Autor/aPedro Rivera Jaro

Nació el 24 de febrero de 1950 en Madrid, España. Jubilado con estudios de Empresariales, Marketing y Logística. Dedicado por afición a la narrativa y poesía. Jurado en el Concurso Cultural FECI/INTE, participante en el Libro Versos en el Aire, con el poema ¿A dónde va? Concurso Villa de Lumbrales XXII, de la Asociación de Mujeres. Concurso de Editora Ex Libric, con el trabajo 48 Palabras. En 2023 escribió, mano a mano con la autora Silvia Cristina Preysler Martinson el libro, en español y portugués, Cuatro Esquinas - Quatro Cantos.

Peligros de la infancia

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Pedro Rivera Jaro

Fotografía del album familiar Pedro Rivera Jaro

No encuentro explicación a la manera en que los niños de mi generación (nacidos en 1950), pudimos sobrevivir al ambiente hostil en el que nos criamos. A los niños de ahora los mantenemos entre algodones, para que estén a salvo de cualquier peligro.

Nosotros jugábamos en la calle todo el tiempo que nos dejaban libres nuestras obligaciones, que para la mayoría de los niños, eran únicamente el colegio y los deberes que nos ponían los profesores. En mi caso particular, yo tenía deberes que me ponían mi padre y mi madre como eran cuidar de las gallinas, los conejos y las palomas, o hacer los recados de compra de alimentos para la casa. También tenía que ir a la fuente pública para acarrear el agua potable para guisar, fregar y lavar. En cambio el agua de regar el patio, el gallinero y el jardín, la sacaba de un pozo que había excavado mi abuelo Pedro, y que se encontraba en un rincón del patio, junto a la pila de lavar la ropa, antes de que llegara a casa la primera lavadora Hoover-Hogel.

Por último, todas las noches cuando mi padre volvía de trabajar con su camión, yo tenía que lavar los cristales de la cabina, los faros y los pilotos. También limpiaba y lustraba los cromados del frontal del camión Studebaker. Y los sábados por la mañana, tenía que barrer los patios y el garaje.

Pero, no obstante todo lo anterior, teníamos tiempo también para jugar. Desde que yo recuerdo, jugábamos al futbol, en unas tierras que existían muy cerca de la fuente pública, sin cansarnos nunca, mientras teníamos luz del día. Y jugábamos primero con pelotas hechas de trapos viejos atados. Luego juntamos dinero entre todos y compramos una pelota de goma. Por último formamos un equipo de niños y aportábamos una cuota de una peseta cada semana, hasta que pudimos comprar un balón; por fin un balón.

También jugábamos al escondite, al rescate, a dola, a pasimisí, al bote bolero, al peón, y a otros muchos juegos sobre las calles de tierra, sin asfaltar, de nuestro barrio.

La primera vez que bajé al río Manzanares con mi amigo Tomasín, para intentar coger ranas y peces, sin conseguirlo, al volver a casa con los zapatos, pies y calcetines manchados de barro y cieno, mi padre me descubrió junto al cubo de agua que había sacado del pozo para lavarme. Y después de darme unos azotes, me castigó y me prohibió terminantemente volver a bajar al río.

Como podréis comprender, él lo hacía para protegerme, y evitar que pudiera hundirme en las ciénagas de la orilla del río Manzanares, y ahogarme en ellas. Yo de aquella tendría como 5 años.

Por supuesto que, aún a riesgo de recibir castigo, a mí me encantaba bajar a jugar al río con mis amigos, todos mayores que yo, a cazar lagartijas, lagartos y culebras, que se criaban por allí, entre aquellos vertederos de escombros.

Como también en las cuestas de aquellas pequeñas montañitas hacíamos lo que denominábamos escurrideros, y con contrachapados o cartones, echábamos puñados de arena y nos deslizábamos sentados hasta el fondo de la cuesta.

Si al llegar a casa manchado de tierra estaba en ella mi madre, aunque me reñía, no me pegaba. Pero si estaba mi padre, era distinto, porque con aquella mano llena de callos de trabajar cargando el camión, que era como una piedra por su dureza, me daba en el culo. Decía que en el culo no me rompía nada. Pero lo cierto es que me dolía mucho.

Transcurrieron unos cuantos años y cuando yo contaba con unos doce , los juegos se fueron haciendo más arriesgados. Nos juntábamos tres o cuatro amigos y con linternas entrábamos por la desembocadura de los colectores del alcantarillado del subsuelo de las calles de Madrid. Recuerdo a uno de mis amigos que desconozco porqué, pero le llamábamos Tragamuelles, y era un chico que siempre tenía la sonrisa en su cara. Los colectores eran bóvedas con una pequeña acera en el lado de la derecha y un poco más abajo había una conducción por donde discurrían las aguas de las calles hasta llegar al río. Estas bóvedas medían kilómetros y nosotros las recorríamos hasta llegar al Puente de los Tres Ojos, a varios kilómetros de nuestro barrio San Fermín, en el sur de Madrid.

De vez en cuando veíamos ratas enormes que bien corrían por la acera, o bien nadaban en la corriente. Para nosotros era una aventura y descubríamos salidas con tapadera de hierro por la zona de Legazpi. Estas cosas nunca fueron del conocimiento de mis padres, que estoy seguro no me lo habrían permitido.
Unos cuantos años después, tres chavales entraron y fueron sorprendidos por una tormenta, que produjo un fuerte aguacero con su correspondiente avenida de agua que, inundando a gran velocidad y violencia los colectores, arrastró los cuerpos de aquellos tres chicos a muchos kilómetros más abajo de la salida. Y fallecieron ahogados.

Esto mismo podría habernos pasado a mis amigos y a mí. Y mi familia se hubiera enterado cuando ya no habría tenido remedio.
Otro día, para no hacerme pesado os contaré más aventuras de mi niñez.

Vivencias de un taxista

V

Pedro Rivera Jaro

Una hija del famoso locutor de radio y presentador de televisión Jesús Quintero, conocido como EL LOCO DE LA COLINA, que justamente hoy hace un año de su fallecimiento, ha escrito un libro, narrando muchas de las importantes entrevistas que realizó su papá, a personajes como Felipe González Márquez , Presidente del Gobierno español, Dolores Ibarruri, La Pasionaria, miembro muy importante del Partido Comunista de España desde los tiempos de la Segunda República Española , y otros muchos que sería prolijo enumerar aquí.

También recuerdo en los programas televisivos de Los Ratones Coloraos, personajes conocidísimos y popularisimos, como eran Juan El Risitas, Antonio El Perro o El Cuñao, o José El Penumbra.

Yo tuve el placer de conocerle en mis tiempos de taxista, porque le llevé en mi taxi desde el Aeropuerto Adolfo Suárez de Madrid-Barajas, hasta la Estación del Ave de Atocha.  Él iba vestido con un elegante traje muy peculiar de color marrón claro, y tocado con un gorro de igual color, con doble visera trasera y delantera, que me recordó a los trajes que usan los monteros ingleses en las cacerías del zorro. Le acompañaba una señora que, yo interpreté, sería su secretaria, de mediana edad y elegantemente vestida, que no despegó sus labios en todo el trayecto.

Lo que me llamó la atención, fue el interés que mostró Jesús por conocer la situación del Gremio del Taxi, del cual manifestó ser cliente habitual durante los años en que, trabajando en la radio en Madrid, terminaba a altas horas de la noche.

Le comenté la situación provocada por la irrupción en el mercado del Taxi por las VTCS (vehículos de alquiler con conductor), que tuvo, y sigue teniendo, los efectos de una inundación, dada la falta de todo tipo de regulación de horarios, días de libranza, y otras normas que si regulaban milimétricamente la actividad del Taxi.

Una vez llegados a la estación de Atocha, Jesús me pagó la carrera y me regaló una gran propina, y una amplia sonrisa, que yo le agradecí ampliamente. Ambas, la sonrisa y la generosa propina.

A los pocos días recogí con mi Taxi a Santiago Segura, el creador de Torrente, que en aquellos días estaba presentando la obra Los Productores, original de Mel Brooks, junto con José Mota, en la Gran Vía.

Él iba acompañado de una señorita, y me solicitaron que les llevara al aeropuerto, donde querían tomar un avión con destino a Barcelona.

En la radio del taxi yo llevaba puesto un CD, y sonaba My Way, de Frank Sinatra, y les manifesté mi disposición a cambiar o apagar la música, en el caso de que no desearan escucharla. Santiago me demostró que es un hombre simpatiquísimo, y no fingidamente como se me han dado otros casos de famosos, que aparentando ser muy simpáticos, me demostraron todo lo contrario. Santiago me dijo que le encantaba Sinatra y empezó a cantar My Way.

Le comenté que unos días antes, había llevado a Jesús Quintero y, lo agradable, simpático y generoso que me pareció y, por supuesto, la propina que me había dado.

Cuando llegamos y me abonó la carrera, llenó sus manos con todas las monedas que pudo reunir, y, regalándomelas dijo entre risas: “Espero que hables de mí, tan bien como me has hablado de EL LOCO DE LA COLINA”.

Por supuesto que sí, Santiago, lo haré, pero no solo por la propina, que también, sino por tu enorme simpatía.

Los frutos de la higuera

L

Pedro Rivera Jaro

Cuando yo tenía como 12 años, más o menos, allá por el 1962, tuve una conversación con mi tía Cruz, que era la hermana menor de mi abuelo Pedro, en el maravilloso pueblo de Las Rozas del Puerto Real.

Era un día que habíamos aparejado su burra con su cabezada, su serón de dos senos, uno a cada costado, y con su cincha, y habíamos bajado a su huerto, en lo que llamábamos Arroyo del Valle, muy cercano al término de un pueblo vecino, Cadalso de los Vidrios.

Tenía un huertecito precioso con unas higueras que producían unos frutos riquísimos, que ella llamaba Cuello Dama

Tenía plantas de fresa, judías, tomateras, patatas, algunas cepas y algunos otros frutales, como ciruelos claudios, melocotones, guindos, etc. Según se entraba por una puertecita practicada en el murete de piedra seca o albarrada, que rodeaba todo el huerto, a mano izquierda había tres higueras grandes, y como a cinco metros de distancia, al frente a la derecha había un pozo de agua limpísima y fresca, de varios metros de profundidad y , con el cual regábamos el huerto, sacando el agua con una pértiga que se balanceaba arriba y abajo, en una horquilla que llevaba alojado un eje metálico y que llevaba un caldero de chapa galvanizada atado en la punta de la pértiga y en su parte trasera tenía atado otro cubo lleno de piedras que hacía de contrapeso cuando se elevaba el caldero lleno de agua, que se vaciaba donde empezaba el canalillo que llevaba el agua por su propia inclinación a los surcos del huerto.

Calculo yo que era un día de finales de agosto y estuvimos recolectando higos.

Las higueras tienen unas ramas flexibles que permiten acercarlas hacia el suelo para poder arrancar los higos y llenar las cestas de mimbre donde se guardaban. Ella me hacía un instrumento de una rama de árbol, que ella llamaba garabato, que no era otra cosa que una especie de gancho cortado justamente por encima de donde se juntaba la rama más gorda con uno de sus brotes.

Con ese garabato enganchábamos las ramas de la higuera y tirábamos hacia abajo, para llegar a coger los higos, que había que cortar sin arrancarles el pezón, que debía de quedar con el higo.


Estábamos en estas mi tía y yo, cuando le pregunté el porqué de que la higuera diera un primer fruto más grande que se llama breva y unos meses más tarde maduraban los higos, mientras que los otros árboles frutales que yo conocía solamente producen un fruto.

Ella se rió con la alegría que le producía el poder enseñarme cosas que yo desconocía y me contó una historia que a ella le había contado su abuela materna..

En los años en que Jesucristo y sus Apóstoles predicaban la Sagrada Doctrina por tierras de las riberas del Jordán y encontrándose cansados y sedientos, en un día de mucho calor, habían agotado sus provisiones de agua de beber, y solamente quedaba una calabaza llena de vino dulce que llevaba medio oculta San Pedro, y de la cual bebió éste medio a escondidas.

Obsérvole Jesús, y le preguntó: ¿Que bebes Simón? (Porqué era ese su nombre, antes de que Jesús le pusiera de nombre Pedro).

-Es vino Señor, ¿quieres probarlo?

Le pasó San Pedro la calabaza del vino dulce, y el Señor con la sed que tenía y el sabor tan dulcecito que tenía aquel vinillo, bebió con muchas ganas hasta que la dejó vacía. Al rato le entró a Jesús un tremendo sopor y se echó a dormir en una sombra próxima.

San Pedro pensó con temor que Jesús se había emborrachado y como consecuencia se había dormido. Y pensó que castigaría con su milagroso poder aquel líquido que le había derrumbado, y como consecuencia empezó a pensar la manera de que no maldijera aquel bebedizo que tanto le gustaba a él y las viñas que producían las uvas de las que se obtenía.

Cuando Jesús despertó, le preguntó a San Pedro que de dónde procedía aquel líquido que llamaba vino, a lo que le contestó que se obtenía del fruto de un árbol que se llamaba higuera. Entonces Jesús sorprendentemente le dijo con gran solemnidad:

- "Bendito sea ese árbol, que dé dos frutos al año".

Y desde aquel día la higuera nos regala las brevas como primer fruto y los higos como segundo fruto.
No sé si la leyenda es cierta o no lo es, lo que no podemos negar es que es muy bonita.

Nunca se me olvidó, y ahora me da mucha satisfacción contárosla a todos vosotros, al tiempo que recuerdo a aquella anciana a la que yo quería tanto, que era mi tía Cruz.

El rastro de los sesenta

E

Pedro Rivera Jaro 

Desde el primer día que mi padre me llevó a conocer El Rastro, cuando yo tenía como 10 años, me sentí atraído por este Gran Mercado Callejero hasta tal punto que a partir de entonces, me juntaba con mis amigos o, a veces, con mi primo Polo y nos acercábamos allí, a curiosear por todas aquellas calles en las que se podía encontrar cualquier cosa que buscases, un cinturón de cuero, un reloj, un disco de música, una bicicleta, una camiseta, unos pantalones, cualquier herramienta de mecánico, de albañil, de carpintero, de electricista o de cualquier otro oficio.

Entonces como ahora, había tiendas establecidas y muchas más que se extendían en tenderetes de lona con estructura metálica, que se montaban a lo largo de las aceras en la Ribera de Curtidores, Mira el Río, Plaza de Cascorro, Ronda de Toledo, Plaza de Vara del Rey, Carlos Arniches, Plaza del Campillo del Mundo Nuevo, etc.

Recuerdo un domingo que acompañé a mi madre allí, y compramos dos bicicletas usadas de segunda mano, una de niña, sin barra superior entre el sillín y el manillar, de color rosado, que era para mi hermana Maribel, y otra más chiquitita de color azul, para mis dos hermanos pequeños, de la mitad de lo que le habría costado una sola de ellas si hubiera sido nueva.

Entre los dos, las llevamos en el autobús de la Colonia Agrícola, que nos llevó hasta la esquina de los Talleres Recuero, en el cruce de la Carretera de Carabanchel Alto y la de Villaverde Alto. Desde allí las bajamos rodando sobre sus ruedas hasta la Calle de San Fortunato, donde estaba nuestra casa.

Mi querida madre iba disfrutando por el camino, pensando en lo que gozarían mis hermanos, como así fue, desde el mismo momento en que pusieron sus ojos en ellas.
A mi madre la costó discutir con mi padre, porque el dinero en aquella época siempre era escaso, pero al final mi padre tuvo que reconocer que había hecho una buena compra, máxime viendo disfrutar a mis tres hermanos, aprendiendo a montar en bicicleta en el enorme patio de nuestra casa, ayudados por mí, para evitar que se cayeran al suelo.

Entre todas las calles de El Rastro, había una que tenía un atractivo especial para mí. La llamábamos la calle de los Pájaros, aunque su verdadero nombre es Fray Ceferino González.
En aquella calle vendían todo lo necesario para criar todo tipo de aves, tales como gallinas, palomas, jilgueros, canarios, mixtos, loros, guacamayos jacintos. Jaulas, piensos, redes de captura, ballestas o costillas, liga para atrapar pájaros vivos. Perros, gatos, conejos, hurones para su caza en madriguera, capillos para colocarlos en las bocas de las madrigueras y evitar su huida, etc.

En una ocasión compré una paloma y la junte con otras que teníamos en un palomar en casa. La paloma escapó y cuando la volví a ver fue en el mismo puesto en que la compré la semana anterior.

Esa calle estaba cada domingo atestada de gente, tanto que casi no se podía caminar por ella.

En la sociedad española de aquella época estaban bien vistas muchas costumbres que hoy en día son impensables, y que la ley persigue.

Hoy he caminado por aquella calle y no queda ninguna tienda de venta de animales. En cambio hay abiertos varios bares, una pizzería, un Hostel, un Centro Comunitario de personas mayores LGTBI, un local de pilates con entrenador personal, un local de práctica de Yoga, una Escuela de Circo y un Estudio de Arquitectura.

Nada que ver con lo de mi adolescencia y reflejo de la variación producida en nuestra sociedad.

En la esquina con la Ribera de Curtidores, existe hoy una tienda de ropa, calzados y de deportes de sky montaña, bastante buena por cierto, pero en el mismo local existía una de las mejores tiendas de música, donde los adolescentes buscábamos y encontrábamos los discos más modernos del momento, de 45, o Long Plays, los posters de los conjuntos más conocidos: Rolling Stones, The Beatles, Los Platers, Los Mustang, The Shadows, Paul Anka, Nat King Cole, Frank Sinatra, etc..
Aquella tienda era lo más en modernidad musical.

Y yo he recordado todo esto dando un paseo, caminando muy despacito, arriba y abajo de mi recordada calle de LOS PÁJAROS.

Justicia catalana

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Pedro Rivera Jaro 

Aproximadamente en el año 1920, mi abuelo Pedro compró un terreno en la zona sur de Madrid, que en aquellos años pertenecía al pueblo de Villaverde Alto y que, hacia mediados del siglo XX pasó a ser parte de Madrid, distrito Arganzuela-Villaverde, donde quería construir su casa y la casa de sus hijos mayores, ya casados.
 
El primero que construyo una casa por allí, fue un hombre llamado Aurelio y apodado El Loco, haciendo alusión al estado que suponían, debía de tener en su cabeza una persona, para atreverse a ir a vivir allá, en aquellos barrizales en medio de campos de cultivo de cereales.
 
Allí se fue formando, una calle-barrio denominado Barrio de los Locos, donde se instalaron varios familiares de mi abuelo, como por ejemplo, Tía Marcelina, su hermana mayor, con su esposo e hijas.
 
El Ayuntamiento de Madrid nombró a aquella calle, Barrio de San José, y este nombre se mantuvo hasta los años 60, en que fue cambiado y pasó a denominarse calle de San Fortunato, nombre que sigue ostentando actualmente.
 
En la casa de mi abuelo Pedro nació en 1923, mi madre Victoria, y en 1950 nací yo. Después, en 1952 nació mi hermana Maribel, en 1955 mi hermano Félix y el mas pequeño de los cuatro, Javi, vino al mundo en 1958.
 
Todos aquellos campos de labor fueron poblándose de edificios en el transcurrir de los años. En los años 20 fue construida la Colonia Alfonso XIII, que con el advenimiento de la Segunda República pasó a denominarse Colonia Popular Madrileña, y a partir de 1939 fue reconstruida sobre los restos ocasionados por los bombardeos de la Guerra Civil (o mejor Incivil), debido a que toda la barriada fue un frente de guerra. Esta colonia construida sobre las ruinas se denominó Colonia de San Fermín, y todas sus calles tienen nombres que nos recuerdan a Navarra, la Avenida de los Fueros, las calles Zalacain, Oteiza, Lodosa, Navascués, Amaya, y de hecho la festividad del 7 de Julio, día de San Fermín traía la celebración de las verbenas a nuestro barrio.
 
En el año 1959 se construyó a continuación de los terrenos de dicha Colonia, el Poblado de San Fermín, a cargo de la Obra Sindical del Hogar, del Ministerio de la Vivienda. Y por la parte contraria, es decir , la zona norte, que era la mas cercana al Barrio de las Carolinas, se construyeron San Mario, la Colonia de Andalucía, las Torres de Carabelos, etc.
 
Las construcciones limitaban por el este con el Camino de Perales, antiguo camino de tierra, por el que arribaban al Matadero Municipal de Madrid, en Legazpi, los rebaños de ganados para su sacrificio. Recuerdo que en alguna ocasión siendo niño se escapaba algún toro bravo y enseguida los vecinos avisaban para guardarse dentro de las casas hasta que pasaba el peligro.
 
La casa de mi abuelo Pedro, en el año 1972 y parte del 73, se derruyó y en su lugar se construyeron 2 bloques de viviendas. En una de aquellas viviendas nuevas vivimos mis padres, mis hermanos y yo, concretamente en el 2ºD del número 24 de la calle San Fortunato.
 
En diciembre de 1973 falleció repentinamente mi padre, como resultado de un derrame cerebral, a la edad de 50 años. Mi madre que tenía idéntica edad que mi padre, quedó viuda y muy desconsolada.
 
A mi madre le quedaba como único consuelo, el orgullo de tenernos a nosotros, sus cuatro hijos, y cada día cuando marchábamos a nuestros respectivos trabajos, ella permanecía en la terraza de casa, observándonos hasta que desaparecíamos de su vista.
 
Un día que mi madre estaba observando como mi hermana Maribel, con su Seat 600 Blanco bajaba la calle hacia el Camino de Perales, convertida para entonces en una calle perfectamente asfaltada. Cuando estaba llegando a escasos metros de dicha calle, irrumpió en la entrada de San Fortunato un camión de reparto de bebidas (cervezas, gaseosas, refrescos, etc.), cuya anchura impedía el paso de cualquier otro vehículo en dirección contraria, obligando a mi hermana a dar marcha atrás, al tiempo que el daba fuertes toques de claxon, para que el camión pudiera llegar a descargar en la tienda de bebidas, que estaba como 50 metros mas adelante. El repartidor podría haber facilitado perfectamente la salida del Seat 600, que se encontraba a dos metros de salir a la otra calle, pero en un gesto de altanería y soberbia, obligó a mi hermana a dar marcha atrás calle arriba.
 
Pero para su desgracia, mi madre, que había observado las maniobras desde su observatorio de la terraza, bajó corriendo las escaleras y corrió por mitad de la calle, obligando a parar a mi hermana, y continuó corriendo hasta llegar a donde el conductor del camión estaba descargando cajas de gaseosa.
 
Era un hombre de unos 35 años, con una fuerte apariencia física. Mi madre puesta frente a él, le asestó dos tremendas y sonoras bofetadas en ambas mejillas, y al mismo tiempo le decía a voces: ”ERES UN ABUSON Y UN SINVERGUENZA. Ahora mismo te subes al camión y das marcha atrás, como le has hecho tu a mi hija, que va a salir ella de la calle, antes de que tu vuelvas a entrar”
 
El repartidor atónito, mitad sorprendido, mitad asustado, subió a la cabina de su camión y dio marcha atrás. A continuación mi hermana salió de la calle con su utilitario, mientras mi madre, echando chispas por sus ojos regresó a casa, presa de una tremenda descarga de adrenalina y furiosa por el abuso de aquel hombre.
 
Mi madre, que era una persona extraordinariamente cariñosa y buena, tuvo en aquella ocasión, una iracunda reacción contra lo que consideró un insoportable abuso sobre una jovencita conductora, que además era su hija.
 
Todo lo anterior os lo cuento hoy, en homenaje a mi querida mamá, en el quinto aniversario de su fallecimiento, cuando contaba 94 años de edad.

El sueño interminable

E

Pedro Rivera Jaro 

 
La Villa de Ocaña, en la provincia de Toledo, es una pequeña ciudad llena de historia, que se refleja en su plaza mayor porticada, en sus iglesias y conventos monumentales, en sus casas solariegas y en sus lujosos y antiguos palacios.
 
María, mi fallecida suegra, que en paz descanse, era nacida y criada en esa Villa. Ella era una mujer con una gran inteligencia natural, y con mucha gracia a la hora de contar vivencias sucedidas en su juventud, como era la historia del niño inquieto, que sin embargo durmió plácidamente durante 24 horas seguidas.
 
El niño tendría a la sazón como 5 años de edad. Era el menor de 4 hermanos dentro de una familia de Ocaña, bien asentada económicamente y que estaba al cuidado, como antes habían estado sus hermanos, de la señora Carmen. El niño tenía por nombre Ángel, pero la realidad era que de ángel tenía poco. Hoy diríamos de él que era un niño hiperactivo, en su época decían de él que era un “rabo de lagartija”, en alusión a lo que se retuerce y mueve en todas direcciones, dicho apéndice del réptil, cuando es separado de su cuerpo. Carmen que trabajaba como interna en la mansión, era la que mas sufría la hiperactividad del chiquillo.
 
Al niño se le ocurrían todas las travesuras que os podáis imaginar. Un día mezclaba la sal en el azucarero, otro día añadía agua a la jarra del vino de la mesa, el siguiente día era en la leche donde echaba el agua. Hubo un día en que machacó varias guindillas de las mas picantes, y las añadió al puchero donde se estaba haciendo el cocido. El angelito no tenía desperdicio.
 
Para remate, por la noche dormía en la habitación de Carmen, mientras sus papás dormían plácidamente en otra habitación. Ángel no reposaba ni siquiera de noche, porque se despertaba llorando y claro, tampoco dejaba dormir a Carmen que estaba agotada por sus muchos quehaceres diarios en el manejo de la casa y el cuidado de los cuatro niños.
 
Un buen día, sorprendentemente, el niño no se despertaba por la mañana. Aparentemente el niño estaba bien, únicamente sonaba raro el hecho de que durmiese tanto. Cuando llegó el mediodía y Angelito seguía durmiendo reposadamente, sus padres preguntaron a Carmen porqué el niño no se sentaba a comer con todos en la mesa familiar. Ella les dijo que seguía durmiendo y que había estado haciéndolo toda la mañana. Los padres se extrañaron, siendo conocedores del carácter del niño, y avisaron de inmediato a don Amancio, el médico de la familia, para que urgentemente viniera a casa y examinara al niño. Así lo hizo el galeno, no encontrando ningún síntoma de enfermedad en el niño.
 
Recomendó dejarle durmiendo y que ya se vería cuando despertara por la tarde.
Así lo hicieron, aunque con inquietud. Pero resulta que a eso de las 8 de la tarde-noche, el niño seguía profundamente dormido, y los padres ya se alarmaron mucho y empezaron a preparar un viaje en el automóvil de la casa, con el niño, para llevarle al Hospital de Madrid.
 
En ese punto, Carmen que por otra parte adoraba al niño, confesó que con el chocolate con leche que había preparado para antes de llevarle a la cama a acostar, había mezclado unos polvos de adormidera, para ver si de esa forma la dejaba descansar esa noche, y ahora sollozaba asustada de que “mi niño”, como ella decía, no se despertara.
 
Pero, cuando estaban en estas, escucharon las voces que empezó a dar Angelito, proclamando que tenía mucho hambre. Y aquí tenemos a todos corriendo para que el niño comiera y saciara el hambre.
 
Nota: Los frailes dominicos del Convento de Santo Domingo de Ocaña, estuvieron de misioneros en el continente asiático y de allí, trajeron para usos medicinales , la simiente de adormidera, que mi suegra, la señora María llamaba amapolas reales, y que producía unas flores blancas preciosas, que cuando perdían los pétalos, quedaban sus cabezas en las puntas de los tallos, y que en su interior, contenían el látex blanco donde se incluye el opio.
 
Durante muchos años, yo que desconocía lo que eran realmente esas plantas, las tuve sembradas en las jardineras de mi terraza en Zarzaquemada, Leganés, por las flores tan bonitas que producían.

Dos curas buenos

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Pedro Rivera Jaro 

Como ocurre en cualquier actividad humana, dentro del sacerdocio hay curas excelentes, personas que ayudan a sus semejantes a superar todos los obstáculos que se cruzan en su andar por la vida.
 
Yo tuve la suerte de conocer a dos de ellos: Uno era don Antonio y el otro el padre Pablo.
 
Don Antonio, cuyo apellido no recuerdo, en 1959 era el cura párroco del precioso pueblo serrano de Las Rozas del Puerto Real, en las estribaciones de la Sierra de Gredos y en el límite de la provincia de Madrid, con las de Ávila y Toledo. En el verano de aquel año me estuvo enseñando a tocar la bandurria, igual que había hecho con toda la chavalería del pueblo; bandurrias, laudes y guitarras en las manos de Román, Martín, Enrique, Paquillo, etc, constituían una rondalla que tocaba jotas, seguidillas y tonadas, y que alegraban las Fiestas del pueblo.
 
También fui testigo de cómo preparaba a Martín, a Román y a otros chicos del pueblo para que se presentaran a exámenes de Bachillerato.
 
Aquel cura puso el primer televisor que yo conocí en el pueblo en un salón de la Casa Parroquial, cuando el tiempo se ponía frío, y en el patio si era caluroso, con bancos y sillas, y asistíamos allí para ver los telefilmes que emitía la única Televisión que teníamos en España, y que estaban doblados del inglés al español de Puerto Rico, con frases que repetíamos los chicos tales como: “Tomaremos un reseso”, “Que bueno que viniste” o “Jugaremos tenis en la mañana”.
 
Allí mediante la entrega de tres sellos usados, que Don Antonio donaba para las Misiones, podíamos ver la serie de Perry Mason, abogado que interpretaba Raymond Burr, El Llanero Solitario con su caballo Silver y su compañero el indio Toro. Las Aventuras de Rin Tin Tin, Los Intocables de Elliot Ness. Bonanza, etc.
 
Lo último que recuerdo de sus esfuerzos a favor de los habitantes del pueblo, fue la creación de un taller de confección en uno de los locales de las escuelas públicas, con sus máquinas automáticas de coser, donde las mujeres jóvenes del pueblo cosían prendas para empresas importantes que las comercializaban y vendían al gran Público. Recuerdo entre ellas a El Corte Inglés, Galerías Preciados, Cortefiel, etc.
 
Después fue destinado a Madrid y la siguiente vez, y última, que volví a verle fue en la celebración del Sacramento del Matrimonio entre mis amigos Paco y Rosamari, en una iglesia de la calle Arturo Soria.
 
El otro sacerdote que quiero comentaros es el padre alemán Pablo Baussman, perteneciente a la Orden de los Misioneros de la Preciosa Sangre y ejerciendo su profesión en la Iglesia Juan XXIII, de Orcasitas, barrio muy humilde del sur de Madrid, que en la mitad de los años sesenta tenía gran cantidad de viviendas de planta baja.
 
Este sacerdote pasó mucho tiempo escuchando el Grito de la Sangre de los más pobres y de los que viven en las periferias de las grandes ciudades, que son lugares muy difíciles y complicados, y promocionando la dignidad del ser humano, la búsqueda de la Justicia Social, la Paz entre los seres humanos, y la integración de todos los elementos que forman parte de toda la Creación, o sea, el seguimiento estricto del ejemplo que nos dió Jesucristo.
 
En los años cincuenta y sesenta, miles de inmigrantes procedentes mayoritariamente de Andalucía, Extremadura y Castilla, llegaron a Madrid buscando mejorar sus vidas mediante el trabajo, en las zonas industriales del sur.
 
Muchos de ellos hicieron por las noches sus chabolas, precarias construcciones donde les tocó soportar las inclemencias del duro clima de Madrid, fríos y humedades en invierno, tremendo calor en verano y por si esto fuera poco, manadas de enormes ratas.
 
Más tarde el Régimen de Franco construyó, a través de la Obra Sindical del Hogar miles de viviendas, en los que se llamaban Poblados Dirigidos, Colonia Agrícola, etc.
 
Pero antes, en los sesentas el Padre Pablo construyó la iglesia de Juan XXIII, y junto a élla una guardería, en la que pudieran quedarse los niños de aquellas mujeres trabajadoras, que tenían que ir a trabajar a los barrios del centro de Madrid. Aquel cura se iba de viaje a su país de origen y volvía cargado de medicamentos, que traía en un vagón de ferrocarril, y que luego repartía a los necesitados de Orcasitas.
 
Yo pude conocerle mucho porque mi padre con su camión le servía arena y otros materiales de construcción, y yo iba los sábados para cobrarle. El me iba pagando según iba pudiendo.
 
Recuerdo que me decía: Sr. Rivera somos pobres. Y yo le contestaba: Nosotros también Padre Pablo.
 
Lo más triste era que había gente que lejos de agradecer la buena labor de aquel hombre, se permitía criticar sus supuestas relaciones con una señora que colaboraba con él, en lugar de respetar la vida privada de ambos.

Miguel "El Peluca"

M

Pedro Rivera Jaro

Así llamaban mi padre y otros clientes de la peluquería y barbería, a mi primer peluquero y único hasta que tuve aproximadamente 28 años, edad en la que marché a vivir a Salamanca, la preciosa ciudad del Tormes.

Era Miguel natural de Nijar, provincia de Almería. Yo era muy pequeño cuando mi querida madre me llevaba para que Miguel me cortara el cabello. El ponía una tabla de madera en el asiento de su sillón de barbero, y sobre ella una banqueta en la que me sentaba. Todo el rato me repetía: “No te muevas joío”. “Estate quieto joío”. Pero los pelillos cortados a mi me picaban en las orejas, en la nariz y en el cuello. Claro no había forma de que yo me estuviera quieto.

Años después con 10 u 11 años, un día que fui a la peluquería y pedí la vez, llegó un cliente que tenía prisa y Miguel me pidió permiso para arreglarle antes que a mi. Yo le dije que también tenía prisa y me atendió a mi antes, como correspondía. Pero Pedro Gordillo, que era un chico de 14 años, que era su aprendiz, trajo unos tebeos, lo que hoy llaman Comics, que me encantaban, y que cuando ya tenía mi pelo cortado, me puse a leerlos. Y entonces Miguel me regañó, porque con los tebeos, se me habían pasado las prisas, por lo cual me dijo que no estaba bien lo que había hecho, y que se lo iba a contar a mi padre.

Cuando yo empecé a ir a la Facultad de Ciencias Económicas y Empresariales en 1968, y empezaron mis primeras inquietudes políticas, yo le contaba a Miguel si estábamos solos, mis carreras con la Policía Armada, a quienes nosotros los estudiantes llamábamos los Grises, las cargas a caballo con sus largas porras, y el lanzamiento por nuestra parte de todo tipo de proyectiles, que encontrábamos sobre el terreno, como piedras, ladrillos, adoquines.

Estas carreras eran muy arriesgadas, porque los policías no se cohibían de golpearnos con gran dureza, ni tampoco de llevarnos detenidos y ficharnos. Otras veces usaban unas mangueras de presión, que llevaban los vehículos-tanque , con agua teñida que nos manchaba la ropa, y si luego nos veían con la ropa teñida de azul, nos detenían y fichaban en la Dirección General de Seguridad, en la Puerta del Sol ,donde hoy se ubica la Sede de la Comunidad de Madrid.

Miguel me guardaba el secreto y no se lo contaba a mi padre, que me tenía totalmente prohibido meterme en nada que no fuera exclusivamente estudiar.
Me contó Miguel que en Nijar, su padre era barbero y le enseñó el oficio desde niño. Miguel crió un pollo de perdiz que encontró chiquitito en un campo cercano a su casa, y que tenía una patita lastimada. El le curó y le vendó, hasta que la patita se curó, aunque quedó cojo de aquella lesión y por cuyo motivo le puso de nombre Romanones, dado que el Conde de Romanones, personaje muy importante de la vida política de aquella época, era igualmente cojo.

El pollo-perdiz, que era macho, creció y entonces comenzó a cantar con gran potencia. Miguel compró una jaula, en la que metió al pollo, y que colgaba de un clavo que estaba en alto, en la fachada de su casa, en cuya casa su padre tenía la barbería.
Resultó que el Sargento y Comandante de Puesto de la Guardia Civil de Nijar, acudía a que le
afeitara y le cortara el cabello el padre de Miguel, y escuchando cantar al macho-perdiz se encaprichó de él y solicitó que se lo regalara. Pero Miguel tenía auténtica pasión por su Romanones y se negó en redondo. El padre sabía que no podía negarle el capricho al Sargento, y Miguel viendo que se lo iba a arrebatar, con lágrimas en los ojos tomó en sus manos su querida perdiz y delante del Sargento le cortó la cabeza con la navaja barbera y a continuación se la tiró a los pies diciéndole: ” ¡Ahí tiene usted mi pollo¡”

Todo esto ocurría antes de comenzar la Guerra Civil del 36 y Miguel huyó de su casa. A los pocos días había estallado el conflicto y él se había enrolado como voluntario de las Milicias Populares de la República y durante los casi tres años que duró la contienda, estuvo combatiendo y el 1 de abril de 1939, Franco publicó un edicto en el que decía, que todos aquellos que tuvieran sus manos limpias de sangre, podían regresar a sus lugares de origen, sin temor a represalias. Una vez que volvió a su casa, se presentó a las autoridades, y fue inmediatamente encarcelado por su pertenencia al Ejército Republicano. El me contaba todo esto y me hablaba de que fue sumarísimamente juzgado y sentenciado en los siguientes términos: “Constituidos en Tribunal Militar, debemos condenar, y condenamos a Miguel de Tal y Cual, por auxilio a la Rebelión, a la pena capital.”

Él me insistía machaconamente, que quienes se habían rebelado eran Franco y sus compañeros militares.

Miguel se pasó años en prisión, hasta que le otorgaron un indulto y fue liberado. Entonces se casó con una muchacha que iba a visitarle a la cárcel siempre que se lo permitían, y que le llevaba ropa y alimentos. Me contaba que se prometió a si mismo, que si un día le liberaran, se casaría con ella. Y así lo hizo, y con ella tuvo una hija, que yo recuerdo. Muy guapa, ya que tanto la mamá como el papá eran muy bien parecidos.

Lo último que recuerdo de Miguel, fue a raíz de la muerte de Franco, en Noviembre de 1975. Fui a su peluquería para que me cortara el pelo, y lleno de una alegría exultante, que le brotaba de los ojos me dijo: “Pedrito, que se joda, que se ha muerto antes que yo” pero lo más importante que recuerdo, ocurrió unos días después del atentado de Enero de 1977 perpetrado por extremistas de derecha contra los abogados laboralistas de un despacho situado en la calle de Atocha, próximo a la plazuela de Antón Martí, donde hoy existe un monumento, en recuerdo de las víctimas de aquel terrible atentado. Un puñado de clientes de la peluquería, que empezaban a manifestarse de izquierdas, asistieron a una importante demostración, de muchos millares de personas, por las calles de los barrios más céntricos de Madrid, en protesta por aquellas muertes y como un grito que significaba ¡BASTA YA¡.

Ese fue el punto de inflexión de la España de Franco, con la España Democrática de la Monarquía Parlamentaria de Juan Carlos de Borbón, que llegó de su mano, y que dio origen a la creación de La Constitución Española, con la aportación de la mayor parte de las tendencias políticas que habían vuelto a renacer.

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