Don Gustavo

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Carlos Boné Riquelme

 

La esquina de Janequeo y Freire en nuestra ciudad Concepción, Chile, tenía durante el día una apariencia normal, de barrio cualquiera, en cualquier parte del mundo. Pero el epicentro de la actividad en esta esquina era el almacén de Don Gustavo Hernández.

Don Gustavo era un hombre serio, recto, pero campechano. Hombre rudo, de un humor irónico, acostumbrado al trabajo desde toda su vida, mantenía esa media sonrisa sardónica debajo de unos ojos negros, profundos, y un pausado andar. Era de cuerpo bajo, pero fuerte, y tenía una gran potencia en sus grandes y toscas manos, de trabajador innato, y apenas te conocía las extendía abiertas, prestas al saludo, con grandes dedos toscos y encallecidos, y si tu cometías el error de darle la tuya, de por seguro recibirías un apretón que te la dejaría trémula y temblorosa seguida de un comentario sarcástico de don Gustavo por aquel mequetrefe de ciudad: “que paso hombre…!!, no me diga que le dolió”.

En contraste, su esposa era pizpireta, ágil, dulce, con unos bellos ojos azules, heredados por varios de sus hijos, que todo lo miraban y lo veían, y que se movía con gran agilidad por el local y la casa, la cual solo a algunos pasos de distancia, ella manejaba a la perfección, casi como un reloj.

Después estaban los hijos, Gastón, Luchin, Antonio, y por supuesto, el retoño, Raúl. La regalona era la pequeña hermana de ellos que tenía los mismos ojos bellos, y el carácter tierno pero fuerte, heredado de la mama. Del mayor de los hermanos, Gastón, no recuerdo mucho más que era delgado y no muy alto, y solo aparecía de vez en cuando por el negocio y el hogar familiar. A Luchin le decíamos “el guatón” pues tenía una contextura gruesa, pero la verdad que él era muy fuerte, tanto como el padre, pero tenía una gran agilidad, la que yo la vi muchas veces en acción. Luchin era, y es hasta hoy en día después de décadas viviendo en Canada, un hombre de carácter, con una personalidad directa y risueña, lo que le ganaba el respeto y cariño de nosotros los amigos. Y sigue siendo el mismo con el cual reímos cuando lo llamo a Canadá donde reside desde hace mucho.

Antonio, o Tono como le llaman desde siempre, el que seguía, era más reservado y de hablar más pausado. Él fue el heredero de la personalidad paterna, o quizás el más parecido a Don Gustavo. Tenía ese mismo aire medio guasón, pero recto y directo, e igual a Luchin, un carácter fuerte, recto y seguro. Raúl, el menor de los hombres, era como un niño, siempre riendo y bromeando, pero armado con una gran curiosidad que lo convertía en un gran admirador de su hermano y sus amigos. A Raúl lo recuerdo con la sonrisa eternamente en sus labios, y esa alegría contagiosa que no escapaba a nadie.

Todos ellos conformaban una bellísima familia, y en ese hogar, siempre rondaba la alegría y la actividad. Y yo recuerdo especialmente esas “onces”, el té de las cinco, costumbre tradicional en Chile, en que llevaban a la mesa casi todos los productos del almacén consistentes en cecinas, quesos, pate, mermelada, las cuales en más de alguna ocasión tuve oportunidad de disfrutar.

Pero cuando la noche llegaba, y Don Gustavo bajando la cortina del almacén se marchaba, la esquina se transformaba.

Aparecían unas figuras que semejaban sombras en la oscuridad y convertían esa esquina en un punto de reunión donde nos juntábamos todos a fumar y conversar hasta altas horas de la noche. A veces aparecían botellas de alto flujo alcohólico, o más de algo que se fumaba pasándolo de mano en mano.

Lulo y su hermano, ambos altos y divertidos con la risa que da la seriedad de saber que la vida es algo serio; Jaime y Pato; el infaltable Luchin; a veces llegaba Alejandro Vila siempre acompañado de alguna historia, o anécdotas que nos hacía reír; el negro “Cayuzan” con su aire gansteril y su sonrisa blanca que brillaba en la noche, y que le daba el toque a reunión de lo que hoy conocemos como “ganga”. Pero “el negro” Cayuzan era divertido, buen amigo, gentil y amable y con un gran sentido del humor. Los hermanos Jiménez, grandes amigos a los que recuerdo con cariño; los hermanos Moena, y también aparecían los hermanos Quico y Lucho Kotman, Nano y Cuchepo Wolf al que llamábamos el “Alain Delon chileno”, pues él era muy atractivo y divertido con un gran magnetismo para las féminas. Y aparecían muchos otros advenedizos, que, como yo, llegaban y desaparecían como barajas en manos de un mago.

Las horas se desvanecían entre risas, conversaciones, murmullos y carcajadas hasta casi la mañana que nos ahuyentaba a todos con sus primeras luces. Y luego, de a poco, la esquina iba quedando nuevamente sola, como esperando las primeras horas del alba cuando Don Gustavo, impertérrito, abrigado en su chaquetón marinero azul marino, con paso lento pero seguro, llegaría a abrir el almacén para comenzar un nuevo día entre los sacos de porotos y lentejas, el queso en la vitrina al lado de la mortadela…

Sobre el autor/a

Carlos Boné Riquelme

Nacido en Valparaiso, Chile, vivió su juventud en Concepcion, ciudad al sur de Santiago que ha influído definitivamente en su desarrollo literario. Emigró a Estados Unidos en los 80, y estudió Investigation Criminal, para luego graduarse con honores de la Universidad Metropolitan en Ciencias de Justicia Criminal con especializacion en Procedimientos Policiales. Ha dedicado parte de su vida a investigationes privadas. Sus libros son cronicas de Concepción o historias, casi todas basadas en personajes y situaciones reales.

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