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La tumba

L

Silvia C.S.P. Martinson

Traducido al español por Pedro Rivera Jaro
 
Fui a visitar aquella tumba cuando estuve en Gaurama, antigua provincia de Erechim en el estado de Rio Grande do Sul, Brasil.
 
Era simple, pero bien conservada. Estaba situada justo al inicio del cementerio y consistía en una cerca de hierro torneado y una cruz donde estaban escritos en una placa de metal los nombres de las personas allí enterradas.
 
No había lápida, la tumba era de tierra, que sin embargo estaba cubierta por flores silvestres de varios colores y un rosal con rosas rojas.
 
Allí había paz y soledad al mismo tiempo. La impresión que daba el lugar era que hacía mucho tiempo que nadie lo visitaba.
 
Entonces, en ese momento, me volvieron a la memoria las historias que había escuchado tantas veces cuando era niña.
 
Allí estaban enterrados un matrimonio.
 
Había escuchado su historia contada por otros.
Él era, según me dijeron, ruso. Era ingeniero agrícola. Pienso que por su apellido debía de ser judío, ya que ese nombre no parecía del idioma ruso. Se llamaba Carlos, Carlos Martinson.
 
Trabajaba en el palacio del Zar como ingeniero jefe, encargado de administrar los jardines y plantaciones del mismo.
 
Me contaron que ese Zar estaba loco y que, en pleno invierno, cuando todo quedaba cubierto de hielo, exigía que los jardines estuvieran llenos de flores cuando él pasaba en carruaje. Su nombre era Nicolás II.
 
Carlos, debido a su habilidad y conocimiento agrícola, criaba rosales en invernaderos y tenía, para satisfacer a ese déspota, rosas que colocaba en los parterres esperando el paso del todopoderoso Zar, las cuales, al final de su recorrido, ya estaban muertas y secas por el frío.
 
Carlos estaba casado. Su esposa era procedente de Lituania, hija de una familia de origen noble y cuyo apellido era Von Rohnes o Rhouness. Se llamaba Cristina.
 
En esa familia, como en toda su descendencia, la hija primogénita lleva el nombre de Cristina, sea como primer o segundo nombre.
 
Ella era enfermera de alto nivel, es decir, especialmente cualificada para participar, incluso, en cirugías. Era una mujer muy culta, habilidosa y elegante. Sabía, incluso, hacer perfumes.
 
Bien, continuemos con la historia de los dos.
 
Se conocieron en algún lugar de Europa, no sabemos dónde. Se casaron y fueron a vivir a San Petersburgo, ciudad ubicada en el mar Báltico, un puerto que fue durante dos siglos la capital imperial de Rusia, y donde Carlos desempeñaba sus funciones en el palacio del Zar. De su unión nacieron 10 hijos.
 
El pueblo estaba hambriento y descontento con el Zar por su gestión desastrosa en la conducción del país, que se encontraba en la miseria mientras él, su familia y sus cortesanos vivían en el mayor lujo y opulencia. La revolución comunista y el descontento general ya se sentían por las calles de la ciudad.
 
Carlos tenía un hermano que era comunista. Este le advirtió lo que iba a suceder a la familia real y a todos los que la rodearan, incluidos los sirvientes. Todos serían asesinados, encarcelados y fusilados a ser posible, para que el nuevo sistema gubernamental se implantara sin mayores resistencias.
 
Ante tal conocimiento, Carlos hábilmente abandonó el palacio con su familia, atravesó Europa y, después de un tiempo, embarcó rumbo a las Américas. Su hermano hizo lo mismo, pero por otro camino. Atravesó Siberia a pie y llegó a Canadá, donde se estableció.
 
Carlos llegó a América del Sur, más concretamente a Brasil, donde primero se estableció en la ciudad de Campinas, donde trabajó en las plantaciones.
 
En Campinas, él y su esposa tuvieron dos hijas más, las únicas brasileñas, una se llamaba Natalia, la mayor, y la otra más joven, María.
 
Sin embargo, no permanecieron mucho tiempo allí. Carlos quería tener su propio espacio, ser dueño de su vida y de su propiedad, es decir, dejar de ser empleado.
 
Y así, de acuerdo con Cristina, su esposa, compraron tierras en el sur del país,  en un pueblecito llamado Gaurama, nombre que conserva hasta hoy.
 
No obstante, para llegar allí solo se podía ir a lomos de burros y en carretas que eran conducidas con las familias de inmigrantes hasta esas tierras inhóspitas. Había en esas tierras pumas, monos y serpientes de todo tipo.
 
Construyeron su casa, que adornaron con los objetos que habían traído de Rusia, tales como aparatos para hacer los perfumes que Cristina tan bien sabía elaborar junto con sus hijas mayores, además de un candelabro de 7 velas y un samovar para preparar el té.
 
Los habitantes de esa región, muy pocos, eran personas más simples, con poca educación y cultura, y por eso miraban a esta familia con cierto desdén y, al mismo tiempo, con disimulada envidia.
 
Las hijas más pequeñas fueron bautizadas en la religión católica ortodoxa.
 
Los árboles en ese lugar eran tan viejos y grandes que los doce hijos juntos no podían abrazarlo sus troncos.
 
La rigidez del clima, las costumbres, y las dificultades inherentes al lugar, hicieron que una de las hijas muriera durante la famosa gripe española, que diezmó grandes poblaciones y arrebató a muchas familias a sus seres queridos.
 
Desafortunadamente, para los hijos, los padres Carlos y Cristina vivieron poco tiempo allí.
 
Carlos murió como consecuencia de la caída de un caballo sobre él mientras cruzaba un río.
 
Ella falleció algún tiempo después a causa de una neumonía mal curada en un lugar donde no había médicos ni medicinas.
 
Los hijos mayores se dispersaron en busca de nuevas tierras y oportunidades.
 
Solo quedó allí un hermano casado, quien crió a la hija menor, María, y hasta hace algunos años, ella, también casada y con nietos, aún vivía en esa ciudad.
 
Hoy no se tienen más noticias de ellos.
 
Natalia fue llevada para ser criada por otra hermana que, también casada, la llevó a su casa y, junto con su esposo, la tuvo, dándole poca educación, viéndola más como una empleada doméstica.
 
Sin embargo, a pesar de todas las dificultades y de quedar huérfana a los cuatro años, Natalia creció y aprendió un oficio y, prácticamente autodidacta, mantuvo durante toda su vida un gran amor por los libros, siendo una lectora voraz y amante de la buena música, asistiendo cuando podía a los conciertos que se daban los domingos en la ciudad donde, después de casarse, fue a vivir.
 
Natalia fue mi adorada madre.
 
Carlos y Cristina fueron los abuelos que, lamentablemente, no conocí y a cuya tumba rendí mis homenajes póstumos.

Algún día

A

Carlos Boné Riquelme

Los primeros recuerdos que tengo de mi madre son confusos, bañados de una neblina que solo el tiempo y la distancia nos da.

La recuerdo alta, aunque ella nunca lo fue, pero desde mi casi metro de estatura, posiblemente ella era enorme, llena de vitalidad, de respuesta punzante y alegría sin freno.

Fueron tantos los momentos que compartimos, quizás no cercanos, pues mi madre no fue de cercanías, mas que eso, de horizontes plagados de distancias, que a veces semejaban intimidad.

Claro que tengo aun presentes los momentos en que me recostaba en su regazo, y sentía su mano volar por mis cabellos, casi ausente, con besos que me rozaron y que los mantuve en secreto para no compartir mis sueños.

Luego vino el tiempo de la rebeldía, de querer lo que ya era pasado; de pensar que la vida no es justa, y que no tenía lo que creía merecer.

Cuesta tanto llegar a la edad donde nos percatamos de que nada merecemos, solo lo que conseguimos a lomo de caballo salvaje; y siempre y cuando no te caigas de la silla, al primer salto de rodeo.

Hay que peinar canas, como dicen los antiguos, para saber que la vida nos entrega el trabajo sin hacer.

Que lo que creímos que era nuestro, solo era un préstamo, y solo en aquel momento, llegamos al punto de percatarnos, ya despejados de egoísmo, que la vida es lo que es, y la gente da lo que puede, cuando puede.

Eso es lo que llamamos madurez.

El empate de lo tuyo y lo mío, donde puedo volver a recordar risas y llantos y complementar las dos en una sola.

Pues mi madre no ha sido perfecta; pero yo tampoco.

Mi madre ha sido egoísta; y yo, tambien.

Mi madre ha regalado risas, y chistes a montón, y yo the dejado lo mío sobre el tablero.

No tenemos nada que regañarnos, o arrepentirnos. Estamos en el empate, o quizás, en un jaque mate.

Lo único que puedo hacer, es recordar los buenos momentos, y pensar que pudieron ser mejores si yo hubiera abierto mi corazón sin rencores.

Como no reír de aquellas caminatas por calles desconocidas, con un “condorito” en mis manos.

¿O de tantas cosas compartidas en el secreto de la consagración divina?

Hoy solo veo la despedida; el camino truncado, los arboles tapando mi distancia, mis ojos cubiertos de nubes, y mi corazón desgarrado por la culpa.

Quizás pude hacer más por ti, pero no lo hice.

No quiero excusarme, pero es que siempre te vi tan fuerte, tan llena de vida, completamente hinchada de vientos y tempestades, que no pude ver la realidad, si no solo mis sueños y pesadillas.

Tuvo que pasar todo este tiempo para poder abrir mis ojos y abrazarme a tu recuerdo.

Y me abrazo a tantos recuerdos, a tantos momentos, a tantas cercanías, y quizás, a tantas lejanías.

Te miro en tu delgadez, y quizás hoy, te sentirías orgullosa del peso perdido, pues mas de algún día te quejaste de sobrepeso.

Y te recuerdo caminando sobre la línea del tren camino al casino de Schwager.

O equilibrar la cartera, aquella llena de maquillaje y que hoy solo está vacía.

Te recuerdo sentada en una micro, rumbo a tu destino, con tus labios pintados, tu cabellera rubia y tus ojos azules que miraban un mundo que se venia encima.

Y nunca lo compartimos, pues tú y yo, teníamos mundos que diferían como las piedras de la cascada.

Te recuerdo con el plato en la mano, hablando de lo que no se ni me interesa, pero si puedo admirar tus labios moviéndose y quisiera amarrar aquellas palabras para que fueran solo mías.

Y hoy extraño los recuerdos, y lloro por el silencio. Por aquellos huesos desnudos que nos miran desde la distancia.

Chiquiña

C

Silvia C.S.P. Martinson

Traducido al español por Pedro Rivera Jaro

Hoy son blancos. Blancos y sueltos al viento, tan hermosos como la nieve que cae.

Una vez fueron negros, hace mucho tiempo.
Sus cabellos son los testigos de muchas experiencias vividas.

Ahora camino a su lado, de su mano me sujeta.

Nosotros dos, de tanto tiempo cómplices, por las calles, lentamente caminamos. Yo siempre a su lado.

Soy suyo. ¿Cómo no serlo?

Sí, soy su fiel compañera.

El tiempo es corto para ambos.

Me pesa aún más. Estoy segura de que pronto me iré.

El me acaricia, me habla, y me mima.

Qué feliz me siento en estas horas de convivencia más cercana.

Caminando juntos recorremos las calles, él guiándome.

Somos viejos y cuando nadie nos ve, me cuenta en voz baja lo que ha pasado, lo que pasa en su corazón.

Me habla de sus alegrías, de sus tristezas y de sus esperanzas rotas.

Y todavía siento su alma palpitando cuando me habla de sus amores y deseos.

¡Que maravillosa intimidad la nuestra!

Todo mi cuerpo vibra al sentirlo.

Como he dicho antes, el tiempo es escaso.

Para mí es más rápido.

Dicen que son siete por cada año del hombre.

No lo sé.

Tengo que organizar la despedida.

No quiero hacerle daño, ni hacerle sufrir.
No se lo merece, teniendo en cuenta todo el cariño que me tiene y los sacrificios que hizo por mí.

Lo sé… Haré lo mismo que todos los que son como yo, cuando llegue el momento.

Sin que se dé cuenta, cuando abra la puerta saldré corriendo por las calles de la ciudad en busca del campo, correré y me esconderé.

Y allí me quedaré tranquilla, escondida, hasta que ella llegue. Como siempre nos llega a todos.

Soy vieja. Se me cae el pelo. Mis ojos ya no ven bien, ya no puedo defenderlo.

Ya casi no se oye mi ladrido.

¿Aún no lo sabes?

Yo soy Chiquinha, su perra.

Me estoy muriendo

Decide tu futuro

D

Pedro Rivera Jaro

Cualquier persona sabe que no tiene posibilidad de recuperar la juventud. Muchos sabemos que en ocasiones, cuando somos jóvenes, nos intoxicamos la cabeza con ilusiones. Son ilusiones que, en la mayoría de las ocasiones no llegan a verse realizadas nunca.
 
Los padres de cada uno, con su mejor intención te orientan para que te prepares para lo que, piensan ellos, será lo que consiga traerte el mejor futuro posible, e incluso si tienes otras preferencias, intentan que te olvides de ellas para que te enfoques hacia lo que, piensan ellos, que será lo mejor para ti.
 
Cuando yo era niño me encantaba jugar al futbol, pero mi padre me decía siempre, que dejase de jugar y me dedicase a estudiar, que sería la forma de que llegase a ser un hombre de provecho en el futuro.
 
También quise estudiar música cuando tenía 9 años. Cuando me examiné en junio de 1959 del examen de ingreso de Bachiller y lo aprobé, mi padre me regaló como premio, una bandurria con su estuche. Ese verano, en la sierra, en el pueblo de mis abuelos maternos, Las Rozas de Puerto Real, donde mi padre había construido una casita, el sacerdote del pueblo, D. Antonio que era una excelente persona, me estuvo enseñando a tocarla por el método de los números señalados en las líneas del pentagrama. Aquel verano aprendí a tocar canciones como "Yo te daré", "Yo vendo unos ojos negros", "Clavelitos", y otras que practiqué muy gustoso, porque yo tenía una gran afición por la música.
 
Cuando regresamos a Madrid a final del verano y reemprendí mis estudios ya en primer curso de bachillerato, mi profesor que era el Director del Colegio, al saber que yo estaba aprendiendo a tocar la bandurria, le dijo a mi padre que, o estudiaba o me dedicaba a tocar la guitarra. Ni siquiera supo distinguir entre guitarra y bandurria. ¡Qué gran profesor que no supo ver, que la música podría constituir una actividad complementaria con las asignaturas del bachillerato!.
 
Mi padre, que tenía al Director don Francisco en un altar como si fuera un Santo, tomó la funda de la bandurria con élla dentro, y poniéndola en lo alto del armario ropero de su dormitorio me dijo: “Hasta que acabe el curso, no vuelvas a tocarla”. Y yo aguantando mis lágrimas no me atreví a contestarle a mi padre, pero en mi fuero interno y lleno de pena pensé: “No la volveré a tocar más”. Y así fue.
 
Yo ahora tengo escritos muchos poemas. Si me hubiera dedicado a la música, probablemente hubiera sido compositor de canciones, pero eso es algo que hoy, a mis 72 años, no sé si habría acontecido, porque no se me permitió seguir aquel camino.
 
Y eso mismo ocurrió con otros intentos posteriores, como por ejemplo mi intención de estudiar Veterinaria, que no le gustaba a mi madre, y me desanimó de mi deseo porque le parecía una profesión poco brillante para su hijo.
 
En fin lo que quiero deciros, es que no permitáis que nadie os desvíe de vuestras aficiones para enfocar vuestras vidas. Es muy importante, muy importante, dedicarse a lo que os pueda hacer felices. La vida puede parecernos larga, pero en realidad, se hace muy corta y liviana si la desarrollamos haciendo aquello que más nos satisface.

Ladrones en el tejado

L

Pedro Rivera Jaro

Era verano. El año no lo recuerdo exactamente, pero aproximadamente debería tratarse de 1968. Deberían de ser alrededor de las 10 de la noche. Habíamos cenado y mis hermanos pequeños Félix y Javi salieron a jugar a nuestro hermoso patio, mientras mis padres, mi hermana Maribel y yo, veíamos en la cocina de nuestra casa, en el televisor Werner, el programa que estuviera emitiendo la única televisión que teníamos entonces en España, Televisión Española.

La cocina era el centro de reunión habitual en nuestra casa. Siempre lo recuerdo así, allí estaban la cocina de gas butano donde mi madre guisaba cada día los alimentos que comíamos todos, allí estaba el fregadero, el armario de cocina con un montón de platos, vasos y otros objetos de uso habitual. Este armario tenía distintos apartados, así como dos cajones que contenían uno, los cuchillos, tenedores cucharas, etc., y el otro servilletas y manteles de hilo, para colocar en la mesa. La mesa que era grande, para que pudiéramos sentarnos los seis miembros de la familia a comer juntos, y también tenía dos cajones donde se guardaba el hule impermeable que mi madre tenía costumbre de extender sobre la mesa y debajo del mantel. Había una ventana amplia, de dos hojas, que aquel día de verano estaban abiertas para que entrara el fresco del patio.

También estaba en la cocina, la estufa de carbón que en invierno era toda la calefacción que teníamos en nuestra casa y donde calentábamos los pijamas y las mantitas de muletón en las que nos envolvíamos para combatir el frío de las sabanas.

La casa era amplia, de planta baja y tenía además de la cocina, el dormitorio de mis padres que era el más grande, el dormitorio de mi hermana, el cuarto de estar y otro dormitorio con dos camas, donde dormíamos los tres varones. Luego conseguimos tener un cuarto de baño, que fue la última incorporación a la casa, a partir de traer la conducción de agua potable a la casa, que hasta entonces íbamos a la fuente pública y la traíamos en cántaros, en cubos, barreños, etc.

Y el agua para regar el jardín, lo sacábamos de un pozo bastante profundo que dejó hecho mi abuelo Pedro. Toda la casa estaba atravesada por un pasillo distribuidor desde la puerta de la calle, hasta la puerta del patio.

De pronto sonaron fuertes golpes en la puerta de la calle. Salimos corriendo los cuatro y abrimos rápidamente la puerta. A grandes voces Fernando, otro vecino de la calle, nos decía que teníamos dos ladrones por los tejados y que al arrojarles trozos de ladrillos y de gravilla que eran restos de una pequeña obra que habían hecho en la calle, se fueron corriendo por el tejado en dirección a la parte que daba con nuestro patio y nuestro garaje. Corrimos hasta el patio, y allí vimos a mis hermanos que venían como del garaje y llegaban justo a la esquina del cuarto de baño con el patio.

Al preguntarles nosotros si habían visto a alguien bajar de los tejados, contestaron que no habían visto a nadie.

- "Hay ladrones por los tejados" les dijimos, al mismo tiempo que veíamos en el suelo del patio, los proyectiles de obra que Fernando les había estado arrojando, cascotes y piedras.

Javi permaneció callado, pero Félix que era el mayor de los dos, dijo muy asustado: "No hay ningún ladrón. Éramos nosotros que queríamos coger un nido de gorriones que tiene ya grandes los pajaritos y que pronto van a echar a volar".

Y miraba a mi padre que estaba muy serio, pero que aparte de la travesura, prefirió ésta sin duda, mejor que tener que enfrentarse a los supuestos y por otra parte, inexistentes ladrones.

Mi padre les regañó bastante, y no cobraron porque mi madre siempre le sujetaba a mi padre para que no nos diera cachetes.

Yo estuve dando muchas vueltas a la cabeza y pensando la desgracia que hubiera sido de haber acertado Fernando alguno de los proyectiles de piedra que les arrojó. Después me estuve riendo con ganas, pensando en la rapidez que tuvieron en bajar del tejado por la reja de la ventana del cuarto de baño, al suelo. Años después, ya todos adultos, nos hemos reído muchas veces comentando lo ocurrido, y haciéndonos muchísima gracia la diferencia de carácter de los dos, uno que se hizo el “muerto” y no confesó nada, y el otro con su franqueza dando la cara, confesando lo ocurrido, y demostrando un carácter que sigue teniendo en la actualidad, más de cincuenta años después.

 

La pensión

L

Carlos Boné Riquelme

 

En algún momento en medio de los 60, perdimos la casa. O quizás, mi madre con su sueldo magro de funcionaria Municipal no pudo pagar los dividendos, y así, terminamos viviendo en una casa de pensión.

Pero esa primera experiencia de vivir en una casa de pensión fue, en vez de una traumática situación, una aventura increíble, llena de misterios y personajes que aún están grabados en mi memoria.

Parece increíble decirlo, pero algo que podría haber tenido rasgos trágicos de pérdida, lo cual ya había experimentado con la disolución de la familia, se transformó en una fantástica aventura.

La pensión estaba localizada en Freire entre Aníbal Pinto y Colocolo, en la ciudad sureña de chile, llamada Concepción. Al lado de esta vieja casa de aire señorial pero antigua, se abriría luego, el Restaurant “Yungay”.

El edifico de la pensión, consistía en dos casas, pegadas una a la otra, de corte muy antiguo, con fachada gris y ventanas enormes, de madera, que miraban a Freire. Desde esa ventana yo podía ver la “librería Esmeralda”, donde compre muchos lápices y cuadernos, quedando grabado en mi memoria olfativa el olor a papel que flotaba en el aire, junto a un polvo dorado que se veía a la contraluz de las dos puertas del local.

El mostrados era largo y abarcaba toda la pared contraria a las puertas; las estanterías estaban llenas de artículos que parecían llamar a los compradores, y atraerlos hacia sus secretos escondidos entre paginas cuadriculadas, y frascos de oscura tinta.

El dueño y las dependientas, creo que eran dos, se vestían con guardapolvos, de esos café, hechos de un material grueso llamado “corduroy” que puede durar el tiempo que duran los recuerdos, y aún más.

Pero la pensión nuestra estaba en un segundo piso. Había que tirar de un cordón largo que llegaba al final de la escala, allá arriba, amarrado a una campanilla que hacía las veces de timbre. Y cuando sonaba, alguien corría a abrir la puerta, la cual tenía otro cordón que bajaba, y que, al ser tirado desde arriba, abría la puerta sin tener que bajar las largas escalas de madera. Era la tecnología del siglo veinte.

La dueña era una maravillosa mujer, a la que con el tiempo aprendí a querer; al igual que a las hijas y al hijo con los cuales compartí tantas tardes y días bellos. Mas que pensión, fue como encontrar una familia que, hasta hoy en día, cuando las veo, nos abrazamos con cariño.

La dueña de este mágico lugar, se llamaba Norma Espinoza, y era rubia, de piel muy blanca, y pelo de color rubio, algo regordeta, pero exudaba esa calidez que se pronunciaba desde su voz ronca y sus brazos que se extendían para dar órdenes alrededor de la casa.

Las hijas eran dos, Bencha y la Patricia. Las dos muy diferente, pues Patricia era exuberante, de caderas amplias, y bellas piernas con un cabello largo que le acariciaba la espalda y una voz algo meliflua debido a una operación de nariz.

La otra, Bencha, era bella de cara, algo subida de peso, pero con carisma fantástico a la cual yo me sentí atraído inmediatamente. Su risa y su alegría se expandía por toda la casa. Yo y ella, a pesar de la diferencia de edad, nos hicimos compinches y mi cariño por ella era sin barrera. Hasta hoy.

El hermano se llamaba Hugo, algo maceteado, robusto, de rostro redondo, pero muy agradable y divertido.

También la madre, la Sra., Norma, había adoptado a una muchacha delgadita, nerviosa, de cabellos enrulados y hermosos ojos negros llamada Carmen, con la cual, pues era de mi edad, hicimos amistad instantánea y corrimos por aquella casa jugando junto a las otras nietas llamadas Verónica, Yasmin y Karim, el nieto, y pasando días y tardes de increíble calor humano.

La casa tenía una habitación al frente de la escala, con ventanas de vidrios, la cual era amplia y donde dormían Bencha, Paty y Carmen.

Al lado de la escalera y mirando hacia Freire estaba la habitación que compartimos con mi madre. La pieza era grande, y teníamos una mesa con dos sillas, la cual nunca usamos mucho. Pero al medio de las camas estaba nuestra única y más querida posesión que nos seguía desde nuestra estadía en la ciudad de Curicó; un mueble de música con radio y tocadiscos que era mi escape junto a la lectura y la entrada a la adolescente sensación del amor.

Tambien tenia un hoyo en la pared desde donde se colaba de cuando en vez una rata a la que nunca vi, pero si escuché en sus rápidas excursiones, especialmente durante la noche. Yo dormía aterrado pensado que ella podía saltar a mi cama, e inventaba innumerables estrategias para evitarlo, derramando colonia alrededor de mi lecho, o desparramando pasta dental, que por alguna razón mágica, yo creía que ahuyentaría a la invitada no deseada.

Lo que nunca hic, fue usar veneno, o decirle este secreto mío, mío y de la rata, a mi madre que les tenía terror.

Al fondo se encontraba la habitación de la Sra. Norma, y al lado, el baño, que era de aquellos antiguos, con bañera de esas con patas, y donde el agua se calentaba con un calentador de aquellos a alcohol de “quemar”, un líquido rojo que siempre me pareció sospechoso, y el cual era depositado abriendo la parte baja del quemador; luego se prendía en la parte superior con una cerilla. Eso te daba quizás 10 minutos de agua tibia.

El baño también tenía una ventana trasera que daba como aun pequeño tejado que comunicaba a la casa de al lado donde vivía uno de mis grandes amigos de aquella época, Alexis Aspee.

Alexis tenía dos hermanas, Estrellita y creo que la otra, la más pequeña se llamaba Alicia, no estoy seguro. Los padres de Alexis eran, el muy delgado, creo que trabajaba en Huachipato la famosa refinadora de acero, de un fino bigote y modales muy cortantes pero amistoso.

Ella, alta, algo maciza, pero con una amplia y cálida sonrisa la cual siempre se abrió con cariño hacia mí.

La pensión tenía un largo pasillo, lleno de ventanales con vidrios que miraban hacia la parte trasera de negocios y casa aledañas, y que pasaba por una pequeña sala que tenía dos sillones y un gran ropero de aquellos con espejo con un tope de curvas maderas que le daban un toque “rococó”.

En esa sala había dos pequeñas habitaciones, una de las cuales era de Hugo. Luego venia el pasillo, el cual ya acabo describir, donde pegadas a la pared estaban unas mesas que hacían de comedor.

Existían, además, dos habitaciones, una de las cuales era ocupada por la madre de la Sra. Norma. Ella era una viejita de espalda curvada que vestía con un lago abrigo gris de lana tejida, y se amarraba el cabello blanco y largo que se acomodaba en la parte alte de su cabeza. Tenía la boca marchita y sin dientes, pero usaba una placa y los ojos eran de un azul, pálido, detrás de los espejuelos.

Al final del pasillo, había un cuarto donde dormía Alicia, la empleada de servicio. Luego vendría otra empleada llamada Berta. Y estaba la cocina grande de color verde oscuro, con grandes ventanas, pero oscura, con los platos y ollas repartidos encima de mesones.

La Sra. María, que era la cocinera, y la que mandaba en este reino de sartenes, tenía un hijo llamado Armando con el cual, siendo de mi edad, hicimos buenas migas y fue mi compañero de “Tacataca” en el negocio de Don Ismael Jasma que estaba localizado en Aníbal Pinto, casi al lado del “Emporio Alemán”, que, en aquel entonces, compartía local con “Saure”, la pastelería de los tan recordados hermanos.

Mas tarde, en los 80, quizás, el Sr. Jasma abrió otro local de juego y lotería en el subterráneo del edificio de la esquina de Aníbal Pinto y Barros Arana.

Recuerdo a Don Ismael como un hombre bajo de estatura, canoso, pero con gran personalidad, siempre sentado en la caja de los “Flipper”, como llamábamos a ese local de Aníbal Pinto.

Tambien allí conocí al hijo, que en aquella época era alrededor de mi edad, y con el cual creo haber conversado algunas veces.

Se salía de ese local para ver al “Mocambo” con ese grupo de amigos parados en la puerta, entre los cuales se encontraba a veces a Jorge Verdugo, Jorge Torress, y que luego se harían asiduos al “Nuria”, local que se abrió en pleno centro y que además tenía un comedor que era escenario de reuniones nocturnas que se daban después que las cortinas se bajaban.

Pero en la pensión de la Sra. Norma creo haber tenido una vida interesante que dio pábulo a a mi imaginación, y donde conocí a tanto personaje con los cuales hoy alimento mi propia historia.

Muchos años más tarde, me encontraría con Bencha nuevamente, que conservaba esa alegría juvenil de siempre, y con ella reestablecimos la relación de amistad que se extendió durante los días que viví en Concepción.

Creo que hasta hoy.

El profesor

E

Silvia C.S.P. Martinson

Traducida al español por Pedro Rivera Jaro
Cuando entré a clases de secundaria lo conocí.
Era la primera vez que asistía a esa escuela, que en ese momento era considerada la mejor escuela pública para niñas. Funcionó en un colegio privado masculino evangélico, ya que el gobierno del Estado le pagaba alquiler porque no había disponibilidad de un edificio propio que le permitiera operar. Por la mañana estudiaban allí alumnos varones del colegio evangélico. Por la tarde se impartieron clases a las alumnas del colegio público.
 
La admisión a esta escuela fue bastante difícil, ya que las candidatas para el puesto debían realizar un examen de conocimientos generales, impartido en 1er Grado, tanto escrito como oral. La nota media en cada materia fue 8, lo que hizo que muchas candidatas al puesto no pudieran alcanzarla.
 
El año académico comenzó en marzo y finalizó a mediados de diciembre para quienes aprobaron, luego de los exámenes escritos y orales. También se produjo la llamada 2ª temporada, cuando a finales de diciembre y principios de enero se aplicaban nuevos exámenes a las recalcitrantes, dándoles una segunda oportunidad de aprobar.
 
Cabe decir, de paso, que en aquella época se consideraba una vergüenza que la estudiante dependiera del “2º Periodo” para pasar a las clases del año siguiente. Estas estudiantes eran consideradas perezosas o poco inteligentes. El requisito de conocimientos en estos exámenes fue mucho mayor que los solicitados al final del año escolar.
 
También había días festivos a mediados de año, más precisamente en el mes de julio, que se considera, en mi país, el período más frío por ser invierno. A este descanso de 30 días se le llamó entonces “vacaciones”.
 
Era una época en la que nos quedábamos en nuestras casas resguardadas del clima y podíamos dormir hasta tarde, sin mayores compromisos.
Todo esto os lo cuento, en principio, para entrar ahora en la historia principal.
 
Empecemos entonces.
 
Me pasó en los primeros días del año escolar, es decir, marzo. Con mis ingenuos 13 años, pasé  frente a una aula donde estudiaban jóvenes mayores que yo. Me atrajo la forma en que el maestro se dirigía a las estudiantes.
 
Era un hombre de mediana edad, bien vestido y elegante. Sin embargo, tenía una expresión arrogante y hablaba en voz alta a las jóvenes, lo que nos permitió escuchar lo que decía. Llamó a las estudiantes de pobres ignorantes, y no preparadas para sus clases y que nunca debían esperar de él una nota de 10 porque solo dependía de él.
 
Las aterrorizadas estudiantes lo miraron con asombro y preocupación ante tanta arrogancia.
Más tarde descubrí que siempre reprobaba a muchas  al final del curso para que tuvieran que repetir el año. Ante tal visión en ese momento, me juré a mí misma que nunca sería su alumna.
 
Me equivoque. 
 
En el 4º y último año de secundaria tuve la desagradable sorpresa, al regresar a clases, de que éste sería nuestro profesor de dibujo geométrico. Luego vino a dar mi clase.
 
Su método agresivo y soberbio no había cambiado en absoluto. Se creía muy inteligente y capaz y los alumnos sólo servían para ser masacrados y pisoteados por su personalidad egocéntrica y cruel.
 
Tan pronto como observé todo esto, decidí nunca, como alumna suya, obtener una calificación inferior a 10 para hacerle ver que no era tan competente como quería parecer.
 
Entonces estudié y me preparé para mis exámenes. La primera vez saqué 10 y me llamó delante de toda la clase, burlándose de mí y diciendo que de alguna manera había copiado los resultados. Le dije que no. Que realmente merecía ese 10 porque yo había estudiado y me había preparado a conciencia.
 
Y así fue pasando el año y en todas las pruebas que hacía yo seguía sacando 10 y él me odiaba cada vez más por eso.
 
Al final del año, durante los exámenes finales, me aisló de las demás estudiantes en un rincón del salón donde examinó la mesa en la que yo me había sentado para ver si allí había alguna copia de su material e incluso tenía a otras compañeras comprobando si lo había hecho y se llevaba en mi ropa algún documento relacionado con su tema. También me hizo colocar todos mis útiles escolares en su escritorio, dejándome solo un lápiz, un bolígrafo y una goma de borrar.
 
Él comenzó la prueba para todas nosotras, pero se paró a mi lado controlándome durante todo el examen.
 
No me enojé; estaba tan disgustada con él que me esforcé aún más en responder correctamente las preguntas del examen. Lo terjminé y lo entregué en su escritorio.
 
Él, con mirada maliciosa, me dijo que me había dado vuelta, a lo que respondí:
- No, señor.
 
Yo, para su disgusto y grato recuerdo de mí,  volví a sacar un 10.
 
Terminé el año con una media de 10 en dibujo geométrico, un hecho sin precedentes en esa escuela.
 
Y, verdaderamente, eso es lo que pasó.

Chico

C

Silvia Cristina Preissler Martinson

Traducido al español por Pedro Rivera Jaro

Salió de una camada de gallinas de pecho doble.

Eran criadas por nosotros en un gallinero muy bien hecho por mi marido, en un terreno baldío al lado de nuestra casa.
Eran hermosos especímenes de una raza criada para el sacrificio y también para producir huevos de calidad.

Teníamos varias, y muchas eran ponedoras.
No dábamos abasto con la cantidad de huevos producidos, así que vendíamos o regalábamos los excedentes.

Pues un día, una de ellas, al estar en contacto con el gallo, al que llamábamos Rojo y que formaba parte del lote, puso huevos fecundados y, gracias a su cuidado, estos eclosionaron. Y así fue. Los huevos eclosionaron y surgió una hermosa camada de pollitos.

Pronto, entre ellos se destacó por su fuerza y, de cierta forma, agresividad, un macho. Este, poco a poco, se fue transformando y se mostró, con el tiempo, como un hermoso gallo blanco. Le dimos el nombre de Chico.

Chico creció rápidamente debido a la alimentación y los cuidados que teníamos, como limpieza, higiene y medicamentos propios para una buena crianza.

¡Chico quedó hermoso! Sus plumas eran totalmente blancas, la cresta de un rojo vivo y tenía enormes espolones en los pies.
Su único defecto: su carácter.

Era profundamente celoso y protector del gallinero y de las gallinas que allí vivían.
Y un día, en su envidia y celos, mató a Rojo, su padre, a espolonazos. Cuando logramos acercarnos, Rojo ya estaba muerto. No quedaba nada por hacer.

Este gallo era tan bravo que casi no podíamos recoger los huevos. Simplemente atacaba, y era necesario entrar al gallinero con botas y mucha protección para poder aislarlo en un rincón y proceder a la limpieza y recolección de los huevos.

Hay un animal silvestre que gusta mucho de atacar a las gallinas para chuparles la sangre y comer sus huevos. Popularmente se llama Zorrillo (Gambá en portugués).

¿Zorrillo por qué? Porque adora la bebida alcohólica, y si quieres capturarlo, la mejor forma es poner un recipiente lleno de aguardiente y dejarlo en un lugar al que él pueda acceder fácilmente. Se embriaga y cae en un sueño profundo.

Pues bien, el tal zorrillo olfateó las gallinas y sus huevos y, en su afán, intentó entrar al gallinero trepando la cerca de alambre que lo protegía. No fue de otra manera... Chico, furioso, voló hacia la cerca y con sus espolones golpeó al zorrillo varias veces hasta que cayó muerto al suelo.

El gallinero tuvo que ser demolido, el terreno donde se encontraba fue vendido.

Las gallinas, así como el gallo Chico, las donamos a un vecino que tenía un gallinero grande y se ofreció a cuidarlas.

Después de unos días, nos enteramos de que Chico había matado al gallo del vecino y se había adueñado de todas las gallinas, manteniéndolas celosamente bajo su estricta vigilancia.

No se recogía por la noche antes de que todas las gallinas estuvieran cada una en su nido.
Y si alguna se retrasaba, la empujaba bruscamente con las alas para que se acomodara en el nido.

Era un gallo loco.

El señor Jaime, así se llamaba el vecino, se vio obligado a matarlo. Nadie más podía entrar al gallinero para recoger los huevos o alimentar a las gallinas.

Chico, el de las plumas blancas, después de muerto, nos proporcionó a todos un delicioso almuerzo, comenzando con un soberbio caldo y seguido de arroz con trozos de pollo en salsa, ensaladas y todo regado con un buen vino, que disfrutamos alegremente.

Chico tuvo su gloria y su merecido final.

La caza con hormigas

L

Pedro Rivera Jaro

Hace un calor tremendo. Es pleno verano y el final de Agosto. Caen las primeras lluvias después de muchas semanas sin caer ni una gota de agua.
 
Y después de la lluvia, al volver a salir el sol, observamos que ya están saliendo de sus hormigueros las hormigas de ala, aladas o aludas, que serán las próximas reinas de sus hormigueros, y otros más pequeños, también alados, que son los alines, y que son los machos, cuyo único objetivo en sus vidas, es fertilizar a las reinas. En pleno vuelo fecundan a las reinas, y después caen al suelo para morir, mientras las hembras cuando bajan al suelo, se desprenden de sus alas y hacen un agujero en el suelo, y empiezan a poner huevos, que luego serán las obreras del nuevo hormiguero.
 
Yo aprendí de Juan de Dios, un panadero vecino mío que era el marido de la prima Eulalia, a quien todos llamábamos Olaya, a capturar las hormigas antes de que volaran, justo cuando se preparaban para realizar su vuelo nupcial.
 
La señal para cavar en las bocas de los hormigueros eran las caídas de las primeras lluvias.
 
Cuando aparecían las aladas, las metíamos directamente al capturarlas en las piteras, en una botella de cristal, para evitar que pudieran trepar y escapar volando.
 
Juan de Dios, las utilizaba como cebo vivo en la pesca y en las ballestas o costillas, para capturar pájaros, en la temporada de los pájaros de verano, que bajaban de las sierras, y volaban hacia el sur huyendo del descenso de las temperaturas.
 
Yo diseñe después mi propio vivero, para mantener vivas mis hormigas de alas, el mayor tiempo posible, que podía llegar a alcanzar varios meses. Metía en un cajón de madera, capas de arena con cañas huecas, cortadas en los cañaverales de las huertas del Tío Torres, de la ribera del Manzanares. Luego hacía pelotas de papel de periódico y las intercalaba con tierra por encima. Ponía en la parte alta tapas metálicas de frascos de conserva, con agua que aportaba grado de humedad. Encima ponía una tapa de madera y sobre la tapa de madera una lona que ataba, para que no pudiesen salir y escapar las hormigas.
 
Las pobres hormigas aladas habían pasado de aspirar a ser reinas en sus hormigueros, a ser reclamo vivo para atrapar pájaros.
 
Las ballestas, cepos o costillas, que por los tres nombres se conocían, consistían en unos mecanismos con muelles, cuyo semicírculo superior abría sobre la parte inferior o base, y se sujetaba abierta con la punta de la varilla metida en el pinganillo donde se apresa el cebo. El pinganillo tiene dos pequeñas puntas de acero, opuestas, que al apretarlas, aumentan el círculo central donde introducimos la parte trasera del cuerpo de la hormiga , hasta su estrechamiento y una vez dentro soltamos las puntas y la hormiga queda presa, pero sin apretar y con cierta libertad de movimiento. Cuando la presa picaba la hormiga, escurría la varilla de sujeción y la muerte o parte superior golpeaba con fuerza por efecto de los muelles sobre la base. La diferencia entre las ballestas o costillas con los cepos, es que las primeras tienen una tabla de madera sobre la que está abrochada la parte metálica, y los cepos no.
 
Era muy importante la elección de los lugares estratégicos donde colocar las trampas, como por ejemplo las pequeñas elevaciones, cercanas a una alambrada, donde los pájaros solían posarse. Se raspaba el suelo, arrancando las pequeñas hierbas que pudiera haber en el lugar donde pretendíamos asentar la ballesta, formando un pequeño calvero que se distinguía de su alrededor. Luego se orientaba, de manera que las alas de la hormiga brillaran al sol, y, para evitar que el pájaro picara el cebo por la parte de atrás, se colocaba en ella un terrón o matas de hierba de la que habíamos quitado antes, que le hiciera más fácil picar el cebo por delante, y disparar el mecanismo como antes explicaba.
 
También acostumbraba yo a atar un cordel en la ballesta, y le sujetaba a algún objeto de peso, o a algún arbusto, para que, si se daba el caso de que picaba algún animal de mayor tamaño y fuerza, no huyera y escapase llevándose la trampa arrastrándola. Y es que, en ocasiones, ocurría que era un lagarto, o una lagartija, quien mordía la hormiga, dado que tenían gran avidez por este insecto y resultaban atrapados por la ballesta.
En la actualidad todo esto que os cuento, puede parecer una barbaridad. De hecho hoy día las ballestas están prohibidas, y su uso castigado por importantes multas, y lo mismo sucede con la utilización de cebos vivos, pero hace 60 años, los pajaritos se comían en los hogares humildes, e incluso, en los bares se vendían como aperitivos, una vez sazonados y fritos.
 
Espero y deseo que esta historia de mi niñez os distraiga un rato e incluso que os guste.

La diagonal y sus horizontales

L

Carlos Boné Riquelme

Mi madre me despertó temprano en la mañana avisándome que ese día iríamos al casino de Shwager.

Esta era una aventura muy esperada, pues el casino de Lota-Shwager estaba junto al mar, y era un edificio de líneas clásicas, blanco como se espera de algo clásico, y tenía unos bellos comedores atendidos por un impecable personal y el “plus”, era la piscina de aguas de mar con un verde pasto que la circundaba.
Lucho Tapia, el amigo de mi madre, nos recogería temprano para trasladarnos en el bus de la línea que corría hacia Lota, hasta el punto desde donde caminábamos siguiendo el curso de una línea de tren ya en desuso, rodeados de un bosque de altos y verdes árboles, hasta llegar al camino costero que nos dirigía a la puerta de este bello casino.

Para mí, esta era una aventura que me llevaba a encontrarme con varios de mis amigos, hijos de familias de estas ciudades, alguno hijos de ejecutivos de la gran compañía minera ENACAR.

Lucho Tapia era bajo, de pelo negro, con un gran bigote que resbalaba por su labio superior hasta cubrir el inferior, y tenía un gran sentido del humor.

Lucho fue un gran apoyo para mí en aquellos años que me sentía abandonado de padre, y aunque el no reemplazaba la figura paternal, fue una gran compañía para mí y me trato con gran cariño, aunque no recuerdo en esos cortos anos, cual exactamente era la visión que yo tenía de su relación con mi madre.

Creo no haberlo cuestionado, pues a pesar de mi edad yo imaginaba que esto era algo en lo cual no debía entrometerme, y solo disfrutar de los beneficios emocionales que me daba.

Y así fue. Nunca hice preguntas, ni tampoco cuestioné a mi madre en su devenir de separada en una relación que no era justamente la ideal.

Asi, llegamos al casino donde Lucho era conocido y bien venido, y donde no recuerdo si alguien, muchos de los cuales conocían a mi madre pues mi abuelo era abogado del sindicato de las minas.

Mi abuelo, además, fue hijo de un médico cirujano que vivió en coronel, especialmente durante la revolución del 91 y que fue un reconocido balmacedista; y todas las familias antiguas de la zona tenían relaciones muy cercanas y recordaban el pasado como si fuera presente.

Nosotros con mi madre visitábamos a muchas de estas familias en coronel, y la relación era estrecha, así que posiblemente esta situación con Luis Tapia era conocida y posiblemente comentada, pero no recuerdo haber sido exonerado de los grupos de amigos por esta circunstancia.

Asi que vivíamos en un limbo donde todos sabían, pero nadie decía nada, y la vida se mantenía serena y sin mayores complicaciones.

Mi madre, por lo demás, era una mujer de carácter fuerte e independiente y a pesar de la gran oposición de mis abuelos a muchas de sus decisiones que ellos consideraban desafortunadas, ella se mantuvo en su propia línea de actuación sin dejar que ellos influyeran en sus decisiones.

Una de las pocas consecuencias de sus actos, fue que mi abuelo corto el apoyo económico que nos mantuvo a flote por mucho tiempo después de la partida de mi padre, y tuvimos que mudarnos de ese bello y confortable apartamento de la diagonal, a un pequeño e incómodo lugar en Castellón con Las Heras.

Y no es que a mí me hubiera importado mucho, pues allí tuve algunos amigos, incluyendo a mi gran compañero al que aún recuerdo, llamado Hans Wolf, del cual nunca he vuelto a saber.

Hans era un gringo rubio, tranquilo, y vivía en Castellón con Rozas, creo, y nuestra amistad se estrechó por aquel tiempo, visitándonos muy a menudo.

Pero volviendo a la historia de Shwager, llegamos al casino y nos acomodamos en la piscina aun vacía pues a pesar de ser domingo, los habituales aun no llegaban.

Poco a poco, el lugar comenzó a llenarse, y mucha gente se acercó a saludar, mientras yo con los amigos salíamos a correr por los alrededores, incluyendo la playa y algunos roquerios cercanos.

Creo recordar que la playa era de arenas negras, cosa que nunca llamo mi atención, aunque si, admiraba a las gaviotas de pecho blanco y alas negras terminadas en punta que se mecían en lo alto como volantines de pico rosado y listo para hundirse en estas frías aguas y recoger su pesca.

Tantas veces quede embelesado mirando el actuar de estas aves, las cuales en grupo circundaban espacios en el cielo sin perder de vista el movimiento del mar.

Mis amigos me gritaban para que yo saliera de ese estado casi catatónico que me inspiraban tanto las aves, como el movimiento lento de las olas que acariciaban la playa.

Y corríamos nuevamente por las colinas suaves, alrededor de muchas bellas casas que circundaban el casino que se erigía elegante, casi ideal, mirando hacia un horizonte plagado de misterios.

A veces, el cielo se cubría de nubes negras que soltaban rayos que iluminaban discretamente la lejanía, dejándonos incrédulos y asustados con el retumbar de los truenos que anunciaban la lluvia fría que nos empaparía.

Volvemos al casino donde el comedor esta iluminado con sus lámparas de múltiples lagrimas que reflejan colores e imágenes que se multiplican y se muestran en los grandes espejos de marcos dorados.

Sentados a la mesa de mantel blanco y jarrones de cristal, pedimos la comida del día, y alguna botella de vino oscuro nos acompaña, mientras las conversaciones se multiplican alrededor.

La lluvia cae dejando lagrimones en las ventanas, y oscureciendo el paisaje que se muestra distorsionado desde adentro, pero una suave música ambiental, quizás Bert Kempfer, acompaña las papas doradas cubiertas de cilantro, y el biftec que oscuro, con aristas quemadas en la parrilla, reposa en medio de una cama de lechugas verdes.

Al medio de la mesa, las alcuzas de aceite y vinagre, y los típicos potes de sal y pimienta que pequeños en comparación con los primos de figuras más elegantes, reposan listos para aderezar la ensalada.

Los mozos se mueven atentos al llamado de los comensales, y el ruido de descorchar botellas, y del sonido del líquido siendo vertido en las copas en medio de risas, apaga un poco la música.

Los recuerdos se diluyen en medio de días como este, los cuales compartí con Lucho Tapia, muchas veces él y yo solos, cuando el me pedía que lo acompañara a hacer alguna entrevista, pues él fue periodista del diario La Patria, de Concepción.

Nunca me pregunte si él tenía hijos propios, pues parecía ansioso de ser algo más que el simple amigo de la mama.

Y así, el me trataba con cariño, cariño que en aquellos tiempos fueron un bálsamo en medio de la sensación de abandono que la partida de mi padre me dejo.

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