Autor/aSilvia Cristina Preissler Martinson

Nació en Porto Alegre, es abogada y actualmente vive en El Campello (Alicante, España). Ya ha publicado su poesía en colecciones: VOCES DEL PARTENÓN LITERARIO lV (Editora Revolução Cultural Porto Alegre, 2012), publicación oficial de la Sociedad Partenón Literario, asociación a la que pertenece, en ESCRITOS IV, publicación oficial de la Academia de Letras de Porto Alegre en colaboración con el Club Literario Jardim Ipiranga (colección) que reúne a varios autores; Escritos IV ( Edicões Caravela Porto Alegre, 2011); Escritos 5 (Editora IPSDP, 2013) y en español Versos en el Aire (Editora Diversidad Literaria, 2022). En 2023 publica, mano a mano con el escritor Pedro Rivera Jaro, en español y en portugués, el libro Cuatro Esquinas - Quatro Cantos.

Mis ojos

M

Silvia C.S.P. Martinson

Traducido al español por Pedro Rivera jaro 

Mis ojos soñadores
son como las aguas marinas,
profundas, inescrutables.
Hay historias en ellos contenidas
de ilusiones que ha mucho,
muchísimo tiempo que yo he vivido.
Ellos ven más lejos,
y expresan innumerables esperanzas,
se alegran en la fantasia,
no viven del pasado,
se olvidan de las tiranías.
Saben sonreír sin palabras,
conocen de la alegría
de renacer cada día
para vivir, amar y ser feliz.
Son la luz que se derrama,
como las olas del mar
en las calmas, tranquilas
playas de la vida,
siempre a soñar.

Recuerdos – Aceite de hígado de bacalao

R

Silvia C.S.P. Martinson

Traducido al español por Pedro Rivera jaro 

Cuando me levanté y tomé mi medicación por la mañana, media hora antes del desayuno, como me había recetado el médico, me vinieron recuerdos de mi infancia, no sé por qué.

Recuerdos de cuando éramos pequeños en mi casa, que tenía un gran patio lleno de árboles frutales y flores que a mi madre le encantaba plantar para embellecer sus rincones. Allí pasábamos los días jugando y haciendo todo tipo de travesuras.

Mi padre nos construyó una especie de refugio en un viejo canelo. Allí subíamos por una escalera que nos llevaba al enclave de gruesas ramas, donde había bancos para sentarnos y una mesa improvisada.

En este rincón del árbol jugábamos a las casitas, es decir, improvisábamos comida en latas que subíamos.

La comida estaba hecha de tierra húmeda, hojas de árbol y decorada con flores del jardín.
En nuestra imaginación infantil, las muñecas se comían toda esta comida y luego dormían en sus camas improvisadas.
Era un mundo de ensueño...

Otras veces jugábamos a juegos peligrosos, atando cuerdas a las ramas y bajando por ellas hasta el suelo, imaginando que, como el personaje Tarzán, estábamos en la selva.
Para nosotros, aquel patio, de casi 100 metros de largo y lleno de árboles frutales, era como un denso bosque lleno de posibilidades para aventurarnos en aquel paraíso nuestro.

En otra ocasión, imaginamos que estábamos en un circo y para ello atamos una cuerda de un árbol a otro, fuertemente anudada, y caminamos sobre ella así, como habíamos visto en un espectáculo circense.

Hubo muchas caídas y todavia hoy quedan cicatrices y dolores, las marcas de nuestras travesuras.

Mi mamá y mi papá trabajaron duro para mantenernos y darnos una educación digna, no con riqueza, porque no éramos ricos, sino principalmente con acceso a la cultura y a la educación, que en esa época era muy buena y se impartía en escuelas públicas bien conceptuadas, donde se tomaban exámenes rigurosos para poder asistir a ellas.

Bueno, en realidad, estos recuerdos me vinieron por la mañana mientras tomaba mi medicación matutina y pensé ¿por qué me ocurrieron?

Entonces recordé, también, que en aquella época sí que acabábamos enfermando.

Había enfermedades graves para las que ya existían vacunas, como para la parálisis infantil, la difteria y otras.

Sin embargo, en mi infancia, no sabría decir si por falta de vacunas o de recursos económicos, teníamos tanto enfermedades graves como normales, que podríamos decir que eran caseras.

Para las caseras, había varios remedios que mi madre conocía y aplicaba rigurosamente, por ejemplo: cuando nos dolía la garganta, hacíamos gárgaras con agua con sal y vinagre para hacer gárgaras y limpiar las amígdalas de infecciones.

Para la fiebre, nos metía en la cama bien tapados con mantas y nos daba té caliente con miel y limón y otra pastilla de aspirina para bajar la temperatura, lo que nos hacía sudar mucho, empapando la ropa, las sábanas y las mantas.

Creo que surtió efecto, porque la fiebre bajó y al día siguiente estábamos en vías de recuperación.

Pero lo que más odiaba, y lo que ella utilizaba a menudo para limpiar nuestros intestinos, era el famoso aceite de ricino, que actuaba como laxante, permitiéndonos expulsar elementos indeseables de nuestro cuerpo.

Según recuerdo, lo que realmente me disgustaba y me daban a menudo, porque era delgada y no me gustaba comer, era el llamado Aceite de Hígado de Bacalao. Solía correr por todo el patio escondiéndome para evitar tomarlo. Y cuando lograban atraparme y someterme a él, además de tener que tragármelo, recibía unos buenos azotes en el trasero para que aprendiera a no ser desobediente.

¡Cuánto se sacrificó mi madre para hacernos personas!

Mi padre trabajaba todo el día y sólo venía a casa por la noche.
Y hoy pienso que el aceite de hígado de bacalao fue efectivo...
Sigo siendo fuerte y sana, física y mentalmente, a pesar de los años que han pasado.
Mi madre tenía razón.

Lapicero

L

Silvia C.S.P. Martinson

Traducido al español por Pedro Rivera jaro 

Tanto tiempo olvidado,
Obsoleto fue abandonado entre: "Mal trazadas líneas",
garabatos, dibujos, cartas.
Recuerdos juveniles
de cuando estaba en uso.
Fue empequeñeciendo con el tiempo,
por el uso improvisado.
Transmitía recados,
juramentos y rasgos…
Hoy lo encuentro, el pedacito,
entre las páginas
amarillentas de un pasado,
mi pequeño llapicero.
¡ Pobrecito!
Lo cambié por un bolígrafo,
que se dice: compacto
una especie de estilográfica.
¡ Que rata!

Mi lugar soñado

M

Silvia C.S.P. Martinson

Traducido al español por Pedro Rivera jaro 

Extraño pensé: "MI LUGAR SOÑADO"
Nunca me había imaginado en toda mi vida proyectar un final para mí en algún lugar definido.

Después de todo lo que he vivido, trabajado, estudiado, formado mi familia, vivido en diferentes lugares y viajado, me parece extraño establecerme definitivamente en un lugar.

La vida pasó y pasa tan rápido que no me di cuenta de que en cierta forma envejecemos.
Recién ahora, con la interesante propuesta de escribir un texto sobre "Mi Lugar Soñado" me detuve a pensar qué sería para mí ese lugar.

De niña tuve la suerte de tener una familia compuesta por padre, madre y hermana, que naturalmente satisfacían mis necesidades materiales y sobre todo, a través del cariño y atención de mis padres recibí enseñanzas sobre moral, amistad, religión y respeto al ser humano. En definitiva, un hogar.

Cuando fui mayor me casé y formé una familia, ejerciendo en este nuevo hogar el papel de madre, esposa y compañera en las decisiones que la vida nos obligaba a tomar.

No siempre las correctas, pero sí las que nos parecían en ese momento las más adecuadas y aceptadas para la situación que se presentaba.
Así que en aquellos años, en aquellos momentos y lugares en los que viví me instigaron a suponer que eran: "Mi lugar soñado".

El tiempo pasa, la hija crece, se casa y sigue su camino. La muerte también llama a nuestra puerta por su natural exigencia y se lleva consigo a nuestros seres queridos, que inevitablemente tuvimos que aceptar.

Entonces el hogar se desmorona, dejando el vacío con el que se vive y los recuerdos que a veces nos deslumbran, recordándonos los momentos felices, los logros de lo que fue "Mi lugar soñado".

Ahora, en este momento, cuando vivo lejos de mi país pero feliz, voy a empezar a imaginar lo que finalmente me gustaría tener como un lugar que podría llamar "Mi lugar soñado".

He vivido tanto en varias ciudades pequeñas y grandes que en este preciso instante, si no es viajando que me gusta mucho, mi mente se transporta a una montaña.

Una montaña verde, llena de bosques y rápidos de agua clara, donde me bañaba todos los días de calor y donde bajo la sombra de los árboles me quedaba a componer mis versos y a soñar.

Desde esta montaña, no muy alta, podía ver, bajo un cielo muy azul, los valles y las casitas que allí había.

Casi en la cima de esta colina tendría mi casita de piedras naturales, pintada de blanco, muy sencilla, con un salón unido a la cocina donde prepararía la comida, el té o el café para recibir a los amigos. Un dormitorio para los invitados, otro para mí, dos cuartos de baño, una chimenea de leña en el salón para calentarme en los días fríos. Muebles sencillos y cómodos y ventanas adornadas con geranios en el exterior, además de cortinas blancas que volarían con el viento.

Un jardín con rosas y otras flores adornaría la entrada de la casa que no tendría vallas que limitaran la entrada. Y en la puerta esperándome con una copa de vino blanco, cuando llego por la tarde o la noche, el hombre que me gusta y me encanta todos los días.
Un gallinero del que recogería los huevos.
Un huerto con muchos árboles frutales.
Un huerto donde cultivaría diversas verduras.
Los animales salvajes correrían libres por los alrededores, sin miedo a ser capturados.

Al final de la parcela construiría una tumba sencilla que se utilizaría después de mi muerte y en ella se escribiría en una placa lo siguiente:
“Aquí yace una mujer que vivió intensamente y murió feliz diciendo”: “Aquí he vivido hasta ahora “Mi lugar soñado”.”

El llorón

E

Silvia C.S.P. Martinson 

Traducido al español por Pedro Rivera Jaro

Cuando trabajaba como abogado en la ciudad donde vivía, observé muchos acontecimientos interesantes que tenían lugar en los pasillos del Foro.

Uno de ellos me llamó mucho la atención por su peculiaridad.

Las personas que allí se encontraban, especialmente los funcionarios de las oficinas de registro, acostumbrados a ver el sufrimiento ajeno, ya sea por la falta de un servicio judicial justo o por los dramas familiares que nos son muy comunes a los seres humanos, estaban horrorizados por lo que veían.

Vayamos a los hechos para no extendernos demasiado y aburrir al lector.

Sucedió así.

Todos los días por la tarde, cuando se celebraban las vistas y los jueces estaban desbordados de trabajo, y los secretarios preparaban el papeleo normal de cada caso para que fuera analizado por el magistrado asignado al caso, en el pasillo donde las partes esperaban su turno para ser oídas ocurrió lo siguiente.

Había un señor -no recuerdo su nombre, pero no viene al caso- que estaba sentado en un banco llorando a gritos.

Cuando le preguntaron qué ocurría, sollozó y dijo que su mujer le había pegado y echado de casa a esa hora.

Todos los presentes se apiadaron de él. 

Resultó que este incidente se convirtió en algo cotidiano en el juzgado y atrajo la atención de jueces y funcionarios.

Un día, el juez compadecido le llamó a su despacho y le preguntó por qué sucedía esto y por qué no denunciaba lo que estaba pasando a la policía o al Ministerio Fiscal para que se tomaran las medidas legales oportunas.

Entre lágrimas y sollozos, le dijo al juez que amaba a su mujer y que siempre se reconciliaban por la noche en la cama, y que el Fórum era un entorno propicio para desahogar su dolor, ya que en la calle llamaría demasiado la atención.

El juez quedó estupefacto ante tan insólita actitud y, profundamente molesto por el atrevimiento y también por haberle hecho perder su precioso tiempo de trabajo, lo expulsó de su despacho, diciéndole que solucionara sus problemas en casa y que no volviera a pisar el pasillo de la judicatura con iniquidades.

Algún tiempo después, la verdad salió a la luz, como siempre ocurre.

Su mujer le pegaba porque no quería ir a trabajar aunque estaba sano.

Sobre todo, cogía el dinero de la casa, que ganaba limpiando, y se lo gastaba en casas de apuestas, juegos de cartas y carreras de caballos.

Y entonces nos preguntamos:

¿Dónde estaba la justicia o la injusticia en este caso?

Plumas

P

Silvia C.S.P. Martinson

Traducida al español por Pedro Rivera Jaro
Volaré como plumas al viento
al encuentro de tu lecho.
Allí descansaré un momento
hasta que me llame
de la vida el llanto.
Entonces, cuando amanezca,
de nuevo y sólo entonces,
volveré a sonreír y a amar.
Y en lo más recóndito de tu pecho,
como plumas en el viento,
allí voy a aterrizar, ligeramente,
para me quedarme.

El mendigo

E

Silvia C.S.P. Martinson 

Traducido al español por Pedro Rivera Jaro

Cuando trabajaba como abogado en una oficina de mi ciudad, por la mañana cuando llegaba siempre había un hombre sentado en la puerta de entrada. La ropa que vestía se veís que no había sido lavada en mucho tiempo.
 
Sus pies llevaban zapatos viejos que, sin embargo, lo protegían del frío que solía suceder en ese momento en mi tierra.
 
Vivíamos en el sur de Brasil donde hace mucho frío en invierno, hasta tenemos fuertes heladas que dejan árboles, aceras y coches llenos de escarcha.
 
En estos inviernos fríos es común que una persona enferma, pobre, necesitada y hambrienta, que duerme en la acera, muera de frío.
 
Entonces Jose -así le vamos a llamar a este pobre hombre para que no lo identifiquen los que viven ahí-  anduviera cada mañana por la oficina.
Era respetuoso, casi no hablaba y cuando lo hacía,  se expresaba con absoluta corrección.
 
En el barrio todos lo conocían y lo llamaban "José dos Trapos".
 
Las personas más amables a veces alcanzaban para él ropa y zapatos para ponerse, los cuales llevaba a una choza que había construido en una esquina por la que nadie pasaría.
 
Había un señor que trabajaba con nosotros en la oficina que todos los días, cuando llegaba, llevaba a José a una panadería cercana y le servía una taza de café caliente junto con un buen pedazo de pan con mantequilla y salchichas para calmar su hambre.
 
Después José desaparecía en silencio todo el día.
 
Sabíamos que iba a su cobertizo donde pasaría el día leyendo y escribiendo, ya lo habían visto llevando libros semi escondidos entre su pobre ropa. Libros, periódicos y revistas que recogía con ansias de la basura.
Después de todo el trabajo que siempre me esperaba en la oficina, un día me di cuenta que esa figura humana me despertó curiosidad.
 
E imbuido de este sentimiento, le pregunté a mi colega, que en cierto modo patrocinó a José, qué le pasó y por qué vivía así. Así, me contaron que  José había sido un gran estudiante y completó su curso de derecho con gran éxito.
 
Mientras trabajaba en su profesión, lo hizo de manera eficiente y con mucha competencia, lo que le valió fama y dinero. En el campo legal tenía una buena reputación como ganador de muchos problemas legales difíciles. Fue brillante.
 
Mientras tanto conoció a la mujer de la que se enamoró y se casó con ella. Tenían una hermosa casa en un barrio noble de la ciudad donde disfrutaban de todo confort y bienestar.
 
Tuvieron dos hijos, un niño y una niña que eran el orgullo y la pasión de José y su esposa.
 
La vida iba a su ritmo normal hasta que un día, cuando se dirigía al Foro para una audiencia que ya estaba próxima a empezar, José estaba conduciendo su coche por encima del límite de velocidad, con su esposa a su lado y sus hijos en el asiento trasero. 
 
Cruzó una avenida y en cierta esquina fue impactado por otro vehículo.
 
Esta colisión resultó fatal, y acabó con la muerte de sus hijos y su esposa. Solo él sobrevivió, pero con muchas secuelas físicas, que con el paso del tiempo fueron sanando. No así le ocurrió con las mentales.
 
El dolor de la separación le pesaba y no le permitió volver a su antigua vida profesional.
 
Vagaba por las calles como cualquier caminante, sus pertenencias personales las abandonó por completo y acabó por  asentarse exactamente con sus trapos en una choza que construyó con restos de materiales encontrados, justo en la fatídica esquina. Aquella en la que un día, debido a la imprudencia o al dedo del destino, todos tus sueños murieron.
 
Esta es la historia de José.
 
El colega y yo nos miramos tristemente, no dijimos más palabras.
Volvimos al trabajo.
La tarde casi había terminado.
Mañana sería un nuevo día, mucho trabajo seguro. Como siempre.

El Huevo

E

Silvia C.S.P. Martinson 

Traducido al español por Pedro Rivera Jaro

Hay cosas que, por increíble que parezca, a veces vuelven a tu mente y no tienes ni idea de por qué.
El otro día hablaba con un amigo escritor, que me contaba hechos de su infancia que le parecían importantes y dignos de ser contados en una historia y eso fue lo que le sugerí.
Y, he aquí que, no sé por qué, volvieron a mí recuerdos de hechos que sucedieron cuando yo era muy pequeña y que, tal vez, en el momento en que ocurrieron dejaron marcas tan profundas en mi cerebro que, sin darme cuenta, permanecieron allí dormidos hasta ese momento.
Probablemente tenía tres o cuatro años cuando ocurrió.
Este hecho quedó registrado en los anales familiares en una foto que, después de tantos años, aún conservo.
Voy a contarlo ahora, como lo presencié y experimenté entonces.
No sé por qué ni cómo mis padres compraron un boleto para la rifa de un huevo de chocolate en Pascua.
Una de las pocas cosas que mis padres ganaron en una rifa, aparte de lo que adquirieron con su trabajo, fue este huevo de Pascua.
En aquella época, lo fabricaba una conocida fábrica de caramelos de mi ciudad llamada Neugebauer, fundada por los inmigrantes europeos Franz Neugebauer, Max Neugebauer y Fritz Gerhardt con el nombre de Neugebauer Brothers & Gerard Company en 1891. La primera fábrica de chocolate de Brasil.
Conocí esta industria cuando estudiaba y cursaba el bachillerato en el colegio Cãndido José de Godói, situado en el entonces llamado 4º Distrito.
La fábrica era enorme y en ella trabajaban muchos empleados, entre ellos vecinos de nuestra familia y amigos de mi padre.
Aún recuerdo que, durante muchos años, de estos amigos recibíamos a menudo caramelos y bombones que se repartían entre los empleados porque estaban un poco estropeados, lo que hacía imposible venderlos al por menor.
Bueno, volviendo a la historia del huevo, increíblemente, mis padres salieron premiados en el sorteo, con el huevo y lo recibieron en casa en una gran caja de cartón envuelta en papel celofán que permitía ver su contenido.
Para nosotros era grande, era enorme, ¡Era precioso!
Un amigo de mi padre y su compadre, al que considerábamos un tío y le llamábamos así, nos hizo la foto para nosotros y para la posteridad, donde vemos a mi hermana, al huevo y a mí.
Pues bien, en Pascua, mi madre rompió el huevo, recuerdo que la cáscara de chocolate era muy gruesa y había que cortarla en trocitos para poder comerla.
El huevo estaba completamente lleno de bombones y caramelos de varios sabores.
Nuestros ojos infantiles se abrieron de par en par ante las numerosas golosinas que se ofrecían.
No recuerdo cuánto comí. Debió de ser mucho, porque caí enferma y estuve en cama, creo que unos días.
Sólo recuerdo que, tumbada en la cama, le pedí a mi madre más chocolate y ella me alcanzó un trozo no muy grande y me dijo:
- ¡Se acabó el chocolate! ¡El huevo está terminado! ¡Ya está!
Hoy, mirando la foto, creo que su afirmación no era cierta.
Lo hizo para que no enfermáramos por comer tantos dulces.
Sin embargo, creo que mi madre y mi padre debieron comer durante mucho tiempo todavía y nos ocultaron el famoso y indescriptible...
Huevo de Pascua.
Ahora, incluso después de tantos años, ese último e inolvidable trozo de chocolate me sabe aún a un gustó de ausencias y de tiempos que no vuelven más.

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