Silvia C.S.P. Martinson
Traducido al español por Pedro Rivera Jaro
Las gaviotas la llamaban Zaida, la elegida. Por fin se posaron en el agua que estaba llena de apetitosos peces y comenzaron su tarea de buscar comida para sus crías.
Las gaviotas la llamaban Zaida, la elegida. Por fin se posaron en el agua que estaba llena de apetitosos peces y comenzaron su tarea de buscar comida para sus crías.
Cuando se le preguntaba adónde iba tan elegante, entre risas y burlas, decía que iba a visitar a su amante favorita. Y ante su manera de ser todos se reían de su forma jocosa de hablar de los caballos. Incluso su mujer e hijas.
Yo nací una noche de crudo invierno en Valparaíso, Chile, mientras la lluvia y el viento azotaban las ventanas del hospital Van Buren.
Esto fue como un presagio de lo que sería mi vida, una continua tormenta. Y mi padre desde el pasillo, miraba el mar agitado en la bahía mientras los gritos de mi madre se confundían con los truenos y con el ruido de las olas golpeando los muros. Así vine yo al mundo. En un frio y lluvioso mes de agosto.
No tengo muchos recuerdos de aquellos sucesos, más allá de lo que mi madre algún día me conto, o lo de que mi padre, con las cejas arqueadas, algún día me recrimino en los momentos más álgidos de mi adolescencia.
De mi niñez tengo recuerdos muy vagos, pero hermosos. Las calles soleadas del Puerto de Valparaíso con las palomas cayendo en bandadas en las escaleras tibias del cerro de Playa ancha.
A mi madre si la recuerdo. Siempre sonriendo. Dejando escapar esas risas alocadas que galopaban retumbando por los pasillos vacíos de la vieja casona empinada en la cumbre del Parnaso, como debería haber sido. Recuerdo que no teníamos muchos muebles. Mas bien, fuera de las camas, la casa estaba vacía de muebles lo que me permitía recorrer y manejar mi triciclo libremente por los pasillos largos de madera crujiente.
Recuerdo las ventanas de vidrios, siempre abiertas, llenas de pedazos de colores reflejando arco iris en las murallas de papel café, y allá lejos, el cielo corriendo por mis ojos, alejándose al infinito entre nubes con formas que cambiaban constantemente con la fuerza del viento.
En aquella época no recuerdo amigos. Vagos también son los recuerdos de mis hermanas Lili y Quena. Es como si la soledad de mi niñez me hubiera tragado dejándome exhausto de memorias nítidas y solo mis padres mantengan una realidad confusa pero completa. Claro que recuerdo a mis abuelos paternos que por aquel tiempo Vivian en Viña del Mar. Y Viña del Mar era una ciudad Hermosa, moderna, y llena de vida. Con un gran turismo que en aquel tiempo era primordialmente nacional.
Las familias de clase media de todo el país llegaban en manadas apenas el sol empezaba a calentar con los primeros calores estivales. Venían a pasar la temporada veraniega junto al helado mar del Pacifico, mientras los residentes permanentes arrancaban como alma que lleva el diablo hacia otros lugares más desolados como Maitencillo, Tongoy, y las familias más pudientes, a Reñaca, Zapallar, y donde al final, todas ellas, terminaban siendo un reflejo de Viña del Mar; con los mismos vecinos que acudían a los mismo lugares escapando de los turistas de verano.
La casa de mis abuelos paternos estaba ubicada en 10 y medio norte con avenida Libertad, y era una calle corta donde vivían mis abuelos, tíos y primos, así que todos nos juntábamos a la hora del té, obligado en nuestra provincial costumbre y al almuerzo familiar en el enorme comedor de vetustos muebles oscuros y espejos que reflejaban la mesa repleta de comensales.
Aún me llega el olor del postre preferido de mi abuela: el “Rolly Poli”, que hasta el día de hoy nunca más he probado, pero que por alguna razón su sabor ya olvidado me rezuma en la memoria como un aroma dulzón y pegajoso.
De estos abuelos no recuerdo mucho. La “gringa”, como le decían a mi abuela, nunca aprendió a hablar en castellano fluido. Era alta, más alta que mi abuelo, rellenita en carnes, mirando por encima de sus espejuelos de lectura. Siempre vestida de negro y con faldas largas. Se comenta que, en Ohio, de donde ella procedía, su familia era “Amish”, lo que explicaría su serena austeridad, mientras mi abuelo era todo sonrisas, moviéndose con agilidad alrededor del caserón de dos pisos que colindaba con una casa con un gran patio donde todos los primos jugábamos en las tardes.
Mis primos eran Mónica, Nora, Coco, Gonzalo, Carlos y que junto a mi hermana Lili, pues Quena desapareció alrededor de ese tiempo de nuestras vidas, corríamos por la calle vacía o pasábamos al patio vecino a jugar con una chica que tenía el síndrome de Down, pero que era vivarás y cariñosa.
No recuerdo con mucha claridad los momentos más íntimos de familia, solo recuerdo los almuerzos en torno a la gran mesa familiar, llena de tíos y primos, y luego, los juegos alrededor de la calle, desde donde mirábamos la gran avenida Libertad como si fuera un misterio que debiéramos dilucidar. Yo debo haber tenido 3 o 4 años.
De aquella casa de los abuelos, nos mudamos a algún lugar del cual solo recuerdo el color amarillo de sus muros y sus pasillos interiores con patios llenos de flores satisfechas de sol.
Los viejos coches a caballo, Victorias les llamaban, que paseaban por las calles de adoquines con el chasquido del látigo restallando en el aire puro y límpido, y el paso de los tranvías cuyas antenas chisporroteaban en los cables eléctricos mientras se deslizaban por los rieles incrustados en el pavimento.
Allí, si recuerdo a mis hermanas, las dos, de polleras a la rodilla y peinadas con chasquilla, las dos siempre muy compuestas. Bueno, yo también he cambiado, y mucho, al punto de no reconocerme hoy en día.
Cómo olvidar los carros eléctricos que pasaban con su chisporroteo de electricidad por los rieles brillantes, y que para mí representaban la aventura de un viaje a lo desconocido. Pero aún más emocionante eran los ascensores que bajaban y subían al cerro con sus carros de Madera y los afiches de la crema dental Pepsodent en sus paredes. Y los cerros con sus casas de colores multicolores deslizándose plácidamente hacia el azul del cielo o hacia las crestas saladas del mar.
Luego de Viña del Mar vinieron muchas casas, pueblos y ciudades. Se explica por la profesión militar de mi padre que nos llevó de un extremo a otro de mi país, y que nos alejó de los lazos que inexorablemente se crean cuando tu naces y creces y te desarrollas en un solo lugar. Yo carecí de esa sensación de continuidad.
Hasta el día de hoy siento esa lejanía con el mundo, lo que me permite ver mis emociones en perspectiva. Es casi como si en vez de vivir mi vida, la viera a través de una transparencia, y por lo tanto yo no soy real y mis actos son estudiados y analizados sin espontaneidad.
Mas tarde vino la separación de mis padres, y por fin, un solo lugar donde vivir, aunque decir un solo lugar es complicado, pues en aquel tiempo solo recuerdo muchos barrios, muchas casas y apartamentos; es como si mi madre estuviera replicando lo que habíamos hecho hasta ahora, solo que en menor escala y dentro de la ciudad.
La palabra de un hombre tiene que valer tanto como una escritura pública, firmada ante Notario .
Así me lo enseñó mi padre, que a su vez lo aprendió de mi abuelo. No soportaba que un hombre diese su palabra y después no la cumpliera. Y eso era aplicable y valía para todas las actividades de la vida, bien fuera un negocio, o bien una cita con los amigos.
Yo recuerdo siendo un niño, a finales de la década de los cincuenta, que mi padre había adquirido un segundo camión Basculante, marca Chevrolet, para trabajar en la construcción, y habiendo llegado a la conclusión de que por varios motivos, no le resultaba interesante, decidió ponerlo en venta.
Un industrial amigo de él, se ofreció a comprarlo. Hablaron ambos, y de palabra cerraron el trato en 95.000 pesetas, y quedaron, en documentar la venta y escrituras, la próxima semana.
Una hora más tarde, mi padre fue a la barbería de Miguel El Peluca para que le afeitaran (entonces estaban empezando a popularizarse las primeras afeitadoras eléctricas, pero la barbería era un lugar de actividad social y un centro de contacto público).
Allí, en la barbería, otro transportista conocido de mi padre, que se había enterado de que vendía el Chevrolet, le hizo una oferta de 125.000 ptas. a lo que mi padre le contestó, que lo sentía mucho, pero que ya había empeñado su palabra.
Era una diferencia importante de dinero, 30.000 pesetas, que era, más o menos lo que costaba un piso en la zona sur de Madrid en aquellos años, pero la palabra para mi padre, valía mucho más. Esa cantidad era aproximadamente lo que ganaba un obrero en dos años de trabajo.
Bastantes años más tarde, cuando yo era estudiante de Ciencias Económicas y Empresariales, tenía una asignatura que era Banca y Bolsa. En ella hacíamos prácticas en la Bolsa de Madrid y durante las mismas aprendimos que los Agentes de Cambio y Bolsa en sus operaciones de Compra y Venta de títulos bursátiles, cuando operaban en los distintos Corros, comprando o vendiendo, daban su palabra, aceptando una operación, que luego se reflejaría por escrito, pero en principio “Tomo” o “Vendo” a las distintas cotizaciones que iban circulando por los Corros, era respetada siempre. La palabra dada por los Agentes, se respetaba al 100 por 100, porque si alguno de ellos, se hubiera vuelto atrás del trato aceptado, habría sido apartado de la actividad.
Sin embargo, actualmente observamos cómo, personas que deberían ser el paradigma de la honradez y de la honorabilidad, por los altos cargos públicos que desempeñan, cambian de opinión sin el menor empacho, demostrando con sus actos, todo lo contrario de lo que habían prometido muy poco tiempo antes.
Este comportamiento debería ser causa suficiente para que, dichos cargos públicos, fuesen apartados de dichos puestos conseguidos a base de mentir a los que les pusieron con sus votos en los mismos.
Personas como mi padre y toda su generación trabajaron hasta el agotamiento, para levantar aquella España de miseria y escasez. Nunca podremos agradecer bastante a aquellas personas por su esfuerzo y dedicación en el empeño de conseguir sacar adelante a
mi generación y las siguientes.
La gente camina por el paseo marítimo que rodea la playa, una playa donde las olas bañan suavemente la placidez de esta mañana, emitiendo sonidos que nos hacen sentir como si nos acunaran en los brazos de nuestras madres.
Serian quizás en los 80, o más tarde…fueron tiempos de agitación política en Chile, y no extraños en este Chile nuevo y antiguo, donde conocí a muchos de los personajes más estrambóticos e interesantes de esa concepción.
Evans Weason, un ingeniero y exfuncionario de impuestos internos. Evans era un personaje de familia, elegante, y con una gran imaginación e inteligencia. Mas de alguna vez yo lo compare al gran escritor Stendhal; especialmente el día que nos reunimos en su apartamento y compartimos un “pito”, que él estaba dichoso de probar; recuerdo como su imaginación excedió lo normal, agigantándose, y como tomando una botella entre sus manos, la empezó a describir con las características y detalles de cada uno de los que estábamos en la mesa, y sin mencionar un nombre, nosotros podíamos adivinar de quien se trataba. También recuerdo su isla, localizada camino a Chiguayante, donde más de una vez compartimos un asado a orillas del rio Bio-Bio.
En ese grupo están tres de los personajes más excéntricos y que recuerdo con gran cariño. Grandes amigos como Jorge Torres, con su insuperable y atlética figura trabajada en muchas horas de gimnasio y que aun hoy conserva. Renato Bursmeister, un gringo pálido, alto, e increíblemente penquista pero foráneo y con una gran conversación y un intelecto que puesto a prueba pudo haber llegado muy lejos; y Carlos Meissner. Hermano del gran Eduardo Meissner, pero completamente opuesto en personalidad. Carlos tenía una extrovertida personalidad, de conversación ágil e interesante y cultivada, te pedía a gritos sentarte y tomar un café con él y escuchar sus teorías económicas heredadas de un gran economista chileno, Felipe Herrera.
Jorge Torress es un amigo que conocí a través de mi madre allá en los 65 o 66; yo tendría quizás 10 y solía pasar a buscar a mi madre a su trabajo en calle Barros Arana, Mademsa, una tienda de artículos de línea blanca cuyo dueño era otro gran personaje de concepción, Don Juan Villagrán. Don Juan, un gran señor, y con una capacidad humana que podría haber parecido extraño en ese personaje alto y circunspecto de hablar lento pero recto; mi madre solía salir de su trabajo y pasaba al “happy hour” de la época en un local localizado al lado de su trabajo llamado el “Gons”, local que fue muy conocido, y cuyo dueño, Eudaldo Anglada, fue otro de los grandes personajes de concepción. El “gordo” Anglada fue socio de Miguel Torregrosa en la Tranquera y el Gons y protagonizaron uno de los quiebres comerciales más conversados en aquellos tiempos. Fue entonces, cuando por diferencias entre ellos, se pelearon y salieron dándose de golpes desde el interior de la Tranquera hasta Barros Arana, en frente de una multitud asombrada. Ambos eran altos, y uno Delgado, Miguel, y el otro maceteado, Eudaldo…pero ambos tenían una gran personalidad.
A Eudaldo lo conocí un poco más pues mi madre le sirvió de guía turística en su compañía de turismo, con viajes a Argentina, Perú y recorriendo Chile. Yo iba con mi madre al Gon’s, y aunque no podía beber alcohol, me daban “una primavera” sin alcohol y me sentaba en la barra a conversar con los parroquianos a los cuales les sorprendía y divertía este pequeño un tanto precoz. Así conocí a Jorge, y a otro gran amigo llamado Patricio Infante, gran tipo, locuaz, simpático, y que poseía unos ojos azules penetrantes y que el usaba con gran éxito para hipnotizar a sus clientes en ventas.
Con Jorge Torress compartimos algunas aventuras que llegaron inclusive, en los 90, a una estadía de el en mi casa en Sunrise, USA y donde me acompaño en algunas investigaciones cuando yo recién me iniciaba en esta profesión de Detective Privado en Miami. A Renato lo conocí en otra institución penquista, “el Dom”, cafetería localizada al lado de la Catedral Metropolitana en Concepción. El Dom hoy ya tiene otro nombre y con otro dueño. En aquellos tiempos, el fundador y dueño de ese café fue la familia Schiafino. Patricia Schiafino fue compañera y gran amiga de Elena en el Banco Concepción, donde primero se ubicó este café, y luego del fallecimiento del padre de Paty, el lugar lo compro Camilo Henríquez; gran tipo al cual recuerdo con su postura atlética de gallito de pelea, pero muy sociable y amable y siempre sonriente.
Y ahí era donde empezamos a juntarnos en los 80, y allí conocí a Renato Burmeister. Renato era ingeniero, aunque nunca ejerció su profesión y su único trabajo conocido fue de gran conversador e intelectual. Pero es aún un gran tipo que no combina en esta Sociedad. Pertenece a otra época donde los valores e ideas son diferentes, y que me llevo a convertirme en gran admirador de él. Y así junto a él, conocí a Carlos Meissner que llego de España después de un gran conflicto personal, que incluía un divorcio, y un intento de suicidio. El también pertenecía a una de las familias antiguas de Concepción, y además con un hermano, Eduardo Meissner, gran pintor y que fue profesor en la Escuela de Arte de la Universidad de Concepción. Eduardo fue un gran intelectual y pintor, reconocido en Chile, con el cual también compartimos algunas historias, como cenas en su hogar y fiestas y salidas nocturnas.
Carlos, mientras tanto, era un gran orador, y a mí como a los otros amigos, nos entusiasmó su visión de la economía regional, muy influenciada por Felipe Herrera, con su posición de un gran Mercado común Latino Americano, y creo que todos quedamos embriagados con esta noción que algún tiempo más tarde me embarcaría en otra Aventura hacia Bolivia donde mis sueños de una economía conjunta murieron en una virulenta disputa civil en la Paz que me trajo lleno de pavor de regreso a Chile.
Ese fue el tiempo de las primeras grandes esperanzas en la política Latino Americana y que finalizaron en grandes fiascos como Chávez en Venezuela y Alan García en Perú. Carlos falleció hace ya algún tiempo, pero aún recuerdo con gran cariño a este gran hombre que podría haberse perfilado como un gran profesor.
Y Renato, amigo, cómo extraño nuestras largas tertulias acompañadas a veces por esos momentos de locura que nos embriagaba y te llevo más de una vez al cuartel de policía.
También recuerdo ese funesto día de octubre cuando estábamos compartiendo un café y de pronto gritos que provenían de la catedral nos llevaron a mirar que sucedía. Así fuimos espectadores circunstanciales de la tragedia que se Desarrolló desde los pies de la escalera de la Catedral. Vimos a un hombre que, parado en las escaleras de la iglesia, estaba gritando con desesperación, y a un oficial de carabineros tratando de calmarlo y acercarse lentamente a él, hablándole muy quedo. Pero de pronto, una llamarada exploto en el aire con un sonido que rompió la tranquilidad de esa tarde. Y esa antorcha humana corrió desde las gradas de la catedral hasta casi el centro de la Plaza de Armas localizada justo al frente, y cayendo a suelo se retorcía de dolor mientras algunos trataban de aplacar el fuego. Recuerdo como Renato, yo y muchos otros que nos encontrábamos en el café, horrorizados de este espectáculo, nos mirábamos consternados y sin creer lo que veíamos. La llegada de una ambulancia, de más policías, de espectadores que no podían entender lo que había sucedido en pleno centro de Concepción, y de nosotros que estábamos temblorosos e impactados, ha dejado un recuerdo trágico de aquella época, y creo que fue uno de los motivos que aceleraron mi partida de Chile. Pero aun hoy, la muerte de este hombre fue un impacto que aún recuerdo con espanto, la muerte de Sebastián Acevedo.
En el pueblo más bonito del límite oeste de Madrid, estribaciones de la Sierra de Gredos, el mismo pueblo donde nacieron y se criaron mis abuelos maternos, Pedro y Saturnina, pasé una parte muy importante de mi infancia y juventud. Este pueblo no es otro que Las Rozas de Puerto Real, en el que mis padres hicieron construir un pequeño chaletito en 1959.
En ese chaletito, pasábamos mis hermanos y yo, junto con nuestra querida madre, la mayor parte del verano, una vez que se habían acabado los cursos escolares.
Mi padre se quedaba en Madrid trabajando con su camión, durante la semana, y el sábado por la tarde-noche llegaba al pueblo en el Ford del primo Luis, porque entonces en casa, no teníamos todavía automóvil de turismo, hasta que en 1969, mis padres compraron un coche de la marca SEAT, modelo 1500, bifaro, de color blanco, muy elegante para la época en España.
Pasaba la noche del sábado y el domingo hasta última hora de la tarde en la que volvían a Madrid, para empezar el lunes a trabajar una nueva semana. Antes de marcharse de vuelta a Madrid, me dejaba asignadas tareas para la semana, que yo tenía que hacer para cuando él volviera el sábado siguiente.
No obstante las tareas, todavía tenía mucho tiempo para disfrutar durante todo el resto del día. Por la mañana acostumbraba yo a acompañar a mi amigo Antonio (Pastillas), cuando llevaba las vacas a los prados donde pastaban.
En el camino, con los tirachinas, intentábamos cazar pájaros por los árboles y zarzales, cosa que Pastillas conseguía a menudo y yo raras veces.
Cuando volvíamos al pueblo, cogíamos los bañadores y nos subíamos a la piscina para darnos un baño y nadar un rato.
Después nos sentábamos alrededor de una mesa para cuatro y allí aprendimos a jugar con los ancianos a la brisca y al tute.
A las 2 del mediodía tenía que estar en casa para comer, y después de comer, mamá nos obligaba a dormir una siesta.
Por la tarde hacía labores en el jardín y en la casa. Cuando ya caía la tarde subíamos de nuevo a la piscina a jugar a cartas. Aunque éramos todavía muy niños, en la pista de baile aprendíamos a bailar con las niñas, bajo la atenta mirada de sus madres y abuelas que estaban sentadas en el asiento corrido que existía alrededor del tronco de un gran árbol.
También pasó varios veranos con nosotros mi prima Luisita, después de que falleciera su mamá, mi tía Fernanda.
El padre de mi prima, mi tío Luis, venía cada domingo en el coche de línea, y todos nosotros bajábamos por la carretera vieja de EL CHORRILLO, al cruce de Cinco Castaños, para esperarle.
Por la tarde solía volver a Madrid, con el primo Luis y con mi padre, en el coche del primo, o si no, volvía en el coche de línea.
Hubo un verano que mi prima Rosita lo pasó con nosotros, y recuerdo algunas anécdotas que nos ocurrían porque éramos chicos de ciudad, y nos asustaba por ejemplo cruzarnos con las vacas, que bajaban sueltas a beber agua del pilón que había junto al Matadero Municipal y frente al Lavadero Público.
Pronto aprendimos que aquellas vacas eran mansas, y no suponían ningún grave peligro para nuestra integridad física.
Un verano, podría ser el año 1963, vino a vivir al pueblo, una familia del pueblo vecino de Casillas.
La familia la componía el matrimonio y tres hijos varones y a todos ellos les denominaban los Castañeros.
El hombre era albáñil. Y de albáñil estuvo trabajando, construyendo una casa. El hijo mayor ayudaba al padre, preparando los cubos de pasta, y acercándolos al punto de trabajo de su padre.
El hijo mediano y yo, nos hicimos amigos y andábamos muchos ratos juntos.
Un lunes fui a buscarle a su casa, junto a la plaza del pueblo, en el callejón de la casa de Tía Beatriz, y cuando, después de llamar a la puerta, la abrió su madre, vi con gran asombro, que tenía la cara en la zona por debajo de los ojos y mejillas, completamente amoratada.
Cuando salió su hijo y nos marchamos de la casa, le pregunté que le había ocurrido a su madre.
El se entristeció y me contó que su padre, que habitualmente parecía un buen hombre, pero que los fines de semana bebía y se emborrachaba. Y una vez que estaba borracho, golpeaba a su esposa. Me dijo que lo hacía a menudo, y que al día siguiente, con la borrachera ya pasada, la pedía perdón de rodillas, prometiendo que nunca más lo volvería a hacer.
Yo, desde aquel día, le tomé una inquina tremenda al padre de mi amigo por su malvado comportamiento con su esposa y madre de sus hijos. Nunca más crucé una palabra con él, pensando en el sufrimiento de aquella buena mujer.
Me recordó esta historia a un taxista de Madrid, alcohólico, que era el padre de Torres, un compañero mío del Colegio de San Pedro, que pegaba a su mujer, la mamá de Torres. Aquella señora iba al Cuartel de la Guardia Civil, con la cara llena de moretones y magulladuras, para poner una queja, y el guardia de servicio la decía que esas eran cosas del matrimonio, que había que resolver en casa, y que no podía escribir una denuncia.
Estábamos en los primeros sesenta. Las personas de mi generación, igual mujeres que hombres, luchamos al alcanzar la mayoría de edad, para que aquella situación tan injusta, cambiase ineludiblemente, mediante los cambios pertinentes en las leyes.
Quiero aprovechar para citar igualmente aquí, los cambios ocurridos en lo referente a los grupos integrados en el colectivo LGTBI, que durante tantísimos años sufrieron persecuciones y discriminaciones, todo motivado por el Increíble delito de sus preferencias sexuales.
He escuchado una preciosa historia. Y es tan preciosa porque está preñada de amor y sacrificio.
Pocas veces me toca una historia ajena tan dentro de mi corazón, y conmueve tanto mi yo interno.
La he escuchado en una emisora de radio, e inmediatamente, he sentido la necesidad de contarla a todos.
La protagonizan dos personas que se aman. Una mujer joven, Cristina, y un hombre igualmente joven, Manuel. Ambos viven en pareja y sus disponibilidades económicas son más bien escasas.
Tienen la costumbre aprendida de sus mayores de regalar a su pareja en Navidad, pero llevan un tiempo sin obtener ingresos, o consiguiendo ingresos muy reducidos, motivados por una gran crisis económica sobrevenida en su país.
Cristina se ha dado cuenta de que no dispone de ahorros para comprar un regalo para su Manuel. Da un repaso a su casa y se da cuenta de que no tiene nada de valor, que pudiera vender o empeñar. De pronto aseándose delante del espejo, repara en su preciosa, larguísima y ondulada melena, que cae abundante desde su cabeza hasta más abajo de su cintura.
Sin dudar ni un momento, sale a la calle y se dirige a una tienda donde venden y confeccionan con pelo natural, pelucas. En dicha tienda le ofrecen por su cabellera el dinero que necesita para poder comprar el regalo que desea obsequiar a Manuel, y que consiste en una gruesa cadena de plata, para el reloj de bolsillo que le regaló a Manuel su padre cuando aún vivía, que Manuel tiene en una gran estima, y de la que carece. Allí mismo le cortan la melena. Se acerca a una joyería y compra la cadena, y pide que se la envuelvan para regalo.
Cuando Manuel llegó a casa aquel atardecer y entró en ella, se sorprendió al encontrar a Cristina con el cabello cortado, pero solamente hizo la observación: ”Te has cortado el pelo”.
Se sentaron a la mesa para cenar y Manuel la entregó un paquete envuelto en papel de regalo, al tiempo que ella le entregaba el suyo.
Cristina abrió su regalo y vio que consistía en un broche grande de Carey, para sujetar su hermosa e inexistente melena. Al mismo tiempo, Manuel había abierto su regalo y vio la preciosa cadena de plata y la guardó en el bolsillo.
Cristina le dijo que no la guardase, sino que la pusiera en su reloj y la colgase de los botones de su chaleco.
Manuel, con una sonrisa contestó a su amada que había vendido su reloj, para poder comprarle su regalo.
¿Puede haber mayor sacrificio por amor, que renunciar a las más preciadas posesiones, para intentar hacer feliz a la persona amada?
Estaba sentada en una mecedora y pensaba en escribir y contar un cuento a sus nietos.
Pensó en empezarlo así: "Érase una vez"...
Sacó su bolígrafo y un cuaderno donde solía apuntar sus pensamientos y empezó a escribir.
Pero primero pensó:
- ¿Les gustaría?
Sacudió ligeramente la cabeza, donde las canas se habían hecho notables hacía tiempo, y un pensamiento cruzó su cerebro como si hubiera sido un relámpago en un día lluvioso:
- ¡Qué más da! Lo que importa es decírselo...
Y se puso a escribir.
...Érase una vez, en una tierra lejana... Había un hombre al que todos temían, sin saber muy bien por qué.
Era alto, rubio y fuerte. Vivía en una casa sencilla al borde de una carretera que conducía a un antiguo pueblo de labradores.
Allí vivía poca gente, ya que las máquinas habían ido sustituyendo al trabajo manual y los más jóvenes habían emigrado a otras ciudades donde habían aprendido nuevos oficios y se habían establecido allí.
Este hombre de mediana edad, sin embargo, permaneció en la casa donde había nacido, crecido y criado a su familia.
Solía leer mucho, cosa que hacía a menudo, siempre que podía compraba un libro cuando iba al pueblo a comprar comida para los animales que criaba.
Nunca fue a la iglesia local. Quizá por eso le temían, por considerarlo un hereje y quizá incluso cercano a los ángeles malignos. Las plagas locales nunca afectaron a su casa, sus cosechas o su ganado. Sus campos eran fértiles y sus animales tenían buen aspecto y estaban sanos. No dependía del trabajo manual para sus labores agrícolas, ya que era extraordinariamente fuerte.
En el pueblo se rumoreaba que su familia, esposa e hijos, le habían abandonado y que nunca más se les había vuelto a ver.
Sin embargo, ésta no era la verdadera historia.
La ignorancia y las malas lenguas de la gente de allí crearon las historias más diversas, según sus mentes distorsionadas y falaces.
Algunos decían que había matado a su mujer y a sus hijos y los había enterrado en sus campos, que por eso la tierra era tan fértil.
Otros decían que los miembros de su familia se habían ahogado en un lago de agua muy azul que había en sus tierras y que por la noche, cuando la luna estaba llena y se reflejaba en la superficie, se oían las voces de su mujer y sus hijos llorando y que vagaban por allí entre sombras luminiscentes.
Algunos incluso sugirieron, los más condescendientes, que su mujer, ante su brutalidad, le había abandonado y huido con los niños mientras él araba el campo.
¡Qué imaginativo, qué perverso!
En realidad, la historia era bien distinta.
Este hombre que tanto amaba la lectura se había educado fuera del pueblo y sólo había regresado allí de adulto para cuidar de sus padres, que ya eran ancianos y no podían seguir ocupándose de su casa y sus tierras. Murieron allí y fueron enterrados en el cementerio del pueblo vecino, donde solía comprar sus libros.
Siempre tenía noticias de su familia, porque recibía cartas suyas en las que le contaban sus progresos en los estudios, su vida con su madre y lo bien que estaban todos asentados y gozaban de buena salud.
Y todo se lo debía a él, que renunciaba a tenerlos con él -en un pueblo de gente prácticamente analfabeta- para enviarlos a su casa de la capital, donde podían disfrutar de comodidades y de una buena educación.
Y allí se iba cuando desaparecía del pueblo por unos días, no sin dejar su ganado totalmente racionado y abastecido de agua.
Siempre volvía contento y sonreía al ver las miradas suspicaces y rencorosas que le dirigían, incluso el párroco local, que, todo hay que decirlo, era un viejo gruñón olvidado por la Iglesia, sin haber sido nunca reconocido ni elevado a una parroquia más grande y moderna.
Y así, escribiendo a sus nietos, se encontró a la abuela sentada en su mecedora cuando llegaron de la capital para visitarla, con la cabeza blanca apoyada en el respaldo, el brazo colgado sobre las piernas, la pluma y el cuaderno en el suelo, completamente dormida, no les oyó decir:
- ¡Hola, abuela!