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Huir

H

Silvia C.S.P. Martinson

Traducido al español por Pedro Rivera jaro 

Me voy a marchar muy lejos,
y nadie me va encontrar
porque voy a caminar
por estrellas y galaxias
encima de aquí, en los cielos.

Y por lugares distantes
alegría y paz hallar
porque al borrar y olvidar
de la tierra, de mi hogar,
de mi corazó￳n lo haré.

De un amor desmedido
que quise ofrecer
despreciado por el miedo,
miedo de volver a nacer.

Me voy a marchar a muy lejos
en busca de noche y luna,
de las estrellas que sobre la tundra
dejan su luz al oscurecer,
hasta que un nuevo día
la termine por romper

Sebastián Acevedo

S

Carlos Bone Riquelme

 Serian quizás en los 80, o más tarde…fueron tiempos de agitación política en Chile, y no extraños en este Chile nuevo y antiguo, donde conocí a muchos de los personajes más estrambóticos e interesantes de esa concepción.

Evans Weason, un ingeniero y exfuncionario de impuestos internos. Evans era un personaje de familia, elegante, y con una gran imaginación e inteligencia. Mas de alguna vez yo lo compare al gran escritor Stendhal; especialmente el día que nos reunimos en su apartamento y compartimos un “pito”, que él estaba dichoso de probar; recuerdo como su imaginación excedió lo normal, agigantándose, y como tomando una botella entre sus manos, la empezó a describir con las características y detalles de cada uno de los que estábamos en la mesa, y sin mencionar un nombre, nosotros podíamos adivinar de quien se trataba. También recuerdo su isla, localizada camino a Chiguayante, donde más de una vez compartimos un asado a orillas del rio Bio-Bio.

En ese grupo están tres de los personajes más excéntricos y que recuerdo con gran cariño. Grandes amigos como Jorge Torres, con su insuperable y atlética figura trabajada en muchas horas de gimnasio y que aun hoy conserva. Renato Bursmeister, un gringo pálido, alto, e increíblemente penquista pero foráneo y con una gran conversación y un intelecto que puesto a prueba pudo haber llegado muy lejos; y Carlos Meissner. Hermano del gran Eduardo Meissner, pero completamente opuesto en personalidad. Carlos tenía una extrovertida personalidad, de conversación ágil e interesante y cultivada, te pedía a gritos sentarte y tomar un café con él y escuchar sus teorías económicas heredadas de un gran economista chileno, Felipe Herrera.

Jorge Torress es un amigo que conocí a través de mi madre allá en los 65 o 66; yo tendría quizás 10 y solía pasar a buscar a mi madre a su trabajo en calle Barros Arana, Mademsa, una tienda de artículos de línea blanca cuyo dueño era otro gran personaje de concepción, Don Juan Villagrán. Don Juan, un gran señor, y con una capacidad humana que podría haber parecido extraño en ese personaje alto y circunspecto de hablar lento pero recto; mi madre solía salir de su trabajo y pasaba al “happy hour” de la época en un local localizado al lado de su trabajo llamado el “Gons”, local que fue muy conocido, y cuyo dueño, Eudaldo Anglada, fue otro de los grandes personajes de concepción. El “gordo” Anglada fue socio de Miguel Torregrosa en la Tranquera y el Gons y protagonizaron uno de los quiebres comerciales más conversados en aquellos tiempos. Fue entonces, cuando por diferencias entre ellos, se pelearon y salieron dándose de golpes desde el interior de la Tranquera hasta Barros Arana, en frente de una multitud asombrada. Ambos eran altos, y uno Delgado, Miguel, y el otro maceteado, Eudaldo…pero ambos tenían una gran personalidad.

A Eudaldo lo conocí un poco más pues mi madre le sirvió de guía turística en su compañía de turismo, con viajes a Argentina, Perú y recorriendo Chile. Yo iba con mi madre al Gon’s, y aunque no podía beber alcohol, me daban “una primavera” sin alcohol y me sentaba en la barra a conversar con los parroquianos a los cuales les sorprendía y divertía este pequeño un tanto precoz. Así conocí a Jorge, y a otro gran amigo llamado Patricio Infante, gran tipo, locuaz, simpático, y que poseía unos ojos azules penetrantes y que el usaba con gran éxito para hipnotizar a sus clientes en ventas.

Con Jorge Torress compartimos algunas aventuras que llegaron inclusive, en los 90, a una estadía de el en mi casa en Sunrise, USA y donde me acompaño en algunas investigaciones cuando yo recién me iniciaba en esta profesión de Detective Privado en Miami. A Renato lo conocí en otra institución penquista, “el Dom”, cafetería localizada al lado de la Catedral Metropolitana en Concepción. El Dom hoy ya tiene otro nombre y con otro dueño. En aquellos tiempos, el fundador y dueño de ese café fue la familia Schiafino. Patricia Schiafino fue compañera y gran amiga de Elena en el Banco Concepción, donde primero se ubicó este café, y luego del fallecimiento del padre de Paty, el lugar lo compro Camilo Henríquez; gran tipo al cual recuerdo con su postura atlética de gallito de pelea, pero muy sociable y amable y siempre sonriente.

Y ahí era donde empezamos a juntarnos en los 80, y allí conocí a Renato Burmeister. Renato era ingeniero, aunque nunca ejerció su profesión y su único trabajo conocido fue de gran conversador e intelectual. Pero es aún un gran tipo que no combina en esta Sociedad. Pertenece a otra época donde los valores e ideas son diferentes, y que me llevo a convertirme en gran admirador de él. Y así junto a él, conocí a Carlos Meissner que llego de España después de un gran conflicto personal, que incluía un divorcio, y un intento de suicidio. El también pertenecía a una de las familias antiguas de Concepción, y además con un hermano, Eduardo Meissner, gran pintor y que fue profesor en la Escuela de Arte de la Universidad de Concepción. Eduardo fue un gran intelectual y pintor, reconocido en Chile, con el cual también compartimos algunas historias, como cenas en su hogar y fiestas y salidas nocturnas.

Carlos, mientras tanto, era un gran orador, y a mí como a los otros amigos, nos entusiasmó su visión de la economía regional, muy influenciada por Felipe Herrera, con su posición de un gran Mercado común Latino Americano, y creo que todos quedamos embriagados con esta noción que algún tiempo más tarde me embarcaría en otra Aventura hacia Bolivia donde mis sueños de una economía conjunta murieron en una virulenta disputa civil en la Paz que me trajo lleno de pavor de regreso a Chile.

Ese fue el tiempo de las primeras grandes esperanzas en la política Latino Americana y que finalizaron en grandes fiascos como Chávez en Venezuela y Alan García en Perú. Carlos falleció hace ya algún tiempo, pero aún recuerdo con gran cariño a este gran hombre que podría haberse perfilado como un gran profesor.

Y Renato, amigo, cómo extraño nuestras largas tertulias acompañadas a veces por esos momentos de locura que nos embriagaba y te llevo más de una vez al cuartel de policía.

También recuerdo ese funesto día de octubre cuando estábamos compartiendo un café y de pronto gritos que provenían de la catedral nos llevaron a mirar que sucedía. Así fuimos espectadores circunstanciales de la tragedia que se Desarrolló desde los pies de la escalera de la Catedral. Vimos a un hombre que, parado en las escaleras de la iglesia, estaba gritando con desesperación, y a un oficial de carabineros tratando de calmarlo y acercarse lentamente a él, hablándole muy quedo. Pero de pronto, una llamarada exploto en el aire con un sonido que rompió la tranquilidad de esa tarde. Y esa antorcha humana corrió desde las gradas de la catedral hasta casi el centro de la Plaza de Armas localizada justo al frente, y cayendo a suelo se retorcía de dolor mientras algunos trataban de aplacar el fuego. Recuerdo como Renato, yo y muchos otros que nos encontrábamos en el café, horrorizados de este espectáculo, nos mirábamos consternados y sin creer lo que veíamos. La llegada de una ambulancia, de más policías, de espectadores que no podían entender lo que había sucedido en pleno centro de Concepción, y de nosotros que estábamos temblorosos e impactados, ha dejado un recuerdo trágico de aquella época, y creo que fue uno de los motivos que aceleraron mi partida de Chile. Pero aun hoy, la muerte de este hombre fue un impacto que aún recuerdo con espanto, la muerte de Sebastián Acevedo.

Odiosos abusos

O

Pedro Rivera Jaro 

En el pueblo más bonito del límite oeste de Madrid, estribaciones de la Sierra de Gredos, el mismo pueblo donde nacieron y se criaron mis abuelos maternos, Pedro y Saturnina, pasé una parte muy importante de mi infancia y juventud. Este pueblo no es otro que Las Rozas de Puerto Real, en el que mis padres hicieron construir un pequeño chaletito en 1959.

En ese chaletito, pasábamos mis hermanos y yo, junto con nuestra querida madre, la mayor parte del verano, una vez que se habían acabado los cursos escolares.

Mi padre se quedaba en Madrid trabajando con su camión, durante la semana, y el sábado por la tarde-noche llegaba al pueblo en el Ford del primo Luis, porque entonces en casa, no teníamos todavía automóvil de turismo, hasta que en 1969, mis padres compraron un coche de la marca SEAT, modelo 1500, bifaro, de color blanco, muy elegante para la época en España.

Pasaba la noche del sábado y el domingo hasta última hora de la tarde en la que volvían a Madrid, para empezar el lunes a trabajar una nueva semana. Antes de marcharse de vuelta a Madrid, me dejaba asignadas tareas para la semana, que yo tenía que hacer para cuando él volviera el sábado siguiente.

No obstante las tareas, todavía tenía mucho tiempo para disfrutar durante todo el resto del día. Por la mañana acostumbraba yo a acompañar a mi amigo Antonio (Pastillas), cuando llevaba las vacas a los prados donde pastaban.

En el camino, con los tirachinas, intentábamos cazar pájaros por los árboles y zarzales, cosa que Pastillas conseguía a menudo y yo raras veces.

Cuando volvíamos al pueblo, cogíamos los bañadores y nos subíamos a la piscina para darnos un baño y nadar un rato.

Después nos sentábamos alrededor de una mesa para cuatro y allí aprendimos a jugar con los ancianos a la brisca y al tute.

A las 2 del mediodía tenía que estar en casa para comer, y después de comer, mamá nos obligaba a dormir una siesta.

Por la tarde hacía labores en el jardín y en la casa. Cuando ya caía la tarde subíamos de nuevo a la piscina a jugar a cartas. Aunque éramos todavía muy niños, en la pista de baile aprendíamos a bailar con las niñas, bajo la atenta mirada de sus madres y abuelas que estaban sentadas en el asiento corrido que existía alrededor del tronco de un gran árbol.

También pasó varios veranos con nosotros mi prima Luisita, después de que falleciera su mamá, mi tía Fernanda.

El padre de mi prima, mi tío Luis, venía cada domingo en el coche de línea, y todos nosotros bajábamos por la carretera vieja de EL CHORRILLO, al cruce de Cinco Castaños, para esperarle.

Por la tarde solía volver a Madrid, con el primo Luis y con mi padre, en el coche del primo, o si no, volvía en el coche de línea.

Hubo un verano que mi prima Rosita lo pasó con nosotros, y recuerdo algunas anécdotas que nos ocurrían porque éramos chicos de ciudad, y nos asustaba por ejemplo cruzarnos con las vacas, que bajaban sueltas a beber agua del pilón que había junto al Matadero Municipal y frente al Lavadero Público.

Pronto aprendimos que aquellas vacas eran mansas, y no suponían ningún grave peligro para nuestra integridad física.

Un verano, podría ser el año 1963, vino a vivir al pueblo, una familia del pueblo vecino de Casillas.

La familia la componía el matrimonio y tres hijos varones y a todos ellos les denominaban los Castañeros.

El hombre era albáñil. Y de albáñil estuvo trabajando, construyendo una casa. El hijo mayor ayudaba al padre, preparando los cubos de pasta, y acercándolos al punto de trabajo de su padre.

El hijo mediano y yo, nos hicimos amigos y andábamos muchos ratos juntos.

Un lunes fui a buscarle a su casa, junto a la plaza del pueblo, en el callejón de la casa de Tía Beatriz, y cuando, después de llamar a la puerta, la abrió su madre, vi con gran asombro, que tenía la cara en la zona por debajo de los ojos y mejillas, completamente amoratada.

Cuando salió su hijo y nos marchamos de la casa, le pregunté que le había ocurrido a su madre.

El se entristeció y me contó que su padre, que habitualmente parecía un buen hombre, pero que los fines de semana bebía y se emborrachaba. Y una vez que estaba borracho, golpeaba a su esposa. Me dijo que lo hacía a menudo, y que al día siguiente, con la borrachera ya pasada, la pedía perdón de rodillas, prometiendo que nunca más lo volvería a hacer.

Yo, desde aquel día, le tomé una inquina tremenda al padre de mi amigo por su malvado comportamiento con su esposa y madre de sus hijos. Nunca más crucé una palabra con él, pensando en el sufrimiento de aquella buena mujer.

Me recordó esta historia a un taxista de Madrid, alcohólico, que era el padre de Torres, un compañero mío del Colegio de San Pedro, que pegaba a su mujer, la mamá de Torres. Aquella señora iba al Cuartel de la Guardia Civil, con la cara llena de moretones y magulladuras, para poner una queja, y el guardia de servicio la decía que esas eran cosas del matrimonio, que había que resolver en casa, y que no podía escribir una denuncia.

Estábamos en los primeros sesenta. Las personas de mi generación, igual mujeres que hombres, luchamos al alcanzar la mayoría de edad, para que aquella situación tan injusta, cambiase ineludiblemente, mediante los cambios pertinentes en las leyes.

Quiero aprovechar para citar igualmente aquí, los cambios ocurridos en lo referente a los grupos integrados en el colectivo LGTBI, que durante tantísimos años sufrieron persecuciones y discriminaciones, todo motivado por el Increíble delito de sus preferencias sexuales.

Dos regalos de Navidad

D

Pedro Rivera Jaro 

He escuchado una preciosa historia. Y es tan preciosa porque está preñada de amor y sacrificio.

Pocas veces me toca una historia ajena tan dentro de mi corazón, y conmueve tanto mi yo interno.

La he escuchado en una emisora de radio, e inmediatamente, he sentido la necesidad de contarla a todos.

La protagonizan dos personas que se aman. Una mujer joven, Cristina, y un hombre igualmente joven, Manuel. Ambos viven en pareja y sus disponibilidades económicas son más bien escasas.

Tienen la costumbre aprendida de sus mayores de regalar a su pareja en Navidad, pero llevan un tiempo sin obtener ingresos, o consiguiendo ingresos muy reducidos, motivados por una gran crisis económica sobrevenida en su país.

Cristina se ha dado cuenta de que no dispone de ahorros para comprar un regalo para su Manuel. Da un repaso a su casa y se da cuenta de que no tiene nada de valor, que pudiera vender o empeñar. De pronto aseándose delante del espejo, repara en su preciosa, larguísima y ondulada melena, que cae abundante desde su cabeza hasta más abajo de su cintura.

Sin dudar ni un momento, sale a la calle y se dirige a una tienda donde venden y confeccionan con pelo natural, pelucas. En dicha tienda le ofrecen por su cabellera el dinero que necesita para poder comprar el regalo que desea obsequiar a Manuel, y que consiste en una gruesa cadena de plata, para el reloj de bolsillo que le regaló a Manuel su padre cuando aún vivía, que Manuel tiene en una gran estima, y de la que carece. Allí mismo le cortan la melena. Se acerca a una joyería y compra la cadena, y pide que se la envuelvan para regalo.

Cuando Manuel llegó a casa aquel atardecer y entró en ella, se sorprendió al encontrar a Cristina con el cabello cortado, pero solamente hizo la observación: ”Te has cortado el pelo”.

Se sentaron a la mesa para cenar y Manuel la entregó un paquete envuelto en papel de regalo, al tiempo que ella le entregaba el suyo.
Cristina abrió su regalo y vio que consistía en un broche grande de Carey, para sujetar su hermosa e inexistente melena. Al mismo tiempo, Manuel había abierto su regalo y vio la preciosa cadena de plata y la guardó en el bolsillo.

Cristina le dijo que no la guardase, sino que la pusiera en su reloj y la colgase de los botones de su chaleco.

Manuel, con una sonrisa contestó a su amada que había vendido su reloj, para poder comprarle su regalo.

¿Puede haber mayor sacrificio por amor, que renunciar a las más preciadas posesiones, para intentar hacer feliz a la persona amada?

Abuela

A

Silvia C.S.P. Martinson

Traducido al español por Pedro Rivera jaro 

Estaba sentada en una mecedora y pensaba en escribir y contar un cuento a sus nietos.
Pensó en empezarlo así: "Érase una vez"...
Sacó su bolígrafo y un cuaderno donde solía apuntar sus pensamientos y empezó a escribir.
Pero primero pensó:
- ¿Les gustaría?
Sacudió ligeramente la cabeza, donde las canas se habían hecho notables hacía tiempo, y un pensamiento cruzó su cerebro como si hubiera sido un relámpago en un día lluvioso:
- ¡Qué más da! Lo que importa es decírselo...
Y se puso a escribir.
...Érase una vez, en una tierra lejana... Había un hombre al que todos temían, sin saber muy bien por qué.
Era alto, rubio y fuerte. Vivía en una casa sencilla al borde de una carretera que conducía a un antiguo pueblo de labradores.

Allí vivía poca gente, ya que las máquinas habían ido sustituyendo al trabajo manual y los más jóvenes habían emigrado a otras ciudades donde habían aprendido nuevos oficios y se habían establecido allí.

Este hombre de mediana edad, sin embargo, permaneció en la casa donde había nacido, crecido y criado a su familia.

Solía leer mucho, cosa que hacía a menudo, siempre que podía compraba un libro cuando iba al pueblo a comprar comida para los animales que criaba.

Nunca fue a la iglesia local. Quizá por eso le temían, por considerarlo un hereje y quizá incluso cercano a los ángeles malignos. Las plagas locales nunca afectaron a su casa, sus cosechas o su ganado. Sus campos eran fértiles y sus animales tenían buen aspecto y estaban sanos. No dependía del trabajo manual para sus labores agrícolas, ya que era extraordinariamente fuerte.

En el pueblo se rumoreaba que su familia, esposa e hijos, le habían abandonado y que nunca más se les había vuelto a ver.

Sin embargo, ésta no era la verdadera historia.
La ignorancia y las malas lenguas de la gente de allí crearon las historias más diversas, según sus mentes distorsionadas y falaces.

Algunos decían que había matado a su mujer y a sus hijos y los había enterrado en sus campos, que por eso la tierra era tan fértil.

Otros decían que los miembros de su familia se habían ahogado en un lago de agua muy azul que había en sus tierras y que por la noche, cuando la luna estaba llena y se reflejaba en la superficie, se oían las voces de su mujer y sus hijos llorando y que vagaban por allí entre sombras luminiscentes.

Algunos incluso sugirieron, los más condescendientes, que su mujer, ante su brutalidad, le había abandonado y huido con los niños mientras él araba el campo.
¡Qué imaginativo, qué perverso!

En realidad, la historia era bien distinta.
Este hombre que tanto amaba la lectura se había educado fuera del pueblo y sólo había regresado allí de adulto para cuidar de sus padres, que ya eran ancianos y no podían seguir ocupándose de su casa y sus tierras. Murieron allí y fueron enterrados en el cementerio del pueblo vecino, donde solía comprar sus libros.

Siempre tenía noticias de su familia, porque recibía cartas suyas en las que le contaban sus progresos en los estudios, su vida con su madre y lo bien que estaban todos asentados y gozaban de buena salud.

Y todo se lo debía a él, que renunciaba a tenerlos con él -en un pueblo de gente prácticamente analfabeta- para enviarlos a su casa de la capital, donde podían disfrutar de comodidades y de una buena educación.

Y allí se iba cuando desaparecía del pueblo por unos días, no sin dejar su ganado totalmente racionado y abastecido de agua.

Siempre volvía contento y sonreía al ver las miradas suspicaces y rencorosas que le dirigían, incluso el párroco local, que, todo hay que decirlo, era un viejo gruñón olvidado por la Iglesia, sin haber sido nunca reconocido ni elevado a una parroquia más grande y moderna.


Y así, escribiendo a sus nietos, se encontró a la abuela sentada en su mecedora cuando llegaron de la capital para visitarla, con la cabeza blanca apoyada en el respaldo, el brazo colgado sobre las piernas, la pluma y el cuaderno en el suelo, completamente dormida, no les oyó decir:

- ¡Hola, abuela!

Miami y sus secretos

M

Carlos Boné Riquelme 

La ciudad de Miami nos sorprendió desde un comienzo. La sensación térmica es diferente, y se nota en el ambiente que no solo se mete entre tus ropas, sino que también penetra tus sentidos.

El primer amigo que hice en Miami se llama Enrique Maguazan. Lo conocí mientras trabajaba en una cafetería en el downtown de Miami, y lo encontraría algún tiempo más adelante, por casualidad, y por un tiempo trabajamos en construcción juntos.

Enrique era alegre, desinhibido. Él era de Maracaibo, Venezuela, y estaba ilegal en este país, situación que resolvió casándose con una muchacha dominicana que sí tenía papeles. Pero el matrimonio fue por amor. Y así nos reencontramos con Enrique, y la primera noche, como para celebrar este reencuentro, yo ya estaba con Hellen y los muchachos en Miami, nos invitaron a una cena en su apartamento, muy modesto, en Ocean Drive y la tercera calle de Miami Beach, en un hotel que estaba cayéndose a pedazos, pero que tenía precios módicos y que incluía las ratas.

Era casi de noche cuando llegamos allí con Hellen, y ellos nos abrieron la puerta y desde adentro nos recibió la música a todo volumen y la dominicana bailando mientras cocinaba.

En medio de la mesa de centro encontré una montaña de polvo blanco, el cual mire sorprendido, y mirando a Enrique le pregunté, ¿que es esto mi hermano?. Y Enrique, muerto de la risa me contesto, “perico, brother, perico, y del bueno”.

Esta de más decir que Hellen y yo nos despedimos inmediatamente de ellos, que con cara de sorpresa preguntaban que sucedía. Sacando a Enrique hacia un lado le dije, “mi hermano, yo te quiero como si fuéramos de la misma leche, pero es que no puedo hacer esto, bro, imagina que la policía nos cae aquí y nos lleva a toditos en cana, ¿qué hacen mis hijos?”. Y Enrique entendió, y no se ofendió. Y esa fue la última vez que los vi a ambos.

A veces me pregunto que habrá sido de ellos, pero es que, en aquel tiempo, la droga estaba en todas partes, y la vida era peligrosa en Miami.

En medio de los 90 esta ciudad fue considerada la más peligrosa del mundo, debido a la cantidad de turistas asaltados, y muchos asesinados en estas calles que supuestamente son de diversión.

Hubo una política muy seria del gobierno de Miami que limpio y volvió las calles más seguras. Y de a poco, el turismo volvió a crecer, cosa que a los que vivimos en esta ciudad nos gusta, pues los turistas pagan nuestros impuestos. Ese es otro secreto de vivir en Miami; los impuestos son baratos gracias al turismo y a los Millonarios que tienen residencia en esta ciudad. Y solo por eso, “I love rich people”.

Les pido, please, que vengan todos los ricos del mundo a invertir a esta ciudad. Mientras más malos estén sus países, más gente de recursos nos llegan y enriquecen esta ciudad.

Lo he visto a lo largo del tiempo, y así crecen los hoteles, y las tiendas, y los restaurantes. Y se construyen más casas de lujo, que, por supuesto, usa manos de obra local, incluyendo profesionales, técnicos y obreros. Y luego, los agentes de propiedades, notarios, abogados, y oficiales públicos que inscribirán las nuevas propiedades, junto a los innumerables agentes del orden y empleados que llenan papeles y cuidan las calles.

Ahora, no se puede negar la cantidad de gente sin hogar que pulula por sectores aledaños al turismo, y que ellos apenas notan, pero de acuerdo con las estadísticas, ellos son casi en mayoría, drogadictos, alcohólicos, y gente que por alguna razón desconocida rompen con el sistema. Entre estos últimos, los estudios demuestran que casi el 70% son profesionales que en algún momento fueron exitosos. He conversado con alguna de esta gente que vive en las calles, y me he llevado la sorpresa de encontrar personas que hablan varios idiomas, o que confiesan haber tenido dinero en algún momento, pero ya no quieren seguir con ese estilo de vida, prefieren las calles y sus libertades.

En La Florida no es mucho el problema pues el clima permite vivir al aire libre. Además, ese multiculturalismo es extraordinario. De idiomas, comidas y costumbres. Tengo amigos de la India, Rusia, China, Pakistán, Bahamas, Argentina y de muchas latitudes. Para qué viajar si las culturas están al alcance de la mano. Y todos vivimos en armonía.

Yo sé

Y

Silvia C.S.P. Martinson

Traducido al español por Pedro Rivera Jaro 

Sé que te acordarás de mi,
en el viento que pasa,
en la flor que se abre,
en la primavera que viene,
en la lluvia que se va.
te acordarás yo lo sé,
en lo extraño que se queda,
en lo verde del mar,
en el sentimiento profundo,
de la ola que se desvanece,
en el ciclo de los tiempos
y en las lágrimas que caen.
Sé que te acordarás,
yo lo sé,
en cada día que nace,
en cada tarde que muere,
en la noche que viene en silencio,
como la gota,
en dolente ritmo, despaciada,
en las aguas que siguen tranquilas,
en la palmera inclinada,
y a la sombra de los pinos.
En la tristeza de un sueño,
tuyo, que en la bruma se olvida.
Yo, lo sé.

El asesinato del médico de Cespedosa de Tormes

E

Pedro Rivera Jaro 

La Villa de Cespedosa de Tormes está situada sobre la antiquísima frontera de Castilla y de León, entre las provincias de Ávila y Salamanca, en la zona conocida como Alto Tormes, en referencia a dicho afluente del Duero.

La mayoría de sus pobladores son gente humilde que se dedica al cultivo de la tierra y a la cría de sus animales.

El día 10 de julio de 1912, don Leopoldo Soler, médico titular de Cespedosa, viudo y padre de una niña de tan solo cuatro años de edad, apareció en el lugar donde confluye la calle de Pablo Prieto y la plaza del Doctor Ramón Martín Frutos, desangrado por el corte que sufría en las venas y arterias del cuello. Allí lo dejaron sentado, quienes quiera que ejecutaran su asesinato.

Don Leopoldo procedía de una buena familia de la capital salmantina. Fue un estudiante brillante y destacó también en todas las actividades sociales. Reuniones, mítines, algazaras, contaban con su señalada presencia.

Se casó con Basilia Cáceres, hija de un reputado y bien considerado abogado y posteriormente en 1906 obtuvo la plaza de médico en Cereceda, de donde en poco tiempo pasó a Cespedosa de Tormes.

Muy pronto se convirtió en un personaje relevante en el pueblo, junto al Alcalde, el Sacerdote, el Juez, el Boticario y los maestros.

Cayó en gracia en el pueblo, al menos al principio, pero al poco tiempo eso cambió porque al parecer, según el rumor que corrió por el pueblo, cuando visitaba a sus pacientes femeninas, al parecer abusaba de ellas y para mayor delito, cuando veía al novio o al marido, no se recataba de decirles: “tu jugando la partida y mientras tanto yo, en la cama con tu mujer”.

Los varones del pueblo empezaron a variar su opinión del doctor, ya que su extendida fama de Don Juan, fue motivo de ojeriza y celos entre los varones.

La actitud del médico se agravó al fallecer su joven esposa Basilia, tras una corta enfermedad que la llevó a la tumba.

Tres meses después de enviudar, una niña encontró su cuerpo degollado y sin vida, sentado en la calle Pablo Prieto.

Avisó al hermano del médico, que residía en la misma casa de su hermano y éste avisó a la Guardia Civil.

Un periodista del diario El Adelanto de Salamanca, a quien llamaban El Timbalero, José Sánchez, con experiencia en otros crímenes anteriores, intentó obtener información, pero se encontró con un muro de silencio, como ya le había ocurrido antes al Juez Instructor, don José de la Concha.
Aparentemente, el doctor, era un hombre muy querido y respetado. Lamentaban mucho su muerte, pero nadie colaboraba en el esclarecimiento del crimen.

El juez optó por detener a nueve hombres y dos mujeres. Todos ellos entraron a los calabozos en un intento de disuadirlos de romper su silencio. Después de los interrogatorios por parte de la Guardia Civil, quedaron tres sospechosos principales presos.

El primero de ellos Ciriaco Hernández, apodado El Brujo, era el matarife del pueblo, que por su oficio sacrificaba ovejas, cabras y cerdos, cada día de matanza con su hábil mano, manejando los cuchillos, y conocía a la perfección venas y arterias, así como su localización para una muerte rápida y segura.

Todo esto unido a una mala relación con el médico, motivada por los comentarios que corrían por el pueblo y que hablaban de que la mujer de El Brujo, Gaspara, mantenía con el médico una relación a escondidas del marido, pero es sabido que estas cosas en los pueblos, son conocidas y comentadas, lo cual constituye motivo de burlas y cuchufletas, a costa del supuesto cornudo.

Como dice un conocido comentario castellano:” No siento que me pongan los cuernos, sino la risita que les entra cuando paso”.

El Brujo, había exigido aclaraciones, llamando a careo a Gaspara y a Don Leopoldo, y al parecer no quedó convencido de las explicaciones recibidas.

El segundo sospechoso, Pablo Vallejo, Pablines, en lugar de su esposa, se trataba de su hija, pero en este caso parece que el médico tenía la intención de casarse con ella, al haber quedado viudo.

El tercer sospechoso era Santiago Hernández, Chaguete, como acostumbran en Salamanca a llamar a los Santiagos.
Un testigo le ubicaba en la última noche con vida del médico, en una taberna del pueblo, diciéndoles a dos vecinos que había que matar al médico.

Aunque los interrogatorios se aplicaron con mucha dureza, los detenidos negaron su implicación, una y otra vez. Al final fueron puestos en libertad. Todo el asunto acabó siendo considerado un crimen colectivo, como ocurriera en la famosa obra de Fuenteovejuna, donde mataron al Comendador todos a una.
Durante muchos años, los médicos procuraban permanecer el menor tiempo posible en aquel pueblo, hasta que fue borrándose la virulencia del crimen de la memoria colectiva.

Nunca se llegó a saber por la Justicia la realidad de lo ocurrido, pero sí que existen comentarios de algunos naturales de Cespedosa de Tormes, que hablaban de que alguna familia del pueblo, siguió guardando un importante secreto durante varias generaciones, porque uno de sus miembros, había abandonado el pueblo, la misma noche del crimen al lomo de su mula, y nunca se desveló su destino real, aunque al parecer viajó hasta Tucumán, en Argentina, ya allí permaneció hasta la hora de su muerte, amparado en el silencio del pueblo, que consideraba justo lo que le aconteció a aquel señorito, que no se privaba de hacer su capricho, aún a costa del honor de los demás habitantes.

Hoy en día las condiciones y derechos son muy diferentes, pero entonces, las mujeres estaban mucho más desprotegidas, e igualmente sus familiares, cuando se trataba de personas humildes.

Un cuento de invierno en Santiago de Compostela

U

Silvia C.S.P. Martinson

Traducido al español por Pedro Rivera jaro 

El día era gris. Grisáceo.
En el cielo las nubes corrían sueltas, casi negras y grises, cargadas de agua y a punto de derramarse sobre las aceras.
No había tráfico.
Parecía que el tiempo y las personas se habían detenido, desaparecido.
Por la tarde, casi de noche, las calles estaban desiertas.
Caminaba solo, despacio, inhalando el aire húmedo del atardecer.
Los pensamientos fluían por su cerebro con la lentitud de cómo había sido su vida, y lo increíblemente tan rápido que había pasado y él tampoco se había dado cuenta.
Había luchado mucho, trabajado mucho, soñado mucho.
¿Y sus sueños? ¿Qué hubo de sus sueños? Se había dado cuenta de lo poco había logrado.
Había ayudado a muchos. A su costa, otros crecieron intelectual y económicamente. Era profesor de idiomas.
Distribuyó sus conocimientos a muchos.
Muchos lo aprovecharon.

Y en esta tarde gris, mientras caminaba, se preguntaba: ¿Qué he hecho por mí?
Amores los ha tenido. Había tenido unos cuantos. Sin embargo, fueron tan fugaces y efímeros, porque la que amó la conquistó durante un tiempo, y ahora la había perdido para siempre.

Descubrió que ella nunca le amó. Sólo le había admirado por su capacidad intelectual, pero ella lo quiso más para sí misma.
Quería comodidad, ocio, viajes, cosas que él no podía ofrecerle como simple profesor.
Tuvieron hijos.
Ella los educó a su manera. No había afinidad entre ellos, sólo les movía el interés económico.
Un día por fin recapacitó y se dio cuenta del tiempo que perdía en ser feliz frente a sus prejuicios y una ética que no le importaba a nadie, y menos a su familia.

Se dio cuenta de que el mundo y los conceptos de felicidad y responsabilidad también cambian. Y que, a pesar de su rigidez, ante todo tenía el deber de quererse a sí mismo.
Al darse cuenta de todo esto y del tiempo que había pasado demostrando a los demás que era rígido en sus conceptos morales, sintió una profunda pérdida.

Aquel día salió a pasear sumido en una profunda introspección y, al pasar por delante de un bar, decidió entrar y tomarse un vaso de vino para, tal vez, aliviar su dolor. Y así lo hizo.

Sin embargo, los vasos se sucedieron.
Se emborrachó. Y, medio inconsciente, regresó tambaleándose a su casa. Cuando llegó allí, nadie prestó atención a su estado; sólo les preocupaba el dinero que se había gastado en el bar.

Aunque borracho, le entristecía profundamente la actitud de sus familiares.
Al día siguiente, ya recuperado, tomó una decisión. Salió, fue al banco y retiró todo el dinero de la cuenta que tenía con su mujer.
Volvió a la casa, escribió una carta dejando a su familia sus posesiones materiales, cogió su reloj que había olvidado en la mesilla de noche, cargó una mochila del armario del dormitorio y metió dentro parte de la ropa que necesitaba para lo que había decidido hacer y todos sus documentos. A continuación abrió la puerta de la casa, salió y la cerró de un golpe.

Caminando, llegó a una carretera por la cual ya caminaban otros vagabundos, solitarios como él.

Por fin decidió ser libre y dirigirse al lugar que siempre había soñado visitar, un pueblo donde la gente solía ir a meditar y a buscar la armonía y la felicidad en su interior.
Se sintió aliviado y rebosante de alegría.
La carga que había llevado sobre sus hombros durante tantos años se desvanecía definitivamente con cada kilómetro que recorría.
Finalmente él estaba feliz.
Nadie en la casa sintió ni notó su ausencia.

Protección contra palomas

P

Pedro Rivera Jaro

 Hace como veinte años, aproximadamente en 2002, por causa de mi situación laboral, o mejor dicho, por mi imposibilidad de encontrar trabajo como Economista, seguramente a consecuencia de tener 52 años y haber cursado solamente tres Máster, acepté dedicar mi esfuerzo a una labor comercial a puerta fría. Vender a puerta fría supone ir tocando en los timbres de empresas y casas particulares y ofrecer los productos de la cartera.

En ese momento yo ofrecía unas redes invisibles y unas varillas de 40 centímetros de longitud con una doble fila de alambres erectos. Ambos productos estaban pensados para evitar que las palomas durmieran y anidaran en los edificios que se querían proteger contra los excrementos de las palomas y de los daños que la acidez de las cacas de estos animalitos producen en fachadas y tejados.

Un día que estaba visitando en la calle Toledo, de Madrid, entré en una Iglesia y comencé a hablar con la sacristana , la cual me dijo que eso debería exponérselo a Don Jesús, que era el Cura Párroco de dicha Iglesia. Me dijo aquella señora que por favor esperase, porque iba a ver si Don Jesús podría recibirme para que se lo explicara a él personalmente.

Diez minutos más tarde volvió acompañada por el sacerdote, quién muy amablemente escuchó todo mi repertorio comercial orientado a convencerle para conseguir echar de la Iglesia a las pobres palomas. Cuando hubo escuchado todas mis explicaciones, Don Jesús, con una sonrisa de conmiseración me preguntó: ¿Sabe usted en que Iglesia estamos? Y sin darme tiempo a responderle, añadió: Esta es la Iglesia de la Virgen de la Paloma. Yo pensé inmediatamente que había metido la pata hasta el fondo, pero yo hasta aquel día no sabía que dicha Iglesia tenía dos entradas, una en la calle de Toledo, que era en la que yo me encontraba, y otra que yo si conocía que está situada en la calle de La Paloma, esquina con la de Isabel Tintero.

El buen Cura no podía admitir en su fuero interno eliminar las palomas que daban nombre al Templo, por mucho beneficio que hubiera conseguido para mejorar su aspecto exterior.

Una vez más comprobé que la vida nos da lecciones cuando menos las esperamos.

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