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La mentira institucionalizada

L

Pedro Rivera Jaro

 
 Leo en un artículo en “20MINUTOS” que explica la asistencia al foro “Información y Desinformación en el Metafuturo” de un Ministro del actual Gobierno de España, y varios reconocidos periodistas.
 
Se critica la mentira que se extiende en forma de bulos por las redes sociales. Otro de los periodistas carga mas el problema en las medias verdades, puesto que inducen a creencias falsas.
 
Joaquín Manso opina que vivimos una etapa en la que la mentira se ha institucionalizado, a diferencia de lo que ocurría en etapas anteriores, puesto que ahora la mentira se utiliza como herramienta y con ostentación.
 
Por último, Ignacio Escolar opina que en el futuro se conseguirá corregir el uso de las mentiras, aunque compartió que ahora las mentiras son mas difíciles de detectar y combatir, porque somos una sociedad sin anticuerpos ante la mentira.
 
Después de escuchar todas estas opiniones, yo me pregunto: ¿Cómo puede nuestra sociedad mantenerse fuera de la mentira, si nuestros principales líderes, sin querer detallar nombres y apellidos, (aunque se me vienen a la cabeza algunos muy conocidos e importantes), prometen en sus campañas políticas una serie de cosas que harán, y otra serie de cosas que nunca harán si consiguen el poder, pero cuando lo alcanzan hacen lo contrario de lo que prometieron?
 
Esto supone un ejemplo nefasto de indignidad y falta de escrúpulos, que el pueblo llano (usted y yo) aprende a tomarlo por costumbre, lo mismo que ocurría en los años del plomo, que llegábamos a ver con normalidad los asesinatos terroristas efectuados por los asesinos de ETA, por el simple hecho de que los cometían con total habitualidad. Hasta que llegó un detonante que hizo saltar a toda España a la calle para protestar contra ETA, y fue cuando el asesinato de Miguel Ángel Blanco provocó el hartazgo de todos los españoles de paz, orden y justicia.
 
Ahora yo pregunto a todos los españoles de a pie, los que nos dedicamos a llevar una vida digna y a enseñar a nuestros hijos todos los principios que a su vez nos transmitieron nuestros padres, ¿Cuándo vamos a echarnos a las calles nuevamente para pedir que cese la desvergüenza de aquellos que no tienen respeto por la verdad y solo llegan al poder para aprovecharse del pueblo trabajador y honesto que compone la mayoría de nuestra ciudadanía?

Buenos tiempos

B

Silvia C.S.P. Martinson

Traducido al español por Pedro Rivera Jaro
 
No vivo para recordar el pasado como si fuera la mejor época de mi existencia. Pero a veces algunos recuerdos vuelven a mi mente y me hacen sonreír al recordarlos.
 
Creo que ahora vivimos una vida nueva y maravillosa en relación con el confort y la tecnología, nunca imaginada por nuestros padres, especialmente para las mujeres de aquella época.
 
Desgraciadamente, debido a otros muchos factores, la inmensa mayoría de la población mundial pasa hambre y no ve cubiertas ni siquiera sus necesidades básicas como seres humanos.
 
Pero, dejando a un lado todo esto, voy a narrar un pequeño hecho que ha quedado grabado en mi memoria y que hace justicia al título de esta narración.
 
Éramos niñas. Mi madre trabajaba mucho en casa. Era una modista muy conocida por su impecable trabajo. Tenía una clientela excelente.
 
Nuestra casa era grande y cómoda para la época y la clase social a la que pertenecíamos, gracias al trabajo de mis padres. No éramos ricos, pero teníamos mucha comida en la mesa, ropa modesta y zapatos siempre limpios, y sobre todo acceso a la educación y el estudio.
 
Dejando a un lado mis divagaciones, les contaré por fin lo que ocurrió.
 
Mi madre estaba cosiendo y nosotras estábamos en el patio jugando. Era verano.
 
En aquella época no era costumbre cerrar con llave las puertas de la casa que daban a la calle. La gente era respetuosa.
 
Jugamos distraídas durante casi toda la mañana y cuando volvimos a entrar en casa para comer mi madre nos dijo que debíamos lavarnos las manos antes de comer.
 
El salón de la casa estaba junto al comedor y la cocina y había dos sillones y un sofá grande y cómodo.
 
En cuanto nos sentamos a comer miramos, tampoco sé por qué, lo que había en el salón.
Y para nuestra sorpresa había una persona - por lo que veíamos- simplemente tumbada en el gran sofá del salón. Era un hombre.
 
Gritando, llamamos a nuestra madre, que corrió a ver qué pasaba, cuando también encontró a aquel desconocido en nuestra casa.
Entonces se acercó al sofá y vio que la criatura dormía y también olía a aguardiente. Ella era valiente. Sacudió al hombre con cuidado y lo despertó preguntándole qué hacía allí. Balbuceó, medio avergonzado, que estaba cansado, hambriento y que la puerta de la casa estaba abierta y por eso había entrado. Dijo que estaba en paro . Mi madre le dijo que no podía entrar así en las casas.
 
Teníamos miedo, pero mi madre, además de valiente, era una mujer caritativa y se apiadó del pobre desgraciado. Dijo que le daría comida. Y así lo hizo. Preparó un buen plato de alubias con arroz, carne y una ensalada que se sirvió aparte. Le ordenó que se sentara a la mesa y le sirvió. Recuerdo bien...
 
El pobre hambriento comió con avidez y luego fue a sentarse de nuevo en el sofá.
 
Mamá entonces con toda paciencia y por qué no decir, prudencia, le dijo que no podía quedarse allí ya que su marido volvía del trabajo y seguramente no le gustaría esta situación. Lo comprendió, se levantó y ayudado por mi madre, ya que aún se tambaleaba por la bebida, lo condujeron a la calle. Siguió su camino. Nunca lo volvimos a ver.
 
Ese día, la puerta del jardín que daba a la calle estaba cerrada.
 
Desde entonces se tomó la costumbre de mantener la puerta cerrada en todo momento.
 
Los buenos tiempos eran aquellos en los que teníamos paz, no había cerraduras ni teléfonos para llamar a la policía. Sin embargo, la gente no era agresiva y el mal no estaba tan extendido, al menos en mi ciudad.
 
Buenos tiempos aquellos...

El derecho a ser distinto

E

Pedro Rivera Jaro

He leído un artículo de Álvaro J. San Juan, acerca de un libro que ha escrito y que ha titulado "Grandes maricas de la historia" y que me ha descubierto algo que desconocía. Él declara ser homosexual y habla también de grandísimos personajes de las ciencias, de las artes, de la literatura y de la historia, y explica la condición de homosexuales de estos hombres del pasado, que yo desconocía, salvo en el caso de alguno de ellos como por ejemplo, Alejandro Magno. 
   
Yo desconocía que Miguel Ángel Buonarotti, Leonardo da Vinci, William Shakespeare, Isaac Newton, Hans Cristian Andersen, Botticelli, Miguel de Cervantes, George Washington, Tchaikovski, fuesen  homosexuales.
   
Tuvieron que disfrazar su homosexualidad, porque las sociedades donde vivían no toleraban lo diferente, y porque para la intelectualidad cristiana lo “normal” era ser hetero.
 
   Dice el articulista que a lo mejor habrá niños o jóvenes que un día lean su libro, y verán que no están solos. Si él cuando era solamente un niño, hubiera conocido que todos estos grandes hombres eran como era él, y como sigue siendo, o sea homosexuales, se hubiera sentido acompañado, mucho mejor de cómo se sentía.
 
   Voy a contaros una vivencia de cuando yo rondaba la treintena. Sería más o menos el año 79, tal vez el 80, en un barrio de Salamanca, que se llama Tejares. Acabábamos de pesar en la báscula pública un camión Pegaso de 4 ejes, que habíamos estado cargando con mercancías destinadas a una fábrica de los alrededores de Madrid. Eran como las once de la noche y entramos a tomar unas cervezas en el Bar Esteban, antes de irnos a cenar cada uno a su casa. 
 
Al entrar observé que tres chavalones como de 20 años estaban acosando e insultando a otro chico de edad aproximadamente igual. Me interesé por el asunto y les pregunté qué era lo que ocurría. 
 
Los acosadores me dijeron que se metían con él porque era mariquita y le llamaban despectivamente Marijose, aunque el nombre suyo era José. 
 
Yo entonces me interpuse, y les dije que no tenían ningún derecho, porque eso no era un motivo para que maltrataran a aquel muchacho. Entonces uno de aquellos tres acosadores me gritó que seguramente yo también era otro maricón, y que por eso le defendía.
 
 Lo que siguió a continuación no puedo contarlo aquí, solo puedo decir que Esteban, que era el propietario del bar, intervino y me rogó que parase la pelea. 
   
Así lo hice, y el por su parte echó a la calle a los tres acosadores. 
 
El muchacho gay me dio las gracias con mucho sentimiento, y me dió un abrazo de agradecimiento antes de marcharse para su casa.
 
Eran los días en que empezaban a notarse cambios relacionados con las libertades en todos los ámbitos de España y afortunadamente hoy están arraigados en nuestra sociedad, pero es que el mundo es muy grande y tiene muchas partes donde se siguen sometiendo a los diferentes. Hay en marcha una gran revolución en Irán por las libertades de las mujeres. 
 En Qatar donde se celebró el Mundial de fútbol, siguen ajusticiando a los homosexuales, alegando que tienen la mente enferma. 
 
¿Qué nos pasa a los seres humanos que no somos capaces de respetar al otro, solo porque sea diferente a nosotros? 
 
Todo el mundo tiene derecho a ser distinto, eso sí, respetando a su vez a los demás.
Vive y deja vivir es un lema que toda mi vida he practicado y, que forma parte de mis principios básicos.

La tumba

L

Silvia C.S.P. Martinson

Traducido al español por Pedro Rivera Jaro
 
Fui a visitar aquella tumba cuando estuve en Gaurama, antigua provincia de Erechim en el estado de Rio Grande do Sul, Brasil.
 
Era simple, pero bien conservada. Estaba situada justo al inicio del cementerio y consistía en una cerca de hierro torneado y una cruz donde estaban escritos en una placa de metal los nombres de las personas allí enterradas.
 
No había lápida, la tumba era de tierra, que sin embargo estaba cubierta por flores silvestres de varios colores y un rosal con rosas rojas.
 
Allí había paz y soledad al mismo tiempo. La impresión que daba el lugar era que hacía mucho tiempo que nadie lo visitaba.
 
Entonces, en ese momento, me volvieron a la memoria las historias que había escuchado tantas veces cuando era niña.
 
Allí estaban enterrados un matrimonio.
 
Había escuchado su historia contada por otros.
Él era, según me dijeron, ruso. Era ingeniero agrícola. Pienso que por su apellido debía de ser judío, ya que ese nombre no parecía del idioma ruso. Se llamaba Carlos, Carlos Martinson.
 
Trabajaba en el palacio del Zar como ingeniero jefe, encargado de administrar los jardines y plantaciones del mismo.
 
Me contaron que ese Zar estaba loco y que, en pleno invierno, cuando todo quedaba cubierto de hielo, exigía que los jardines estuvieran llenos de flores cuando él pasaba en carruaje. Su nombre era Nicolás II.
 
Carlos, debido a su habilidad y conocimiento agrícola, criaba rosales en invernaderos y tenía, para satisfacer a ese déspota, rosas que colocaba en los parterres esperando el paso del todopoderoso Zar, las cuales, al final de su recorrido, ya estaban muertas y secas por el frío.
 
Carlos estaba casado. Su esposa era procedente de Lituania, hija de una familia de origen noble y cuyo apellido era Von Rohnes o Rhouness. Se llamaba Cristina.
 
En esa familia, como en toda su descendencia, la hija primogénita lleva el nombre de Cristina, sea como primer o segundo nombre.
 
Ella era enfermera de alto nivel, es decir, especialmente cualificada para participar, incluso, en cirugías. Era una mujer muy culta, habilidosa y elegante. Sabía, incluso, hacer perfumes.
 
Bien, continuemos con la historia de los dos.
 
Se conocieron en algún lugar de Europa, no sabemos dónde. Se casaron y fueron a vivir a San Petersburgo, ciudad ubicada en el mar Báltico, un puerto que fue durante dos siglos la capital imperial de Rusia, y donde Carlos desempeñaba sus funciones en el palacio del Zar. De su unión nacieron 10 hijos.
 
El pueblo estaba hambriento y descontento con el Zar por su gestión desastrosa en la conducción del país, que se encontraba en la miseria mientras él, su familia y sus cortesanos vivían en el mayor lujo y opulencia. La revolución comunista y el descontento general ya se sentían por las calles de la ciudad.
 
Carlos tenía un hermano que era comunista. Este le advirtió lo que iba a suceder a la familia real y a todos los que la rodearan, incluidos los sirvientes. Todos serían asesinados, encarcelados y fusilados a ser posible, para que el nuevo sistema gubernamental se implantara sin mayores resistencias.
 
Ante tal conocimiento, Carlos hábilmente abandonó el palacio con su familia, atravesó Europa y, después de un tiempo, embarcó rumbo a las Américas. Su hermano hizo lo mismo, pero por otro camino. Atravesó Siberia a pie y llegó a Canadá, donde se estableció.
 
Carlos llegó a América del Sur, más concretamente a Brasil, donde primero se estableció en la ciudad de Campinas, donde trabajó en las plantaciones.
 
En Campinas, él y su esposa tuvieron dos hijas más, las únicas brasileñas, una se llamaba Natalia, la mayor, y la otra más joven, María.
 
Sin embargo, no permanecieron mucho tiempo allí. Carlos quería tener su propio espacio, ser dueño de su vida y de su propiedad, es decir, dejar de ser empleado.
 
Y así, de acuerdo con Cristina, su esposa, compraron tierras en el sur del país,  en un pueblecito llamado Gaurama, nombre que conserva hasta hoy.
 
No obstante, para llegar allí solo se podía ir a lomos de burros y en carretas que eran conducidas con las familias de inmigrantes hasta esas tierras inhóspitas. Había en esas tierras pumas, monos y serpientes de todo tipo.
 
Construyeron su casa, que adornaron con los objetos que habían traído de Rusia, tales como aparatos para hacer los perfumes que Cristina tan bien sabía elaborar junto con sus hijas mayores, además de un candelabro de 7 velas y un samovar para preparar el té.
 
Los habitantes de esa región, muy pocos, eran personas más simples, con poca educación y cultura, y por eso miraban a esta familia con cierto desdén y, al mismo tiempo, con disimulada envidia.
 
Las hijas más pequeñas fueron bautizadas en la religión católica ortodoxa.
 
Los árboles en ese lugar eran tan viejos y grandes que los doce hijos juntos no podían abrazarlo sus troncos.
 
La rigidez del clima, las costumbres, y las dificultades inherentes al lugar, hicieron que una de las hijas muriera durante la famosa gripe española, que diezmó grandes poblaciones y arrebató a muchas familias a sus seres queridos.
 
Desafortunadamente, para los hijos, los padres Carlos y Cristina vivieron poco tiempo allí.
 
Carlos murió como consecuencia de la caída de un caballo sobre él mientras cruzaba un río.
 
Ella falleció algún tiempo después a causa de una neumonía mal curada en un lugar donde no había médicos ni medicinas.
 
Los hijos mayores se dispersaron en busca de nuevas tierras y oportunidades.
 
Solo quedó allí un hermano casado, quien crió a la hija menor, María, y hasta hace algunos años, ella, también casada y con nietos, aún vivía en esa ciudad.
 
Hoy no se tienen más noticias de ellos.
 
Natalia fue llevada para ser criada por otra hermana que, también casada, la llevó a su casa y, junto con su esposo, la tuvo, dándole poca educación, viéndola más como una empleada doméstica.
 
Sin embargo, a pesar de todas las dificultades y de quedar huérfana a los cuatro años, Natalia creció y aprendió un oficio y, prácticamente autodidacta, mantuvo durante toda su vida un gran amor por los libros, siendo una lectora voraz y amante de la buena música, asistiendo cuando podía a los conciertos que se daban los domingos en la ciudad donde, después de casarse, fue a vivir.
 
Natalia fue mi adorada madre.
 
Carlos y Cristina fueron los abuelos que, lamentablemente, no conocí y a cuya tumba rendí mis homenajes póstumos.

Algún día

A

Carlos Boné Riquelme

Los primeros recuerdos que tengo de mi madre son confusos, bañados de una neblina que solo el tiempo y la distancia nos da.

La recuerdo alta, aunque ella nunca lo fue, pero desde mi casi metro de estatura, posiblemente ella era enorme, llena de vitalidad, de respuesta punzante y alegría sin freno.

Fueron tantos los momentos que compartimos, quizás no cercanos, pues mi madre no fue de cercanías, mas que eso, de horizontes plagados de distancias, que a veces semejaban intimidad.

Claro que tengo aun presentes los momentos en que me recostaba en su regazo, y sentía su mano volar por mis cabellos, casi ausente, con besos que me rozaron y que los mantuve en secreto para no compartir mis sueños.

Luego vino el tiempo de la rebeldía, de querer lo que ya era pasado; de pensar que la vida no es justa, y que no tenía lo que creía merecer.

Cuesta tanto llegar a la edad donde nos percatamos de que nada merecemos, solo lo que conseguimos a lomo de caballo salvaje; y siempre y cuando no te caigas de la silla, al primer salto de rodeo.

Hay que peinar canas, como dicen los antiguos, para saber que la vida nos entrega el trabajo sin hacer.

Que lo que creímos que era nuestro, solo era un préstamo, y solo en aquel momento, llegamos al punto de percatarnos, ya despejados de egoísmo, que la vida es lo que es, y la gente da lo que puede, cuando puede.

Eso es lo que llamamos madurez.

El empate de lo tuyo y lo mío, donde puedo volver a recordar risas y llantos y complementar las dos en una sola.

Pues mi madre no ha sido perfecta; pero yo tampoco.

Mi madre ha sido egoísta; y yo, tambien.

Mi madre ha regalado risas, y chistes a montón, y yo the dejado lo mío sobre el tablero.

No tenemos nada que regañarnos, o arrepentirnos. Estamos en el empate, o quizás, en un jaque mate.

Lo único que puedo hacer, es recordar los buenos momentos, y pensar que pudieron ser mejores si yo hubiera abierto mi corazón sin rencores.

Como no reír de aquellas caminatas por calles desconocidas, con un “condorito” en mis manos.

¿O de tantas cosas compartidas en el secreto de la consagración divina?

Hoy solo veo la despedida; el camino truncado, los arboles tapando mi distancia, mis ojos cubiertos de nubes, y mi corazón desgarrado por la culpa.

Quizás pude hacer más por ti, pero no lo hice.

No quiero excusarme, pero es que siempre te vi tan fuerte, tan llena de vida, completamente hinchada de vientos y tempestades, que no pude ver la realidad, si no solo mis sueños y pesadillas.

Tuvo que pasar todo este tiempo para poder abrir mis ojos y abrazarme a tu recuerdo.

Y me abrazo a tantos recuerdos, a tantos momentos, a tantas cercanías, y quizás, a tantas lejanías.

Te miro en tu delgadez, y quizás hoy, te sentirías orgullosa del peso perdido, pues mas de algún día te quejaste de sobrepeso.

Y te recuerdo caminando sobre la línea del tren camino al casino de Schwager.

O equilibrar la cartera, aquella llena de maquillaje y que hoy solo está vacía.

Te recuerdo sentada en una micro, rumbo a tu destino, con tus labios pintados, tu cabellera rubia y tus ojos azules que miraban un mundo que se venia encima.

Y nunca lo compartimos, pues tú y yo, teníamos mundos que diferían como las piedras de la cascada.

Te recuerdo con el plato en la mano, hablando de lo que no se ni me interesa, pero si puedo admirar tus labios moviéndose y quisiera amarrar aquellas palabras para que fueran solo mías.

Y hoy extraño los recuerdos, y lloro por el silencio. Por aquellos huesos desnudos que nos miran desde la distancia.

Chiquiña

C

Silvia C.S.P. Martinson

Traducido al español por Pedro Rivera Jaro

Hoy son blancos. Blancos y sueltos al viento, tan hermosos como la nieve que cae.

Una vez fueron negros, hace mucho tiempo.
Sus cabellos son los testigos de muchas experiencias vividas.

Ahora camino a su lado, de su mano me sujeta.

Nosotros dos, de tanto tiempo cómplices, por las calles, lentamente caminamos. Yo siempre a su lado.

Soy suyo. ¿Cómo no serlo?

Sí, soy su fiel compañera.

El tiempo es corto para ambos.

Me pesa aún más. Estoy segura de que pronto me iré.

El me acaricia, me habla, y me mima.

Qué feliz me siento en estas horas de convivencia más cercana.

Caminando juntos recorremos las calles, él guiándome.

Somos viejos y cuando nadie nos ve, me cuenta en voz baja lo que ha pasado, lo que pasa en su corazón.

Me habla de sus alegrías, de sus tristezas y de sus esperanzas rotas.

Y todavía siento su alma palpitando cuando me habla de sus amores y deseos.

¡Que maravillosa intimidad la nuestra!

Todo mi cuerpo vibra al sentirlo.

Como he dicho antes, el tiempo es escaso.

Para mí es más rápido.

Dicen que son siete por cada año del hombre.

No lo sé.

Tengo que organizar la despedida.

No quiero hacerle daño, ni hacerle sufrir.
No se lo merece, teniendo en cuenta todo el cariño que me tiene y los sacrificios que hizo por mí.

Lo sé… Haré lo mismo que todos los que son como yo, cuando llegue el momento.

Sin que se dé cuenta, cuando abra la puerta saldré corriendo por las calles de la ciudad en busca del campo, correré y me esconderé.

Y allí me quedaré tranquilla, escondida, hasta que ella llegue. Como siempre nos llega a todos.

Soy vieja. Se me cae el pelo. Mis ojos ya no ven bien, ya no puedo defenderlo.

Ya casi no se oye mi ladrido.

¿Aún no lo sabes?

Yo soy Chiquinha, su perra.

Me estoy muriendo

Decide tu futuro

D

Pedro Rivera Jaro

Cualquier persona sabe que no tiene posibilidad de recuperar la juventud. Muchos sabemos que en ocasiones, cuando somos jóvenes, nos intoxicamos la cabeza con ilusiones. Son ilusiones que, en la mayoría de las ocasiones no llegan a verse realizadas nunca.
 
Los padres de cada uno, con su mejor intención te orientan para que te prepares para lo que, piensan ellos, será lo que consiga traerte el mejor futuro posible, e incluso si tienes otras preferencias, intentan que te olvides de ellas para que te enfoques hacia lo que, piensan ellos, que será lo mejor para ti.
 
Cuando yo era niño me encantaba jugar al futbol, pero mi padre me decía siempre, que dejase de jugar y me dedicase a estudiar, que sería la forma de que llegase a ser un hombre de provecho en el futuro.
 
También quise estudiar música cuando tenía 9 años. Cuando me examiné en junio de 1959 del examen de ingreso de Bachiller y lo aprobé, mi padre me regaló como premio, una bandurria con su estuche. Ese verano, en la sierra, en el pueblo de mis abuelos maternos, Las Rozas de Puerto Real, donde mi padre había construido una casita, el sacerdote del pueblo, D. Antonio que era una excelente persona, me estuvo enseñando a tocarla por el método de los números señalados en las líneas del pentagrama. Aquel verano aprendí a tocar canciones como "Yo te daré", "Yo vendo unos ojos negros", "Clavelitos", y otras que practiqué muy gustoso, porque yo tenía una gran afición por la música.
 
Cuando regresamos a Madrid a final del verano y reemprendí mis estudios ya en primer curso de bachillerato, mi profesor que era el Director del Colegio, al saber que yo estaba aprendiendo a tocar la bandurria, le dijo a mi padre que, o estudiaba o me dedicaba a tocar la guitarra. Ni siquiera supo distinguir entre guitarra y bandurria. ¡Qué gran profesor que no supo ver, que la música podría constituir una actividad complementaria con las asignaturas del bachillerato!.
 
Mi padre, que tenía al Director don Francisco en un altar como si fuera un Santo, tomó la funda de la bandurria con élla dentro, y poniéndola en lo alto del armario ropero de su dormitorio me dijo: “Hasta que acabe el curso, no vuelvas a tocarla”. Y yo aguantando mis lágrimas no me atreví a contestarle a mi padre, pero en mi fuero interno y lleno de pena pensé: “No la volveré a tocar más”. Y así fue.
 
Yo ahora tengo escritos muchos poemas. Si me hubiera dedicado a la música, probablemente hubiera sido compositor de canciones, pero eso es algo que hoy, a mis 72 años, no sé si habría acontecido, porque no se me permitió seguir aquel camino.
 
Y eso mismo ocurrió con otros intentos posteriores, como por ejemplo mi intención de estudiar Veterinaria, que no le gustaba a mi madre, y me desanimó de mi deseo porque le parecía una profesión poco brillante para su hijo.
 
En fin lo que quiero deciros, es que no permitáis que nadie os desvíe de vuestras aficiones para enfocar vuestras vidas. Es muy importante, muy importante, dedicarse a lo que os pueda hacer felices. La vida puede parecernos larga, pero en realidad, se hace muy corta y liviana si la desarrollamos haciendo aquello que más nos satisface.

Ladrones en el tejado

L

Pedro Rivera Jaro

Era verano. El año no lo recuerdo exactamente, pero aproximadamente debería tratarse de 1968. Deberían de ser alrededor de las 10 de la noche. Habíamos cenado y mis hermanos pequeños Félix y Javi salieron a jugar a nuestro hermoso patio, mientras mis padres, mi hermana Maribel y yo, veíamos en la cocina de nuestra casa, en el televisor Werner, el programa que estuviera emitiendo la única televisión que teníamos entonces en España, Televisión Española.

La cocina era el centro de reunión habitual en nuestra casa. Siempre lo recuerdo así, allí estaban la cocina de gas butano donde mi madre guisaba cada día los alimentos que comíamos todos, allí estaba el fregadero, el armario de cocina con un montón de platos, vasos y otros objetos de uso habitual. Este armario tenía distintos apartados, así como dos cajones que contenían uno, los cuchillos, tenedores cucharas, etc., y el otro servilletas y manteles de hilo, para colocar en la mesa. La mesa que era grande, para que pudiéramos sentarnos los seis miembros de la familia a comer juntos, y también tenía dos cajones donde se guardaba el hule impermeable que mi madre tenía costumbre de extender sobre la mesa y debajo del mantel. Había una ventana amplia, de dos hojas, que aquel día de verano estaban abiertas para que entrara el fresco del patio.

También estaba en la cocina, la estufa de carbón que en invierno era toda la calefacción que teníamos en nuestra casa y donde calentábamos los pijamas y las mantitas de muletón en las que nos envolvíamos para combatir el frío de las sabanas.

La casa era amplia, de planta baja y tenía además de la cocina, el dormitorio de mis padres que era el más grande, el dormitorio de mi hermana, el cuarto de estar y otro dormitorio con dos camas, donde dormíamos los tres varones. Luego conseguimos tener un cuarto de baño, que fue la última incorporación a la casa, a partir de traer la conducción de agua potable a la casa, que hasta entonces íbamos a la fuente pública y la traíamos en cántaros, en cubos, barreños, etc.

Y el agua para regar el jardín, lo sacábamos de un pozo bastante profundo que dejó hecho mi abuelo Pedro. Toda la casa estaba atravesada por un pasillo distribuidor desde la puerta de la calle, hasta la puerta del patio.

De pronto sonaron fuertes golpes en la puerta de la calle. Salimos corriendo los cuatro y abrimos rápidamente la puerta. A grandes voces Fernando, otro vecino de la calle, nos decía que teníamos dos ladrones por los tejados y que al arrojarles trozos de ladrillos y de gravilla que eran restos de una pequeña obra que habían hecho en la calle, se fueron corriendo por el tejado en dirección a la parte que daba con nuestro patio y nuestro garaje. Corrimos hasta el patio, y allí vimos a mis hermanos que venían como del garaje y llegaban justo a la esquina del cuarto de baño con el patio.

Al preguntarles nosotros si habían visto a alguien bajar de los tejados, contestaron que no habían visto a nadie.

- "Hay ladrones por los tejados" les dijimos, al mismo tiempo que veíamos en el suelo del patio, los proyectiles de obra que Fernando les había estado arrojando, cascotes y piedras.

Javi permaneció callado, pero Félix que era el mayor de los dos, dijo muy asustado: "No hay ningún ladrón. Éramos nosotros que queríamos coger un nido de gorriones que tiene ya grandes los pajaritos y que pronto van a echar a volar".

Y miraba a mi padre que estaba muy serio, pero que aparte de la travesura, prefirió ésta sin duda, mejor que tener que enfrentarse a los supuestos y por otra parte, inexistentes ladrones.

Mi padre les regañó bastante, y no cobraron porque mi madre siempre le sujetaba a mi padre para que no nos diera cachetes.

Yo estuve dando muchas vueltas a la cabeza y pensando la desgracia que hubiera sido de haber acertado Fernando alguno de los proyectiles de piedra que les arrojó. Después me estuve riendo con ganas, pensando en la rapidez que tuvieron en bajar del tejado por la reja de la ventana del cuarto de baño, al suelo. Años después, ya todos adultos, nos hemos reído muchas veces comentando lo ocurrido, y haciéndonos muchísima gracia la diferencia de carácter de los dos, uno que se hizo el “muerto” y no confesó nada, y el otro con su franqueza dando la cara, confesando lo ocurrido, y demostrando un carácter que sigue teniendo en la actualidad, más de cincuenta años después.

 

La pensión

L

Carlos Boné Riquelme

 

En algún momento en medio de los 60, perdimos la casa. O quizás, mi madre con su sueldo magro de funcionaria Municipal no pudo pagar los dividendos, y así, terminamos viviendo en una casa de pensión.

Pero esa primera experiencia de vivir en una casa de pensión fue, en vez de una traumática situación, una aventura increíble, llena de misterios y personajes que aún están grabados en mi memoria.

Parece increíble decirlo, pero algo que podría haber tenido rasgos trágicos de pérdida, lo cual ya había experimentado con la disolución de la familia, se transformó en una fantástica aventura.

La pensión estaba localizada en Freire entre Aníbal Pinto y Colocolo, en la ciudad sureña de chile, llamada Concepción. Al lado de esta vieja casa de aire señorial pero antigua, se abriría luego, el Restaurant “Yungay”.

El edifico de la pensión, consistía en dos casas, pegadas una a la otra, de corte muy antiguo, con fachada gris y ventanas enormes, de madera, que miraban a Freire. Desde esa ventana yo podía ver la “librería Esmeralda”, donde compre muchos lápices y cuadernos, quedando grabado en mi memoria olfativa el olor a papel que flotaba en el aire, junto a un polvo dorado que se veía a la contraluz de las dos puertas del local.

El mostrados era largo y abarcaba toda la pared contraria a las puertas; las estanterías estaban llenas de artículos que parecían llamar a los compradores, y atraerlos hacia sus secretos escondidos entre paginas cuadriculadas, y frascos de oscura tinta.

El dueño y las dependientas, creo que eran dos, se vestían con guardapolvos, de esos café, hechos de un material grueso llamado “corduroy” que puede durar el tiempo que duran los recuerdos, y aún más.

Pero la pensión nuestra estaba en un segundo piso. Había que tirar de un cordón largo que llegaba al final de la escala, allá arriba, amarrado a una campanilla que hacía las veces de timbre. Y cuando sonaba, alguien corría a abrir la puerta, la cual tenía otro cordón que bajaba, y que, al ser tirado desde arriba, abría la puerta sin tener que bajar las largas escalas de madera. Era la tecnología del siglo veinte.

La dueña era una maravillosa mujer, a la que con el tiempo aprendí a querer; al igual que a las hijas y al hijo con los cuales compartí tantas tardes y días bellos. Mas que pensión, fue como encontrar una familia que, hasta hoy en día, cuando las veo, nos abrazamos con cariño.

La dueña de este mágico lugar, se llamaba Norma Espinoza, y era rubia, de piel muy blanca, y pelo de color rubio, algo regordeta, pero exudaba esa calidez que se pronunciaba desde su voz ronca y sus brazos que se extendían para dar órdenes alrededor de la casa.

Las hijas eran dos, Bencha y la Patricia. Las dos muy diferente, pues Patricia era exuberante, de caderas amplias, y bellas piernas con un cabello largo que le acariciaba la espalda y una voz algo meliflua debido a una operación de nariz.

La otra, Bencha, era bella de cara, algo subida de peso, pero con carisma fantástico a la cual yo me sentí atraído inmediatamente. Su risa y su alegría se expandía por toda la casa. Yo y ella, a pesar de la diferencia de edad, nos hicimos compinches y mi cariño por ella era sin barrera. Hasta hoy.

El hermano se llamaba Hugo, algo maceteado, robusto, de rostro redondo, pero muy agradable y divertido.

También la madre, la Sra., Norma, había adoptado a una muchacha delgadita, nerviosa, de cabellos enrulados y hermosos ojos negros llamada Carmen, con la cual, pues era de mi edad, hicimos amistad instantánea y corrimos por aquella casa jugando junto a las otras nietas llamadas Verónica, Yasmin y Karim, el nieto, y pasando días y tardes de increíble calor humano.

La casa tenía una habitación al frente de la escala, con ventanas de vidrios, la cual era amplia y donde dormían Bencha, Paty y Carmen.

Al lado de la escalera y mirando hacia Freire estaba la habitación que compartimos con mi madre. La pieza era grande, y teníamos una mesa con dos sillas, la cual nunca usamos mucho. Pero al medio de las camas estaba nuestra única y más querida posesión que nos seguía desde nuestra estadía en la ciudad de Curicó; un mueble de música con radio y tocadiscos que era mi escape junto a la lectura y la entrada a la adolescente sensación del amor.

Tambien tenia un hoyo en la pared desde donde se colaba de cuando en vez una rata a la que nunca vi, pero si escuché en sus rápidas excursiones, especialmente durante la noche. Yo dormía aterrado pensado que ella podía saltar a mi cama, e inventaba innumerables estrategias para evitarlo, derramando colonia alrededor de mi lecho, o desparramando pasta dental, que por alguna razón mágica, yo creía que ahuyentaría a la invitada no deseada.

Lo que nunca hic, fue usar veneno, o decirle este secreto mío, mío y de la rata, a mi madre que les tenía terror.

Al fondo se encontraba la habitación de la Sra. Norma, y al lado, el baño, que era de aquellos antiguos, con bañera de esas con patas, y donde el agua se calentaba con un calentador de aquellos a alcohol de “quemar”, un líquido rojo que siempre me pareció sospechoso, y el cual era depositado abriendo la parte baja del quemador; luego se prendía en la parte superior con una cerilla. Eso te daba quizás 10 minutos de agua tibia.

El baño también tenía una ventana trasera que daba como aun pequeño tejado que comunicaba a la casa de al lado donde vivía uno de mis grandes amigos de aquella época, Alexis Aspee.

Alexis tenía dos hermanas, Estrellita y creo que la otra, la más pequeña se llamaba Alicia, no estoy seguro. Los padres de Alexis eran, el muy delgado, creo que trabajaba en Huachipato la famosa refinadora de acero, de un fino bigote y modales muy cortantes pero amistoso.

Ella, alta, algo maciza, pero con una amplia y cálida sonrisa la cual siempre se abrió con cariño hacia mí.

La pensión tenía un largo pasillo, lleno de ventanales con vidrios que miraban hacia la parte trasera de negocios y casa aledañas, y que pasaba por una pequeña sala que tenía dos sillones y un gran ropero de aquellos con espejo con un tope de curvas maderas que le daban un toque “rococó”.

En esa sala había dos pequeñas habitaciones, una de las cuales era de Hugo. Luego venia el pasillo, el cual ya acabo describir, donde pegadas a la pared estaban unas mesas que hacían de comedor.

Existían, además, dos habitaciones, una de las cuales era ocupada por la madre de la Sra. Norma. Ella era una viejita de espalda curvada que vestía con un lago abrigo gris de lana tejida, y se amarraba el cabello blanco y largo que se acomodaba en la parte alte de su cabeza. Tenía la boca marchita y sin dientes, pero usaba una placa y los ojos eran de un azul, pálido, detrás de los espejuelos.

Al final del pasillo, había un cuarto donde dormía Alicia, la empleada de servicio. Luego vendría otra empleada llamada Berta. Y estaba la cocina grande de color verde oscuro, con grandes ventanas, pero oscura, con los platos y ollas repartidos encima de mesones.

La Sra. María, que era la cocinera, y la que mandaba en este reino de sartenes, tenía un hijo llamado Armando con el cual, siendo de mi edad, hicimos buenas migas y fue mi compañero de “Tacataca” en el negocio de Don Ismael Jasma que estaba localizado en Aníbal Pinto, casi al lado del “Emporio Alemán”, que, en aquel entonces, compartía local con “Saure”, la pastelería de los tan recordados hermanos.

Mas tarde, en los 80, quizás, el Sr. Jasma abrió otro local de juego y lotería en el subterráneo del edificio de la esquina de Aníbal Pinto y Barros Arana.

Recuerdo a Don Ismael como un hombre bajo de estatura, canoso, pero con gran personalidad, siempre sentado en la caja de los “Flipper”, como llamábamos a ese local de Aníbal Pinto.

Tambien allí conocí al hijo, que en aquella época era alrededor de mi edad, y con el cual creo haber conversado algunas veces.

Se salía de ese local para ver al “Mocambo” con ese grupo de amigos parados en la puerta, entre los cuales se encontraba a veces a Jorge Verdugo, Jorge Torress, y que luego se harían asiduos al “Nuria”, local que se abrió en pleno centro y que además tenía un comedor que era escenario de reuniones nocturnas que se daban después que las cortinas se bajaban.

Pero en la pensión de la Sra. Norma creo haber tenido una vida interesante que dio pábulo a a mi imaginación, y donde conocí a tanto personaje con los cuales hoy alimento mi propia historia.

Muchos años más tarde, me encontraría con Bencha nuevamente, que conservaba esa alegría juvenil de siempre, y con ella reestablecimos la relación de amistad que se extendió durante los días que viví en Concepción.

Creo que hasta hoy.

El profesor

E

Silvia C.S.P. Martinson

Traducida al español por Pedro Rivera Jaro
Cuando entré a clases de secundaria lo conocí.
Era la primera vez que asistía a esa escuela, que en ese momento era considerada la mejor escuela pública para niñas. Funcionó en un colegio privado masculino evangélico, ya que el gobierno del Estado le pagaba alquiler porque no había disponibilidad de un edificio propio que le permitiera operar. Por la mañana estudiaban allí alumnos varones del colegio evangélico. Por la tarde se impartieron clases a las alumnas del colegio público.
 
La admisión a esta escuela fue bastante difícil, ya que las candidatas para el puesto debían realizar un examen de conocimientos generales, impartido en 1er Grado, tanto escrito como oral. La nota media en cada materia fue 8, lo que hizo que muchas candidatas al puesto no pudieran alcanzarla.
 
El año académico comenzó en marzo y finalizó a mediados de diciembre para quienes aprobaron, luego de los exámenes escritos y orales. También se produjo la llamada 2ª temporada, cuando a finales de diciembre y principios de enero se aplicaban nuevos exámenes a las recalcitrantes, dándoles una segunda oportunidad de aprobar.
 
Cabe decir, de paso, que en aquella época se consideraba una vergüenza que la estudiante dependiera del “2º Periodo” para pasar a las clases del año siguiente. Estas estudiantes eran consideradas perezosas o poco inteligentes. El requisito de conocimientos en estos exámenes fue mucho mayor que los solicitados al final del año escolar.
 
También había días festivos a mediados de año, más precisamente en el mes de julio, que se considera, en mi país, el período más frío por ser invierno. A este descanso de 30 días se le llamó entonces “vacaciones”.
 
Era una época en la que nos quedábamos en nuestras casas resguardadas del clima y podíamos dormir hasta tarde, sin mayores compromisos.
Todo esto os lo cuento, en principio, para entrar ahora en la historia principal.
 
Empecemos entonces.
 
Me pasó en los primeros días del año escolar, es decir, marzo. Con mis ingenuos 13 años, pasé  frente a una aula donde estudiaban jóvenes mayores que yo. Me atrajo la forma en que el maestro se dirigía a las estudiantes.
 
Era un hombre de mediana edad, bien vestido y elegante. Sin embargo, tenía una expresión arrogante y hablaba en voz alta a las jóvenes, lo que nos permitió escuchar lo que decía. Llamó a las estudiantes de pobres ignorantes, y no preparadas para sus clases y que nunca debían esperar de él una nota de 10 porque solo dependía de él.
 
Las aterrorizadas estudiantes lo miraron con asombro y preocupación ante tanta arrogancia.
Más tarde descubrí que siempre reprobaba a muchas  al final del curso para que tuvieran que repetir el año. Ante tal visión en ese momento, me juré a mí misma que nunca sería su alumna.
 
Me equivoque. 
 
En el 4º y último año de secundaria tuve la desagradable sorpresa, al regresar a clases, de que éste sería nuestro profesor de dibujo geométrico. Luego vino a dar mi clase.
 
Su método agresivo y soberbio no había cambiado en absoluto. Se creía muy inteligente y capaz y los alumnos sólo servían para ser masacrados y pisoteados por su personalidad egocéntrica y cruel.
 
Tan pronto como observé todo esto, decidí nunca, como alumna suya, obtener una calificación inferior a 10 para hacerle ver que no era tan competente como quería parecer.
 
Entonces estudié y me preparé para mis exámenes. La primera vez saqué 10 y me llamó delante de toda la clase, burlándose de mí y diciendo que de alguna manera había copiado los resultados. Le dije que no. Que realmente merecía ese 10 porque yo había estudiado y me había preparado a conciencia.
 
Y así fue pasando el año y en todas las pruebas que hacía yo seguía sacando 10 y él me odiaba cada vez más por eso.
 
Al final del año, durante los exámenes finales, me aisló de las demás estudiantes en un rincón del salón donde examinó la mesa en la que yo me había sentado para ver si allí había alguna copia de su material e incluso tenía a otras compañeras comprobando si lo había hecho y se llevaba en mi ropa algún documento relacionado con su tema. También me hizo colocar todos mis útiles escolares en su escritorio, dejándome solo un lápiz, un bolígrafo y una goma de borrar.
 
Él comenzó la prueba para todas nosotras, pero se paró a mi lado controlándome durante todo el examen.
 
No me enojé; estaba tan disgustada con él que me esforcé aún más en responder correctamente las preguntas del examen. Lo terjminé y lo entregué en su escritorio.
 
Él, con mirada maliciosa, me dijo que me había dado vuelta, a lo que respondí:
- No, señor.
 
Yo, para su disgusto y grato recuerdo de mí,  volví a sacar un 10.
 
Terminé el año con una media de 10 en dibujo geométrico, un hecho sin precedentes en esa escuela.
 
Y, verdaderamente, eso es lo que pasó.

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