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La creceste oscuridad

L

Carlos Boné Riquelme

 

La mañana estaba calurosa, y el centro de la ciudad parecía haber explotado de un momento a otro con la presencia de cientos de personas que caminaban; algunas rápidas, otras lentamente, mirando vitrinas, y muchas otras paradas en los lados con mantas extendidas en el piso, vendiendo miles de objetos de diferentes colores cuyo propósito no podía adivinar.

Allí, en medio de esta multitud, la vi: delgada, con pechos grandes, cabello castaño cayéndole por la espalda, y un bebé en los brazos. De edad indefinida, pero bebé, al fin y al cabo.

Una mesa pequeña se encontraba frente a ella, y pude divisar algunas pulseras doradas, collares de piedras de colores, cintas para el pelo, y algunas otras baratijas expuestas a la mano de quien quisiera adquirirlas.

La observé por largo rato, mientras ella compartía su tiempo hablando con algún posible comprador y susurrándole algo al niño, que a veces parecía moverse inquieto, o a veces dormía. Aquellas quedas palabras eran como cantos de cuna que ella soltaba tranquilamente, mientras su talle se movía en un gesto que daba cierta calma al bebé.

No pude evitar acercarme, y me paré enfrente de ella mientras cogía una pulsera entre mis dedos y le preguntaba por el precio. Así pude mirarla directamente a los ojos y observé su mirada quieta, modesta, casi perdiéndose en un río de miel.

Su nariz era pequeña y recta, y sus labios, mórbidos, de aquellos que llaman al beso y al erotismo, invitaban a solazarse mordiendo y restregando tus labios contra los de ella.

Su voz repitió el precio, mirándome extrañamente. Quizás percibió que mis intenciones no eran comprar, solo pararme allí como un pervertido para observarla en la quietud de su maternidad.

Entonces, decidido, saqué un billete y pagué por la pulsera mientras ella me miraba sorprendida. Yo me reí interiormente, pensando que quizás la había descolocado de aquella posición de adivinar y de no estar segura.

La volví a mirar mientras ella buscaba el sencillo para darme el cambio en el bolsillo de su chaleco deslucido, de un color verde suave, pero que le colgaba de los hombros como si le quedara grande.

Le hice un gesto de que no importaba, que se quedara con el vuelto, y me marché sin volverme a mirar, pero sintiendo la mirada de ella en mi espalda, como si me quemara.

Entré a una de las galerías, una de las tantas que se encuentran en el paseo, y allí, a resguardo de las miradas, me detuve sintiendo que mi acelerado pulso se calmaba un tanto.

Esperé un rato y, luego, dando la vuelta por otra galería, salí nuevamente al paseo y traté de llegar al mismo lugar donde ella se encontraba.

Pero ella ya no estaba allí.

Miré alrededor buscándola, pero entre el movimiento de la gente y los vehículos que transitaban por la avenida, tuve que darme por vencido y darme la vuelta, dirigiéndome a la plaza donde ya el monumento a Don Pedro de Valdivia no existe.

Solo la base de color blanco, o quizás crema, se encuentra allí como recuerdo de algunos días de violencia sin sentido.

Me senté en uno de los bancos de la plaza, y un muchachito de tez oscura con un cajón de lustrado me ofreció sacar brillo a mis zapatos. Yo, sin casi sentir o saber lo que hacía, le indiqué que aceptaba su oferta.

Casi sin respirar, el muchacho se sentó en una pequeña banquita que traía junto al cajón y, tomando uno de mis pies, lo acomodó encima de la caja negra, empezando a pasar un cepillo de oscuras cerdas sobre mi zapato.

Yo, olvidado de lo que me trajo a la plaza, me dejé ir, sintiendo el sol en mis ojos y el calor agradable que me envolvía entre el ruido de la calle y el zumbido de las conversaciones.

De pronto, una voz me despertó de mi sueño ligero, y al levantar la vista, la vi a ella parada frente a mí, mientras el muchacho proseguía con su labor de abrillantar mis zapatos de cuero viejo y gastado.

La miré sorprendido, sin decir una palabra, y ella, aún sosteniendo al bebé en sus brazos, se sentó a mi lado.

La dejé sentar mientras sentía algo extraño recorrer mis entrañas, y, sin pararme a pensar —pues, de lo contrario, no me atrevería nunca más—, le pregunté si quería irse conmigo.

Ella, sin decir palabra, asintió moviendo su cabeza, y allí supe que este era mi destino. No sé si bueno o malo, o quizás si algo resultaría de una mujer sola con un niño en brazos, pero la respuesta era que había que atreverse a las sorpresas, pues estas solo se dan ocasionalmente.

Cinco líneas y un cuento

C

Silvia C.S.P. Martinson

1.- ES MUY TEMPRANO. ESTÁ AMANECIENDO.
2.- OCTAVIA CAMINA POR EL PARQUE.
3.- EL CHICO LA ESTÁ ACECHANDO. CORRE Y LE ARRANCA LA GARGANTILLA.
4.- ELLA GRITA: ¡ OH SEÑOR! FUE UN REGALO DE BODA.  ¿Y AHORA?
5.- ¡OH SEÑOR! LA HE PERDIDO PARA SIEMPRE...
 

Atardecer

A

Silvia C.S.P. Martinson

 

En la tarde gris que ahora transcurre, es cuando las personas caminan por las calles. Hay una luz que se refleja en cada mirada.
Y al ver pasar tanta alegría, la tristeza se desvanece. En los cuerpos, todo se convierte en paz y armonía.

Los hombres se preocupan, mientras los niños olvidan sus juegos favoritos para correr por las calles solitarias.

Así es. Así pasa.

Un día más en la vida.

Como el tiempo, que, por caminos donde los hombres ni imaginan, llegará al final de su recorrido, dejando tras de sí pequeñas alegrías y grandes preocupaciones sin importancia; en realidad, sin disfrutar la belleza de vivir cada día, de sonreír, de amar y de ser feliz.

La violación

L

Carlos Boné Riquelme

 

Este fue otro impactante caso ocurrido a finales de los años 90. A pesar de haber sido testigo de muchos casos brutales, ya sea siguiéndolos en la prensa o participando en alguna investigación, este me impactó por su carencia de sentido y la brutalidad de lo ocurrido.

Ella era una muchacha de origen colombiano, que estaba terminando sus estudios secundarios. Vivía sola con su madre, quien emigró sin más familia que su hija a Miami, escapando de la violencia que el narcotráfico, impulsado por Escobar, y la guerrilla asolaban en el país.

Pensó que en Estados Unidos, donde impera el estado de derecho, podrían vivir tranquilas las dos, ya que no tenían más familia. Se mudaron a un tranquilo barrio del suroeste, llamado “La Sahuesera” por los cubanos, un lugar de clase media, con buenas escuelas y vecinos, en su mayoría hispanos, gente trabajadora y educada.

Allí se establecieron, y la muchacha se adaptó rápidamente a su nuevo entorno. Por su carácter divertido, amable y estudioso, fue rápidamente aceptada. La madre consiguió un modesto trabajo que les alcanzaba para pagar la renta de un cuarto, comer y, en general, cubrir todos sus gastos. Aunque a veces vivían con limitaciones, la hija entendía la situación y no pedía más de lo que su madre podía ofrecer. Y eran muy felices.

La joven era una estudiante brillante, con excelentes calificaciones y querida por compañeros y profesores. Ya en la adolescencia, conoció a un compañero de curso y vecino, con quien compartía muchas afinidades. Se enamoraron y comenzaron un romance que fue aceptado con alegría por ambas familias.

Llegado el final de la secundaria, la chica obtuvo los mejores promedios del curso y casi de todo el colegio. Fue aceptada en todas las universidades a las que postuló y en la carrera que deseaba. La felicidad de ambas familias era inmensa. Hasta aquí, la historia es similar a la de muchos inmigrantes que, con esfuerzo, logran el éxito.

Sin embargo, en este punto, dos historias se entrelazan.

A pocos kilómetros de Miami, en la ciudad de Orlando, tres muchachos, también de origen hispano pero con una historia de vida diferente, terminaban un día de trabajo en la construcción. Uno de ellos, menor de edad, tenía alrededor de 17 años y era sobrino de uno de los otros dos. El líder del grupo, delgado, fuerte y de carácter violento, propuso alquilar un vehículo y viajar a Miami Beach para un fin de semana de diversión. La idea fue bien recibida.

Alquilaron una camioneta Ford de doble cabina y partieron hacia Miami Beach, ya con algunos tragos en el cuerpo.

Mientras tanto, en La Sahuesera, los jóvenes enamorados, emocionados por la reciente graduación, decidieron celebrar solos en Miami Beach. Aunque no solían visitar esa ciudad, aquella noche era especial. La joven, muy arreglada y con la bendición de su madre, partió junto a su novio, quien ya era parte de la familia.

La madrugada en Miami Beach los marcaría para siempre. La pareja salió de un club, abrazados y felices. Habían celebrado su recién cumplida mayoría de edad y experimentado por primera vez la sensación de ser adultos y libres. Caminaban por una calle lateral, más solitaria, cuando una camioneta blanca se detuvo bruscamente. De ella bajaron dos hombres: uno, delgado y de rasgos duros, llevaba un revólver, y el otro, casi de la edad de la pareja, portaba un cuchillo. Los obligaron a subir a la parte trasera del vehículo.

El conductor tomó la carretera I-95 rumbo al norte. Mientras tanto, uno de los secuestradores mantenía inmovilizado al joven con un cuchillo en el cuello, mientras el otro apuntaba a la cabeza de la muchacha con el revólver, obligándola a desnudarse. La joven suplicaba que no les hicieran daño, pero sus ruegos fueron ignorados. Fue violada repetidamente durante el trayecto.

Finalmente, los atacantes decidieron asesinarlos para no dejar testigos. Intentaron degollar al joven, pero, por falta de experiencia o quizá por vacilación, no lograron matarlo. El muchacho fingió estar muerto, y cuando la camioneta retomó su camino, logró salir del lugar gravemente herido. Detuvo a un conductor que lo ayudó y avisó a la policía.

Horas más tarde, las autoridades encontraron el cuerpo sin vida de la muchacha cerca de Hillsborough Boulevard. Había recibido dos disparos en la cabeza. Así mataron sus sueños.

La policía capturó a los culpables una semana después. El menor de edad fue condenado a cadena perpetua, que comenzó en una cárcel de menores hasta alcanzar la mayoría de edad, cuando fue trasladado a una prisión regular. El otro recibió prisión perpetua tras testificar contra el líder del grupo, quien fue condenado a muerte.

A principios de los años 2000, vi un programa de televisión en el que apareció la madre de la joven. Lideraba un grupo de madres que se apoyaban mutuamente en casos similares, pero los ojos de esa madre estaban tan muertos como su hija.

Adolescente de arrabal en los 60

A

Pedro Rivera Jaro


Aquellos chicos salían los domingos, después de comer, y se juntaban todos en los puntos que conocían y frecuentaban los días laborables. Por ejemplo, en un bar de la calle Antonio Salvador, cuyo nombre no recuerdo, pero que ellos llamaban El Orejas, haciendo alusión a los pabellones auditivos del dueño, y que hoy, sesenta años después, se ha convertido en un Restaurante Chino, como tantos negocios del barrio de Usera.
 
Una vez se juntaron allí, decidieron que irían a “ligar maricones”. Para ello usaban a El Susi, que era un chico de la pandilla, rubito y guapete. Juan Luis el Narices, el Salao, Armando y el Coqui, todos ellos curtidos en las peleas callejeras, lo utilizaban como gancho para atraer homosexuales, que en aquellos años estaban discriminados y perseguídos por su preferencia sexual, y por ello debían de tener un comportamiento muy disimulado a la hora de elegir sus parejas.
 
En la calle de la Concepción Jerónima, junto a Conde de Romanones, en una rinconada, había un local llamado El Toro Negro, que era frecuentado por homosexuales, donde El Susi echaba la red para ligar.
 
Cuando El Susi entablaba conversación con algún homosexual, y le dirigía a algún lugar escondido, cercano al río, y cuando este se las prometía tan felices y soñando con maniobras privadas con El Susi, de pronto irrumpían los otros y a la fuerza le robaban todo lo que llevase de valor, como dinero, pulseras de oro o de plata, reloj, anillos, etc.
 
Pero en una ocasión, aconteció que, cuando ya estaban culminando el aislamiento de la supuesta víctima, esta se resistió con bravura y se negó a dejarse robar. Los muchachos se abalanzaron sobre él dispuestos a darle una paliza, pero aquel hombre, resultó ser un experto practicante de Jiu Jitsu, y manejando hábilmente los cantos de sus manos, les empezó a aplicar golpes en sus cuellos y costillas, que producían gran daño y dolor.
 
Los adolescentes optaron por salir huyendo para no seguir recibiendo el merecido castigo.
Cuando lo contaban en el barrio, nos partíamos de la risa, ante aquella cómica situación.
 
Este comportamiento delictivo, era uno de los motivos por los que yo no quería ir con ellos, aunque eran conocidos míos en el barrio. Nunca me gustaron los abusos sobre otras personas, por el mero hecho de ser diferentes.
En aquella época nos gustaba ir a bailar y deseábamos entrar en los locales de baile, pero, dado que solo teníamos 14 ó 15 años, no nos estaba permitido, y por eso, cuando algún conocido nos habló de un gran salón de baile en Getafe, a donde nos dejarían entrar, a pesar de nuestra edad, pensamos dirigirnos allí.
Getafe hoy es una ciudad importante, que está como a doce kilómetros de Madrid en dirección a Toledo, pero entonces era un pueblo que empezaba a crecer con fuerza, como la mayoría de los que rodean Madrid.
 
Después de tantos años no puedo asegurarlo, pero creo recordar que el nombre del Salón de Baile era Emperador hasta allí nos desplazamos tomando un autobús de la Empresa Adeva y efectivamente, nos permitieron la entrada sin impedimento de edad.
 
Pasamos la tarde bailando, y cuando salimos de nuevo a la calle y nos dirigíamos a tomar el autobús de vuelta, a dos de los miembros del grupo se les ocurrió, intentar arrancar una motocicleta que estaba aparcada en la calle.
 
Consiguieron arrancarla y regresaron a Madrid subidos en ella, mientras el resto del grupo lo hicimos en los autobuses Adeva, como hicimos a la ida a Getafe. Una vez en Madrid, nos reunimos todos en los billares que había en la calle Almendrales, frente al cine Lux de Usera.
 
Uno de los dos que habían robado la motocicleta, cuando expresé mi intención de volver a mi casa, me dijo que me acercaba él, en la moto. Yo hubiese preferido irme en el autobús, pero no podía hacerlo sin ofenderle por mi rechazo. Subí en la moto detrás de él y me llevó hasta mi barrio.
 
Aquel trayecto en una moto robada, me produjo posteriormente preocupaciones familiares, cuando el hecho llegó a oídos de mi madre. La consecuencia fue que mi padre me prohibió frecuentar la compañía de aquellos chicos, que eran jóvenes delincuentes, y que llevaban una vida totalmente fuera de control familiar, y que mi padre no quería, ni para mí, ni para ningún otro de sus hijos

Irene la loca

I

Carlos Boné Riquelme

 
Irene llego a Concepción al borde de los 70, y su llegada no paso desapercibida, pues sus minifaldas, acompañadas de unas botas largas que le llegaban hasta media pierna, con su cabellos negro, reluciente, largo hasta la cintura, y con ese desparpajo de aquellos que ya han recorrido muchos mundos, y nada les asusta. Ella tenía dos hermanas que la acompañaban siempre.
 
Y en aquel 1969 entonces, no era raro verlas paseando por el centro de Concepción, atrallendo miradas, y cuchicheos que iban quedando en el camino, pero a los que ellas no le paraban bola. Yo tuve la suerte de conocerlas.
 
Me las presento un día de invierno, gris pero no lluvioso, mi gran amigo Oscar Flores. Las hermanas estaban sentadas en la plaza, casi frente a la Intendencia, mirando con indiferencia el paisaje urbano, y Oscar, que, por supuesto ya las conocía, me dijo, "ella es Irene, la mujer mas extraordinaria que hayas conocido".
 
Y ella me miro con una sonrisa que ilumino su rostro pálido, y con sus ojos me examino, pues yo era un chiquillo de quizás 16 o 17.
Pero nos hicimos amigos, con el respeto que se tiene a alguien que rompe los esquemas, y que atraviesa barreras.
 
Tengo tantos amigos en esa clasificación.
Luego, ellas, las hermanas, se hacen amigas de los muchachos de la radio Bio-Bio, y con aquello, los lazos entre nosotros se estrecharían aun mas, pues me las encontraba constantemente en el apartamento de Claudio Coopman, hijastro de Petronio Romo el gran locutor de la radio.
 
La hermana del medio, Natalia creo que se llamaba, le fabrico a Claudio, un Montgomery, de aquellos que estaban de moda, de una frazada beige a rayas rojas. El Montgomery era fuera de serie, y Claudio lo uso por mucho tiempo.
 
Las tres tenían gran facilidad para la costura.
Pero luego sabría la tragedia detrás de Irene, la loca encantadora.
 
Irene emigro a Canadá, sola, y alla conocería a un canadiense del cual se enamoro. No recuerdo los detalles que ella me conto en medio de algún cafe con gigarro incluido.
Se casaron, y se mudaron a la típica casa "en los suburbios" como se llama en Norte América a las casas típicas de clase media, fuera de las áreas urbanas, que generalmdente son mas tranquilas.
 
Pero ambos eran bohemios, y quizás aun con algo de influencia Hippie, en aquellos tiempos. El era fotógrafo profesional, e Irene se dedicaba a la moda.
 
Así, un día cualquiera conocieron a un tipo muy simpático, europeo, educado y bien parecido, que aun recién llegado a Canada no tenia lugar donde quedarse.
 
Ellos siendo tan libres como eran, le ofrecieron alojamiento en la casa, que además tenia tres cuartos, y de los cuales ellos solo usaban dos.
El amigo se mudó a vivir a la casa con ellos, y más allá de cooperar con algo de "Grass" a la economia hogareña, no se veia mas intento de trabajar, o tener vida mas allá de las fiestas que se extendían por muchas horas.
 
Además, lo que había sido una solucion temporal, se transformo en algo atemporal. Y sin intención de resolver.
 
Así, una noche, después de una fiesta, ya cansados de la situación, ellos confrontaron al amigo y le explicaron que el vivir todos juntos también tenia cierto nivel de responsabilidad. Le dijeron lo mas claramente posible que quizás seria mejor que se buscara otro lugar donde vivir.
 
Pero la conversación subió de tono, y empezaron los gritos, y de pronto el amigo cogió un cichillo de la cocina, y se lo enterró en el estomago al marido de Irene, y luego le dio varios cuchillazos más en diferentes partes del cuerpo, mientras Irene histérica ante esta inesperada escena, gritaba y escapaba a esconderse, perseguida por el tipo, que ya fuera de si, quería matarla.
 
Ella se encerró en una habitacion, y se escondió adentro de un closet, desde donde escucho los golpes que el asesino propinaba a la puerta, rompiéndola, pero cuando iba a abrir el closet donde se encontraba Irene, llego la policía, y lo detuvieron y rescataron a una aterrada Irene a la cual llevaron al hospital para tranquilizarla, pues no tenia daño físico.
Pasados los días, y después de cumplir con todos los requisitos legales, ella se regreso a Chile.
 
Y esa es la historia de una muchacha llamada Irene "la loca", y a la cual nunca mas volví a ver, o saber de ella.

El valiente

E

Silvia C.S.P. Martinson

Traducido al español por Pedro Rivera Jaro
 
Había un hombre que conocí hace muchos años. Era una persona alegre, inteligente, perspicaz y muy observadora. Ya era mayor. Durante su vida tuvo muchísimas experiencias.
A pesar de su edad, todavía tenía buen aspecto, lo que de alguna forma lo hacía atractivo para las mujeres. Y realmente eran ellas quienes más lo atraían y llamaban su atención.
Se llamaba Juan.
 
Supuestamente, Juan era un nombre muy común en aquella época, dado que el rey de entonces también se llamaba así, pero con una gran diferencia: nuestro Juan no era rey y tampoco pretendía serlo, a pesar de saber manejar muy bien sus cuentas y economías. Vivía en España.
 
Juan había estado casado muchas veces debido a su inevitable predilección por las mujeres, lo que hacía que no permaneciera mucho tiempo con ninguna.
 
Pues bien, nuestra historia comienza con Juan, pero no termina con él.
 
En un paseo matutino, me narró entre risas una historia, de entre las muchas que vivió, que me pareció hilarante y que ahora relataré en estas pocas líneas.
 
Juan fue un alto ejecutivo de una empresa y, como ejercía un cargo de dirección, tenía contacto con los demás empleados, lo que incluso le permitía escuchar sus llamadas telefónicas, digamos, más personales.
 
Entonces, Juan me contó que un empleado suyo recibía diariamente en la oficina llamadas de su esposa, quien estaba en casa y acostumbraba darle órdenes y también reprenderlo por teléfono. Este hombre se llamaba Andrés.
 
Cuando el teléfono sonaba para Andrés y él verificaba que era su esposa, bajaba la cabeza, permanecía callado y con una expresión de sumisión. Movía los brazos como si estuviera asintiendo a todo lo que ella le decía.
 
En la oficina, todos ya estaban acostumbrados a su manera servil de acatar las órdenes de su esposa, y entre ellos intercambiaban miradas burlonas y sonrisas disimuladas.
 
Sin embargo, al terminar la llamada, Andrés se transformaba, se convertía en otro hombre y, para que todos lo escucharan, decía en voz alta y firme, como si aún estuviera hablando con ella, aunque ya no hubiera nadie en la línea:
 
—¡Ana (Ana era su nombre), tú sabes que en nuestra casa el que manda soy yo!
¡Cállate! ¡No me molestes ni me contradigas!
¡Mujer molesta e imprudente!
¿No ves que estoy en el trabajo y no puedo estar a tu disposición, criatura infeliz?
¡Cuando llegue a casa, te castigaré como mereces!
¡Corto ahora la llamada, tengo que trabajar!
 
Juan me contó, entre carcajadas, que en la oficina, después de esta escena cómica que ocurría casi a diario, los hombres, irónicamente y con sarcasmo, aplaudían a Andrés, elogiando entre risas lo valiente que era.
 
Sí, en verdad muy valiente... cuando el teléfono ya estaba colgado.

Mi camino

M

Silvia C.S.P. Martinson

 
¿Que caminho recorrer?
Me pregunto, ¿por qué?
Si dudas tengo,
¿qué senda tomar?
El día de esperanzas me trae
momentos inolvidables,
alegrías y horas felices
en los caminos
por nosotros urdidos.
Al amanecer y al alba,
mi alma rejuvenecida
te esperaba y aún espera, olvidada
de que la noche siempre llega
y, a veces, el oscurecer
nos hace olvidar el camino trazado
e inevitablemente entonces
nos hace perder.

Pedrito y Marlene

P

Alvaro de Almeida Leão

Traducido al español por José Manuel Lusilla
 

Pedritoo es un pequeño comerciante en una diminuta ciudad del interior, donde todo el mundo conoce a todo el mundo.

Al salir con Marlene, que es secretaria ejecutiva en la empresa de la que su padre es propietario, Pedrito encontró su verdadero amor. ¡Qué pareja simpática y prometedora!
Para expresar todo su sentimiento, Pedrito comenzó a ostentar en el cristal trasero de su automóvil lo mucho que la ama:

CREO QUE SOY EL ALMA GEMELA DE MARLENE

Es una forma original de expresar un amor tan puro. Marlene, halagada, respondió colocando un mensaje en su coche:

YO NO LO CREO. ESTOY ABSOLUTAMENTE SEGURA 

Luego, la atención se centró en Pedrito, quien, sintiéndose obligado a devolver el gesto, se expresó de la siguiente manera:

REALMENTE, ME EXCEDÍ. NO TENGO DUDAS, SOY EL ALMA GEMELA DE MARLENE 

De manera natural, se estableció un canal de comunicación entre los dos (como un blog a cielo abierto) sobre temas, siempre que no fueran de tono íntimo, para alegría de familiares y amigos.

Un día, llegó la pregunta que todos esperaban con ansias:

QUERIDA MARLENE, ¿QUIERES CASARTE CONMIGO? -

La respuesta de la feliz pretendida Marlene no tardó:

¡SÍ, SÍ, SÍ, SÍ, SÍ, SÍ, SÍ, SÍ...MIL VECES, SÍ! -

Seis meses después, los invitados al matrimonio de los dos (con textos idénticos) aparecieron tanto en el coche del novio como en el de la novia.

Casados, a partir de ahí todo fue conforme a lo esperado. Felicidad general e irrestricta. Las personas inteligentes, honestas y trabajadoras tienden, por merecimiento, a progresar siempre.

Casi al cumplir un año de casados, Marlene comenzó a sentir los bienvenidos síntomas de náuseas, para felicidad de todos. Los mensajes en los respectivos coches decían:

¡FAMILIA AUMENTADA A LA VISTA! 

Tras el nacimiento de la primogénita Ana Clara, se anunció la próxima llegada de su hermanito, Carlos Augusto.

Así, pasaron los años y la vida. Cuando les preguntan a nuestra pareja cómo están, la respuesta inmediata y orgullosa es: si mejora, se estropea.

Cuando celebraron sus bodas de plata, fue con gran satisfacción que anunciaron a sus hijos ya estaban licenciados de la universidad, acompañados de prometedores proyectos profesionales.

En su cincuenta aniversario de ejemplar unión, cuando les preguntaron sobre qué aspiraciones les gustaría ver cumplidas, pidieron un tiempo para responder. Días después, los exhibían en sus automóviles:

DIOS PERMITA QUE JAMÁS VIVA SIN MI PEDRITO (Marlene) 

QUIERO A MARLENE SIEMPRE A MI LADO, SIN ELLA MI VIDA PERDERÍA EL SENTIDO (Pedrito) -

Una gran conmoción por la triste noticia del fallecimiento de los ilustres Pedrito y Marlene, quienes fueron alcanzados por otro vehículo que circulaba en sentido contrario, mientras viajaban en su automóvil por una carretera nacional.

Consternados, sus hijos, nuera, yerno y nietos.
Tiernas memorias de que los últimos deseos de los queridos e inolvidables Pedrito y Marlene fueron cumplidos íntegramente:

UNIDOS EN LA VIDA, EN LA MUERTE Y POR TODA LA ETERNIDAD 

Andrea y Angélica

A

Carlos Boné Riquelme

 
El Astoria amaneció soleado con sus brillantes rayos golpeando la acera, y con un calor suave que se deposita sobre las cabezas de los muchos concurrentes. Y son muchos.
 
Son casi las 12 del mediodía, y ya la calle está repleta de muchachos caminando de un lado al otro, o simplemente, estacionados frente a un carro conversando en grupos desde donde se escuchan las carcajadas, y las voces que se multiplican y se mezclan en una algarabía alegre y colorida.
 
Y allí están ellas, Andrea y Angelica. Las dos paradas, conversando, mientras sus ojos barren la calle de miel y azul. Se mantienen casi quietas entre la muchedumbre que se mueve de un lado a otro. Y conversan con muy pocos gestos. Solo sonrisas y movimiento de ojos que comunican aquello que quieren decir sin palabras.
 
De pronto, entre la muchedumbre está el. Parado, muy quieto, pero transfigurado en una mirada de admiración. Andrea siente esa mirada, y se torna levemente para observar al muchacho que abrazado a una “lola” las mira desde lejos. Le comenta algo a Angelica, quien casi sin moverse gira su cabeza mientras su negro cabello se agita imperceptiblemente para mirar en la dirección indicada con aquellos ojos azules que miran con atención.
 
Y el muchacho se sonroja, a la vez que la lola abrazada a él lo mira y lo mueve de lugar con un gesto posesivo y le dice algunas palabras que no parecen generosas, pues él se torna hacia ella y le conversa muy quieto tratando de explicar lo inexplicable.
 
La muchacha sin parar de hablar mira a Andrea y Angelica con ojos poco amigables, casi con odio, pero dejando entrever un dejo de admiración imposible de esquivar pues ellas se ven especiales, casi diferentes en el espectro multifacético de los movimientos casuales de esta calle.
 
Andrea sabe que esto no es casual. Angelica así lo comprende, pues no es primera vez que ellas han sentido la mirada de este desconocido analizándolas con admiración, con adoración, quizás un poco transfigurado en una emoción que el mismo no puede explicar. Pero es que ellas son así.
 
Esa naturalidad que las envuelve como halo, las convierte en algo especial. Ambas son como ajenas a esta realidad, pero inmersas en la luminosidad de la primavera cálida que las absorbe y las proyecta entre la multitud.
 
Ellas sienten el resentimiento de esa muchacha y lo entienden. Se sienten casi hermanadas con ese sentimiento de posesión que a la vez es miedo de perder lo que ella ama.
 
¿Pero qué pueden hacer ellas? No es su culpa…
aún más, a él no lo conocen, no saben quién es ella, o el; nunca han conversado o coincidido en algún lugar.
 
No pueden evitar entender lo absurdo de la situación. Y así, el desconocido se evapora en medio de los reproches de su novia, y ellas, Angelica y Andrea se quedan confusas y risueña.
 
Así, el tiempo pasa inexorablemente. De aquellos lejanos 70 llegamos a ese nostálgico encuentro de los amigos del Astoria que ocurrió el año 2009.
 
Nuevamente, después de largo tiempo separados, los mismos amigos de aquellos 1970, nos volvemos a encontrar con aquellos que compartimos esa “Astoria” infinita y revoltosa.
 
Volvemos a caminar las baldosas y sentir los rayos del sol, claro que mucho más adultos. Reímos, nos abrazamos y luego nos sentamos en un almuerzo que fue de amistad, aunque la comida fue casi olvidada en esta alegría única de estar juntos.
 
Y llego la noche con su fiesta del Club Alemán. Llegaron muchos…muchos más de lo que se esperaba. Allí, nuevamente vemos a Andrea y Angelica, las dos paradas como si el tiempo no hubiera transcurrido. Casi idénticas entre miel y azul. Con esas sonrisas cálidas y la conversación callada de los gestos y las miradas.
 
Y de pronto, aquel desconocido de los 70 aparece de la nada. De entre la muchedumbre, él camina decidido hacia ellas y ellas quedan paralizadas de sorpresa. El pasado y el presente se unen en un solo momento y no saben qué hacer, como reaccionar.
 
Él se detiene frente a ellas, y les dice de sopetón dejándolas extrañadas: ¿“saben? Siempre las admire…desde aquellos días en el Astoria las admire, pero nunca tuve el valor de acercarme a Uds., además que mi novia lo sabía y las detestaba…me case con ella, pero hoy, después de tanto tiempo quisiera darles un beso en la mejilla en recuerdo de esos buenos tiempos y sentimientos…claro que rápido antes que aparezca mi esposa y me vea…”.

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