a esta familia al menos en términos de consuelo espiritual, ya que las fiestas habían terminado para ellos.
 
Eran mis amigos de la infancia, sus padres trabajaban duro y eran personas que se esforzaban por mantener a sus hijos y darles una educación.
Y como todo en la vida...
Así fue.

Dar el paseo

D

Pedro Rivera Jaro

Antes del estallido de la Guerra Incivil española en Julio de 1936, mi padre de nombre Félix, contaba con 13 años. Cuando yo era niño me contaba en secreto, porque entonces todas las cosas relacionadas con la República estaban prohibidas, cómo, en los anocheceres llegaban furgonetas, a los campos de trigo y cebada cercanos al Barrio de la Perla y a la Colonia Ferrando, en el sur de Madrid, aunque entonces pertenecían al pueblo de Villaverde, donde vivían, llevando a las personas a las cuales iban a ejecutar, de uno o varios disparos. Lo que llamaban “darles el paseo”.

Mi padre y sus amigos que vivían por allí cerca, lo observaban todo en silencio y tumbados en el suelo, escondidos para que no pudieran ser descubiertos. Luego en la mañana, mi madre que era de la misma edad que mi padre y que vivía en el cercano Barrio de San José, junto a la Colonia Popular Madrileña, que anteriormente se llamaba Colonia de Alfonso XIII, y que en la actualidad es la Colonia de San Fermín, recorrían las veredas de los sembrados buscando los cuerpos de aquellos que habían recibido los disparos, que habían oído por la noche. Mira, aquí hay uno, y allí veo otro. Fíjate, a éste le han puesto un puñado de espigas en la boca, como si fuera a comérselas. Era otra humillación, al comparar persona y mula o burro, por comer iguales alimentos.
Otro atardecer, casi anochecido, en una tierra donde se descargaban escombros y hacían formas de montones sucesivos, se escondieron cuando observaron que se aproximaba una furgoneta. Los que venían en ella, pararon el vehículo y se bajaron de él cinco personas.

Tres de esas personas llevaban pistolas en sus respectivas cartucheras. De los otros dos, uno iba vestido con un mono oscuro, y lo mismo que el quinto no iba armado. Aquel hombre del mono oscuro repetía a voces, una y otra vez: Solo quiero que me digáis porqué me vais a matar. Después de preguntarlo varias veces, uno de los que llevaba pistola le contestó: ¿Te acuerdas del baile que hiciste en tu garaje el día de San Isidro, y al que cuando quise entrar yo, tu no me lo permitiste? El del mono contestó: Si me acuerdo. Y el de la pistola respondió en alta voz: Pues por eso te vamos a matar ahora. Entonces el del mono oscuro, le dio un fuerte empujón con sus manos y le tiró de espaldas e inmediatamente echó a correr por entre los montones de tierra alejándose de allí, y en dirección del lugar donde mi padre y sus amigos estaban escondidos.

Los hombres de las pistolas empezaron a disparar intentando derribar al que huía, sin conseguirlo, pero mi padre me contaba que veían los fogonazos de cada disparo en la oscuridad de la noche que avanzaba, y que oían silbar las balas por encima de sus cabezas, y aterrorizados pegaron sus cuerpos a la tierra, permaneciendo inmóviles.

Al cabo de un rato, aquellos hombres se habían marchado en la furgoneta y se hizo el silencio. Mi padre y sus amigos se fueron levantando, con el susto todavía en sus cuerpos, y se marcharon para sus casas. Yo he pensado muchas veces sobre la injusticia que querían perpetrar contra aquel hombre que consiguió escapar. Y también pensé que cuando acabó la guerra, si aquel hombre aún vivía, buscaría la venganza sobre aquel que había querido asesinarle.

Night and Day

N

Carlos Boné Riquelme

Las noches y los días se confunden en un solo correr de las horas, que casi no dejan respirar. Caminando por Las Heras en dirección a Castellón entre baldosas quebradas y veredas estrechas, no puedo dejar de admirar los adoquines de la calle que se curvan al llegar al borde de la acera, mientras un carro que transita lento debido a los golpeteos de los neumáticos contra ellas se detiene por un momento en una esquina dejando descansar por un segundo a su conductor, que después de inhalar un poco de aire, se atreve a seguir por estas calles que aún recuerdan las avenidas de principios del siglo veinte.

Giro rápidamente en la esquina de Castellón y veo como una pendiente suave que me lleva quizás más rápidamente a mi destino; allí queda la vieja casa de pensión donde mi “cumpa” Pedro Navarrete vivió en aquellos tiempos de universidad. Mas abajo, la calle Carreras me espera con sus carretones que se mueven con su carga en diferentes direcciones, mientras las desvencijadas micros que unen los puntos cardinales de la ciudad y sus alrededores, le hacen quite entre murmullos y gritos procaces.

Carreras aún se extiende estrecha, aunque ligeramente más amplia que las calles del centro de la ciudad. El comercio se desparrama entre casas particulares y carretones de la panadería “penquista” que se reparten por los múltiples barrios de Concepción. Llego hasta la esquina de Barros Arana donde aun esta el hotel City con sus ventanales de vidrios grandes, y aquellas casas que datan de comienzos de siglo y que dan alojamiento a una librería y al restaurante “Cyros”, mientras el edificio de los tribunales se alza imponente mostrando su curvatura impúdicamente a mi mirada que se desliza a la entrada de aquella galería que recorre desde Castellón a Barros.

En ese oscuro corredor alguna vez estuvo la compañía de electrodomésticos llamada “Electrolux a la cual representamos con mi amigo Pedro Riquelme Bastias,”. El tiempo nos ha dejado adelante mientras él se pierde en la distancia de los recuerdos, en aquellos momentos que me pasean por un Concepción que ya no existe.

Cada vez que regreso a esta ciudad que me abrazo en mi adolescencia y luego me eructo en los 80 hacia Miami, siento algo que es mezcla de emoción pues me parece encontrar en cada esquina a algún amigo, quizás un pariente, o conocido, de esos que solo forman parte de la hilera de memorias que pueblan mi mente. El tío José caminando lento, con su sombrero “jipi-japa” y su bastón de mango metálico hacia la plaza.

Me choco con el “tío”, aquel muchacho alto, delgado, de ojos claros al cual le faltaban los dientes delanteros y que, apuntándome con una pistola de plástico, me gritaba desde detrás de uno de los carros estacionados a lo largo de la vereda, “te mate tío, te mate”. Los hermanos Montana parados a la entrada del edificio Tucapel.

La pastelería “Roggendorf” casi al llegar a Tucapel, chocándose con el “liceo Santa Filomena”, y al frente, la casa donde vivía nuestra profesora de música, la señorita Gneco. Mas allá, las ruinas que aún estaban del antiguo teatro Concepción, del cual solo quedaban las escalinatas, en las cuales yo solía sentarme en los días soleados, y el edificio parcial, donde en el tercer piso funcionaba la sala de ensayos de Teatro de la Universidad de Concepción (TUC).

Al frente, el hotel “Splendid”, al cual no se puede dejar de recordar por sus “bistec a lo pobre”, los mejores de la ciudad. A lado, el cine “LUX”. A la vuelta por Orompello, la compañía de bomberos. Posiblemente aun sobrevive por necesidad ciudadana. El resto de mis recuerdos se ha ido despoblando junto con la llegada de la “modernidad”. Nuevos edificios, quizás un “mall”, mas allá, una AFP, y más de algún café.

Nada es lo mismo, me repito incesantemente. Tampoco encuentro las caras conocidas que solía ver en mis días vagando por el centro. Los hermanos Jarpa, los cuales caminaban rápido y semi encorvados, pero sin dejar de hablar y mirar rápidamente a su alrededor. Carlos Quinteros con su tostado y aire tropical que más de algún mal rato le jugo después de 1973. Romilio Romo, saliendo de su apartamento en el vientre de un edificio en Tucapel y la Diagonal.

Pero aun caminan esas calles los cientos de estudiantes de la Universidad que son parecidos a aquellos de esos tiempos. Los estudiantes tienen la capacidad de trascender el tiempo y los recuerdos con sus cuadernos apretados al pecho, o colgando de cualquier bolsón o morral, mientras más de algún “pucho” se balancea de los labios. Y a lo lejos, la Plaza Perú. Todos estos lugares los he recorrido Day and Night, aun en mis sueños. Como la canción de los Beatles.

La vuelta

L

Silvia C.S.P. Martinson

Traducido al español por Pedro Rivera Jaro

Cuando estudiaba en la universidad por las tardes para convertirme en abogada, solía volver a casa muy tarde porque las clases normalmente terminaban sobre las 10.30 o 10.40 horas.

Como tantos otros estudiantes, también volvía a casa en autobús, porque la universidad estaba situada a unos 30 o 40 kilómetros, en una ciudad llamada São Leopoldo, que quedaba muy lejos de la capital donde yo vivía.
Salíamos juntos y llenábamos el último autobús que nos esperaba junto a la universidad.

Intentábamos sentarnos juntos en el autobús si nos bajábamos en el mismo punto.
Como aún tenía que coger otro autobús para volver a casa, eso significaba que tenía que bajarme en el centro de la capital y cruzar calles oscuras, donde las prostitutas ejercían su oficio, hasta llegar a la marquesina donde se encontraba el autobús que me llevaría a mi destino.

Antonio y Vera fueron siempre mis compañeros de viaje. Cuando no era uno, era el otro.

Antonio estaba en el último curso de la universidad como yo, pero estudiaba Económicas y Vera estudiaba Derecho conmigo. Éramos inseparables.

Él, un guapo y simpático moreno de Río de Janeiro, ya estaba casado, recién casado con una chica preciosa, hija de padres portugueses del norte de nuestro país.

Vera y yo éramos solteras, pero ya comprometidas con nuestros futuros maridos.
En una de aquellas noches de vuelta a casa, vivimos dos experiencias inolvidables.
La primera fue cuando Antonio y yo llegamos al centro de la ciudad y, como de costumbre, tuvimos que cruzar las calles donde se encontraban los burdeles.

Caminábamos deprisa, evitando a las "señoritas" que ya estaban allí, cuando una de ellas, semidesnuda, se acercó y me empujó contra una pared, diciéndome que no podía "trabajar" allí porque le estaba haciendo competencia desleal. Inmediatamente agarró a Antonio del brazo e intentó llevarlo de vuelta a su "hábitat".

Antonio, que era un gran bromista, empezó a reírse a carcajadas y ágilmente se deshizo de ella, me agarró fuertemente de la mano y echó a correr.

Llegamos a la parada donde pude subir al autobús, nerviosos y riéndonos mientras comentábamos lo que había pasado. Luego cada uno siguió su camino.

Hoy vive en el norte de nuestro país, es mayor. Hemos mantenido una amistad de más de treinta años y creo que aún puede recordar lo que pasó aquella noche.

Lo otro nos ocurrió a Vera y a mí cuando volvíamos una noche por la misma carretera. No había otra carretera que pudiéramos cruzar para llegar a nuestro destino.

Vera era muy guapa y vistosa, con un temperamento fuerte y sin pelos en la lengua. Cuando tenía que responder mal a alguien que se atrevía a verbalizar contra ella, lo hacía rápida e inteligentemente. Su versatilidad y creatividad eran increíbles.
Se convirtió en una gran abogada.

Bueno, sin más preámbulos, vamos a contarles lo que pasó la otra noche con nosotras dos.
Bajamos del autobús y nos dirigimos a las malhadadas calles.

Una "señora" nos interrogó, interrumpiendo nuestro paseo: ¿por qué estábamos allí?
Furiosa, nos amenazó con un puñal -creo que estaba drogada- diciendo que las mujeres que podían estar allí eran las de su "profesión" y que, por lo tanto, nos iba a apuñalar, a lo que Vera la disuadió rápidamente diciéndole que se equivocaba. "¿No ves, querida, que no somos mujeres? Somos hombres disfrazados buscando a otros que nos hagan compañía...".

La prostituta, sorprendida por esta respuesta, guardó su puñal y rió a carcajadas.
Rápidamente abandonamos la calle y nos dirigimos a los autobuses que nos llevarían a casa después de un duro día de trabajo y una noche de dedicación a nuestros estudios y un merecido descanso.

Hasta el día de hoy recuerdo aquella época con alegría y las muchas y buenas experiencias que vivimos.

No volví a saber nada de Vera.

La ciudad cambió, al igual que sus hábitos y costumbres.
Los burdeles han cerrado sus puertas y las prostitutas de entonces, si no han muerto, están viejas y gastadas.

Las nuevas prostitutas ya no circulan por las calles sólo de noche; hoy lo hacen de día y se comunican cómodamente por teléfono móvil, donde cuelgan sus fotos más seductoras en Internet, en páginas donde exponen su "profesión".

Sin olvidar que con la difusión de las drogas y el libre acceso de los traficantes a estas mujeres, la policía también se ha vuelto más vigilante, teniendo incluso que emplear a veces más energía de la legalmente permitida para dispersar a estos grupos tan perniciosos.

 
 

Antes de la guerra: Mi abuelo Pedro

A

Pedro Rivera Jaro

Mi abuelo Pedro, antes de comenzar la guerra mal llamada Civil, había terminado de pagar el tercer camión que había comprado. Sufrió los inconvenientes de una denuncia falsa que le acusaba de ser fascista, hasta que demostró que nada tenía que ver con la política. El era un hombre que nunca supo leer ni escribir, pero que sin embargo conocía las documentaciones de cada uno de los vehículos por el color y por el dibujo que formaban las letras que llevaban escritas.

Mi madre y mi primo Joselín, a preguntas mías cuando yo era un niño, sobre cuáles eran las marcas de los camiones que tenía el abuelo Pedro, me decían que un Chevrolet y un Ford americanos y un Pierce francés.

Cuando estalló la guerra, la República requisó los tres camiones de mi abuelo, sin preocuparse de cómo iba a sobrevivir mi familia sin las herramientas con las que se ganaban la vida.

El marido de mi tía Felisa, mi tío Juanito, consiguió enrolarse de conductor de uno de los camiones con el objetivo de controlar a donde le llevaban y que vida traía. Ese camión, el Chevrolet fue el único que al final de la contienda recuperaron en un desguace, hecho una ruina, y como mi tío Juanito sabía de mecánica, ayudado por mi primo Joselín, recompusieron el camión, buscando piezas de otros camiones amontonados en los desguaces, y así pudieron empezar otra vez a ganarse la vida, después de tres años desgraciados de muerte, destrucción y ruina del pueblo español, que como siempre pasa, sin tener culpa de las decisiones de los políticos, es el que paga los platos rotos.

Con el estallido de los militares contra la Segunda República Española, la zona del sur de Madrid, que en aquellos años pertenecía a Villaverde, donde vivía la familia de mi madre en la Colonia Popular Madrileña, que había sido en la Monarquía Colonia de Alfonso XIII y que en la actualidad se llama Barrio de San Fermín, y la de mi padre en la colonia Ferrando, se formó un frente de guerra y sus habitantes fueron evacuados a la calle de Serrano, próxima a Goya y otras calles del centro de Madrid.

Me contaba una vecina antigua de mi familia, la señora Emilia Arias, la mujer del tío Rivera y madre de Polo, Eugenio, María, Guille, Pepa, Pedro, Emilita y otra chica mas cuyo nombre no recuerdo y que era muy guapa y se casó con Helios, un buenísimo jugador de futbol, que mi tío Perico estuvo corriendo por los tejados rompiendo las tejas, porque decía que prefería romperlas él antes de que las rompieran las bombas.

Hacia 1962 más o menos, siendo yo un niño de 12 años, estaba jugando con mis amigos, y de pronto se hizo un agujero en el suelo de la calle Fitero, que resultó ser una antigua trinchera de cuando la guerra, que estaba llena de proyectiles de fusil. Otro día en las huertas que había un poco más abajo, cerca del río, apareció un obús al cavar las viñas y enseguida acudió la pareja de la Guardia Civil y algunas personas especialistas en explosivos para detonarlo y evitar daños personales.

Mi primo Joselín me contaba que recién acabada la guerra, que él tendría como 10 años, recogían proyectiles de todo tipo que estaban tirados por las trincheras, lo hacían un montón, y sacaban pólvora de unas cuantas balas, hacían un reguero y poniéndose a cubierto, lo encendían. De pronto explotaban todos los proyectiles y formaban un tremendo estruendo. Así es como se divertían aquellos niños de los años del hambre.

Otro día encontraron enterrado un cofre conteniendo los objetos de culto de la iglesia de nuestro barrio, el cáliz, la patena, etc., que habían enterrado antes de la guerra y enseguida avisaron a los guardias que vinieron y lo llevaron al sacerdote de la parroquia.

Un día estábamos mis amigos y yo cavando un agujero para jugar como si fuera un garaje, con aquellos cochecitos de madera y cartón que teníamos de los Reyes Magos, y llegó mi madre corriendo y regañándonos, porque justamente allí donde estábamos jugando, había habido una batería de Artillería y tenía miedo de que quedara enterrado algún obús.

Yo conocía al hijo de doña Lola, al cual le faltaba un ojo y un brazo por una explosión inesperada mientras jugaban sus amigos y él.
Cuando los habitantes del Sur de Madrid (Villaverde) fueron evacuados, se les llevó al barrio de Salamanca, donde los propietarios de muchas de las casas, habían huido por miedo a las represalias de grupos de descontrolados republicanos, cuyas acciones violentas se producían cada día contra bienes materiales y personas que fueran acusadas de ser de derechas, lo fueran realmente o no lo fueran. Eran casas espaciosas y repartían a cada núcleo familiar un número de habitaciones con arreglo al número de personas que compusieran dicho núcleo, y la cocina y los baños eran de uso común para todos los que vivían dentro de cada casa.

Las casas conservaban los muebles de los propietarios y recuerdo que mi padre me contaba como mi abuelo Apolonio guardó dentro de una habitación todos los muebles que había en las estancias que le habían adjudicado a la familia, y cerró con un candado, que nunca se abrió, hasta que al final de la guerra volvió el dueño, pero eso lo contaré mas tarde.

Durante la guerra la gente que no tenía forma de combatir el frío en invierno, hizo astillas con los muebles y los quemaron. Se cortaron muchos árboles en aquel tiempo porque había necesidades primordiales que atender, como guisar o calentar las casas, y no tenían más remedio que hacerlo así.

La casualidad hizo que mi familia paterna y mi familia materna, fueran alojadas en casas que separaban pocos portales en la misma calle de Serrano. Así me lo contaban mi madre y mi padre, cada uno por su lado y coincidiendo ambos.

Los varones que estaban en edad de acudir a filas, fueron enviados a combatir con el ejército de la República desde el primer momento, y los que todavía eran demasiado jóvenes fueron incorporados más adelante, en las quintas que fueron denominadas del Biberón y del Chupete. En estas se incorporaron mi tío Perico, hermano de mi madre y mi tío Emeterio, hermano de mi padre, al cual le llevaron a los montes Universales para combatir.

De mi tío Perico, que había empezado a torear antes de la guerra y que había toreado dos corridas con el nombre de Pedro Jaro El Arenerito, porque trabajaba con un camión de mi abuelo, sacando arena del río Manzanares y llevándola a las obras de construcción, se acabó su trayectoria en los ruedos y según he oído estuvo de conductor con el General Miaja.

Claro que también he oído que estuvo combatiendo en Gandesa, pero ni de esto ni lo del General tengo certeza, porque no querían hablar de estas cosas, máxime que pasaron por grandes sufrimientos después de acabarse la guerra, porque las denuncias falsas acusaron a mi abuelo Pedro, al hermano mayor de mi madre, mi tío Lorenzo y a mi tío Perico, de pertenecer al Socorro Rojo.

Mi madre me contaba que Lorenzo enfermó del estómago a causa de las palizas recibidas en los interrogatorios y, tenía fuertes hemorragias de sangre. En cuanto a mi tío Perico, decía asimismo mi madre, que conservó durante mucho tiempo la espalda llena de las señales de los latigazos que le propinaron en los interrogatorios, cuando le decían que confesara donde tenía escondidos a los rojos, y él contestaba: “Ustedes me pueden matar a golpes, pero yo no puedo decirles algo que desconozco”. También me decía mi madre que le quedó la espalda como al protagonista de la película “JUSTICIA CORSA”, sobre la que he consultado y es un film de 1941 dirigida por Gregory Ratoff y protagonizada por Douglas Fairbanks, Ruth Warrick y Akim Tamiroff, basada en la obra escrita por Alejandro Dumas, Los Hermanos Corsos. Se salvaron gracias a la intervención de un comisario de policía, cuyo nombre no voy a citar aquí, que era amigo de mi tío Lorenzo y consiguió con su aval personal que les dejaran en paz. No obstante mi tío Perico, después de tener 3 años de guerra, tuvo que servir otros seis años en el Servicio Militar. Entonces era obligatorio.

Quiero poneros por escrito una canción de las que oía cantar a mi tío Perico, cuando no se daba cuenta de que yo le podía oír, y decía así: Si me quieres escribir // ya sabes mi paradero. // Si me quieres escribir // ya sabes mi paradero.// En el frente de Gandesa // primera línea de fuego.// En el frente de Gandesa // Primera línea de fuego.

Durante los dos primeros años de guerra, Madrid soportó los bombardeos de la aviación nacional.

Mi padre me contaba que sonaban las sirenas de aviso y tenían que salir corriendo hacia la boca de Metro de Goya, y dentro de los túneles se refugiaban hasta que cesaban los bombardeos y podían volver a sus casas.

También me contó mi padre que en un permiso que tuvo mi tío Luis y vino del frente a pasarlo en casa con la familia, sonó la alarma que les avisaba de que venían LAS PAVAS, como denominaban a los bombarderos que soltaban las bombas de 500 kilos. Mi tío Luis, por más que mi tía Lucía tiraba de su brazo para que se viniera corriendo al refugio del Metro, se negaba a levantarse de la cama. Al fin mi tía lo consiguió y se fueron a resguardar en el túnel. Cuando pasó el bombardeo y volvieron a casa, en la cama donde estaba durmiendo mi tío Luis había un trozo de metralla que había entrado por la ventana de la habitación.

En el final del otoño de 1938, solo restaban unos meses para el final de la mal llamada guerra Civil española. En Madrid escaseaba la comida y hasta el pan que era oscuro, elaborado con centeno, en vez de con trigo, estaba racionado. Ese pan racionado lo reservaban para que lo comiera el niño, mi primo Joselín que debía de estar por los 9 años.

Mi abuela Saturnina acababa de morir y mi madre y mi primo vivían junto con mi abuelo Pedro y tenían muchas dificultades para comer. Eso unido a los bombardeos, y a la falta de calefacción, animó a mi abuelo Pedro a seguir el consejo de mi tía Visitación - que era la esposa de mi tío Lorenzo, que era natural de La Alberca, provincia de Murcia -, para que se marcharan a vivir a su pueblo en las cercanías de la capital Murciana, a casa de su familia, mi abuelo con mi madre y el niño, porque allí no bombardeaban los aviones y la Huerta de Murcia ya estaba en plena producción de naranjas, que como ahora eran un maravilloso alimento. Hicieron caso de su consejo y se fueron a Murcia, donde mi querida mamá me contaba que era preciosa aquella tierra, que mi abuelo compraba las naranjas por medios sacos, en las mismas huertas, y que saciaron su hambre hasta el fin de la guerra el 1º de Abril.

Mamá toda la vida recordó con cariño a Murcia, su huerta y sus naranjos.

Yo recuerdo que mi madre disfrutaba comiéndose una naranja igual que los niños disfrutan chupando una piruleta, y ha sido así hasta su fallecimiento en 2017 con 94 años de edad.

Al acabar la contienda fratricida mi abuelo acababa de venir a Madrid para atender sus asuntos de negocio, y telefoneó para que se volvieran en tren a Madrid mi mamá y mi primo. Tomaron un tren de mercancías, medio desvencijado, que tardó casi dos días en llegar a Madrid, y en el trayecto ya podéis imaginar de que se alimentaron… Efectivamente: naranjas a discreción.

Ahora les esperaba la posguerra, cuyos primeros años fueron terroríficos para el pueblo humilde de España.

Para empezar, cuando volvieron a sus hogares en el sur de Madrid, en Villaverde, sus viviendas estaban destruidas por efecto de las bombas, habida cuenta de que aquellos barrios habían constituido un frente de guerra. La colonia Popular Madrileña estaba destruida igualmente. Hubo que empezar a reconstruir primero las viviendas donde refugiarse.

Es curioso como el ser humano busca lo caminos más escondidos con objeto de solucionar sus necesidades.

Cuando la gente fue evacuada, en algunas casas con jardín existían jaulas con conejos, conejos que no podían llevar a los alojamientos que les iban a conceder, por lo cual soltaron a los animales y les dejaron en libertad. Cuando volvieron al cabo de tres años, aquellos conejos dejaron su descendencia entre las ruinas de las casas de la Colonia que pasó a llamarse de San Fermín.

Me contaba Joselín que el padre de un amigo mío, que se apellida Rico, se hizo un habilidoso trampero y todos los días capturaba conejos para su sustento, con los lazos que ponía en los pasos que tenían entre las ruinas.

Tendremos que hablar de todo lo que hemos conocido como estraperlo, que no era sino la necesidad de sobrevivir de todo un pueblo, frente al hambre que asolaba el territorio español y veremos pruebas de ingenio.
Por eso mi padre decía que estudia más un hambriento que cien abogados.

El poeta

E

Silvia C.S.P. Martinson 

Traducido al español por Pedro Rivera Jaro

Era un domingo soleado. El cielo azul profundo no albergaba nubes, ni blancas ni negras que se atrevieran a oscurecer la belleza de aquel momento.

En el paseo marítimo, la gente caminaba ajena a lo que ocurría a su alrededor, estaban inmersos en sus pensamientos, ansiedades, deseos o quizás hasta incluso frustraciones.

Y así, paseando y pensando en cómo podría resolver todos los problemas que tenía en su vida, se sentó en la cálida arena.

Allí se sentó durante largo rato relajando su cuerpo, desconectándose y disfrutando al mismo tiempo de las bendiciones que ofrecían a su físico y a su visión: las olas del mar, donde se posaban las gaviotas en busca de comida, así como el reconfortante calor del sol que le bañaba con su luz, haciendo que sus pensamientos volaran a lugares distintos de las tensiones de la vida cotidiana.

En esos momentos, se olvidaba de su familia, de su falta de amor hacia él, de lo insignificante y despreciable que creían que era y de que sólo le tenían con ellos para cubrir sus constantes necesidades.

La indiferencia de todos hacia sus necesidades y sentimientos le hería profundamente.
A menudo pensaba en suicidarse, pero su educación y su respeto por la vida se lo impedían.

Estaba tan ensimismado observando y contemplando este momento en la naturaleza que sólo ahora se dio cuenta de la presencia de un hombre muy cerca de él. Él le observaba atentamente. Llevaba en la mano un cuaderno y un bolígrafo con los que tomaba notas.

La curiosidad se apodera de él y comienza a observar a aquel hombre.

El escribía deprisa con tanta diligencia y empeño, y con cierta impaciencia.
Su curiosidad pudo más que su discreción y, aprovechando un momento en que el otro hombre no escribía, le preguntó qué hacía con tanta diligencia y obstinación.

El otro, con una sonrisa amistosa en el rostro, le respondió que era escritor, más exactamente poeta.

Luíz, porque así se hacía llamar el viajero, preguntó entonces al poeta, sin poder contener ya su curiosidad, si podía leer lo que estaba escribiendo, a lo que el interpelado respondió que sí, pero que el poema aún necesitaba ser pulido y que, sin duda, aún estaba inacabado.

Luego en el siguiente acto le entregó el cuaderno en el que estaba escrito el mencionado poema:

EXALTACIÓN
Autor:.....
Traducido por:....

Mil colores refleja el agua cristalina
en las olas que se extienden.
Es el sol que nos ofrece
el cielo azul de este día.
El alma alegre exulta
ante la intensa belleza, y se extasía
se funde en todo y en esta magia
vuela con los pájaros y en la alegría
hasta el infinito se eleva y planea…
Se despide de lo que le angustia
vibra, baila, canta y en hosannas,
nuestro pan, agradece a la Vida

Luiz, emocionado hasta las lágrimas, dio las gracias al extraño poeta, cuyo nombre ni siquiera conocía, por permitirle leer y por aportar una nueva visión a su vida en aquel momento.

El poeta le sonrió, le tendió la mano a modo de despedida y le dijo que el poema era para él, el caminante, ya que sentía su dolor al verlo allí sentado.

Luíz se levantó, miró una vez más al poeta, al mar y a las gaviotas que ahora levantaban el vuelo.

Aún emocionado, siguió caminando lentamente, dejando sus huellas en la arena húmeda de la playa.

Estudia más un hambriento que cien abogados

E

Pedro Rivera Jaro

En algún escrito anterior ya os contaba que España fue aislada por las democracias europeas, vencedoras de la II Guerra Mundial, por estar bajo el mandato del General Francisco Franco Bahamonde, y considerar que era fascista, porque estuvo apoyado por Hitler y Musolini, durante la Guerra Civil española contra la Segunda República.

Hasta que en 1959 el Presidente norteamericano Ike Eisenhower, cerró con el General los acuerdos de instalación de bases “conjuntas”, en Rota, Torrejón de Ardoz y Zaragoza.

En realidad, el supuesto castigo a Franco, a quien castigaba de verdad era al pueblo español, que carecía de lo más necesario para sobrevivir. Enfermedades como la tuberculosis y la polio, se cebaban sobre adultos y niños, al carecer de medicamentos como la penicilina y los tratamientos necesarios.

Del Plan Marshall, que sembró Europa de dólares al acabar la Segunda Gran Guerra, a España no llegó ni uno solo.

Fue la época de las cartillas de racionamiento y del estraperlo de alimentos, en la que se intentaba burlar a la Fiscalía de Consumo, introduciendo de matute, escondidos entre las ropas y otros lugares más inverosímiles, en las ciudades, donde, a diferencia de las zonas rurales, no se producían dichos alimentos, y escaseaban en gran medida, originando una gravísima situación de hambruna entre sus habitantes.

Hierbas silvestres que se criaban en las riberas de los ríos, como la verdolaga, los cardillos o las acederas, se recogían y se comían para engañar al hambre que padecían.

Los pobres gatos eran capturados y acababan siendo las proteínas que hacían falta a tantas personas.

Me contaba una señora que durante la guerra civil, ella era la mujer del teniente García, del ejército Republicano, pero cuando acabó, pasó a ser la mujer del Gatero, dada la actividad de caza de gatos a la que se dedicaba su esposo.

Aunque a muchos les pueda parecer increíble, había personas que se dedicaban a cazar en acequias de riego, ratas de agua, que seguían el mismo camino que los gatos que antes citaba.

Asimismo se dedicaban a capturar con trampas todo tipo de pajarillos. Hoy que no carecemos de comida, pueden espantarnos todos estos hechos, pero entonces el hambre acallaba las voces de las conciencias.

En los terribles años aquellos, ocurrieron cosas que demuestran el ingenio de las personas, para superar situaciones problemáticas, unas por necesidad, y otras por ambición.

Recuerdo a un rico industrial hoy ya fallecido, que me contaba cómo introducían dentro de sacos de estiércol, talegos de lona llenos de panes para pasar los controles de Consumo, como si fueran estiércol para el abono de huertas y jardines, y una vez superado el Control, se sacaban los panes y se vendían para consumo humano.

En cuanto al transporte, no entraban camiones de importación en España, y fábricas para hacerlos, no teníamos, hasta que empezaron a entrar Leyland, cuya marca posteriormente cedió la patente para fabricar los Pegaso, y asimismo Eduardo Barreiros, comenzó también en GISA, Galicia Industrial, S.A. a fabricar los primeros camiones Barreiros.

Recuerdo, siendo yo muy niño, que mi padre visitaba los desguaces cuando partía algún palier u otras piezas de las transmisiones, rodamientos, etc. A veces tenían que cortar piezas diferentes, y después soldar los trozos aprovechables de cada una, para componer una que pudiera utilizar para hacer funcionar el camión. Eran auténticos mecánicos-artesanos con cuyos conocimientos y esfuerzos, consiguieron que España no se detuviera, por falta de elementos para mantenerla andando. A toda aquella generación debemos agradecimiento, pues gracias a su esfuerzo salimos adelante sus descendientes.

Hoy en día si hay un golpe de chapa, se cambia la pieza dañada por otra nueva, pero recuerdo a aquellos chapistas, que a base de martillo y tass sacaban las abolladuras, para después aplicar emplaste, lija y pintura, hasta dejar la chapa como nueva. Igualmente las cubiertas de las ruedas estaban racionadas, y recuerdo una habitación de mi casa, que en uno de sus rincones, mi padre, guardaba las ruedas usadas apiladas unas sobre otras, y de ellas obtenía trozos interiores semicirculares, como de medio metro de longitud, que utilizaba como refuerzo interior, para evitar reventones de la parte más gastada de aquellas ruedas usadas. Todos los días tenía que desmontar y montar ruedas que se pinchaban con demasiada frecuencia.

El tata y la nona

E

Carlos Boné Riquelme

No crecí en un barrio, sino en muchos. Pero había alguien que me amarraba a la superficie de mi existencia: Mis abuelos maternos. El “tata” era abogado de profesión, sacerdote de corazón, y campesino en naturaleza. Y él me dejo los más bellos recuerdos de mi niñez.

Cuántas horas pase escuchando sus innumerables historias de las cual hasta hoy en día tengo recuerdos y que por supuesto he traspasado a mis hijos.

Pero en aquellos años 1966 y 67 vivimos en los altos de su apartamento rentado en Diagonal Pedro Aguirre Cerda 1167, Concepción, Chile.

Yo estoy convencido, hasta hoy, que mi tata fue el único abogado pobre, que no ganaba mucho dinero, que he conocido en mi vida. No me atrevo a decir el más honrado pues había, y aún los hay, muchos abogados decentes y honrados. Creo que hoy, increíblemente, aún los hay.

Yo lo sentía salir a trabajar alrededor de las cinco de la mañana, invierno o verano, con lluvias, tormentas y terremotos. Nada detenía su paso corto pero rápido hacia la vieja y desastrada micro que corría de Concepción a Lota, coronel y Schwager, las ciudades más trabajadoras y pobres que yo he conocido.

Creo que ahí aprendí que trabajo y riqueza no van necesariamente de la mano. Y mi abuelo también lo sabía. Por eso toda su vida fue Radical, aunque no continuó el viejo dicho de mi país, Radical, borracho y Bombero. Mi abuelo nunca fue Bombero, y tampoco borracho, aunque si le gustaba una cerveza fría, de las cuales guardaba una buena provisión bajo el viejo refrigerador “Frigidaire”.

También, después del almuerzo del domingo, degustaba un “Ballantines”, “on the rock”, fumando un delgado y apestoso “Tiparillo”.

Nunca dejó de trabajar como abogado defendiendo a los más pobres y desvalidos, pues el me repetía: “todos merecen una buena defensa, aunque no tengan dinero”. Y mi abuela protestaba pues el dinero para la renta escaseaba, y los clientes de mi abuelo solo pagaban con sacos de porotos, lentejas, y pollos, por lo que la comida en casa de mi abuelo nunca fue escasa. “Tenemos que pagar la renta, Osvaldo, le tienes que cobrar a tus clientes”, decía mi abuela en una letanía repetida todos los meses, y mi abuelo contestaba plácidamente: “ellos no tienen dinero Carmela, no te preocupes, Dios proveerá”, y me parece que Dios pasó mucho tiempo ocupado con los rezos de mi abuela, pues nunca faltó el dinero para pagar la renta al dueño del edificio, otro gran abogado de Concepción llamado Misael Inostroza, aunque con clientes más adinerados.

La familia Inostroza habitaba en el primer piso, y yo, desde mi elevado cuarto piso, en aquellas melosas tardes de verano, los veía desde mi balcón reunidos en el patio trasero del apartamento. Coincidentemente, el editor de mi primera novela llamada “Viví lo que viví “, Oscar Aedo, es pariente de ellos.

Los veranos con mi abuelo eran siempre de aventura, pues él, cada verano, compraba un carro, generalmente destartalado y desvencijado, pero capaz de las más inimaginables proezas a las cuales mi abuelo lo sometía, Y así, inexorablemente el domingo, al cual yo esperaba ansioso, nos montábamos en la “carcacha” de turno y salíamos sin rumbo fijo: “a donde el camino nos lleve”, decía mi abuelo; así, muchas veces nos perdimos en caminos polvorientos con casas de tejados descoloridos y puertas desvencijadas dando pábulo a historias que con el tiempo han sido magnificadas en mi memoria.

Mis recuerdos aún esta repletos de hoteles en pueblos perdidos de la mano de Dios, donde yo lavé mi rostro en jarros de porcelana, con una palangana del mismo material. Así mismo comíamos en los más diversos y variados lugares, generalmente casas de pobladores o pescadores, que nos acogían en sus hogares como una extensión más de la familia.

Recuerdo sabrosas cazuelas de gallina cocinadas en ollas de barro y sobre un fuego que dibujaba trazos oscuros en las murallas de greda y ladrillo. O quizás un cocimiento de cholgas en la isla de Tubul, la vieja isla a la que se cruzaba en un bote viejo y destartalado que nos mecía húmedo en sus olas de cresta salada. Recuerdo preguntar a mi abuelo, sorprendido por la cantidad de gente que el conocía: “y este quién es…?”, y mi abuelo contestaba: “son los Gonzales, hijos del Viejo Gonzales…”, y yo abría los ojos con orgullo y satisfecho de ver que mi abuelo era un personaje…claro que nunca comprendí la mirada y el guiño que mi abuela hacia a mis madre y hermana después de cada una de estas serias explicaciones. Mis padres se reían, y mis tíos y hermana miraban recto afuera por las ventanas sucias del coche.

Fueron estos, quizás, los momentos más tibios de mi niñez, los que me marcaron fuertemente con una imaginación vivida que caracoleaba por senderos desconocidos y que me impulsaron hacia la lectura. Y así, un día que no recuerdo, descubrí el mundo de la literatura; y los libros pasaron a ser una extensión de mí persona; una parte inherente de mis emociones, y el lugar secreto donde me escondía de la realidad. Eran el motivo, y la razón de donde yo podía viajar por lugares misteriosos con, “Sandokan, el tigre de la Malasia”, o correr las aventuras de “Jerry de las Islas”, o recorrer la historia con “Adiós al séptimo de Línea”.

Leí con avidez de hambriento, recorriendo las bibliotecas y haciéndome conocido de las mujeres que las atendían, como la tía Teresa De Águila, la amorosa y querida directora de la biblioteca Municipal, a las cuales secretamente yo envidiaba, pues eran las custodias de estos sacros lugares llenos mundos desconocidos.

Leí sin ninguna organización, saltando de los románticos a los filósofos, y después a los filósofos existencialistas como Sartre, llenando mi cerebro de imágenes disimiles, de mundos exóticos, de ideas emocionantes. Mis días escolares eran una tortura, hasta el momento en que podía escapar y ser libre, correr a la biblioteca municipal a donde llegaba tembloroso de ansiedad, donde las custodias de mis sueños me dejaban pasar y elegir los libros, pues ya no eran capaces de dirigir mis pasos entre los anaqueles llenos de volúmenes polvorientos. Y ahí, solo entre miles de autores, mis pasos se aquietaban, mi pulso disminuía y mi atención se limitaba a lo que mis manos recogían, y al olor que exudaban esas cubiertas negras.

Cuántas tardes pase sin reconocer el tiempo que se iba. La luz solo existía mientras yo podía leer y perderme en esos mundos ajenos, pero míos.

Regresaba a mi hogar sumido en una nube que me envolvía llena de países extraños y personajes mitológicos. Y siempre cargaba bajo mi brazo un libro que ansioso leía hasta altas horas de la madrugada. El día solo era un intervalo entre lectura y lectura…nada más existía para mí; y me refugiaba de la realidad casi con rabia, pues deseaba vivir esas líneas, esos párrafos, conocer esos personajes extraños que se movían en áureas exóticas. ¡Que poco imaginaba yo lo que el futuro me guardaba…! Y claro, mi madre ya no tenía tiempo para mí o mi hermana Lili. Quena había desaparecido bruscamente de nuestras vidas, pero entre tanta mudanza, quizás yo creí que se había perdido en alguno de los lugares o casas donde vivimos. No recuerdo haber preguntado sobre Quena, y acepte su desaparición como una cosa casi natural. Debo explicar que mis hermanas eran siete años mayores que yo, así que esa brecha generacional también fue conspiradora de este olvido. Tampoco recuerdo a Lili mencionándola, y las dos eran de la misma edad, así que como deducción lógica pensé que, si Lili aceptaba esta desaparición con tanta naturalidad, poqué yo no. Entonces, la borre de mi memoria como si solo hubiera sido un fragmento de mi imaginación. Y así no la vi hasta mucho tiempo más tarde; y cuando la volví a encontrar, y el misterio se desveló, pero fue menos emocionante de lo que hubiera imaginado. Lili por lo demás estaba ya en la adolescencia y su interés en los chicos era mucho más que su interés en este hermano tan extraño y distante. Mi madre me veía como una transparencia a la cual de cuando en vez había que atrapar, así que, entre ambas, sin darse cuenta, me dejaron el espacio para poder escapar.

Solo quedaban mis abuelos y ellos eran mi única realidad. Mi abuela era seria pero bondadosa. Alta y delgada, siempre con los brazos llenos de claveles que eran su flor preferida. Su pelo era corto y gris y un chaleco colgaba siempre de sus hombros mientras le daba órdenes a la cocinera, o mientras caminábamos por el mercado entre los cientos de aromas germinados de cada puesto entre los gritos de los vendedores que llenaban el cielo verdoso de la vieja estructura de metal y vidrio. Lo recuerdo vívidamente, yo de la mano de mi abuela parado frente a los puestos llenos de manzanas, rojos tomates, mezclados con los verdores de los espárragos y lechugas y los olores variados penetrando mi olfato en una explosión de sensaciones. Allí estaban los sacos repletos de aceitunas negras las cuales inexorablemente yo alcanzaría con trémulos dedos.

Cuántas veces acompañé a mi “Nona” a los almacenes de barrio donde los sacos de porotos, de lentejas, los frascos llenos de azúcar, sal, o arroz se acumulaban en los mesones de madera vieja y resquebrajada; esto fue mucho antes de que los modernos supermercados invadieran la ciudad con sus modernas y frías vitrinas de alientos congelados, con sus vegetales y frutas empacados en plástico transparente. Este era aún el tiempo cuando por las calles empedradas corría el carretón del pan y de la leche tirados por caballos flacos repartiendo sus productos en los barrios donde las amas de casa o las empleadas se congregaban a comprar los productos mientras conversaban de los acontecimientos diarios.

Mas atrás, el grito del afilador de cuchillos, el del zurcidor de medias, o del viejo marino, al que siempre mire con desconfianza por sus pierna chuecas y por el gran saco que cargaba con dificultad en sus hombros mientras recorría los barrios de clase media comprando la ropa vieja.

A veces en las tardes, un canto fuerte y con una voz profunda nos estremecía: “manzanas, manzanerito, manzanas del manzaneroooo…”, era el tiempo de los días transcurriendo lento, con los estudiantes de la Universidad caminando en grupos o solitarios rumbo a sus pensiones. Yo me asomaba a la ventana desde donde veía pasar el mundo, y desde donde escuchaba el viejo reloj cucú de mi abuelo dar las campanadas que marcaban las horas; eran las siete de la tarde, y la puerta se abría, y mi abuelo entraba trayendo consigo un ramalazo de felicidad; yo corría a abrazarlo, y mi abuela ya estaba sonriendo pues su figura regordeta y su sonrisa blanca alegraban lo que quedaba del día.

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