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El violín

E

Carlos Bone Riquelme

 

El violín estaba en lo alto de un mueble, puesto en contra de la pared, y de cuando en vez, aquel señor lo miraba y lo tomaba en sus manos recordando momentos pasados que ya, poco a poco, se desvanecían de su mente, pero los cuales aún atesoraba con amor; y eso pasaba cuando cogía el violín, lo limpiaba del polvo que se acumulaba sobre su superficie brillante, y a veces, solo a veces, se atrevía a pasar el arco por sus cuerdas tensas y sentir el sonido que más de alguna vez escuchó cuando su amigo, su mejor amigo, quien fue el dueño de este sacro instrumento, tocaba.

Pues el violín no le pertenecía.

Había sido propiedad de aquel amigo de la infancia con el cual compartió juegos, como el de las canicas, o a las escondidas; con quien se sentó en la misma banca de la escuela y con el mismo con quien se inició en el arte de la música.

Fueron compañeros inseparables en las orquestas, y con él, tocaron en fiestas, conciertos al aire libre, hasta a veces, en cumpleaños de amigos donde rieron y conocieron a sus esposas.

Y aún después de casados, continuaron aquella amistad que los unía más allá de lo prosaico.

Pero el tiempo pasó y el amigo enfermó gravemente, y a pesar de los cuidados de su familia, un día el amigo falleció.

Aquel amigo de juventud dejó solo el violín que él tomó entre sus manos guardándolo como único recuerdo. Así, cuando él sentía la soledad visitar su puerta, cogía el instrumento y lo sentía temblar entre sus manos, vibrar entre sus dedos como si se estableciera una secreta comunicación con el más allá.

Y de pronto le parecía que, junto al sonido de la música de aquellas cuerdas, aquel entrañable amigo le susurraba secretos, le acariciaba los oídos con palabras que lo hacían sentir mejor en medio de aquella vaguedad que de a poco se establecía en su vida.

Solo su hija, aquella hija quien se había enamorado del hijo de su amigo, era la única que compartía esta delicada unión espiritual; y tenía con él aquel mismo convenio espiritual con aquel mágico violín.

Y aquel muchacho que compartió la adolescencia de su hija, después de la muerte de su amigo, también marchó a tierras extrañas dejando a su hija desolada, triste, pero prendida al viejo instrumento.

Era este sentimiento el que ellos dos compartían y que el resto de la familia ignoraba.

Ellos atesoraban este secreto que se transmitía solo en las miradas y el cual nunca mostraban abiertamente en conversaciones de sobremesa. Ellos, ambos, se miraban, miraban aquel noble instrumento el cual descansaba en lo alto de aquella repisa, y luego ambos sentían como alguna lágrima solitaria resbalaba por sus mejillas, mientras los recuerdos se acumulaban.

El tiempo pasó, y aquel señor falleció también, yendo a encontrarse con su amigo, y solo la hija conservó aquel violín; y ella sola era la que mantuvo la costumbre de delicadamente tomar el violín entre sus manos para luego limpiarlo y mantener sus cuerdas tensas y bruñidas con la cera que deslizaba con amor de amante hasta lograr la suavidad necesaria.

Ella aún recordaba a su amor de juventud, pero el tiempo había transcurrido y aunque el amor nuevamente tocó a su puerta, ella nunca olvidó al hijo del mejor amigo de su padre, pues aquel muchacho fue su primer novio, fue su primer amor, aquel que le cantó canciones al oído, y le susurró los primeros poemas de amor.

En medio de su vida matrimonial, que con los años le dio dos hijos, ella de cuando en vez, recordaba a aquel noviecillo que se había marchado a lejanas tierras a probar fortuna.

Su marido no tenía idea de aquel secreto que su esposa guardaba escondido entre su pecho y su espalda, en aquel lugar tibio que mantiene los sollozos, las alegrías y los momentos que no se quieren marchar de nuestras vidas.

Y en la vida cotidiana, a veces, junto al llanto de los hijos, ya todo parecía olvidado, pero cuando visitaba el hogar materno y miraba en dirección a donde se encontraba aquel viejo violín, los recuerdos volvían y se agolpaban en su memoria llevándola a coger el instrumento y acariciarlo como quien abraza a un amante.

Su madre la miraba extrañada y le decía que era hora de deshacerse de aquel violín: “el cual solo ocupa un espacio que se puede utilizar en algo más…”, y ella le contestaba que: “no, pues esto es lo único que queda de mi padre”, sin confesar lo que realmente ocupaba sus emociones de mujer enamorada de un recuerdo.

Así pasó el tiempo, y ella llegó a la edad madura, los hijos crecidos, con nietos en camino y con un matrimonio que se deshojaba en malos momentos que la mantenían alejada de aquello que algún día ella suspiró como adolescente.

Así, el violín era lo único que la mantenía cerca de aquellos sueños de adolescente.

Aquel instrumento la llevaba continuamente, y quizás, desde que su matrimonio tomó aquel camino oscuro y sombrío, más frecuentemente al hogar materno a observar detenidamente el violín que le recordaba aquellos momentos felices de su infancia y adolescencia.

Su madre, ignorando todo este sentimiento que se compartió entre su hija y su marido, la veía a veces como ensimismada en aquel instrumento, y sin poder adivinar aquella fijación de ella con el objeto que para ella no tenía explicación, le decía: “uno de estos días cogeré ese maldito instrumento y lo venderé”, y la hija la miraba fijo, sin contestarle una palabra pues ella pensaba que era inútil tratar de explicarle aquella necesidad tan íntima de estar cerca del violín.

Un día, ella llegó a visitar a su madre, y al mirar hacia la repisa vio que el lugar estaba desocupado, y aunque lo buscó, el violín ya no estaba en la casa.

Corrió a la cocina donde su madre estaba ocupada preparando el puchero del almuerzo, y casi enloquecida le preguntó por el instrumento, a lo cual, su madre mirándola extrañada de esta reacción, le confesó que se lo había vendido al tendero de la esquina pues la hija necesitaba un instrumento para la escuela.

Pero el berrinche que ella le soltó a su madre fue de tal envergadura, que la madre tuvo que correr al almacén del tendero y pedirle el violín de regreso, el cual él le entregó de regreso sin dimes ni diretes, y el instrumento volvió a su lugar, de donde nunca más volvería a salir.

Y el tiempo siguió corriendo inevitablemente, y el matrimonio se debilitaba aún más, dejándola exhausta de amor y cariño, con solo aquel violín que la confortaba. Pero un día, mientras caminaba rumbo al hogar materno, a lo lejos divisó lo que le pareció ser la figura de aquel amor de juventud.

Ella se detuvo y miró con atención, pensando que quizás era solo un sueño, un figmento de su imaginación, una proyección de sus ocultos deseos de una juventud que ya se alejaba de su vida.

Pero no.

Él era, y caminaba rápidamente por aquella calle que los vio crecer. Y ella sintió las piernas flaquear y su vista se nubló, teniéndose que apoyar su cuerpo en una columna que se encontraba a la entrada de una señorial casa, una de aquellas con balcones ornamentados y altas puertas de madera con aldabas metálicas.

Él pasó a metros de ella, y ella no fue capaz de decir una palabra, de llamarlo como su corazón anhelaba; y él, se desvaneció sin verla por el recodo de una de aquellas calles estrechas. Cuando ella se recuperó, corrió detrás de él, pero ya era tarde.

Él desapareció como sus sueños y esperanzas.

Y ella caminó lento de regreso a su hogar, sin poder alejar la imagen de aquel amor de juventud de su retina.

El día se perdió hacia la noche, pero con ella sumida en sus pensamientos y recuerdos. Cuando llegó la mañana sin haber podido pegar una pestaña en toda la noche, apenas se levantó decidió correr hacia el que fue el hogar de su amor de juventud, donde ella sabía que aún vivía la familia.

Una vez allí, temblorosa golpeó la puerta y la hermana de aquel amor abrió mirándola extrañada de verla allí en su puerta después de tanto tiempo, y casi desencajada preguntando por su hermano.

Casi sin dejarla hablar, le espetó: “pero qué casualidad, maja, mi hermano se acaba de marchar de regreso a América, fíjate que estuvo una semana aquí y me preguntó por ti”.

A ella le pareció que el corazón le explotaba, y se tuvo que apoyar para no caer al piso sintiendo un gran dolor mientras se agitaba internamente por lo idiota que fue el día anterior de no llamarlo, de no gritarle que nunca lo olvidó, que allí estaba aquel violín de su padre, o para confesarle que aún lo amaba.

Pero de su boca solo salió un débil: “¿y tú crees que yo lo podría comunicar en América?”, la hermana se rió, y sin adivinar el tumulto de emociones que se agolpaban en su corazón, le contestó: “pero claro, que sí, si él se divorció después de un muy mal matrimonio, así que se pondrá muy contento”.

Los días posteriores fueron un cúmulo de emociones que se contradecían entre ellas, pero al final, le escribió un corto mensaje que le envió a través de su email personal. El mensaje no decía mucho, era solo un escueto: “¿cómo estás tú, supe que estuviste de visita aquí y no te pude ver?”

Y el corazón le palpitaba emocionado pensando que quizás no habría respuesta; pero a las pocas horas la pantalla se iluminó, y allí estaban aquellas mágicas palabras de él que le decían que también a él, le hubiera gustado verla.

Y el tiempo dio sus resultados, pues en poco tiempo ellos volvieron a encontrarse en Barcelona, la ciudad natal, y ella, después de varios meses de conversación, decidió dejar a su marido, el cual, sumido en una profunda niebla alcohólica, la dejó ir con pena, pero sin poder reconstituir lo que ellos, ambos ellos, sabían que estaba definitivamente roto.

Estando un día juntos en el hogar de la madre de ella, y conversando de tiempos pasados, tratando de reconstruir tantos años de separación, él de pronto le dijo con una profunda melancolía que era una lástima que nada quedara que le recordara a su padre, y ella, mirándolo amorosamente, alcanzó aquel violín que aún estaba depositado en aquella repisa, se lo entregó a él, que la miraba con atención y sorpresa, diciéndole en un susurro: “este era el violín de tu padre”.

El sur de Madrid en los 50

E

Pedro Rivera Jaro

 
En aquellos años, lo que hoy se conoce como calle de San Fortunato, entonces se llamaba Barrio de San José, y pertenecía al Distrito Arganzuela-Villaverde. Vivíamos de forma muy diferente a la actual. Hoy mi barrio dispone de Metro, varias líneas de autobuses, preciosos parques, calles pavimentadas con amplias y cuidadas aceras, Hospital, Ambulatorio Médico. Entonces la calle era de tierra, que cuando llovía y pasaban carros o vehículos mecánicos, que entonces eran muy escasos, formaban unos barrizales donde se manchaban nuestros calzados y ropas. Mi abuelo Pedro, el señor Gonzalo, Tío Panta, Paco y, en general los vecinos antiguos de su época, colocaron losas de granito procedentes de derribos del Madrid de la posguerra, a modo de aceras, y así se podía transitar al menos por ellas, sin pisar barro. Mi tío Faustino que había vivido allí hasta que se casó y se marchó a vivir a la calle de Marcelo Usera, se refería a nuestra barriada como si fuese Siberia.
 
Tampoco teníamos alumbrado público nocturno en la calle, pero mi padre instaló una bombilla cubierta, por encima del marco de la puerta de la calle, que encendíamos cada vez que teníamos que salir por la noche a la calle para hacer algún recado.
 
El alcantarillado llegó cuando la fábrica de cartón, Cartonajes Font y Masach, lo instaló desde su fábrica, junto a la carretera de Andalucía, hasta desaguar en el Río Manzanares, que habían convertido en un río sin vida debido a los vertidos que acabaron matando a los peces que, cuando niños, pescábamos en él. La conducción de las aguas residuales de la fábrica, tenía cada cincuenta metros unas bocas de alcantarilla con sus tapas de hormigón, y cuando la tubería se atascaba, por la boca anterior al atasco salía agua azul o roja, según lo que hubieran estado fabricando ese día. Las coloridas aguas llenaban de color toda la calle e incluso los vertederos de escombros que existían a partir del Camino de Perales, hasta llegar al río.
 
El agua para consumo de boca, higiene personal y lavado de ropa, íbamos a la fuente pública a recogerla con cántaros y botijos de barro, cubos y barreños metálicos, hasta que cuando llegó el invento de los plásticos estos eran de este material, que pesaba menos y si te rozaba en las piernas, no te producía heridas en ellas.
 
A principios de los años 60, mi padre compró una manguera de goma que cubría la distancia de cien metros que mediaban entre mi casa y la fuente pública, y con ella por las noches, cuando nadie más acudía a por agua a la fuente, llenábamos todos los recipientes que teníamos en los patios y durante varios días no necesitábamos acudir a élla.
 
A mediados de los años sesenta, conseguimos enganchar una toma de agua a la cañería que había ampliado el Canal De Isabel II, y ya nunca más tuvimos que acudir a la fuente pública a suministrarnos de agua.
 
A parte, para regar sacábamos el agua del pozo que había excavado mi abuelo Pedro, y que estaba en el patio, junto a la pila para lavar la ropa sucia.
 
Si hablamos de las casas donde vivíamos, eran casas de planta baja, que no tenían calefacción, como tienen hoy casi todas las viviendas. Normalmente tenían una estancia donde se desarrollaba la existencia de toda la familia.
Solía ser la cocina, y en ella había una estufa que se encendía con papeles de periódicos viejos, y astillas de leña, y a las que, una vez habían entrado en combustión, añadíamos un par de paletadas de carbón de piedra, o antracita. Abríamos el tiro de aire para que reavivara el fuego y cuando ya calentaba con fuerza, se dejaba el tiro prácticamente cerrado. De esta forma se reducía al máximo el consumo de carbón. Mi padre encargó a Alfredo el cerrajero, una protección de malla metálica, en forma rectangular, y con dos ganchos que se abrochaban a dos hierros empotrados en la pared, de manera que impedían que se volcase sobre nosotros.
Mi madre le encontró a esa malla de protección otra función de utilidad, cuando descubrió que las prendas lavadas, que en el tiempo lluvioso no se secaban, poniéndolas tendidas junto a la estufa, lo hacían divinamente.
 
Cuando nos preparábamos para irnos a dormir, y sabiendo que las sábanas estaban heladas, poníamos unas mantas pequeñas de muletón blanco, en la malla metálica, en las cuales nos envolvíamos antes de entrar en la cama, y después nos arropábamos con las mantas hasta la nariz.
 
Por la mañana al levantarnos, orinábamos en unos orinales blancos con el borde azul o rojo, según los casos, y la orina después de asearnos, la sacábamos al patio para tirarla al alcantarillado, y después aclarábamos con agua del pozo los orinales.
 
El aseo personal lo hacíamos en una palangana de cerámica blanca, donde con agua fría y jabón, frotábamos nuestros cuerpos con estropajo de esparto. Cuando transcurridos los años mi padre, después de instalar agua corriente en la casa, mandó construir un cuarto de baño, completo, nos pareció que entrábamos en el Paraíso. Los niños de hoy no saben la suerte que tienen de haber nacido en esta época, con todas las comodidades que les rodean.
 
Otro día os contaré cómo íbamos caminando por calles embarradas hasta el colegio y como era el trato que nos daban los profesores, y también os contaré cómo eran las personas que suministraban bienes y servicios en las puertas de nuestras casas, como por ejemplo el cartero, los teleros, el botijero, el coloniero, el paragüero-lañador, el mielero, el melonero, el afilador, etc.
 
Pero hoy se haría muy larga esa narración. Espero que os haya gustado. Un abrazo afectuoso queridos lectores.

Pensándolo mejor

P

Alvaro de Almeida Leão

Traducida al español por José Manuel Lusilla
 

Duda, portero titular de un equipo de fútbol, está en la gaveta, es decir, comprado por el adversario para hacer que su equipo pierda el partido. Con esta actitud espera solucionar un problema financiero, resultado de su condición de derrochador.

Para que todo salga bien, solo debe esperar un disparo hacia su portería, muy bienvenido, por cierto, y hacer como si intentara detenerlo. El partido se presenta sin favorito. El equipo de Duda tiene en su desempeño su punto fuerte. En el equipo contrario, destaca la dupla de ataque Cosme y Damián.

Duda se prepara para el partido de fútbol. No está en sus planes cometer un error garrafal. La frontera entre un error y la gaveta es muy delgada. Comienza el partido. Primer tiempo totalmente aburrido. Sin oportunidades de gol para ninguno de los dos equipos. Paciencia. ¿Qué se puede hacer? No se dio, no se dio.

En el descanso del partido, Duda piensa: ¿qué estará pasando con la dupla Cosme y Damián? Son jugadores tan eficientes. Hoy no están jugando a nada.

Damián, por cierto, es un gran amigo de Duda. Crecieron en el mismo barrio. Compañeros de juegos de canicas, de béisbol y de memorables partidos informales.

Segundo tiempo igual al primero. Faltando dos minutos para terminar el partido, aparece la dupla de atacantes con sensacionales jugadas en pared. Duda siente que ha llegado su esperado momento. Solo le falta superar al último defensor. Situación favorable, dos contra uno. Es solo marcar el gol y celebrarlo.

Duda se posiciona parado, con los brazos extendidos hacia arriba y el cuerpo inclinado hacia la derecha, señalizando así que se lanzará hacia ese lado. La pelota, ora con un atacante, ora con el otro, y Duda, que debería estar moviéndose de un lado a otro siguiendo la trayectoria del balón, no lo hace.

Al driblar al último defensor, Cosme da un pase a Damián, que venía un poco detrás, y éste, al ver la esquina derecha de la portería, perfecta para su estilo, golpea la pelota con el empeine, pero con un impulso y fuerza mayores a los necesarios.

Duda finge que el tiro lo tomó descolocado y lo hizo caer. Aunque la dirección era correcta, la pelota, al tomar una altura proporcional al gran impulso con el que fue lanzada, pasa a unos dos metros por encima del travesaño.

Duda se desespera, pide morir. Furioso, le reclama a Damián:

- ¡Vaya, Damián! ¡Era solo darle a la pelota con un toque suave! ¿Cómo pudiste perder un gol de esos?

-¿Cómo no fallar si yo y Cosme estamos en la gaveta para no hacer goles? Esta última jugada la hicimos para alegrar un poco a nuestra afición.

- ¿¡Qué!? ¿¡También en la gaveta!? No puede ser. Estoy perdido. Se acabó mi carrera.

Después del partido, pensando mejor, Duda, aunque con ganas de haber participado, terminó por pensar que estuvo bien, bueno, no, pensó que fue excelente no haber participado en la barbaridad a la que se prestó.

Es imprescindible no estar sujeto a juicios morales por deslices cometidos.

Extraña

E

Silvia C.S.P. Martinson

 

Cuando caminó sola y, con sus pasos lentos, pero seguros, emprendió nuevos rumbos en la búsqueda de objetivos más palpables, evidenció, sin duda, la gran capacidad que tenía para crear y ser reconocida.

Durante muchos años vivió insegura y dependiente de la opinión de amigos y parientes, consecuencia de una educación limitante y decadente.

Limitante porque no le permitía ser libre en su entorno para expresar sus sentimientos, deseos y dudas. Así que, hoy libre de tabúes y restricciones, conversa con nosotros, sus amigos, y nos cuenta, gentilmente, una historia antigua.

Todo sucedió en un fin de año, casi en la víspera de Navidad. Estaba en casa de su madre, ya que aún era muy joven y no trabajaba en ninguna empresa.

Sus quehaceres se limitaban a ayudar a su madre en las labores domésticas, tales como: barrer el patio, regar las plantas —su madre tenía muchas rosas, eran sus preferidas-, las poseía en su jardín, de múltiples colores todas ellas.

También ayudaba a poner orden en la casa todos los días. Al levantarse, era su obligación, antes de ir a la escuela, dejar su cama arreglada y su habitación en orden, sin ropa ni zapatos tirados por el suelo, como solía hacerlo antes de dormir por la noche.
Su madre era costurera. Confeccionaba vestidos de alta calidad para las mujeres de la sociedad local.

Este trabajo de costura, en la época de fin de año, cuando se acumulan las festividades junto con los bailes y las graduaciones, tanto en universidades como en escuelas militares, le proporcionaba excelentes ingresos económicos, dada la calidad del servicio que prestaba y la clientela que acudía a ella.
Entonces nos contó que en una Navidad así, su madre, agobiada, tampoco pudo salir a comprar los tradicionales regalos navideños para los hijos.

Los niños, con la ayuda del padre, que también trabajaba fuera, en el comercio, en una noche cercana a Navidad adornaron el árbol, un pino, con el pesebre y todos sus componentes, las bolas de cristal de colores y las luces propias que usaban para iluminar y alegrar el hogar, como hacían todos los años.
La madre, por su parte, el día de Navidad, se dedicó a entregar a sus clientas sus vestidos de fiesta y a recibir el pago por el trabajo realizado.

Aún así logró, esa tarde, en ese día de Navidad, asar en su fogón a leña el pavo que ya habían comprado de antemano.

Era tradición en su casa que en la noche de Navidad la familia se reuniera a cenar pavo relleno, ensaladas y postres diversos, los cuales la madre preparaba durante el mes y almacenaba en tarros de vidrio apropiados para tal fin.

Sin embargo, no había regalos que "Papá Noel" entregara, y los hijos, entristecidos, se alistaron para la cena.

Cuando, a las 12 de la noche, ya estaban cenando, de repente sonó el timbre de la casa.
Era una mujer muy rica en ese momento, por ser propietaria de una casa donde se realizaban grandes fiestas de la sociedad local.

Sin embargo, se sabía que había sido una mujer muy pobre en su infancia y que no había tenido la felicidad de recibir ningún regalo o juguete en Navidad para alegrar su vida.
Pues bien, esta señora, que había conocido la miseria y conocedora de las dificultades de aquella madre, se compadeció de los niños y llegó a la casa con los brazos cargados de juguetes. Osos de peluche grandes, juguetes diversos y perfumes para los padres, pero también telas para que confeccionaran su ropa.
De entre tantas clientas ricas, ella fue la única que recordó a una familia pobre y trabajadora.

Nuestra amiga, con lágrimas en los ojos, nos contó esta historia. Emocionada, dijo que, después de tanto tiempo, todavía recuerda a aquella señora y que todos los años, en la noche de Navidad, eleva su pensamiento a Dios en agradecimiento por la buena vida que tiene ahora junto a sus seres queridos, pero también pide, en oración, que proteja y bendiga a aquella mujer, donde sea que encuentre.

Solamente una vez

S

Carlos Bone Riquelme

 

El salón estaba iluminado con cientos de fulgurantes lucecillas que mostraban el resplandeciente espectáculo de decenas de muchachitas, las cuales, enfundadas en bellos vestidos, adornadas con joyas finísimas, y maquilladas y perfumadas para la ocasión, se desplegaban como mariposas por el lugar.

Las mesas con manteles blancos, vajilla de porcelana decorada con finísimas filigranas, servicio plateado (no se podría decir que es plata), y unos candelabros de centro de mesa con largas velas encendidas solo para dar la apariencia de luz.

La orquesta, vestida de negro, deja escapar ritmos tropicales como la rumba, cha-cha-cha, a veces algún bolero, donde las parejas de enamorados, o las que están por enamorarse, aprovechan para mezclar sus suspiros con las fragancias de los aromas femeninos y los aftershave de los caballeros.

De pronto, las luces bajan un poco de tono dejando aquello que llaman media luz, que, sin ser oscuro, da un aire de misterio y romanticismo al ambiente.

El director de la orquesta pide silencio con un gesto desde el escenario y anuncia que cantará algunas canciones el capitán del regimiento Chacabuco.

Los soldados, vestidos de uniforme de gala, aplauden entusiásticamente, pues el capitán era conocido por sus habilidades vocales, ya que en cada fiesta le pedían que cantara.

Del fondo del salón camina al centro una delgada figura, vestida de uniforme, pero sin gorra, y los ojos de todos se fijan en él, escuchándose algunos suspiros, pues el oficial era muy atractivo, no alto, pero muy apuesto.

Y de pronto, su voz profunda hechiza a los asistentes con algunas armonías bien vocalizadas, mientras él se desplaza por el salón, deteniéndose a veces delante de alguna mesa para luego proseguir su camino dejando que las notas se distribuyan por todo el lugar.

En algún momento se detuvo frente a una muchacha de resplandecientes ojos azules, largo cabello claro, bien peinado pero suelto por la espalda, y una sonrisa que mostraba aquellos dientes blancos y una mano enguantada que se levantaba para tapar un poco la excitación que ella sentía mientras él, el apuesto joven, cantaba el bolero: “Solamente una vez, amé en la vida… solamente una vez, y nada más…”, para luego continuar con aquella canción que decía: “Luna que se quiebra sobre las tinieblas de mi corazón…”

Y las demás muchachas miraban con envidia a la poseedora del corazón del joven oficial, que, una vez terminadas varias canciones, con las luces nuevamente iluminando el salón, se acercó a ella para invitarla a bailar.

Y bailaron esa noche, toda la noche, y muchas noches más, pues el casino de oficiales del regimiento Chacabuco se abrió para la boda de ambos.

El capellán del ejército los casó en una emocionante ceremonia, para luego salir bajo la corona de sables alzados para honrar a la pareja.

La fiesta fue la culminación de aquel romance que creció a la sombra de los tilos de la plaza de la Independencia, en paseos por el parque de Lota, paseos en bote desde la bahía de Talcahuano, y tantas cenas en el hogar de los padres de ella, pues los padres de él eran de Viña del Mar.

Para decir la verdad, no fue muy bien mirado por el padre de ella que se casara con un oficial de ejército, debido a la mala fama que tenían los oficiales por bebedores, fiesteros y busca pleitos.

El padre era un abogado conocido en la ciudad, relacionado con una familia antigua de Concepción y muy querido por todos los habitantes de la región, pues él trabajaba en Lota y Coronel.

El padre del señor abogado fue médico cirujano del ejército, y peleó en la guerra del salitre, y luego en la revolución del 91, terminando su carrera viviendo en Coronel.

Sus huesos están enterrados a la entrada del cementerio general de Concepción, donde se encuentra el monumento a los héroes del 79.

Pero a pesar de esta cercanía al ejército, o quizás por esto mismo, él no miró con buenos ojos esta relación, aunque no la impidió, pues eso iba en contra de sus pensamientos liberales.

Entonces aceptó como mal menor que la hija se casara con este oficial, que era muy simpático, atractivo y con gran futuro en su carrera militar.

La madre era hija de una ilustre familia de la ciudad, elegante, pero quien no dijo ni “chus ni mus” a esta relación, pues ella pensaba: “ya era hora de que las niñas se casaran”.

La otra hija era muy rubia, de ojos azules pero fulgurantes, los cuales mostraron el carácter fuerte de la muchacha, con lo cual la madre pensaba que sería muy difícil encontrarle pretendiente, por muy bella que fuera.

Además, ella decidió entrar a estudiar a la universidad de Concepción, lo cual no era muy bien visto por la sociedad penquista, pues las muchachas salían de las monjas y se casaban ya preparadas para llevar un hogar.

Pero esta muchacha no quería escuchar de cocina ni bordado: “no pienso zurcir calcetines ni cocinar cazuela”, le decía a su madre, que la miraba moviendo la cabeza en señal de desesperación.

Entonces esta hija iba junto a la otra a las fiestas en el casino de oficiales, como “chaperona”, lo cual le cargaba enormemente, pues ella hubiera preferido quedarse en casa a estudiar, pero con la esperanza de la madre de que: “por lo menos se case con un milico”.

Pero no todo resultó mal, pues en la universidad, esta muchacha conoció a un estudiante de ingeniería de origen ecuatoriano, hijo de una ilustre familia de Guayaquil, y se enamoraron y se casaron en una pequeña ceremonia sin fiesta ni más banquete que una comida en casa con la familia. Así lo quisieron ambos novios.

Luego partirían a vivir a Nueva York.

Y el menor de los hijos, al cual le decían “el rotario” por solo juntarse con rotos, conoció a una muchacha muy bella, delicada, elegante, de origen peruano, con la cual contrajo matrimonio, mientras él conseguía fijar su posición como empleado bancario.

Él llegó a gerente y contralor del banco, y todos fueron muy felices hasta que lo fueron.

Y esta es la historia de mis padres y tíos, a los cuales recuerdo y venero, al igual que a mis abuelos, el “tata” y la “nona”.

 

Sobrevivió

S

Silvia C.S.P. Martinson

Traducido al español por Pedro Rivera Jaro
 
Caminaba lentamente por el sendero dejando en la arena marcadas sus pisadas. Nada le afectaba y tampoco le importaban las opiniones de los raros transeúntes que, de reojo, lo observaban. Iba absorto en sus pensamientos, envuelto en sus recuerdos. Recordaba los días y años pasados cuando día a día luchaba por sobrevivir y elevarse por encima del caos que se había formado.
 
Sus ropas viejas y gastadas eran lo único que le quedaba de lo material. El resto... poco, ahora, no le importaba.
 
No se había olvidado de los años, los meses y las fechas. Ahora era Navidad y él, solo, simplemente caminaba.
 
Los recuerdos asaltaban su mente y lo hacían retornar a tiempos ya tan lejanos. Recordó cuando era niño el árbol de Navidad que su padre cuidadosamente elegía y compraba todos los años para que él con su hijo, juntos, cada día, colocaran los adornos hasta que en la noche navideña se ponía la última bola de colores. Cuando el pesebre ya estaba montado, la estrella dorada se fijaba entonces en la punta del pino.
 
En el pesebre, además del establo de paja donde estaba el niño Jesús en el pesebre rodeado por su familia y algunos animales domésticos, los campos circundantes estaban llenos de animales variados, pastores y los Reyes Magos que, lentamente, se aproximaban cada día a aquel lugar. Estas figuras, hechas de yeso y coloridas, eran movidas diariamente por este hombre cuando era niño. También había un pedazo de espejo que servía para parecerse a un lago donde los patos nadaban tranquilamente.
 
Recordó también la noche de Navidad, cuando previamente su madre había preparado la cena. Una cena que era saboreada y apreciada por un tiempo bastante largo hasta llegar a las 12 de la noche, cuando el entonces viejo reloj de la sala daba las 12 campanadas.
 
En esa época, supuestamente no entendía por qué su padre o su madre se ausentaban de la mesa por unos instantes, inexplicablemente.
 
Terminada la cena, todos se acercaban a la sala contigua para junto al árbol ofrecer, mediante una oración, agradecimiento al niño Jesús por su venida al mundo para enseñar y ejemplificar a los hombres el poder de la oración, la bondad, el amor y el perdón.
 
Hecha la oración, notaba entonces que el árbol estaba rodeado de regalos que brillaban en sus paquetes de papel de colores. Era un momento de extrema felicidad al constatar que las cosas, algunas, con las que había soñado durante todo el año, estaban allí depositadas y serían suyas de ahora en adelante.
Este hombre, mientras caminaba solitario por aquel sendero polvoriento, recordó por qué se encontraba en ese estado tan deprimente: Su país y el mundo estaban en guerras contínuas. Los hombres se habían olvidado de lo que significaban el amor y el perdón. Había muertos y casas abandonadas por los caminos.
 
Recordó que su casa fue destruida por las bombas y que su familia, esposa e hijos, fueron asesinados por los soldados enemigos. Cuánto dolor, cuánta desolación. Entonces, al darse cuenta de todo esto, un gran dolor le apuñaló el alma.
Y allí se sentó en el suelo, en la tierra polvorienta, puso las manos sobre su rostro y, finalmente, en su absoluta soledad, en ese mundo tan cruel y loco, lloró copiosamente. Simplemente lloró.

Arnaldo es el personaje

A

Alvaro de Almeida Leão

Traducido al español por José Manuel Lusilla

Doce comerciantes de una galería comercial, en un barrio de la ciudad, solo Arnaldo —63 años bien vividos, buena salud, trabajador abnegado, con una familia bien estructurada; esposa, hijos y nietos— no va bien en los negocios, por más que se esfuerce.

Poco después de su jubilación como pequeño empresario en la industria del calzado, Arnaldo inauguró su tan soñado despacho de representaciones con sede propia.

Adivina cuántos negocios, en tres meses, Arnaldo logró cerrar, en un parámetro de hasta veinte.
¿Pensaste ya? ¿Tienes tu respuesta? ¿Sí? Pues creo que te equivocaste.

Otra oportunidad. ¿Tienes un nuevo cálculo? ¿Sí? ¿Cuál? Lo siento, creo que tampoco acertaste.

Última oportunidad. ¿Cuántos? Aún supongo que estás errado. Entonces, solo queda decir cuántos. ¿Puedo hacerlo? Declaro, para los debidos fines, que Arnaldo, en tres meses de trabajo, no cerró un solo negocio.

Entonces, ¿de qué vive Arnaldo? De cinco apartamentos, tres casas, cuatro locales en un centro comercial y nueve plazas de estacionamiento, todos relativamente bien alquilados. Dos jubilaciones: una del régimen general de seguridad social y otra por un contrato privado anterior. Inversiones en efectivo en carteras bancarias y acciones en sociedades anónimas.

Por este perfil, es natural suponer: Propietario de inmuebles de uso habitual u ocasional en la ciudad, la sierra y el mar. Bien financieramente, pero no realizado, ya que su empresa no despega.

Arnaldo conocía las dificultades iniciales cuando fundó su empresa actual, ya que no tenía un producto que sirviera de punta de lanza en las ventas. Sin embargo, está convencido de que pronto revertirá la situación: Está cerrando un contrato de representación exclusiva para todo el estado de un producto inédito, de uso esencial y con amplia divulgación en todos los medios de comunicación.

Cada colega comerciante siente por Arnaldo una mezcla de tristeza y orgullo. Tristeza porque no concreta los negocios que tanto desea y orgullo por su apurado sentido de responsabilidad.

Algunos comerciantes más cercanos se sienten con la confianza de bromear, con respeto y en buen tono, acerca del comercio de Arnaldo, planteando cuestiones como: negocios versus rentabilidad, cómo atiende solo a tantos clientes, cuándo abrirá una sucursal, o noticias sobre las merecidas vacaciones futuras, entre otras del estilo.

A Arnaldo no le falta tenacidad en la dedicación al deber. Admirador de la puntualidad británica, cumple religiosamente con su horario de trabajo, aunque sus clientes insistan en no presentarse.

Una tarde, al sentir un fuerte dolor de cabeza, Arnaldo decide hacer algo que jamás había hecho: Ausentarse del trabajo en horario comercial. Sin embargo, necesitaba comprar un medicamento en la farmacia cercana. Cuidadoso por naturaleza, elabora un cartel en la computadora y lo pega en la puerta de su tienda con el siguiente mensaje:

"DISCULPEN LA AUSENCIA,
VOLVERÉ EN CINCO MINUTOS."

Arnaldo se esfuerza en cumplir lo prometido. Un minuto antes de que el tiempo se agote, regresa y encuentra el cartel modificado con anotaciones escritas con bolígrafos por algunos de sus colegas comerciantes, en letras de molde. Ahora se lee:

"DISCULPEN LA AUSENCIA,
VOLVERÉ EN CINCO MINUTOS.

— ¿Para qué? ¿No estás cansado por hoy?
— Yo no regresaría.
— ¿Para qué tanta prisa? Igual no harás nada.
— ¿Y las vacaciones, ya están programadas?
— La vida no es solo trabajo.
— Dos clientes estuvieron aquí. Volverán mañana, sin falta.
— Apenas saliste y el teléfono no paró de sonar.
— Ausentarte no fue buena idea. Fue fatal."**

Al leer el texto modificado, Arnaldo, algo contrariado, es consolado por sus colegas, quienes le aseguran que solo era una broma y que no lo tomara a mal. Esa tarde recibe palmadas en la espalda y sinceras palabras de aliento: "¡Adelante! Eres un ejemplo para todos nosotros, felicitaciones por tu perseverancia".

Siempre firme en la batalla, un mes después, el "futuro cercano" de Arnaldo llegó. Ni siquiera necesitaba ser tan exagerado como resultó (aunque muy bienvenido).

Con el contrato firmado, las excelentes ventas del nuevo producto trajeron solicitudes de industrias consolidadas para que Arnaldo las representara. La clientela actual también es obstinada: insiste en no dejar de crecer.

Con el progreso surgió el dilema de dónde los clientes estacionarían sus autos (la galería no cuenta con garajes). La solución fue que Arnaldo adquiriera un excelente terreno de 40x120 metros en la esquina de la cuadra donde está su empresa (importante tener reservas financieras) y lo convirtiera en un amplio estacionamiento. ¡Qué buen terreno, ideal quizá para un futuro edificio, nuevo hogar de la empresa de Arnaldo!

El tiempo para progresar nunca caduca. "¡Qué hermoso! ¿Alguien ha dicho eso? Si no, lo digo ahora".

La sede propia de la empresa de Arnaldo, de buen tamaño, se adaptó a la necesidad de contratar a cuatro empleados. La empresa crece cada día. El flujo de clientes circulando por la galería comercial aumentó en un cien por ciento, generando mayor facturación para todos los comerciantes, que ahora sonríen de oreja a oreja.

Todo este éxito repercute no solo entre los comerciantes de la galería comercial, sino también en el barrio en general. La dedicación de Arnaldo fue merecidamente recompensada.

En Navidad, todos los comerciantes de la galería y sus familias se reúnen para celebrar la magna fecha con Arnaldo, en un club especialmente abierto para el evento festivo.

Arnaldo es constantemente acariciado por sus dedicados familiares, amigos y clientes. Comida y bebida de lo más apetitoso. Alegría general e irrestricta.

En un momento, los once colegas comerciantes anuncian que brindarán con champaña en homenaje a Arnaldo, utilizando conceptos previamente seleccionados cuyas iniciales forman una frase significativa. Con sus copas en alto, proclaman brindis por:

Amor, Razón, Naturaleza, Acción, Labor, Deber, Orden, Ética, Oferta, Coraje, Amistad, Remisión y Arrojo.

El resultado, con todos los presentes de pie, emocionados, brinda a la salud del querido y amado Arnaldo y de toda su honrada familia.

 

La hija del tiempo

L

Silvia C.S.P. Martinson

 

Han pasado anos, muchos años.

Los hechos suceden y ella vivió .

La vida poniendo a prueba a situaciones que a veces no entendía.

Personas, lugares, amistades, amores transcurieron en un viaje frenético de días, meses y años,en momentos de sentimientos intensos que parpadearon y luego desaparecieron.

A veces lloraba, a veces sonreía.

Llegó un momento, como siempre, cuando amaba con tanta intensidad y luego se dio cuenta de cuanto tiempo había pasado y que ahora , tardíamente, excoriaría de sus dedos como arena fina, como agua marina que no retiene ni puede detener.

Asombrado detenido.
Ella pensó… ¿Por qué sucedió todo esto?
Y los hechos volvieran a su memoria. Uno por uno. Regresó a la infancia.

Recuerdos explotan en su memoria.

Los juguetes, el risas, amigos, sus observaciones, divagaciones…

Tan pequeña y tan soñadora.

Recuerda los pájaros que cantaban, las nubes que corrieron y las figuras que se formaban.

No se pudo compartir con nadie, pensaban que era una tonta, una tonta.

Los juegos infantiles se seguían en tranquilidad con hermanos y amigos de alegría y relajación

En esta fase de transformación, la inocencia es reemplazada por el conocimiento, por las ilusiones, por los ideales de libertad y el deseo de tomar más vuelos.

La poesía, la música, el arte y la política tomaron sus días siempre con mucha pasión por todo lo que se esforzaron por hacer.

Sueños, ilusiones, ocurrieron con frecuencia y también se desvanecieron como por encanto, ante las novedades que presenta la vida.

En este interin tuvo la experiencia y el contacto con filosofías y prácticas esotéricas, a partir de las cuales obtuvo e instaló en su ser el conocimiento trascendental de su inmortalidad y su capacidad para ejercer la tensión mental, a través de la fuerza del pensamiento , sobre la voluntad y las acciones de otras personas.

Las ciencias ocultas surgieron en su vida, describieron sus pasos y otras personas, actitudes.

En cierto momento se dio cuenta de que estaba interfiriendo con las actitudes de otras personas, llevando a ellas a hacer, por su inducción, lo que quería.

Ya era un Maestro en esta técnica.

Ella no estaba satisfecha consigo misma.
Repensado, verificó su error al interferir en el libre albedrío de los demás.

Se detuvo con todo.

Liberó a otros de su influencia, porque vio cuán falible e imperfecta era cuando se trataba de amor y desapego.

La conciencia de lo que es el verdadero amor ha hablado más fuerte. Solo entonces, el Maestro realmente se ha convertido.

Siguió la edad adulta como otras personas, con éxitos y fracasos, se casó , tuvo hijos y aceptó y luchó, honestamente por sus anhelos y por lo que el destino le tenía reservado cada día. Fue feliz, sufría, reía, lloraba, amaba y era amado.

Tuvo recuerdos de sus viajes anteriores a la Tierra y entendía por qué su existencia actual.

Y al final y solo después se realizó.

Era un ser solitario en la búsqueda constante de crecimiento y evolución.
Ahora estaba preparado para un nuevo tránsito…

El mercadillo del poblado de San Fermín

E

Pedro Rivera Jaro

 

En el año 1955, cuando yo tenía 5 años, como era el hijo mayor de mis padres, mi mamá se servía de mí para hacer pequeñas compras de alimentos en las tiendas próximas a casa. Entre estas estaban la tienda de comestibles del señor Herrero, la carnicería de la plaza, la verdulería y frutería de la señora Matilde, y la casquería de Nieves, entre otras.

Ella me apuntaba lo que necesitaba en un trozo de papel, y yo lo entregaba en las tiendas, donde me daban lo solicitado. Así fue como, desde muy pequeño, aprendí a hacer las compras, distinguiendo la calidad de los productos.

A partir del año 1961, ya con 11 años, recuerdo que cogía mi bicicleta y el capacho, y me iba hasta el mercadillo de fruterías y verdulerías. Este estaba montado con paredes y techos de madera y formaba dos largas filas de barracas, una frente a la otra, además de una fila más corta en la entrada de arriba, que cerraba las filas principales. Recuerdo que, en esta última fila, estaba la tienda del señor Paco Osuna.

Mi madre me daba 25 pesetas y me decía:
—Hijo, no tengo más dinero.
—¿Y qué necesitas, mamá? —le preguntaba yo.
—Necesitamos fruta, judías verdes y patatas. Lo que tú veas, hijo.

En la frutería de la señora Matilde, que estaba al lado de casa, un kilo de plátanos costaba 13 pesetas. En cambio, en el mercadillo todo salía mucho más barato, sin que la calidad disminuyese.

En el capacho, que colocaba en el soporte trasero de la bicicleta, cabían bastantes kilos de fruta. Montado en mi bici, cruzaba la Colonia de San Fermín y llegaba hasta el poblado del mismo nombre. Una vez en el mercadillo, daba una vuelta completa observando las mercancías y los precios de los distintos productos.

En la segunda vuelta, iba comprando en cada puesto lo que había seleccionado en la primera. Por ejemplo: 2 kilos y medio de naranjas por 5 pesetas, otros 2 kilos y medio de manzanas por 5 pesetas, 2 kilos de patatas por 4 pesetas, 1 kilo de judías verdes sin hebra por 3 pesetas y 1 kilo de plátanos de Canarias por 8 pesetas. En total, las 25 pesetas que me había entregado mi mamá. En otras ocasiones, si me sobraba una peseta, ella me la regalaba.

En 1964, ya con 14 años, empecé a sentir vergüenza si las chicas de mi edad me veían con el capacho. En aquella época, estaba mal visto que los varones hicieran las compras, pues se consideraban cosas de mujeres. Hoy no es así, pero entonces lo era.

En consecuencia, le pedía a mi madre que mandase a mi hermana Maribel, que ya tenía 12 años, pero ella se negaba porque decía que los tenderos la engañaban y, en cambio, a mí no, porque sabía muy bien lo que compraba.

Siempre creí que exageraba.

La creceste oscuridad

L

Carlos Boné Riquelme

 

La mañana estaba calurosa, y el centro de la ciudad parecía haber explotado de un momento a otro con la presencia de cientos de personas que caminaban; algunas rápidas, otras lentamente, mirando vitrinas, y muchas otras paradas en los lados con mantas extendidas en el piso, vendiendo miles de objetos de diferentes colores cuyo propósito no podía adivinar.

Allí, en medio de esta multitud, la vi: delgada, con pechos grandes, cabello castaño cayéndole por la espalda, y un bebé en los brazos. De edad indefinida, pero bebé, al fin y al cabo.

Una mesa pequeña se encontraba frente a ella, y pude divisar algunas pulseras doradas, collares de piedras de colores, cintas para el pelo, y algunas otras baratijas expuestas a la mano de quien quisiera adquirirlas.

La observé por largo rato, mientras ella compartía su tiempo hablando con algún posible comprador y susurrándole algo al niño, que a veces parecía moverse inquieto, o a veces dormía. Aquellas quedas palabras eran como cantos de cuna que ella soltaba tranquilamente, mientras su talle se movía en un gesto que daba cierta calma al bebé.

No pude evitar acercarme, y me paré enfrente de ella mientras cogía una pulsera entre mis dedos y le preguntaba por el precio. Así pude mirarla directamente a los ojos y observé su mirada quieta, modesta, casi perdiéndose en un río de miel.

Su nariz era pequeña y recta, y sus labios, mórbidos, de aquellos que llaman al beso y al erotismo, invitaban a solazarse mordiendo y restregando tus labios contra los de ella.

Su voz repitió el precio, mirándome extrañamente. Quizás percibió que mis intenciones no eran comprar, solo pararme allí como un pervertido para observarla en la quietud de su maternidad.

Entonces, decidido, saqué un billete y pagué por la pulsera mientras ella me miraba sorprendida. Yo me reí interiormente, pensando que quizás la había descolocado de aquella posición de adivinar y de no estar segura.

La volví a mirar mientras ella buscaba el sencillo para darme el cambio en el bolsillo de su chaleco deslucido, de un color verde suave, pero que le colgaba de los hombros como si le quedara grande.

Le hice un gesto de que no importaba, que se quedara con el vuelto, y me marché sin volverme a mirar, pero sintiendo la mirada de ella en mi espalda, como si me quemara.

Entré a una de las galerías, una de las tantas que se encuentran en el paseo, y allí, a resguardo de las miradas, me detuve sintiendo que mi acelerado pulso se calmaba un tanto.

Esperé un rato y, luego, dando la vuelta por otra galería, salí nuevamente al paseo y traté de llegar al mismo lugar donde ella se encontraba.

Pero ella ya no estaba allí.

Miré alrededor buscándola, pero entre el movimiento de la gente y los vehículos que transitaban por la avenida, tuve que darme por vencido y darme la vuelta, dirigiéndome a la plaza donde ya el monumento a Don Pedro de Valdivia no existe.

Solo la base de color blanco, o quizás crema, se encuentra allí como recuerdo de algunos días de violencia sin sentido.

Me senté en uno de los bancos de la plaza, y un muchachito de tez oscura con un cajón de lustrado me ofreció sacar brillo a mis zapatos. Yo, sin casi sentir o saber lo que hacía, le indiqué que aceptaba su oferta.

Casi sin respirar, el muchacho se sentó en una pequeña banquita que traía junto al cajón y, tomando uno de mis pies, lo acomodó encima de la caja negra, empezando a pasar un cepillo de oscuras cerdas sobre mi zapato.

Yo, olvidado de lo que me trajo a la plaza, me dejé ir, sintiendo el sol en mis ojos y el calor agradable que me envolvía entre el ruido de la calle y el zumbido de las conversaciones.

De pronto, una voz me despertó de mi sueño ligero, y al levantar la vista, la vi a ella parada frente a mí, mientras el muchacho proseguía con su labor de abrillantar mis zapatos de cuero viejo y gastado.

La miré sorprendido, sin decir una palabra, y ella, aún sosteniendo al bebé en sus brazos, se sentó a mi lado.

La dejé sentar mientras sentía algo extraño recorrer mis entrañas, y, sin pararme a pensar —pues, de lo contrario, no me atrevería nunca más—, le pregunté si quería irse conmigo.

Ella, sin decir palabra, asintió moviendo su cabeza, y allí supe que este era mi destino. No sé si bueno o malo, o quizás si algo resultaría de una mujer sola con un niño en brazos, pero la respuesta era que había que atreverse a las sorpresas, pues estas solo se dan ocasionalmente.

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