
Pedro Rivera Jaro
Pasado un rato yo tenía todos los efectos de una borrachera, aunque entonces no lo sabía.
Pasado un rato yo tenía todos los efectos de una borrachera, aunque entonces no lo sabía.
Un amigo muy querido, cuando hablábamos me contó que es histórico que los reyes de la antigüedad solían sentarse en una silla, semiabierta en su asiento, para hacer sus necesidades fisiológicas mientras recibían a sus invitados y embajadores para charlar.
Era extraño, prepotente e imagino que desagradable para los visitantes oler en ese ambiente.
Y me detuve, no sé por qué, a pensar en ello.
A veces un acontecimiento nos lleva a pensar o recordar cosas que hace tiempo que pasaron.
Extraño...
Mientras pensaba en esto, recordé una historia que me contaron hace mucho tiempo. Por lo que recuerdo, ahora la transmitiré y la contaré.
A él, cuyo nombre no importa, le gustaba viajar y también las mujeres. Tuvo muchas durante mucho tiempo (las mujeres).
Sin embargo, hasta entonces, no se había apegado con amor a ninguna de ellas.
Todas simplemente satisfacían sus instintos y exaltaba su libido. De ninguna se había enamorado él y tampoco habían logrado satisfacer su espíritu aventurero, es decir, viajar por el mundo para descubrir nuevos lugares y apreciar nuevos paisajes y culturas.
Entonces, un día, cuando volvía a casa, la vio paseando por una calle en la que había muchos turistas. Sucedió algo inesperado. Sus miradas se encontraron y un magnetismo inexplicable los atrajo.
Ambos se detuvieron en seco y olvidaron momentáneamente lo que se habían propuesto. Se miraron, sonrieron -como si se conocieran desde hacía milenios- y se saludaron, lo que desencadenó una conversación.
Por los temas que trataron, se han dado cuenta de que tenían muchas ideas y opiniones en común.
Este encuentro, por voluntad de ambos, dio lugar a otros nuevos que se fueron sucediendo con el tiempo.
Decidieron irse a vivir juntos. Ella le quería intensamente.
Ella creó un ambiente seguro y agradable donde él disfrutó de toda su libertad. No había quejas entre los dos. Eran creativos en su convivencia diaria y también en su amor.
Un día, ella, fue a una tienda de muebles de segunda mano que le había llamado la atención y compró una silla de madera. Era vieja, pero estaba bien cuidada y era especialmente cómoda.
Se la llevó a casa y la colocó en el salón.
Cuando él volvía de la calle, ella le presentó la compra, diciéndole que allí, cuando él no estuviera, siempre le esperaría con alegría y con la esperanza de que llegara sano y salvo, fuera la hora que fuera.
El deseo de viajar y ver mundo volvía a él una y otra vez.
Por fin tuvo el valor de contárselo y llevar a cabo sus planes de viajar solo.
Cuando ella lo escuchó todo, se limitó a bajar los ojos y a sonreír tristemente y le dijo que lo esperaría como siempre en aquella silla que estaba ahí.
Pasaron los años y él no tenía la costumbre de escribir ni de enviar noticias de ninguna forma.
Un día, cuando ya era viejo, se cansó de todo. La echaba de menos, a su casa, a su amor, a su vida anterior. Decidió regresar. Llegó a su pueblo y se dirigió a su casa, feliz de encontrarse allí.
Entró en la casa y lo encontró todo como lo había dejado, pero con un detalle: la habitación estaba cubierta de polvo que, se dio cuenta, llevaba allí depositado por mucho tiempo.
La silla estaba en su sitio, como si le hubiera estado esperando.
Allí, en el silencio, sólo le esperaba ella, pero ahora estaba completamente vacía.
Recordaba la historia de la silla de los reyes y pensaba que, a veces, las visitas o los embajadores nunca llegan y los monarcas en su orgullo, se quedan solos, abandonados y olvidados.
Después de escuchar todas estas opiniones, yo me pregunto: ¿Cómo puede nuestra sociedad mantenerse fuera de la mentira, si nuestros principales líderes, sin querer detallar nombres y apellidos, (aunque se me vienen a la cabeza algunos muy conocidos e importantes), prometen en sus campañas políticas una serie de cosas que harán, y otra serie de cosas que nunca harán si consiguen el poder, pero cuando lo alcanzan hacen lo contrario de lo que prometieron?
Teníamos miedo, pero mi madre, además de valiente, era una mujer caritativa y se apiadó del pobre desgraciado. Dijo que le daría comida. Y así lo hizo. Preparó un buen plato de alubias con arroz, carne y una ensalada que se sirvió aparte. Le ordenó que se sentara a la mesa y le sirvió. Recuerdo bien...
Yo entonces me interpuse, y les dije que no tenían ningún derecho, porque eso no era un motivo para que maltrataran a aquel muchacho. Entonces uno de aquellos tres acosadores me gritó que seguramente yo también era otro maricón, y que por eso le defendía.
Sin embargo, no permanecieron mucho tiempo allí. Carlos quería tener su propio espacio, ser dueño de su vida y de su propiedad, es decir, dejar de ser empleado.
Construyeron su casa, que adornaron con los objetos que habían traído de Rusia, tales como aparatos para hacer los perfumes que Cristina tan bien sabía elaborar junto con sus hijas mayores, además de un candelabro de 7 velas y un samovar para preparar el té.
Los primeros recuerdos que tengo de mi madre son confusos, bañados de una neblina que solo el tiempo y la distancia nos da.
La recuerdo alta, aunque ella nunca lo fue, pero desde mi casi metro de estatura, posiblemente ella era enorme, llena de vitalidad, de respuesta punzante y alegría sin freno.
Fueron tantos los momentos que compartimos, quizás no cercanos, pues mi madre no fue de cercanías, mas que eso, de horizontes plagados de distancias, que a veces semejaban intimidad.
Claro que tengo aun presentes los momentos en que me recostaba en su regazo, y sentía su mano volar por mis cabellos, casi ausente, con besos que me rozaron y que los mantuve en secreto para no compartir mis sueños.
Luego vino el tiempo de la rebeldía, de querer lo que ya era pasado; de pensar que la vida no es justa, y que no tenía lo que creía merecer.
Cuesta tanto llegar a la edad donde nos percatamos de que nada merecemos, solo lo que conseguimos a lomo de caballo salvaje; y siempre y cuando no te caigas de la silla, al primer salto de rodeo.
Hay que peinar canas, como dicen los antiguos, para saber que la vida nos entrega el trabajo sin hacer.
Que lo que creímos que era nuestro, solo era un préstamo, y solo en aquel momento, llegamos al punto de percatarnos, ya despejados de egoísmo, que la vida es lo que es, y la gente da lo que puede, cuando puede.
Eso es lo que llamamos madurez.
El empate de lo tuyo y lo mío, donde puedo volver a recordar risas y llantos y complementar las dos en una sola.
Pues mi madre no ha sido perfecta; pero yo tampoco.
Mi madre ha sido egoísta; y yo, tambien.
Mi madre ha regalado risas, y chistes a montón, y yo the dejado lo mío sobre el tablero.
No tenemos nada que regañarnos, o arrepentirnos. Estamos en el empate, o quizás, en un jaque mate.
Lo único que puedo hacer, es recordar los buenos momentos, y pensar que pudieron ser mejores si yo hubiera abierto mi corazón sin rencores.
Como no reír de aquellas caminatas por calles desconocidas, con un “condorito” en mis manos.
¿O de tantas cosas compartidas en el secreto de la consagración divina?
Hoy solo veo la despedida; el camino truncado, los arboles tapando mi distancia, mis ojos cubiertos de nubes, y mi corazón desgarrado por la culpa.
Quizás pude hacer más por ti, pero no lo hice.
No quiero excusarme, pero es que siempre te vi tan fuerte, tan llena de vida, completamente hinchada de vientos y tempestades, que no pude ver la realidad, si no solo mis sueños y pesadillas.
Tuvo que pasar todo este tiempo para poder abrir mis ojos y abrazarme a tu recuerdo.
Y me abrazo a tantos recuerdos, a tantos momentos, a tantas cercanías, y quizás, a tantas lejanías.
Te miro en tu delgadez, y quizás hoy, te sentirías orgullosa del peso perdido, pues mas de algún día te quejaste de sobrepeso.
Y te recuerdo caminando sobre la línea del tren camino al casino de Schwager.
O equilibrar la cartera, aquella llena de maquillaje y que hoy solo está vacía.
Te recuerdo sentada en una micro, rumbo a tu destino, con tus labios pintados, tu cabellera rubia y tus ojos azules que miraban un mundo que se venia encima.
Y nunca lo compartimos, pues tú y yo, teníamos mundos que diferían como las piedras de la cascada.
Te recuerdo con el plato en la mano, hablando de lo que no se ni me interesa, pero si puedo admirar tus labios moviéndose y quisiera amarrar aquellas palabras para que fueran solo mías.
Y hoy extraño los recuerdos, y lloro por el silencio. Por aquellos huesos desnudos que nos miran desde la distancia.
Hoy son blancos. Blancos y sueltos al viento, tan hermosos como la nieve que cae.
Una vez fueron negros, hace mucho tiempo.
Sus cabellos son los testigos de muchas experiencias vividas.
Ahora camino a su lado, de su mano me sujeta.
Nosotros dos, de tanto tiempo cómplices, por las calles, lentamente caminamos. Yo siempre a su lado.
Soy suyo. ¿Cómo no serlo?
Sí, soy su fiel compañera.
El tiempo es corto para ambos.
Me pesa aún más. Estoy segura de que pronto me iré.
El me acaricia, me habla, y me mima.
Qué feliz me siento en estas horas de convivencia más cercana.
Caminando juntos recorremos las calles, él guiándome.
Somos viejos y cuando nadie nos ve, me cuenta en voz baja lo que ha pasado, lo que pasa en su corazón.
Me habla de sus alegrías, de sus tristezas y de sus esperanzas rotas.
Y todavía siento su alma palpitando cuando me habla de sus amores y deseos.
¡Que maravillosa intimidad la nuestra!
Todo mi cuerpo vibra al sentirlo.
Como he dicho antes, el tiempo es escaso.
Para mí es más rápido.
Dicen que son siete por cada año del hombre.
No lo sé.
Tengo que organizar la despedida.
No quiero hacerle daño, ni hacerle sufrir.
No se lo merece, teniendo en cuenta todo el cariño que me tiene y los sacrificios que hizo por mí.
Lo sé… Haré lo mismo que todos los que son como yo, cuando llegue el momento.
Sin que se dé cuenta, cuando abra la puerta saldré corriendo por las calles de la ciudad en busca del campo, correré y me esconderé.
Y allí me quedaré tranquilla, escondida, hasta que ella llegue. Como siempre nos llega a todos.
Soy vieja. Se me cae el pelo. Mis ojos ya no ven bien, ya no puedo defenderlo.
Ya casi no se oye mi ladrido.
¿Aún no lo sabes?
Yo soy Chiquinha, su perra.
Me estoy muriendo
Mi padre, que tenía al Director don Francisco en un altar como si fuera un Santo, tomó la funda de la bandurria con élla dentro, y poniéndola en lo alto del armario ropero de su dormitorio me dijo: “Hasta que acabe el curso, no vuelvas a tocarla”. Y yo aguantando mis lágrimas no me atreví a contestarle a mi padre, pero en mi fuero interno y lleno de pena pensé: “No la volveré a tocar más”. Y así fue.
Era verano. El año no lo recuerdo exactamente, pero aproximadamente debería tratarse de 1968. Deberían de ser alrededor de las 10 de la noche. Habíamos cenado y mis hermanos pequeños Félix y Javi salieron a jugar a nuestro hermoso patio, mientras mis padres, mi hermana Maribel y yo, veíamos en la cocina de nuestra casa, en el televisor Werner, el programa que estuviera emitiendo la única televisión que teníamos entonces en España, Televisión Española.
La cocina era el centro de reunión habitual en nuestra casa. Siempre lo recuerdo así, allí estaban la cocina de gas butano donde mi madre guisaba cada día los alimentos que comíamos todos, allí estaba el fregadero, el armario de cocina con un montón de platos, vasos y otros objetos de uso habitual. Este armario tenía distintos apartados, así como dos cajones que contenían uno, los cuchillos, tenedores cucharas, etc., y el otro servilletas y manteles de hilo, para colocar en la mesa. La mesa que era grande, para que pudiéramos sentarnos los seis miembros de la familia a comer juntos, y también tenía dos cajones donde se guardaba el hule impermeable que mi madre tenía costumbre de extender sobre la mesa y debajo del mantel. Había una ventana amplia, de dos hojas, que aquel día de verano estaban abiertas para que entrara el fresco del patio.
También estaba en la cocina, la estufa de carbón que en invierno era toda la calefacción que teníamos en nuestra casa y donde calentábamos los pijamas y las mantitas de muletón en las que nos envolvíamos para combatir el frío de las sabanas.
La casa era amplia, de planta baja y tenía además de la cocina, el dormitorio de mis padres que era el más grande, el dormitorio de mi hermana, el cuarto de estar y otro dormitorio con dos camas, donde dormíamos los tres varones. Luego conseguimos tener un cuarto de baño, que fue la última incorporación a la casa, a partir de traer la conducción de agua potable a la casa, que hasta entonces íbamos a la fuente pública y la traíamos en cántaros, en cubos, barreños, etc.
Y el agua para regar el jardín, lo sacábamos de un pozo bastante profundo que dejó hecho mi abuelo Pedro. Toda la casa estaba atravesada por un pasillo distribuidor desde la puerta de la calle, hasta la puerta del patio.
De pronto sonaron fuertes golpes en la puerta de la calle. Salimos corriendo los cuatro y abrimos rápidamente la puerta. A grandes voces Fernando, otro vecino de la calle, nos decía que teníamos dos ladrones por los tejados y que al arrojarles trozos de ladrillos y de gravilla que eran restos de una pequeña obra que habían hecho en la calle, se fueron corriendo por el tejado en dirección a la parte que daba con nuestro patio y nuestro garaje. Corrimos hasta el patio, y allí vimos a mis hermanos que venían como del garaje y llegaban justo a la esquina del cuarto de baño con el patio.
Al preguntarles nosotros si habían visto a alguien bajar de los tejados, contestaron que no habían visto a nadie.
- "Hay ladrones por los tejados" les dijimos, al mismo tiempo que veíamos en el suelo del patio, los proyectiles de obra que Fernando les había estado arrojando, cascotes y piedras.
Javi permaneció callado, pero Félix que era el mayor de los dos, dijo muy asustado: "No hay ningún ladrón. Éramos nosotros que queríamos coger un nido de gorriones que tiene ya grandes los pajaritos y que pronto van a echar a volar".
Y miraba a mi padre que estaba muy serio, pero que aparte de la travesura, prefirió ésta sin duda, mejor que tener que enfrentarse a los supuestos y por otra parte, inexistentes ladrones.
Mi padre les regañó bastante, y no cobraron porque mi madre siempre le sujetaba a mi padre para que no nos diera cachetes.
Yo estuve dando muchas vueltas a la cabeza y pensando la desgracia que hubiera sido de haber acertado Fernando alguno de los proyectiles de piedra que les arrojó. Después me estuve riendo con ganas, pensando en la rapidez que tuvieron en bajar del tejado por la reja de la ventana del cuarto de baño, al suelo. Años después, ya todos adultos, nos hemos reído muchas veces comentando lo ocurrido, y haciéndonos muchísima gracia la diferencia de carácter de los dos, uno que se hizo el “muerto” y no confesó nada, y el otro con su franqueza dando la cara, confesando lo ocurrido, y demostrando un carácter que sigue teniendo en la actualidad, más de cincuenta años después.