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Sombras

S

Silvia C.S.P. Martinson 

Traducido al español por Pedro Rivera Jaro

Estaban los dos.
 
Los árboles ya brotaban, los rosales ya florecían.
 
El aire era ligero y el perfume de las flores se esparcía, aportando más frescor al mismo tiempo que las abejas, en profusión, volaban en busca del preciado néctar. Era primavera.
 
El azul intenso del cielo se mezclaba con el verde de los árboles, aportando un multicolor sui generis a los ojos de los transeúntes.
 
Caminaban lentamente. 
 
Observaron todo con atención mientras él le explicaba la historia de aquel parque, por quién y por qué había sido creado, deteniéndose en cada lugar donde el tiempo y los hechos habían dejado su huella.
 
Ella escuchaba con atención porque con él podía viajar en el tiempo.
 
Describía los detalles, los matices y los hechos ocurridos en cada lugar. Lo hacía de una forma tan natural como si hubiera estado allí y lo hubiera vivido todo en sus más mínimos detalles.
 
Al mismo tiempo, ambos disfrutaban de la presencia del otro.
 
Fue un momento de intensa ternura y encanto que les hizo sonreír con infinita implicación.
 
Fue como si una serie de recuerdos afloraran en sus mentes.
 
Caminaban lentamente.
 
Al acercarse a una puerta que daba acceso al parque, se toparon con un cartel que se veía en el suelo.
 
El sol ya era fuerte.
 
El paseo deseado, programado y permitido llegaba a su fin. Sentían y anticipaban el dolor de la separación sin, no obstante, comunicárselo el uno al otro.
 
Caminaban lentamente.
 
Se acercaron a la placa y miraron la fecha. Su memoria se aclaró, comprendieron por fin que habían vuelto al lugar donde siempre se habían encontrado cuando querían estar juntos, y lo habían hecho durante mucho, mucho tiempo.
 
En la placa, se besaron y concluyeron lo que por fin estaba ocurriendo.
 
Eran solo… Dos sombras del pasado.

Se desvela el misterio de Quena

S

Carlos Bone Riquelme 

Fue en diciembre de 1959, en una de nuestras estadías en Concepción y estando de visita en casa de mis abuelos maternos, que mis tíos de USA súbitamente aparecieron.
 
Debo aclarar que nosotros, mis padres, mi hermana Lili y yo, residíamos en ese momento en Santiago, la capital de este largo y pedregoso país llamado chile.
 
La casa de mis abuelos estaba localizada en Castellón esquina de Chacabuco, en una vieja casona que ya fue derruida hace mucho. Chacabuco por ese tiempo era una calle empedrada y angosta, con casas de uno y dos pisos a lo largo y ancho de ella; en esa esquina recuerdo, en frente de la de mis abuelos, una bella casona, muy señorial, de dos pisos y con un balcón de forma redonda, decorado con pequeñas columnas blancas.
 
Se contaba la triste historia de un muchacho joven que se suicidó allí, y la verdad, no recuerdo haber visto a nadie entrando o saliendo de ella.
 
Una cuadra, camino a la estación esquina Colocolo, había un gran almacén de abarrotes en toda la esquina, al cual era una aventura entrar, pues el lugar estaba lleno con sacos de productos del país, frijoles, lentejas, arroz de grano quebrado, harina, además de infinidad de tarros brillantes con etiquetas estrambóticas, que me transportaban a un mundo imaginario, y entre los cuales yo corría, escondiéndome, e imaginando estar en misteriosos lugares que solo conoci en mis sueños.
 
No puedo definir el olor que se sentía alrededor, pero si recuerdo al almacenero con su balanza sobre el mostrador, y la luz mortecina que alumbraba el lugar.
Desde allí, camino al parque Ecuador, vivía una gran amiga de mi abuela materna, la tía Anita Palma, cuyas hijas habían sido compañeras de mi madre y mi tía Carmen en la Inmaculada de Concepción.
 
De esa casa recuerdo un gran pasillo iluminado y lleno de plantas y flores. Al final, un jardín, donde se mezclaban los helechos, con rozas y jazmines, y donde yo retozaba con un perro, creo que era un Cocker Spaniel, mientras las dos amigas conversaban sentadas en un cómodo sillón, al lado de un gran ventanal.
 
En cambio, la casa de mis abuelos no era muy grande, pero si, bastante cómoda. Tenía varias habitaciones, con un gran comedor, y una sala al medio de la casona, con una pieza de estar donde se compartían los momentos familiares más íntimos. También tenía un pequeño patio donde mi abuela plantaba rozas y claveles los cuales regaba con cariño cada día.
Pero volviendo a mis tíos, ellos que residían por mucho tiempo en USA, llegaron repentinamente de vacaciones causando gran alboroto, y deteniendo la rutina diaria.
 
Venía con ellos nuestra hermana Quena, desaparecida en aquellas misteriosas circunstancias que ya he mencionado anteriormente.
 
Quena, que en este tiempo ya tenía 12 años al igual que Lili, inmediatamente volvieron a congeniar, pero la verdad es que a mí no me causo gran sorpresa, o curiosidad esta súbita aparición de ellos, y no recuerdo haber reaccionado a este cambio de rutina; y tampoco recuerdo haber interactuado con ellas.
 
Mi vida siempre fue más solitaria, perdida en mi imaginación, y sueños que me alimentaron desde siempre gracias a las historias que mi abuelo llevaba a casa. Para mi todo siguió igual, y hacienda caso omiso de esta contingencia, yo continue mi vida entre mis abuelos, padres y tíos como si nada pasara.
 
Liliana compartió habitación con Quena, donde lo que más me sorprendió, era la cama de dos pisos, una litera comprada para la ocasión; y por supuesto las deliciosas cenas y almuerzos compartidos en el comedor que se usaba solo para las grandes ocasiones.
 
Allí, por conversaciones que mucho más tarde, siendo adulto, pude entender, supe que mi padre, siendo oficial de ejército no tenía una gran paga, y uno de los beneficios ofrecidos a los oficiales, eran casa y comida.
 
Pero, además, ellos, mis padre, les gustaban las fiestas, y aparentemente nosotros quedábamos al cuidado de un ordenanza, mientras ellos se divertían, lo cual causo que mis abuelos le sugirieran a mis padres, para aliviar la situación económica, que le dieran a uno de nosotros a mis tíos que querían adoptar.
 
No sé cuál sería la reacción de mis padres, y más alguien me ha contado que hubo presión de parte de la familia para tomar esta determinación, pero una conversación con mis tíos, ya pasado los anos, y estando yo en USA, ellos me contaron que la situación económica de mis padres, mi madre no trabajaba, no les permitía tener tres hijos.
 
La verdad, es que ellos solo tuvieron dos, planificados, pero siete años más tarde, llegue yo, de sorpresa, y eso causaría grandes apuros económicos, a pesar de la ayuda de mis abuelos paternos y maternos. Y así, Quena, desapareció rumbo al país del norte, a la “la Yuma”, como la llaman los cubanos.
 
Fue la segunda ola de inmigrantes aquel país del norte, que con el pasar del tiempo, se transformaría en nuestra segunda patria.
 
Volviendo al año 1959, y a la casa de mis abuelos, el comedor tenía una gran mesa central que se cubría con un largo mantel blanco de lino, decorado con finos bordados de colores hechos a mano, y que hacían juego con las servilletas que reposaban sobre la fina vajilla de porcelana, “Bone China”, era esta vajilla que con el pasar de los anos descubriría algunas historias sobre esta.
 
La vajilla era también blanca, pero con dibujos bellos, delineados en suaves celestes, azules y amarillos, y con pequeñas tazas de orejas rococo. En los platos pequeños se servía la entrada consistente de verduras, a veces con algunos mariscos o jamones de aquellos con un blanco borde, comprados por supuesto en el “Emporio Alemán”.
 
Luego venia la sopa, que llegaba humeante y olorosa, también servida en un gran contenedor de porcelana, y que se servía en pequeños y oblongos platos con un fino cucharon de plata.
 
Los pequeños esperábamos ansiosos el plato de fondo, como le llamaban, que consistía en carnes asadas con papas doradas cubiertas en perejil. Y finalmente, a pesar de los estómagos satisfechos, llegaba el postre que más de alguna vez fueron unas ciruelas al jugo que llamaban mi atención por lo negras y por su sabor casi amargo, pero no detestable como anunciaba el color oscuro de estos frutos; o si teníamos suerte, un delicioso arroz con leche preparado en casa y espolvoreado con canela.
 
Mas tarde, el café, el cual los muchachos no recibíamos “por ser muy chicos”. Y mientras los adultos se reunían a descansar en la sala acompañados de algún licor de manzanilla o menta para las damas, y los hombres un Scotch, nosotros jugábamos en el patio y luego éramos llamados a la siesta obligatoria a la cual nos resistíamos, pero después de alguno cariñosos palmetazos sucumbíamos inexorablemente a esta demanda.
 
Quedo un recuerdo de este tiempo para la posteridad, una gran foto familiar donde creo que fue la última vez que estuvimos todos juntos. La familia De La Barra, Enríquez de Rozas, Bone Riquelme, Bone Spencer, Riquelme Enríquez, Zevallos Riquelme, y Riquelme Zamudio…
 
Estas apariciones de familia se repitieron quizás unas tres o cuatro veces más en diferentes circunstancias, pero nunca causando mayor alteración en mi rutina diaria.
 
Las apariciones y desapariciones eran como mágicas y naturales dentro de mi vida llena de personajes mitológicos que se desenvolvían en mi mente y luego convergían alrededor de mi persona sin interrupción.
 
Para estas ocasiones, llegaban también mis otros tíos, el rotario con la tía Liliana Zamudio, que vivían en alguna parte lejana de Chile debido al trabajo del tío en el banco del estado, pero que al igual que el resto de mi familia aparecían a veces y luego desaparecían sin dejar rastro alguno.
 
Y así pasaron las navidades de 1959 y empezó el verano de 1960, pero como se esperaba, un día cualquiera, mis tíos y mi hermana desaparecieron, o se esfumaron pues no lo los vi partir. Todo volvió quedar en silencio, con solo la cocinera y la muchacha de la limpieza moviéndose alrededor de la casa.
 
La única muestra de que ellos, mis tíos, fueron reales, eran las monedas de cobre, los “pennies”, de origen desconocido para mí, que quedaron relegadas en los cajones, y eso me aseguraba que de alguna manera ellos habían existido y que el episodio no había sido un sueño.
 
Pasaría mucho tiempo, hasta 1966, que una nueva aparición de mi hermana en casa volviera a repetirse; e igual que la vez anterior, solo fue como una nube que se disolvió luego de algunas tormentas. En esta segunda oportunidad dejo atrás varios long-plays de Mamas & the Papas, que lo heredaron mis tíos Mario y Juanita Zamudio, y de algunos otros cantantes, como los Monkeys, que cantaban en un lenguaje estrambótico que a veces yo escuchaba en la sala, pero que no me gustaban. Yo aún estaba prendido, a esa corta edad, a los boleros y tangos…

El tirachinas del "pastillas"

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Pedro Rivera Jaro 

Allá por el mes de Julio de 1960, cuando se habían acabado los estudios y recibido las notas, mis padres preparaban todo lo necesario para desplazarnos al bellísimo pueblo de Las Rozas de Puerto Real, el pueblo de mis abuelos maternos Pedro y Saturnina, donde mis padres, un año antes, habían comprado una parcelita de 300 metros cuadrados de terreno y habían construido un pequeño chalet.

Al principio teníamos que transportar muebles y ropas de nuestra casa en Madrid, que cargábamos en el camión de mi padre hasta la nueva casa del pueblo, en las estribaciones de la Sierra de Gredos.

En la cabina del camión subían mamá con los dos pequeños, Félix y Javi, acompañando a papá, que lo conducía. Mi tío Luis junto con mi prima Luisita, mi hermana Maribel y yo, viajábamos sentados en la caja, sobre una alfombra y sin levantarnos, para que la Guardia Civil de carretera no nos multase.

Mi padre normalmente aprovechaba la festividad del 18 de julio, en la que se permitía llevar personas en las cajas de los camiones, porque se hacían excursiones al río Alberche, Guadarrama y al Pantano de San Juan, para pasar el aniversario del levantamiento de los Generales contra la II República, para llevarnos al pueblo.

A excepción de mi padre y de mi tío Luis, que regresaban a Madrid para trabajar, todos los demás nos quedábamos en Las Rozas de Puerto Real hasta el comienzo de las clases en el colegio, en la primera decena de Septiembre. O sea que durante casi dos meses disfrutábamos de nuestra estancia y actividades veraniegas.

Una de las actividades que yo practicaba habitualmente, era la práctica de la caza. En aquella época, la cultura y costumbres populares diferían en buena medida de las que hoy se consideran normales.

Por ejemplo se consideraba normal, que los chicos cazásemos pajarillos por las viñas, olivares y montes, para que, una vez desplumados y destripados, fueran cocinados y sirvieran de comida.

Mi amigo Antonio, que todos llamábamos Pastillas, tenía un tirachinas, de los que hacíamos con una horquilla de madera de olivo, dos gomas procedentes de ruedas viejas de bicicleta, y una zapata de cuero viejo, para alojar la china, que era el proyectil.

Antonio, donde ponía el ojo, ponía la china. Yo en cambio tiraba con una escopetilla de aire comprimido de 4,5mm. de calibre y marca Norica, que disparaba un plomillo de cada vez.

Observábamos donde pernoctaban las bandadas de pájaros, vigilándolos a la caída de la tarde, y allí donde los localizábamos, nos acercábamos por la noche, con una linterna de pilas. Enfocábamos la linterna sobre las ramas bajas donde dormían las aves, y en un rato teníamos unas cuantas en nuestro poder.

Una noche saltamos la valla de una viña, cercana a la iglesia del pueblo, y en las ramas de una higuera, próxima a la torre del campanario, que fue hacía siglos, torre Albarrana, localizamos con la linterna un gallo blanco durmiendo con sus plumas muy blancas.

Mi querido Pastillas no me dio tiempo a decirle que no tirara. En un santiamén había tirado y acertado al gallo, que cayó al suelo cacareando con gran estrépito y alboroto.
Justo en ese momento estaban saliendo unas señoras de la iglesia y al escuchar los cacareos, empezaron a dar voces, motivo por el cual, mi amigo y yo, salimos corriendo por las viñas, escapando a campo través, abandonando el gallo en el lugar donde había caído, que supuse se recuperaría de la pedrada.

Otra tarde observamos muchos pájaros sobre un redil de ovejas, que tenía el padre de mi amigo Angelillo, en una calleja que subía al Barrio de Las Eras, desde la Fuente Morisca, junto a la casa de Nicomedes.

Aquella noche fuimos allá y entramos al redil. Bajo las higueras estuvimos un rato cazando entre las ovejas.

Cuando consideramos que debíamos irnos, y saltamos la red, de pronto empezamos a notar picotazos en las piernas, por lo que nos alumbramos con la linterna y descubrimos que nuestras piernas estaban negras de pulgas y por ello fuimos corriendo hasta una fuente pública cercana, en cuyas pilas nos estuvimos lavando, totalmente desnudos, hasta conseguir deshacernos de aquellos molestos animalitos..

La revolución

L

Silvia C.S.P. Martinson 

Traducido al español por Pedro Rivera Jaro

Esto sucedió en 1964.
 
Había un cine en Porto Alegre que se llamaba Imperial. Era un buen cine. Era el más lujoso de la capital. Allí vimos muchas películas que han quedado en nuestra memoria y que aún hoy son famosas, tanto por las historias que en ellas se contaban como por los directores y actores que las interpretaban. Siempre que íbamos a las clases de piano de mi hermana, pasábamos por allí.
 
En aquella época, como cualquier joven inexperto, idealista y confiado en las teorías políticas y en los políticos, yo era partidario de las ideas socialistas, las que predicaban la igualdad entre los hombres, el bienestar y la educación para toda la población.
 
Entonces, había una gran manifestación en el centro de Porto Alegre a favor del presidente de la república, que, por cierto, era un hombre rico que poseía haciendas ganaderas y otras propiedades, llamado João Goulart.
El objetivo de esta manifestación era darle apoyo para que se mantuviera en el poder, ya que los militares querían derrocarlo.
 
Finalmente eso fue lo que sucedió
Ignorábamos, sin embargo, que aunque el pueblo lo apoyaba en esta manifestación, él ya había huido del país y se había exiliado en una de sus haciendas en el vecino Uruguay.
 
Aquella tarde, volvíamos de nuestra clase de piano en pleno centro de la ciudad, más concretamente en la "Rua da Praia", comúnmente conocida como Rua dos Andradas, cuando nos sorprendió esta manifestación popular frente al cine Imperial. La gente llevaba pancartas, banderas y hablaba por los megáfonos que existían en la época.
 
Nos detuvimos allí y nos quedamos extasiados, observando todo, con la mayor inocencia y sin darnos cuenta del peligro que corríamos.
Todo sucedió muy deprisa.
 
Entonces aparecieron soldados a caballo, utilizando bayonetas y otros artilugios para dispersar a la población, conducidos por sus animales al galope.
 
A mi hermana y a mí nos agarraron por los brazos y nos metieron en un edificio junto al cine cuando uno de esos soldados vino a toda velocidad hacia nosotras.
 
Aún hoy recuerdo aquellos fuertes brazos que nos salvaron. Pertenecían a un hombre cuyo rostro no puedo recordar debido al terror que se apoderó de nosotras en ese momento.
 
Nos metió en el edificio e inmediatamente cerró la puerta principal y nos dijo que nos quedáramos allí hasta que se calmaran las cosas.
 
Podíamos oír los gritos en la calle y a través de los gruesos cristales de la puerta veíamos a la gente correr en distintas direcciones, siendo pisoteada por caballos o detenida.
 
Permanecimos en aquel edificio, todos en absoluto silencio, hasta que llegó la noche y con ella cesaron los disturbios.
 
Salimos con cuidado del edificio y nos dirigimos al autobús que nos llevaría a casa.
En aquella época no había teléfonos móviles y no teníamos forma de comunicarnos con nuestros padres.
 
Cuando llegamos a casa, mi madre y mi padre nos abrazaron y lloraron de alegría porque por fin estábamos a salvo, ya que se habían enterado de lo ocurrido por la radio local.
Mi padre nos mantuvo en casa varios días, incluso sin ir al colegio durante un tiempo, porque los disturbios seguían produciéndose con frecuencia y había mucho peligro en las calles.
 
Hasta el día de hoy le doy las gracias mentalmente a ese hombre por habernos salvado la vida.
 
Éramos dos niñas a merced de unos contendientes que se desvivían por imponernos sus filosofías políticas, que, al final, han persistido hasta hoy sin que el pueblo vea realmente los beneficios que ambos propugnan.
 
La lucha por el poder continúa todavía en el día de hoy y los políticos siguen prometiendo lo que en realidad no cumplen, utilizando falacias, todo ello en nombre del pueblo.

Plaza Independencia

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Carlos Bone Riquelme

La Plaza De La Independencia se encuentra ubicada en el centro de Concepción, rodeada de viejos tilos y con una pileta de agua donde danzaban indecorosos algunos peces de colores.
 
Junto a la pileta se encontraba una estructura desde donde se realizaban ritualmente, todos los domingos, la retreta familiar encabezada por el Orfeón del Regimiento Chacabuco y dirigida por el inefable Adriano Reyes.
Nosotros, los niños, esperábamos ansiosos, después de la misa, el sonido estridente de la música desfilando por Barros Arana en dirección a la plaza.
 
Mientras tanto, nuestros padres se sentaban en las bancas de madera, escuchando el sonido melindroso de los organillos, y saboreando un poco del maní confitado, comprado de aquellos barcos de latón ennegrecidos por el humo del carbón, y que vendían tanto maní como algodones de colores que se deshacen en la boca con sus azucares de sabores.
 
Las palomas se movían plácidamente en medio del gentío dominical, y los paseantes les dejaban su espacio hasta que más de algún chicuelo las correteaba en un juego que las palomas parecían conocer de memoria pues después de algún batido de alas volvían a regresar a los mismos lugares donde seguían nerviosas picoteando el suelo.
 
En la calle O’Higgins, mirando hacia el Portal, se apreciaban las Victorias con su negra cubierta que protegía a los pasajeros, y con sus caballos meneándose inquietos mientras esperan algún cliente.
 
Y allí aparecía la banda desde Barros Arana marchando marcial en dirección al edificio central, el quiosco, y por un momento, el mundo pausaba su andar, mientras la gente escuchaba embelesada los sones de alguna canción popular que a veces era coreada por los mismos soldados.
 
El sol se batía helado en esas primaverales tardes dominicales, pero no nos importaba. Y más de alguna vez, terminamos con la familia en el Baccarat degustando una primavera “sin alcohol” mientras nuestros padres bebían un Pisco Sauer espumante o una Vaina cremosa espolvoreada de Canela, que se amortiguaban con los pequeños y deliciosos canapés cubiertos con esos rojos pedacitos de pimentón.
 
En aquella hora ya se habían comprados las empanadas rituales en el Viejo “Claramunt”, más tarde seria, “Le Cordón Bleu”, y nosotros los más pequeños soñábamos con la matinée en el cine “Ducal”, antiguo, “Roxy”.
 
Y así corrían los domingos de nuestra ciudad-pueblo, donde todos se conocían y donde todos éramos familia.
 
En esa misma plaza fuimos testigos, desde un pequeño televisor Bolocco de 12”, de la llegada del hombre a la luna. Que nos llegó en blanco y negro, y la imagen era tan pequeña pero la emoción tan grande.
 
Ese era el Concepción antiguo, con la “Fuente de soda Palet”, con el “Quick Lunch”, la “confitería Congo”, “el Pujol”, “el Quijote”, el “Mocambo”, el “Nuria”, la sala de té “Palet”, la más elegante en Concepción, más tarde seria “La Hormiguita”, y el “Llanquihue” con sus deliciosos Hot-Dogs.
 
Y debo reconocer que yo soy un fanático de los perros calientes. En cada lugar que he visitado, he corrido a esos puestos callejeros y he probado uno, reconociendo con decepción, o quizás con renovada alegría, que los del Llanquihue eran los mejores, inevitablemente.
No fueron superados por el conocido.” Domino”, de Santiago o. “el León”, de Viña del mar.
 
Y así, cada vez que regreso a Concepción la nostalgia me invade pues ya nada es igual, como tampoco son lo mismo los jamones y embutidos del, “Emporio alemán”. Hoy, ya cerro también, “Pastelería Saure”, la vieja pastelería de los hermanos Saure.
 
Fui amigo de uno de los hermanos, el gordo Roberto Saure. Un personaje que ya recordare con la misma nostalgia con que hoy recuerdo otros lugares y otros personajes como la querida Carmencita Páez de la “Botonería Carmencita”. O Vilma Papas de la, “reparadora Gina” y “Parlare”. O Eudaldo Anglada del “Gongs coctel grill”. O Miguel Torregrosa de, “la Tranquera”, y el “hotel Bio- Bio”; o los hermanos Marzano dueños del “Nuria”, donde tantos perros muertos hice, y que luego le cobraban, sin que yo lo supiera, a mi abuelo, o a mi madre.
 
Ellos me dejaban arrancar, y creyendo que yo era el más vivo de este cuento, luego me enteraba que era el más tonto.
 
Lo mismo hacia el dueño de la Fuente Alemana. Y algunos otros que me conocían y que compadecían a mi madre por el descarado de hijo que tenía.
 
Recuerdo “la Hormiguita”, salón de té donde pase muchas horas saboreando los deliciosos pasteles “achantillados”; como olvidad esas, “selvas negras”.
 
Mis recuerdos me llevan a muchos lugares, algunos no tan sacros como la, “Boîte Olga”, donde muchas noches ya pasados de copas terminamos alguna fiesta en compañía de las primas, encantadoras y comprensivas, más comprensivas que nuestras novias y que escuchaban nuestras penas de amor con interés exacerbado por la cuenta que la vieja Uve nos presentaría inexorablemente.
La “Boîte Nubia”, la que secundaba a la tía Olga.
 
Hace unos días recordaba al, “cacharro Tibaud”, gran boxeador y contador de chistes, quien decía que a la Uve solo le bastaba apretar un cheque bajo el sobaco para saber si tenía fondos.
 
“La Capilla”, el “Castillo”, la “chichería”, el “Molino”, el “Rincón de Fito”, y tantos otros lugares donde separamos los días de las noches y donde dejamos el invierno escapar lento pero seguro.
 
Nuestro Viejo Concepción se perdió en los sueños de Túneles Morados de nuestro consagrado escritor Daniel Belmar, al que algún día visite con Solveig Belmar, y donde el me mostro su viejo libro de visitas con firmas y poemas inéditos de Pablo de Rokha, o Pablo Neruda, o Violeta Parra.
 
Leí ensimismado palabras que resonaron desde lejos, de ellos y tantos otros que adornaron su mesa en aquellos cuarenta y cincuenta, bohemios y poéticos.
 
Y así, cuando regreso a Concepción, regresos que son inevitables, pero decepcionantes, pues los viejos lugares han ido cerrando, y los viejos edificios con sus casas señoriales fueron demolidas para dar paso a edificios altos con balcones floreados, pero sin historia que contar.

Un día diferente

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Silvia C.S.P. Martinson 

Traducido al español por Pedro Rivera Jaro

Caminaba por la calle cuando, no sé muy bien por qué, recordé algo que sucedió en mi infancia.
Era el 24 de diciembre. El día de Navidad. Ese día, a las 12 de la noche, Papá Noel solía dejar regalos bajo el árbol de Navidad. Es el día en que se conmemora el nacimiento de Jesucristo.
 
En mi casa siempre se ha cumplido esta tradición. Y en casa de mis vecinos también.
Entonces no había bombillas para decorar el árbol de Navidad. Sólo había bolas de colores, que eran de cristal o cerámica y se rompían con facilidad.
 
Varias veces, al decorar el árbol con estas bolas, se nos caían y se rompían en mil pedacitos. Durante muchos años las guardé como recuerdo en mi casa.
 
Las guirnaldas de adornos eran caras y estaban hechas de papel de aluminio cuando era plateado, o las había más baratas de papel teñido de verde.
 
Los adornos luminosos consistían en pequeñas velas de cera de colores, que se encendían con cerillas y ardían lentamente, dando a la habitación un resplandor titilante que encantaba a todos, a pesar del peligro que ofrecían. Los árboles eran siempre pinos recogidos en los bosques locales.
Nuestro vecino, el Sr. Osvaldo, se lucía todos los años colocando un hermoso árbol de Navidad.
 
Que yo recuerde, cada vecino intentaba que el suyo fuera más bonito que el de los demás, más alto, mejor iluminado, más decorado y con un belén precioso en su base.
 
Este belén estaba formado por imágenes de cerámica que representaban el nacimiento del niño Jesús, su familia, el establo donde nació, los Reyes Magos y el paisaje circundante.
 
Entre los vecinos, y esto me lo parece hoy, había casi una competición no declarada pero evidente sobre quién podía hacer el árbol más bonito de la calle. No en vano, después de medianoche solían visitar las casas de los demás para abrazarse y felicitarse la Navidad, cuando admiraban y alababan, no sin un poco de envidia, el trabajo realizado.
 
Los árboles se compraban en determinadas calles donde los exponían vendedores que se colocaban allí para venderlos.
 
Recuerdo que los precios variaban según el tamaño y la belleza del árbol expuesto.
Los hombres del barrio salían temprano a comprarlos.
 
Las mujeres se quedaban en las cocinas para preparar la cena de Navidad, que solía consistir en un pavo asado acompañado de ensaladas, arroz y fruta confitada para los que podían permitírselo.
 
A los niños nos tocaba ayudar a decorar el árbol, lo que nos daba mucha alegría cuando nos lo pedían.
 
Por la tarde nos duchabamos y nos preparabamos para la esperada cena. Esperada, sí, porque después de ella nos inducían a salir para la Misa del Gallo, que tenía lugar a las 12 de la noche.
 
Y para "sorpresa" de todos los niños de mi época, Papá Noel ya había pasado por nuestras casas y había dejado al pie del árbol un regalito que variaba en calidad según las posibilidades de cada familia.
 
Sin embargo, aún recuerdo aquella Navidad en particular en la que el señor Osvaldo armó un gran árbol y le puso muchas velas encendidas, y fueron al comedor a cenar. Estaban allí cuando sintieron un fuerte olor a quemado.
Fueron a la habitación donde estaba el árbol y éste no hacía más que arder, quemando casi todo a su alrededor.
 
La casa era de madera y las llamas llegaban ya al techo, que afortunadamente era muy alto.
Con gran esfuerzo, toda la familia y los vecinos ayudaron a apagar el fuego.
 
La Navidad fue una época triste para todos los amigos del barrio que, de una forma o otra, ayudaron a esta familia al menos en términos de consuelo espiritual, ya que las fiestas habían terminado para ellos.
 
Eran mis amigos de la infancia, sus padres trabajaban duro y eran personas que se esforzaban por mantener a sus hijos y darles una educación.
Y como todo en la vida...
Así fue.

Paz en tu mirada

P

Pedro Rivera Jaro 

Eres paz en tu hermosura
Eres faro en mi tormenta
Tu que calmas mis locuras
Con tu paciencia tan pura
Me hueles como la menta
Que tiene la hierbabuena
Y mi agitación conviertes
Con la PAZ EN TU MIRADA
En una balsa de aceite
Porque he empezado a notar
Ahora que has vuelto conmigo
Zumbidos de tus abejas
Entrando por mis oídos
Noto el aroma que en tu presencia
Todo mi yo envuelve, y cogiendo
Un racimo de dulces uvas
Mordiéndolas de una en una
Intento comer despacio
Royéndolas, estallándolas y enlentenciendo,
Absorbiendo su líquido dulzor
Debidamente exprimiendo y
Apartando las pepitas con cuidado.

Dar el paseo

D

Pedro Rivera Jaro

Antes del estallido de la Guerra Incivil española en Julio de 1936, mi padre de nombre Félix, contaba con 13 años. Cuando yo era niño me contaba en secreto, porque entonces todas las cosas relacionadas con la República estaban prohibidas, cómo, en los anocheceres llegaban furgonetas, a los campos de trigo y cebada cercanos al Barrio de la Perla y a la Colonia Ferrando, en el sur de Madrid, aunque entonces pertenecían al pueblo de Villaverde, donde vivían, llevando a las personas a las cuales iban a ejecutar, de uno o varios disparos. Lo que llamaban “darles el paseo”.

Mi padre y sus amigos que vivían por allí cerca, lo observaban todo en silencio y tumbados en el suelo, escondidos para que no pudieran ser descubiertos. Luego en la mañana, mi madre que era de la misma edad que mi padre y que vivía en el cercano Barrio de San José, junto a la Colonia Popular Madrileña, que anteriormente se llamaba Colonia de Alfonso XIII, y que en la actualidad es la Colonia de San Fermín, recorrían las veredas de los sembrados buscando los cuerpos de aquellos que habían recibido los disparos, que habían oído por la noche. Mira, aquí hay uno, y allí veo otro. Fíjate, a éste le han puesto un puñado de espigas en la boca, como si fuera a comérselas. Era otra humillación, al comparar persona y mula o burro, por comer iguales alimentos.
Otro atardecer, casi anochecido, en una tierra donde se descargaban escombros y hacían formas de montones sucesivos, se escondieron cuando observaron que se aproximaba una furgoneta. Los que venían en ella, pararon el vehículo y se bajaron de él cinco personas.

Tres de esas personas llevaban pistolas en sus respectivas cartucheras. De los otros dos, uno iba vestido con un mono oscuro, y lo mismo que el quinto no iba armado. Aquel hombre del mono oscuro repetía a voces, una y otra vez: Solo quiero que me digáis porqué me vais a matar. Después de preguntarlo varias veces, uno de los que llevaba pistola le contestó: ¿Te acuerdas del baile que hiciste en tu garaje el día de San Isidro, y al que cuando quise entrar yo, tu no me lo permitiste? El del mono contestó: Si me acuerdo. Y el de la pistola respondió en alta voz: Pues por eso te vamos a matar ahora. Entonces el del mono oscuro, le dio un fuerte empujón con sus manos y le tiró de espaldas e inmediatamente echó a correr por entre los montones de tierra alejándose de allí, y en dirección del lugar donde mi padre y sus amigos estaban escondidos.

Los hombres de las pistolas empezaron a disparar intentando derribar al que huía, sin conseguirlo, pero mi padre me contaba que veían los fogonazos de cada disparo en la oscuridad de la noche que avanzaba, y que oían silbar las balas por encima de sus cabezas, y aterrorizados pegaron sus cuerpos a la tierra, permaneciendo inmóviles.

Al cabo de un rato, aquellos hombres se habían marchado en la furgoneta y se hizo el silencio. Mi padre y sus amigos se fueron levantando, con el susto todavía en sus cuerpos, y se marcharon para sus casas. Yo he pensado muchas veces sobre la injusticia que querían perpetrar contra aquel hombre que consiguió escapar. Y también pensé que cuando acabó la guerra, si aquel hombre aún vivía, buscaría la venganza sobre aquel que había querido asesinarle.

Night and Day

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Carlos Boné Riquelme

Las noches y los días se confunden en un solo correr de las horas, que casi no dejan respirar. Caminando por Las Heras en dirección a Castellón entre baldosas quebradas y veredas estrechas, no puedo dejar de admirar los adoquines de la calle que se curvan al llegar al borde de la acera, mientras un carro que transita lento debido a los golpeteos de los neumáticos contra ellas se detiene por un momento en una esquina dejando descansar por un segundo a su conductor, que después de inhalar un poco de aire, se atreve a seguir por estas calles que aún recuerdan las avenidas de principios del siglo veinte.

Giro rápidamente en la esquina de Castellón y veo como una pendiente suave que me lleva quizás más rápidamente a mi destino; allí queda la vieja casa de pensión donde mi “cumpa” Pedro Navarrete vivió en aquellos tiempos de universidad. Mas abajo, la calle Carreras me espera con sus carretones que se mueven con su carga en diferentes direcciones, mientras las desvencijadas micros que unen los puntos cardinales de la ciudad y sus alrededores, le hacen quite entre murmullos y gritos procaces.

Carreras aún se extiende estrecha, aunque ligeramente más amplia que las calles del centro de la ciudad. El comercio se desparrama entre casas particulares y carretones de la panadería “penquista” que se reparten por los múltiples barrios de Concepción. Llego hasta la esquina de Barros Arana donde aun esta el hotel City con sus ventanales de vidrios grandes, y aquellas casas que datan de comienzos de siglo y que dan alojamiento a una librería y al restaurante “Cyros”, mientras el edificio de los tribunales se alza imponente mostrando su curvatura impúdicamente a mi mirada que se desliza a la entrada de aquella galería que recorre desde Castellón a Barros.

En ese oscuro corredor alguna vez estuvo la compañía de electrodomésticos llamada “Electrolux a la cual representamos con mi amigo Pedro Riquelme Bastias,”. El tiempo nos ha dejado adelante mientras él se pierde en la distancia de los recuerdos, en aquellos momentos que me pasean por un Concepción que ya no existe.

Cada vez que regreso a esta ciudad que me abrazo en mi adolescencia y luego me eructo en los 80 hacia Miami, siento algo que es mezcla de emoción pues me parece encontrar en cada esquina a algún amigo, quizás un pariente, o conocido, de esos que solo forman parte de la hilera de memorias que pueblan mi mente. El tío José caminando lento, con su sombrero “jipi-japa” y su bastón de mango metálico hacia la plaza.

Me choco con el “tío”, aquel muchacho alto, delgado, de ojos claros al cual le faltaban los dientes delanteros y que, apuntándome con una pistola de plástico, me gritaba desde detrás de uno de los carros estacionados a lo largo de la vereda, “te mate tío, te mate”. Los hermanos Montana parados a la entrada del edificio Tucapel.

La pastelería “Roggendorf” casi al llegar a Tucapel, chocándose con el “liceo Santa Filomena”, y al frente, la casa donde vivía nuestra profesora de música, la señorita Gneco. Mas allá, las ruinas que aún estaban del antiguo teatro Concepción, del cual solo quedaban las escalinatas, en las cuales yo solía sentarme en los días soleados, y el edificio parcial, donde en el tercer piso funcionaba la sala de ensayos de Teatro de la Universidad de Concepción (TUC).

Al frente, el hotel “Splendid”, al cual no se puede dejar de recordar por sus “bistec a lo pobre”, los mejores de la ciudad. A lado, el cine “LUX”. A la vuelta por Orompello, la compañía de bomberos. Posiblemente aun sobrevive por necesidad ciudadana. El resto de mis recuerdos se ha ido despoblando junto con la llegada de la “modernidad”. Nuevos edificios, quizás un “mall”, mas allá, una AFP, y más de algún café.

Nada es lo mismo, me repito incesantemente. Tampoco encuentro las caras conocidas que solía ver en mis días vagando por el centro. Los hermanos Jarpa, los cuales caminaban rápido y semi encorvados, pero sin dejar de hablar y mirar rápidamente a su alrededor. Carlos Quinteros con su tostado y aire tropical que más de algún mal rato le jugo después de 1973. Romilio Romo, saliendo de su apartamento en el vientre de un edificio en Tucapel y la Diagonal.

Pero aun caminan esas calles los cientos de estudiantes de la Universidad que son parecidos a aquellos de esos tiempos. Los estudiantes tienen la capacidad de trascender el tiempo y los recuerdos con sus cuadernos apretados al pecho, o colgando de cualquier bolsón o morral, mientras más de algún “pucho” se balancea de los labios. Y a lo lejos, la Plaza Perú. Todos estos lugares los he recorrido Day and Night, aun en mis sueños. Como la canción de los Beatles.

La vuelta

L

Silvia C.S.P. Martinson

Traducido al español por Pedro Rivera Jaro

Cuando estudiaba en la universidad por las tardes para convertirme en abogada, solía volver a casa muy tarde porque las clases normalmente terminaban sobre las 10.30 o 10.40 horas.

Como tantos otros estudiantes, también volvía a casa en autobús, porque la universidad estaba situada a unos 30 o 40 kilómetros, en una ciudad llamada São Leopoldo, que quedaba muy lejos de la capital donde yo vivía.
Salíamos juntos y llenábamos el último autobús que nos esperaba junto a la universidad.

Intentábamos sentarnos juntos en el autobús si nos bajábamos en el mismo punto.
Como aún tenía que coger otro autobús para volver a casa, eso significaba que tenía que bajarme en el centro de la capital y cruzar calles oscuras, donde las prostitutas ejercían su oficio, hasta llegar a la marquesina donde se encontraba el autobús que me llevaría a mi destino.

Antonio y Vera fueron siempre mis compañeros de viaje. Cuando no era uno, era el otro.

Antonio estaba en el último curso de la universidad como yo, pero estudiaba Económicas y Vera estudiaba Derecho conmigo. Éramos inseparables.

Él, un guapo y simpático moreno de Río de Janeiro, ya estaba casado, recién casado con una chica preciosa, hija de padres portugueses del norte de nuestro país.

Vera y yo éramos solteras, pero ya comprometidas con nuestros futuros maridos.
En una de aquellas noches de vuelta a casa, vivimos dos experiencias inolvidables.
La primera fue cuando Antonio y yo llegamos al centro de la ciudad y, como de costumbre, tuvimos que cruzar las calles donde se encontraban los burdeles.

Caminábamos deprisa, evitando a las "señoritas" que ya estaban allí, cuando una de ellas, semidesnuda, se acercó y me empujó contra una pared, diciéndome que no podía "trabajar" allí porque le estaba haciendo competencia desleal. Inmediatamente agarró a Antonio del brazo e intentó llevarlo de vuelta a su "hábitat".

Antonio, que era un gran bromista, empezó a reírse a carcajadas y ágilmente se deshizo de ella, me agarró fuertemente de la mano y echó a correr.

Llegamos a la parada donde pude subir al autobús, nerviosos y riéndonos mientras comentábamos lo que había pasado. Luego cada uno siguió su camino.

Hoy vive en el norte de nuestro país, es mayor. Hemos mantenido una amistad de más de treinta años y creo que aún puede recordar lo que pasó aquella noche.

Lo otro nos ocurrió a Vera y a mí cuando volvíamos una noche por la misma carretera. No había otra carretera que pudiéramos cruzar para llegar a nuestro destino.

Vera era muy guapa y vistosa, con un temperamento fuerte y sin pelos en la lengua. Cuando tenía que responder mal a alguien que se atrevía a verbalizar contra ella, lo hacía rápida e inteligentemente. Su versatilidad y creatividad eran increíbles.
Se convirtió en una gran abogada.

Bueno, sin más preámbulos, vamos a contarles lo que pasó la otra noche con nosotras dos.
Bajamos del autobús y nos dirigimos a las malhadadas calles.

Una "señora" nos interrogó, interrumpiendo nuestro paseo: ¿por qué estábamos allí?
Furiosa, nos amenazó con un puñal -creo que estaba drogada- diciendo que las mujeres que podían estar allí eran las de su "profesión" y que, por lo tanto, nos iba a apuñalar, a lo que Vera la disuadió rápidamente diciéndole que se equivocaba. "¿No ves, querida, que no somos mujeres? Somos hombres disfrazados buscando a otros que nos hagan compañía...".

La prostituta, sorprendida por esta respuesta, guardó su puñal y rió a carcajadas.
Rápidamente abandonamos la calle y nos dirigimos a los autobuses que nos llevarían a casa después de un duro día de trabajo y una noche de dedicación a nuestros estudios y un merecido descanso.

Hasta el día de hoy recuerdo aquella época con alegría y las muchas y buenas experiencias que vivimos.

No volví a saber nada de Vera.

La ciudad cambió, al igual que sus hábitos y costumbres.
Los burdeles han cerrado sus puertas y las prostitutas de entonces, si no han muerto, están viejas y gastadas.

Las nuevas prostitutas ya no circulan por las calles sólo de noche; hoy lo hacen de día y se comunican cómodamente por teléfono móvil, donde cuelgan sus fotos más seductoras en Internet, en páginas donde exponen su "profesión".

Sin olvidar que con la difusión de las drogas y el libre acceso de los traficantes a estas mujeres, la policía también se ha vuelto más vigilante, teniendo incluso que emplear a veces más energía de la legalmente permitida para dispersar a estos grupos tan perniciosos.

 
 

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