Autor/aPedro Rivera Jaro

Nació el 24 de febrero de 1950 en Madrid, España. Jubilado con estudios de Empresariales, Marketing y Logística. Dedicado por afición a la narrativa y poesía. Jurado en el Concurso Cultural FECI/INTE, participante en el Libro Versos en el Aire, con el poema ¿A dónde va? Concurso Villa de Lumbrales XXII, de la Asociación de Mujeres. Concurso de Editora Ex Libric, con el trabajo 48 Palabras. En 2023 escribió, mano a mano con la autora Silvia Cristina Preysler Martinson el libro, en español y portugués, Cuatro Esquinas - Quatro Cantos.

El asesinato del médico de Cespedosa de Tormes

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Pedro Rivera Jaro 

La Villa de Cespedosa de Tormes está situada sobre la antiquísima frontera de Castilla y de León, entre las provincias de Ávila y Salamanca, en la zona conocida como Alto Tormes, en referencia a dicho afluente del Duero.

La mayoría de sus pobladores son gente humilde que se dedica al cultivo de la tierra y a la cría de sus animales.

El día 10 de julio de 1912, don Leopoldo Soler, médico titular de Cespedosa, viudo y padre de una niña de tan solo cuatro años de edad, apareció en el lugar donde confluye la calle de Pablo Prieto y la plaza del Doctor Ramón Martín Frutos, desangrado por el corte que sufría en las venas y arterias del cuello. Allí lo dejaron sentado, quienes quiera que ejecutaran su asesinato.

Don Leopoldo procedía de una buena familia de la capital salmantina. Fue un estudiante brillante y destacó también en todas las actividades sociales. Reuniones, mítines, algazaras, contaban con su señalada presencia.

Se casó con Basilia Cáceres, hija de un reputado y bien considerado abogado y posteriormente en 1906 obtuvo la plaza de médico en Cereceda, de donde en poco tiempo pasó a Cespedosa de Tormes.

Muy pronto se convirtió en un personaje relevante en el pueblo, junto al Alcalde, el Sacerdote, el Juez, el Boticario y los maestros.

Cayó en gracia en el pueblo, al menos al principio, pero al poco tiempo eso cambió porque al parecer, según el rumor que corrió por el pueblo, cuando visitaba a sus pacientes femeninas, al parecer abusaba de ellas y para mayor delito, cuando veía al novio o al marido, no se recataba de decirles: “tu jugando la partida y mientras tanto yo, en la cama con tu mujer”.

Los varones del pueblo empezaron a variar su opinión del doctor, ya que su extendida fama de Don Juan, fue motivo de ojeriza y celos entre los varones.

La actitud del médico se agravó al fallecer su joven esposa Basilia, tras una corta enfermedad que la llevó a la tumba.

Tres meses después de enviudar, una niña encontró su cuerpo degollado y sin vida, sentado en la calle Pablo Prieto.

Avisó al hermano del médico, que residía en la misma casa de su hermano y éste avisó a la Guardia Civil.

Un periodista del diario El Adelanto de Salamanca, a quien llamaban El Timbalero, José Sánchez, con experiencia en otros crímenes anteriores, intentó obtener información, pero se encontró con un muro de silencio, como ya le había ocurrido antes al Juez Instructor, don José de la Concha.
Aparentemente, el doctor, era un hombre muy querido y respetado. Lamentaban mucho su muerte, pero nadie colaboraba en el esclarecimiento del crimen.

El juez optó por detener a nueve hombres y dos mujeres. Todos ellos entraron a los calabozos en un intento de disuadirlos de romper su silencio. Después de los interrogatorios por parte de la Guardia Civil, quedaron tres sospechosos principales presos.

El primero de ellos Ciriaco Hernández, apodado El Brujo, era el matarife del pueblo, que por su oficio sacrificaba ovejas, cabras y cerdos, cada día de matanza con su hábil mano, manejando los cuchillos, y conocía a la perfección venas y arterias, así como su localización para una muerte rápida y segura.

Todo esto unido a una mala relación con el médico, motivada por los comentarios que corrían por el pueblo y que hablaban de que la mujer de El Brujo, Gaspara, mantenía con el médico una relación a escondidas del marido, pero es sabido que estas cosas en los pueblos, son conocidas y comentadas, lo cual constituye motivo de burlas y cuchufletas, a costa del supuesto cornudo.

Como dice un conocido comentario castellano:” No siento que me pongan los cuernos, sino la risita que les entra cuando paso”.

El Brujo, había exigido aclaraciones, llamando a careo a Gaspara y a Don Leopoldo, y al parecer no quedó convencido de las explicaciones recibidas.

El segundo sospechoso, Pablo Vallejo, Pablines, en lugar de su esposa, se trataba de su hija, pero en este caso parece que el médico tenía la intención de casarse con ella, al haber quedado viudo.

El tercer sospechoso era Santiago Hernández, Chaguete, como acostumbran en Salamanca a llamar a los Santiagos.
Un testigo le ubicaba en la última noche con vida del médico, en una taberna del pueblo, diciéndoles a dos vecinos que había que matar al médico.

Aunque los interrogatorios se aplicaron con mucha dureza, los detenidos negaron su implicación, una y otra vez. Al final fueron puestos en libertad. Todo el asunto acabó siendo considerado un crimen colectivo, como ocurriera en la famosa obra de Fuenteovejuna, donde mataron al Comendador todos a una.
Durante muchos años, los médicos procuraban permanecer el menor tiempo posible en aquel pueblo, hasta que fue borrándose la virulencia del crimen de la memoria colectiva.

Nunca se llegó a saber por la Justicia la realidad de lo ocurrido, pero sí que existen comentarios de algunos naturales de Cespedosa de Tormes, que hablaban de que alguna familia del pueblo, siguió guardando un importante secreto durante varias generaciones, porque uno de sus miembros, había abandonado el pueblo, la misma noche del crimen al lomo de su mula, y nunca se desveló su destino real, aunque al parecer viajó hasta Tucumán, en Argentina, ya allí permaneció hasta la hora de su muerte, amparado en el silencio del pueblo, que consideraba justo lo que le aconteció a aquel señorito, que no se privaba de hacer su capricho, aún a costa del honor de los demás habitantes.

Hoy en día las condiciones y derechos son muy diferentes, pero entonces, las mujeres estaban mucho más desprotegidas, e igualmente sus familiares, cuando se trataba de personas humildes.

Protección contra palomas

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Pedro Rivera Jaro

 Hace como veinte años, aproximadamente en 2002, por causa de mi situación laboral, o mejor dicho, por mi imposibilidad de encontrar trabajo como Economista, seguramente a consecuencia de tener 52 años y haber cursado solamente tres Máster, acepté dedicar mi esfuerzo a una labor comercial a puerta fría. Vender a puerta fría supone ir tocando en los timbres de empresas y casas particulares y ofrecer los productos de la cartera.

En ese momento yo ofrecía unas redes invisibles y unas varillas de 40 centímetros de longitud con una doble fila de alambres erectos. Ambos productos estaban pensados para evitar que las palomas durmieran y anidaran en los edificios que se querían proteger contra los excrementos de las palomas y de los daños que la acidez de las cacas de estos animalitos producen en fachadas y tejados.

Un día que estaba visitando en la calle Toledo, de Madrid, entré en una Iglesia y comencé a hablar con la sacristana , la cual me dijo que eso debería exponérselo a Don Jesús, que era el Cura Párroco de dicha Iglesia. Me dijo aquella señora que por favor esperase, porque iba a ver si Don Jesús podría recibirme para que se lo explicara a él personalmente.

Diez minutos más tarde volvió acompañada por el sacerdote, quién muy amablemente escuchó todo mi repertorio comercial orientado a convencerle para conseguir echar de la Iglesia a las pobres palomas. Cuando hubo escuchado todas mis explicaciones, Don Jesús, con una sonrisa de conmiseración me preguntó: ¿Sabe usted en que Iglesia estamos? Y sin darme tiempo a responderle, añadió: Esta es la Iglesia de la Virgen de la Paloma. Yo pensé inmediatamente que había metido la pata hasta el fondo, pero yo hasta aquel día no sabía que dicha Iglesia tenía dos entradas, una en la calle de Toledo, que era en la que yo me encontraba, y otra que yo si conocía que está situada en la calle de La Paloma, esquina con la de Isabel Tintero.

El buen Cura no podía admitir en su fuero interno eliminar las palomas que daban nombre al Templo, por mucho beneficio que hubiera conseguido para mejorar su aspecto exterior.

Una vez más comprobé que la vida nos da lecciones cuando menos las esperamos.

Un marido infiel

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Pedro Rivera Jaro 

Mi amiga Alicia es Diretora Comercial Executiva de una importante empresa multinacional del sector textil. Dentro de sus obligaciones laborales tenía que planificar el implante y desarrollo de la red comercial en otros países extranjeros.

Para ello tenía que desplazarse a dichos países durante plazos de tiempo, que se prolongaba hasta tres meses, y durante esos meses, ella pretendía que su madre se encargará de venir a cuidar del yerno, durante sus ausencias.

Su marido, el yerno de la señora, no tenía una relación demasiado amistosa con la suegra, y so-pretexto de no darla tanto trabajo, porque ya era una señora bastante mayor, convenció a su esposa de que lo más provechoso sería contratar a una señorita, interna, para su servicio y el mantenimiento de la casa.

Un par de semanas después de la marcha de Alicia, su madre se presentó en la casa del matrimonio, para comer.

Cuando al conocerla, observó que era una señorita joven, y muy guapa, no le pareció muy acertada la elección. Cuando terminada la comida, la suegra dio por terminada la visita, se marchó a su casa.

La criada recogió todos los platos, cubiertos y demás utensilios de cocina y los puso en el lavavajillas.

Al día siguiente, se puso a colocarlos en sus estantes correspondientes, y observó que faltaba un cucharón de plata con el que había servido la sopa el día anterior.

Al día siguiente lo busco por la casa sin encontrarlo, y comunicó la falta al dueño de la casa, quién le recomendó que volviera a buscarlo al día siguiente, porque seguramente, aparecería en cualquier rincón, debajo de algún mueble o así.

Al día siguiente lo estuvo buscando de nuevo, con el mismo resultado.

Volvió a decírselo al dueño, y este pensó en preguntar a su suegra por si lo había visto. Lo hizo y ella le contestó que lo había dejado en la habitación de la criada, debajo de la almohada.
Y acto seguido le preguntó a su yerno: ¿Dónde ha dormido todas éstas noches la criada?

Mi tío Mete

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Pedro Rivera Jaro 

(Según narración de Emeterio Rivera)

Mi familia paterna, es oriunda de un pueblecito de Toledo, llamado Geríndote. Mi abuelo Apolonio siendo muy joven fue llevado por el ejército español a la guerra de Melilla, en Marruecos.

En otro momento os contaré ese episodio de la vida de mi abuelo, pero ahora quiero hablaros de mi tío Emeterio, que era el tercero por orden de nacimiento de los cinco que tuvieron mi abuelo Apolonio y mi abuela Isabel.
Lucía, Luis, Emeterio, Felix mi padre, y Victor cuyo verdadero nombre era Julián, pero llamado Victor por ser este el nombre de su padrino.

La siguiente narración está escrita por uno de los nietos de mi tío Emeterio, sobre un borrador manuscrito por él. Su nieto le llamaba Tello, el abuelo Tello. Es una historia de un hombre sencillo, que me la regaló, a mí, su sobrino Pedro.

En este momento me embarga la emoción por el recuerdo de uno de mis muy queridos tíos. Que Dios te tenga en su gloria tío querido.
Aún recuerdo cuando, con un lapicero, me dibujabas un pato, sobre una hoja de papel cuadriculado de un pequeño block.
Ahora hago yo lo mismo para mi bisnieta Makenna, mi americanita querida de 5 añitos, que vive en los EE.UU.

Quiero que seáis conscientes de que en mis historias, no distingo entre izquierdas y derechas, porque entre otras causas, creo firmemente que la gente buena se encuentra en todas las creencias políticas, exactamente igual que la mala.

Tenemos que situarnos en los primeros años cuarenta, conocidos como los años del hambre en España. Después de una sangrienta guerra civil, en la que se enfrentaron españoles contra españoles, España quedó arrasada, sus campos improductivos, la flor y nata de sus pobladores habían fallecido, había sido mutilada, o se había visto obligada a huir fuera de España, por temor a las represalias de los vencedores sobre los vencidos. Toda España se convirtió en un inmenso campo de prisioneros, en el que sin prisa, se iba investigando a cada preso sobre sus antecedentes y con todas las informaciones que pudieran aportar las personas que les conocían..

Más adelante las democracias europeas, una vez que la Segunda Guerra Mundial había finalizado, con la derrota de los nacionalsocialistas alemanes y fascistas italianos, decretaron el aislamiento de España, motivado porque el bando vencedor de los militares españoles, se suponía alineado con los perdedores en Europa.

El maná que supuso en Europa el Plan Marshall, no dejo en España ni un solo dólar, por lo que el daño se produjo, no sobre nuestros gobernantes, sino sobre el pueblo español, cuyas clases más humildes padecieron el azote del hambre y de enfermedades como la tuberculosis, sufriendo miles de muertes entre sus habitantes.

Mi tío Emeterio, a quien toda su familia llamábamos Mete y que cuando fue abuelo, uno de sus nietos llamaba Tello cuando era chiquitín, era el tercero de los cinco hermanos que quedaron huérfanos de madre el año 1928. Mi abuela Isabel, nacida en un pueblecito de Toledo próximo a Torrijos, llamado Gerindote, de donde también eran naturales su esposo Apolonio y sus cinco hijos,Contaba se trasladó a vivir a un barrio muy humilde del sur de Madrid con su esposo e hijos, donde falleció con treinta y pocos años.

Mi abuelo Apolonio, nunca quiso volver a casarse y permaneció viudo hasta su fallecimiento, trabajando con la familia Ferrando, propietarios de tierras en la zona sur de Madrid, (Pradolongo, San Fermín, Ciudad de los Ángeles, Orcasitas, etc.), y de un Parador de Ganados, en el que los ganaderos que traían animales al matadero de Madrid, los aposentaban la noche anterior a su llegada a dicho matadero para su sacrificio.

Mi tío Mete me regaló una historia que él vivió cuando tenía 19 ó 20 años y trabajaba en un taller de reparación de carros, propiedad del señor Diego Hurtado, manuscrita por él, y pasada a máquina por uno de sus nietos. Dicha narración es la mayor parte del traje que yo he confeccionado, cortando aquí y añadiendo allá, y que dice así:

El trabajo de reparación de carros era duro, muy distinto al de carpintero, o al de ebanista. En este oficio se trabajaba la madera de encina para los radios y las pinas de las ruedas, el álamo negro para los cubos, también de las ruedas, los varales y todo el bastidor del carro.

También se empleaba el fresno para las pinas. Se trabajaba también mucho el hierro para la fabricación de un carro, en la confección de las llantas y aros de los cubos de las ruedas, barrotes laterales y pletinas de refuerzo. Todo este hierro había que prepararlo y forjarlo en la fragua a mano, a base de martillo y macho. En la fragua tenían un fuelle para encandilar el carbón y para hacer los taladros al hierro, tenían un taladro con un volante que había que mover a mano, porque entonces no tenían otros adelantos más cómodos para hacerlos.

El taller estaba situado en el sur de Madrid, en el barrio de Las Carolinas, cerca de la antigua carretera de Andalucía, hoy calle de Antonio López, en cuya carretera se cruzaba una vía de ferrocarril, con un paso a nivel con barreras, donde los vehículos que circulaban por élla, cuando se acercaba un tren y bajaban las barreras, se detenían hasta que terminaba de pasar y reemprendían su marcha.

Una tarde muy fría de aquel mes de Diciembre en la que estaban trabajando dentro del taller, llegó un señor con un carro tirado por una mula. Era un carro muy bonito, del tipo valenciano, con su toldo y sus cortinas, bien pintado, y que tenía en la parte de abajo una bolsa tipo arcón, donde los carreteros solían llevar sus objetos personales, apartados de la carga de mercancías que transportara.

Aquel señor entró en el taller diciendo que le habían dado un golpe en un varal del lateral del carro, y que se lo habían roto, por lo que necesitaba que se lo reparásemos. El maestro del taller le dijo que lo dejara para otro día, puesto que dentro no tenía hueco en aquel momento para introducir el carro dentro, y fuera hacía demasiado frío para poder trabajar. Pero aquel señor insistió tanto, que acabó convenciendo al Maestro, quien dijo a Emeterio que saliese fuera y lo reparase. Así lo hizo Emeterio tomando las herramientas y saliendo a la calle, donde soplaba un viento del norte que pelaba de frío.

El dueño del carro se quedó dentro del taller y se puso a charlar con el Maestro al lado de la fragua. Mientras mi tío Mete estaba arreglando el carro, y en un momento dado sintió la curiosidad de ver lo que había dentro del arcón, y levantó la tapa de madera que lo cerraba. Entre otras cosas, allí había muchos manojitos de palitos de unos 10 centímetros de largo, y una bolsa de tela con dos panes en su interior redondos, de unos 35 centímetros de diámetro cada uno. Los ojos se le fueron a Emeterio detrás de aquellos dos panes, puesto que hacía mucho tiempo que no veía unos panes así ni en pintura.. Además de los panes, junto a ellos, había 2 chorizos que, estirados vendrían a medir cada uno alrededor de 50 centímetros. También había un puchero de barro nuevecito, lleno de tajadas de conejo con chorizo en aceite. A pesar de que pasaba muchísimo hambre, Emeterio volvió a tapar el arcón y lo dejó tal como lo había encontrado al principio. Para que se hagan una idea del hambre que pasaba en aquella época mi tío Mete, les diré que todas las tardes, cuando salían del taller, él y su compañero Diego, que era de su misma edad e hijo del Maestro, se iban al Mercado Central de Frutas y Verduras de Legazpi, que les quedaba cerca del Taller, y allí descargaban naranjas de los camiones y por ese trabajo les daban a cada uno una buena bolsa de naranjas y algunas remolachas, que una vez cortadas en rodajas y asadas, les parecían tan ricas y engañaban al maldito hambre que pasaban.

Emeterio siguió con su trabajo, preparó 2 pletinas de hierro y paso al interior del taller para hacerles unos taladros. En ese momento el dueño del carro, se estaba haciendo el gracioso, contándole al Maestro algo que le producía fuertes carcajadas refiriéndose a los manojos de palillos que llevaba guardados en el arcón del carro. Contaba que unos días antes, según venía por la carretera vió tumbada en el suelo una acacía, que el viento había arrancado. Paró al lado y cargó dos brazadas de ramas de dicho árbol en el carro y fue haciendo manojitos de cuatro palitos cada uno, sentado en el carro mientras la mula le iba acercando al próximo pueblo en la provincia de Toledo. Al entrar en el pueblo, con los manojos ya hechos, metidos en una cesta empezó a pregonar: “Palojos de oro para curar la diarrea de los niños” (en aquellos días morían muchos niños de diarrea). Las madres del pueblo compraron todos los manojos que tenía en la cesta, a dos reales cada manojo. Al Maestro y a su hijo Diego, no les causaba risa la venta de palojos de oro, porque el nombre del pueblo donde los había vendido aquel estafador era Gerindote, donde había nacido mi padre, mi tío Mete y todos los miembros de mi familia paterna. Mi tío Emeterio se dio cuenta que aquel timador vivía de engañar a la gente humilde y le causó un profundo deseo de venganza, por el daño que hacía jugando con el dolor ajeno. Salió fuera del taller para terminar de arreglar el carro y llamó a Diego con la escusa de que le necesitaba y le mostré el contenido del arcón, y al verlo dijo a Emeterio:”vamos a quitarle un pan”, porque si a mi tío Mete se le iban los ojos, a Diego se le iban las manos. Mi tío le respondió que lo dejara de su cuenta. Entra al taller y si ves que va a salir, das con el martillo en la bigornia dos veces, para avisarme. De lo demás me encargo yo, le dijo mi tío.

Por la calle, esa tarde tan fría no pasaba nadie. Enfrente del taller había un solar, donde iban a construir una nave y habían descargado un viaje de bloques, para hacerlo. Mi tio se subió a la pila de bloques y retiró a un lado tres de ellos, en el hueco que quedaba, metió la bolsa con los panes, los chorizos y el puchero, volviendo a colocar los bloques encima para taparlo todo.

Después entró al taller y le dijo a su Maestro que el carro estaba reparado. Salieron a la calle el Maestro y el carretero, y después de pagar la reparación, el dueño del carro invitó al Maestro a tomar algo en un bar próximo a la carretera, a donde fueron los dos subidos en el carro.

Al rato volvió el Maestro al taller y como una hora mas tarde volvió el carretero al taller y nos dijo que le habían quitado un poco de comida que llevaba en el carro. Emeterio le preguntó que donde había dejado el carro cuando entraron al bar, porque si lo habían dejado fuera, allí se lo habrían quitado, que por allí cerca debido a que los vehículos paraban en el paso a nivel, andaban muchos rateros para robarles. El maestro reforzó esa explicación y el dueño del carro tuvo que marcharse resignado con su pérdida.

Al final de la jornada de trabajo, el Maestro se fue para su casa y entonces Diego y Emeterio que se quedaron para recoger el taller, salieron a por su tesoro escondido, lo recuperaron y lo metieron al taller, donde lo escondieron en el lugar que suponían mas seguro, no sin retirar previamente una ración para cada uno de los dos. A continuación se dirigieron hacia Legazpi, pero no para trabajar en el Mercado, sino que entraron en un cine que allí existía, junto a la boca de entrada del Metro. Una vez dentro del cine se pusieron a comer ambos con muchas ganas. Ese día ponían la película titulada La Salvaora, de Lola Flores y Manolo Caracol, pero los asistentes cercanos a ellos estaban mas pendientes de lo que estaban comiendo, que de ver la película.

Durante 5 días estuvieron comiendo del contenido de la bolsa del arcón del carro. Uno de los días invitaron a un muchacho de edad aproximada a la suya con un trozo de pan y otro de chorizo, porque al pobre se le iban los ojos detrás de la comida y les dio algo de compasión.

Durante esos cinco días cuando mi tía Lucía, su hermana mayor que fue quien se ocupó de criar y cuidar a todos los hermanos, le ponía las gachas que tenían cada noche para cenar, porque otra cosa mejor no tenían, Emeterio no tenía hambre. Eso les venía bien a los demás hermanos que saciaban mejor su apetito, pero a ella la preocupaba aquella falta de apetito de Emeterio, que no se atrevió a explicarla el porqué de su desgana.

A mi tío Mete le dio pena tirar aquel puchero nuevo de barro y lo dejó en el patio de la casa familiar, lo cual extrañó mucho a mi tía Lucía, que se hartó de preguntar a todos sus hermanos la procedencia del puchero. Esfuerzo baldío porque nadie lo sabía, excepto el tío Mete que no abrió su boca y simuló no saber nada.

Transcurrido un año, Diego y Emeterio, que al acabarse la comida volvieron a ir cada tarde al Mercado a descargar camiones, le contaron al Maestro lo sucedido, pero no le pareció bien.

Pasado un tiempo les disculpó, comprendiendo que la maldad del carretero mereció sobradamente el comportamiento de los dos muchachos, puesto que no había dudado en abusar de la desesperación de las madres de Gerindote en unos tiempos tan difíciles como fueron aquellos.

Crecimos con la radio

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Pedro Rivera Jaro 

En los años cincuenta mi madre compró un aparato receptor de radio de la marca Telefunken.

Aquel aparato era carísimo para la época, quinientas pesetas. Era un aparato de válvulas, muy bonito y potente receptor, que cogía emisoras de muchas ciudades de toda Europa. Una de esas emisoras se me quedó grabada, por lo raro del nombre que no era otro que HILVERSUN. Aquel aparato receptor lo compró mi madre en una tienda que se llamaba El Ojo Mágico de la Calle Toledo 45, de Madrid, donde trabajaba como dependiente Elena Palomino, hermana de Paco, el marido de la prima Carmen y que era guapísima o al menos a mí me lo parecía. Elena se casó años después con un farmacéutico algo mayor que ella, y que tenía la farmacia en la calle Mayor, muy cercana a la plaza del mismo nombre de Madrid.

Mi padre encargó a Saturnino, mi vecino que era carpintero de oficio, un soporte en escuadra, de madera barnizada, y la fijó a la pared de la cocina de nuestra casa, justo encima de la mesa sobre la cual comíamos los seis miembros de la familia, a una altura de 1,80 metros. Sobre ese soporte se mantuvo el aparato de radio años y años.. Yo me pasaba muchísimo tiempo escuchando y aprendiendo de todo lo que emitían por la querida radio. Recuerdo que mi padre, a la hora de la comida, nos exigía silencio, porque le gustaba escuchar el PARTE. El parte eran las noticias, lo que hoy vemos en la Tele que llamamos Telediario. Esto provenía del Parte de Guerra que emitía Radio Nacional en los tiempos de la Guerra Incivil Española.

Todos tenemos en la memoria la última parte de la Guerra del día uno de Abril de 1939, pero creo que será preferible no volver a recordarlo.

Fueron tiempos muy duros para los vencedores y mucho más duros para los vencidos. Yo nací en 1950 y mis recuerdos no incluyen aquellos primeros años de posguerra, gracias a Dios, pero si los he conocido a través de terceras personas que vivieron aquellos tristes años. Aunque no gustaban de recordar las privaciones, las persecuciones, los encarcelamientos, siempre captaba entre sus conversaciones retazos de lo que habían vivido.

Crecimos con la Radio pero la radio nos transportaba a otros mundos, mucho más bonitos. Mi madre escuchaba los seriales radiados de Guillermo Sautier Casaseca, por ejemplo. Recuerdo Ama Rosa, El Derecho de Nacer. También recuerdo la Serie Dos Hombres buenos.

Pero como niño que era, lo que más disfruté fueron los cuentos que contaban cada día, como por ejemplo La Tabla de Multiplicar, Galgos o Podencos, que nos preparaban para la vida de adultos con sus correspondientes moralejas. Aquellos dos conejos que, entretenidos en discutir si los perros que les perseguían eran galgos, o eran podencos, se olvidaron de continuar huyendo, y cayeron entre sus dientes.

Este cuento me enseñó que no podemos distraernos de lo importante por discutir lo accesorio.

Otros cuentos que no olvido son La ratita Sabia, La Gallina Marcelina, (que era una gallina con mucha tradición, puesto que era de su abuela el Huevo de Colón), Garbancito, El Gallo Kiriko (a quien nadie quería limpiarle el pico, para ir a la boda de su tío Perico) y El Enano Saltarín.

Todas las mañanas , a las 10 comenzaba un programa llamado Conozca a Sus Vecinos, donde aquellos que tenían inquietudes artísticas acudían a cantar en los micrófonos de la radio para llegar a ser conocidos por el gran público. Los patrocinadores de los programas publicitaban sus productos a través de sus canciones comerciales, que los niños aprendíamos y cantábamos es alta voz, Cola Cao (yo soy aquel negrito), Okal, Almacenes Ruiz (si me quieres ver feliz, es preciso que me lleves, a los Almacenes Ruiz, de Hortaleza 19), y Muebles Cabezón.

En los fines de semana los locutores Bobby Deglané y José Luis Pecker, nos invitaban a la Cabalgata Fin de Semana, y los domingos por la tarde Carrusel con su seguimiento del futbol, le permitía a mi querido padre comprobar los resultados de los partidos y chequear los resultados de las quinielas, con la ilusión de acertar los catorce y hacerse millonario de la noche a la mañana.

Matilde Vilariño, Pedro Pablo Ayuso, Juana Ginzo, se convertían en divertidos personajes como Matilde, Perico y Periquín. A las cinco de la tarde, La Portera y sus Vecinos, hacían reír a la audiencia con sus graciosas ocurrencias, e igualmente sucedía al mediodía con La Saga de los Porretas.

Grandes profesionales que ganaban los Premios Ondas y Antena de Oro, dirigían programas de grandes audiencias, como por ejemplo, Joaquín Prats y Alberto Oliveras con Ustedes Son Formidables. Había programas que aparentemente eran para las tardes de las damas, pero que además eran seguidos por innumerables varones, como era el caso del Consultorio de Elena Francis, que seguía en antena en los primeros ochenta.

Recuerdo programas solidarios, tales como la Operación Clavel que dirigía el gran Bobby Deglané y que recogía ayudas para los afectados por las inundaciones de 1961, sufridas por los sevillanos. Más tarde hubo otro programa cuando las inundaciones del Vallés, en Cataluña.

Otro grandísimo profesional de la radio, Joaquín Peláez, dirigió la Operación Plus Ultra que seleccionaba auténticos héroes infantiles, para que cundiera su magnífico ejemplo entre los demás niños.
Humoristas como Gila y Pepe Iglesias El Zorro me hicieron reír sin tasa con sus desternillantes veladas.

No acabaría nunca de contar mis recuerdos de la radio, teniendo en cuenta que hasta 1964 no llegó el primer televisor a mi casa, y tomó el relevo de la atención familiar, pero no quiero acabar este hilo sin mostrar mi agradecimiento a lo que se llamaba Peticiones del Oyente, donde a solicitud de familiares y amigos, nos llegaba la felicitación de Cumpleaños mediante las canciones de moda, interpretadas por los cantantes más famosos del momento. Juanito Valderrama cantaba El Emigrante, dedicada a aquel hijo que estaba trabajando en Alemania, o Su Primera Comunión, si se trataba del mes de mayo y la celebración de las comuniones, que entonces eran grandes celebraciones. Antonio Molina nos cantaba Soy Minero, Angelillo nos llevaba por su Camino Verde y tantos otros músicos que con sus composiciones alegraban nuestras vidas.

Quiero expresar mi agradecimiento a todos los profesionales de la Radio que con su esfuerzo, como continúan haciéndolo hoy en día, nos han ayudado a superar aquella España que luchaba contra la desigualdad que nos diferenciaba del resto de Europa.

Hubo años en los que la gente pensaba que la televisión acabaría destruyendo a la radio, pero el correr del tiempo ha demostrado que la radio, por su propia constitución, por su inmediatez, supera en muchos aspectos a la televisión.

Todo lo que aprendí de niño escuchando aquella Telefunken de válvulas, me ha servido a lo largo de mi vida de igual modo que me sirvieron las enseñanzas de mis padres y de mis maestros.

Durante las noches de mis muchos años trabajando como taxista nocturno, mi querida radio me ha estado acompañando y ha conseguido que las horas transcurrieran con presteza.

Hoy a mis 73 años sigo escuchando cada mañana la radio y en los fines de semana escucho a Pepa y su No es un día Cualquiera, haciéndome sentir como si estuviéramos entre grandes amigos.

Espero no haberles aburrido con mis recuerdos. Les deseo a ustedes que su vida transcurra con la mayor placidez.

Amor paternofilial

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Pedro Rivera Jaro

Yo puedo comprender muchas cosas porque tengan lógica y porque sucedan comúnmente a muchas personas. Por ejemplo la ruptura de parejas que, antaño, sintieron gran amor entre ellos, pero las circunstancias de la vida lo agotaron.

Lo que no entiendo, ni podré entender nunca, es que se olviden de los hijos que fueron el fruto de ese amor, que justamente es el caso ocurrido en los años treinta con mi primo Joselín, y luego se ha repetido, hace 6 años con mi bisnieta Makenna.

Los tocólogos advirtieron a mi tía Santa, hermana mayor de mi madre, y a mi tío José su esposo, en el parto de mi primo Joselín, que no tuviera más embarazos, porque les costaría la vida a la madre y al bebé.

Dos años después se cumplió la predicción del médico, y mi tía Santa perdió su vida así como la vida de bebé en su siguiente parto.

Al poco tiempo, el tío José desapareció de la vida de su hijo Joselín al emparejarse con otra mujer, con la cual tuvo dos hijos. Al primero de ellos volvió a ponerle de nombre José, algo muy criticado por nuestra familia, cuyos miembros (mi abuelo Pedro, mis tíos, mis tías y mi madre), se habían ocupado de criar con todo cariño a mi primo.

Quiso el destino que aquel segundo niño que tuvo por nombre José, falleciera aplastado contra una pared por un camión, cuando su propio padre lo estaba aparcando. Hubo algún miembro de nuestra familia que manifestó, que se trataba de un castigo de Dios, pero yo siempre he pensado, que Dios no podía participar en un acto de castigo a un mal padre, que terminara con el fallecimiento de un niño inocente.

Aquel mal padre, volvió a formar parte de la vida de Joselín, cuando éste se casó a la edad de veintitantos años. Mi madre le echó en cara el olvido, en el que había mantenido a su hijo primogénito, y el buen señor dio por excusa, que su hijo, cuando le veía por la calle, le apedreaba.

Cada uno opine como prefiera.
Gracias a Dios el niño tuvo el cariño y los mimos de toda la familia, y, principalmente de mi madre y de mi abuelo Pedro, y no sintió la terrible falta de sus padres.

Muchos años después, he vuelto a vivir un caso similar en los Estados Unidos, en la personita de mi querida bisnieta Makenna, que cumplirá 7 años el próximo mes de Enero de 2024.

Ella es la hija mayor de Nicole, mi nieta mayor, la cual, enamorada de Devan, un compañero de su colegio, y su primer novio, formó pareja con él, siendo muy jóvenes, y con 18 años, trajo a la niña a este mundo.
Como 2 años después del nacimiento de la niña, su papá Devan se enamoró de otra mujer, que ya tenía 3 niños de otras relaciones anteriores, y se marchó de la casa matrimonial, y empezó a vivir con ella y sus 3 hijos. En la actualidad tiene 2 niños más, fruto de ésta nueva relación de Devan.

Hasta aquí todo normal con arreglo a las costumbres de la sociedad en que viven. Lo que ya no encuentro normal, es que Devan, se haya olvidado de que Makenna está en el mundo.

Nunca viene a verla, nunca le hace un regalo, ningún cumpleaños, ningún Santa Klaus, ningún fin de semana, ….
Que tristeza¡! ¡Que pena!.

Afortunádamente es una preciosa niña que vive con su abuela Diana, mi hija, y con su esposo Jessie, y a la que todos queremos muchísimo, y que es listísima y llena de vitalidad.

No le faltan juguetes, no le faltan regalos, no le falta cariño, y ni siquiera le falta el amor de su Daddy, que es como Makenna llama a su auténtico papá, Jessie, que siente por ella la misma pasión que la niña siente por él.

El que pierde en este caso es Devan, su padre genético, que nunca sabrá la preciosa niña que Dios le regaló, y a la que olvidó.

Los niños no piden venir al mundo, somos los adultos quienes les traemos a él, y solo los miserables olvidan que ellos también fueron niños y que necesitaron el cariño de sus mayores para madurar sin carencias afectivas, ni materiales.

Mira Pirule, el perro labrador

M

Pedro Rivera Jaro

Cuando vivían en Pinto, Fermín y María con Cuca (Maruja), Rafa y Conchita, y comerciaban con pescado, surgió una oportunidad de arrendar la taberna que estaba junto a la pescadería, en la plaza de Pinto.

Por la tarde del día de Nochebuena de 1945, el Concejal de Pinto acudió a la pescadería de Fermín, para comprar pescado para la cena. Pero todo el pescado estaba ya vendido, y así se lo hizo saber Fermín. Pero había allí, sobre el mostrador un hermoso besugo, y el Alcalde insistió en que se lo vendiera. Fermín le dijo que ese besugo se lo había encargado otra clienta que llamaban La Rata, y no podía dejarla sin él. El Concejal se marchó enfadado con Fermín, pero Fermín era un hombre de palabra y aquel besugo lo había comprometido ya, de palabra.

En aquellos años de posguerra los Concejales eran todos declarados partidarios del régimen de Franco, y sus palabras eran ley para la Guardia Civil.

Fermín tomó en arriendo la taberna, aunque había otra señora que la pretendía. Aquella señora resultaba que era la amante del Concejal, (en aquella época le decían “querida”). Y el Concejal que no podía declarar públicamente su interés porque en el bar se lo quedara la citada señora, añadió otro motivo por el que tener ojeriza a aquel rojo, que era Fermín.

Los Guardias Civiles, fuera de servicio, paraban en la taberna y tenían buena relación con Fermín. Por esa razón, en secreto, le comentaron a Fermín que el Concejal estaba recabando informes de los antecedentes políticos de Fermín, y que aún sabiendo que era una buena persona, les iban a obligar a actuar contra él.

Fermín había sido durante la guerra de España, Comisario Político de las Juventudes Socialistas Unificadas y había pasado año y medio en prisión, pero nunca habían descubierto que tenía grado de Capitán, pues si lo hubieran descubierto, muy probablemente seguiría estando encarcelado todavía. Por todo esto, Fermín y María decidieron marcharse urgentemente de allí, y salvar la vida al menos.

Tenían un perro labrador de color canela, clarito, que se llamaba MIRA, que habían criado en la casa y al que los niños adoraban. Fermín arregló con un vecino y amigo de Pinto que se quedara con el perro, y cómo los niños no se consolaban de la falta de su perro, aquel hombre les regaló unos juguetes a los niños. Pero el perro escapaba y volvía a la casa de Fermín una y otra vez, de manera que el vecino tuvo que encadenarlo en su casa para evitar su fuga.

Una noche salieron a escondidas de Pinto, en un automóvil en el que transportaron sus escasas pertenencias. Y emprendieron una nueva vida en Madrid, en la calle María Guerrero.

Pasaron varios meses y un buen día Cuca volvía del colegio, y vio a lo lejos un perro que llevaba un señor, atado a una correa. Cuca pensó que aquel perro se parecía a su Mira, más aún, que era idéntico a su perro, pero más estropeado y más delgado. De pronto Maruja gritó con toda la fuerza de sus pulmones: MIRA PIRULE (Pirule le decía siempre la señora María cuando llamaba al perro para echarle de comer, el guiso de arroz y casquería). El perro al oír el grito de la niña, dio un fuerte tirón y se soltó de la mano del señor que le llevaba de la correa. Aquel animalito corrió hasta la niña y empezó a dar saltos y a hacer zalemas, sin parar. Lloraba de alegría aquel perrito, dando pequeños ladridos, como si llorara y se subía las manos a los hombros de Cuca y lamía la cara con su lengua. La niña lloraba de alegría repitiendo Mira, mi Mira Pirule precioso.

El perro se había escapado en Pinto y llegó hasta Madrid en busca de sus amos, y estaba famélico cuando le había recogido el señor que le llevaba de la correa, le había estado alimentando y le había llevado al veterinario, haciendo unos gastos que reclamaba a Fermín, cuando acompañó a Cuca, que lloraba por recuperar a su MIRA.

Después de cobrar la factura del veterinario, aquel señor que había visto claramente que el perro adoraba a aquella niña, dijo lacónicamente: El que da pan a perro ajeno, pierde pan y pierde perro.

Peligros de la infancia

P

Pedro Rivera Jaro

Fotografía del album familiar Pedro Rivera Jaro

No encuentro explicación a la manera en que los niños de mi generación (nacidos en 1950), pudimos sobrevivir al ambiente hostil en el que nos criamos. A los niños de ahora los mantenemos entre algodones, para que estén a salvo de cualquier peligro.

Nosotros jugábamos en la calle todo el tiempo que nos dejaban libres nuestras obligaciones, que para la mayoría de los niños, eran únicamente el colegio y los deberes que nos ponían los profesores. En mi caso particular, yo tenía deberes que me ponían mi padre y mi madre como eran cuidar de las gallinas, los conejos y las palomas, o hacer los recados de compra de alimentos para la casa. También tenía que ir a la fuente pública para acarrear el agua potable para guisar, fregar y lavar. En cambio el agua de regar el patio, el gallinero y el jardín, la sacaba de un pozo que había excavado mi abuelo Pedro, y que se encontraba en un rincón del patio, junto a la pila de lavar la ropa, antes de que llegara a casa la primera lavadora Hoover-Hogel.

Por último, todas las noches cuando mi padre volvía de trabajar con su camión, yo tenía que lavar los cristales de la cabina, los faros y los pilotos. También limpiaba y lustraba los cromados del frontal del camión Studebaker. Y los sábados por la mañana, tenía que barrer los patios y el garaje.

Pero, no obstante todo lo anterior, teníamos tiempo también para jugar. Desde que yo recuerdo, jugábamos al futbol, en unas tierras que existían muy cerca de la fuente pública, sin cansarnos nunca, mientras teníamos luz del día. Y jugábamos primero con pelotas hechas de trapos viejos atados. Luego juntamos dinero entre todos y compramos una pelota de goma. Por último formamos un equipo de niños y aportábamos una cuota de una peseta cada semana, hasta que pudimos comprar un balón; por fin un balón.

También jugábamos al escondite, al rescate, a dola, a pasimisí, al bote bolero, al peón, y a otros muchos juegos sobre las calles de tierra, sin asfaltar, de nuestro barrio.

La primera vez que bajé al río Manzanares con mi amigo Tomasín, para intentar coger ranas y peces, sin conseguirlo, al volver a casa con los zapatos, pies y calcetines manchados de barro y cieno, mi padre me descubrió junto al cubo de agua que había sacado del pozo para lavarme. Y después de darme unos azotes, me castigó y me prohibió terminantemente volver a bajar al río.

Como podréis comprender, él lo hacía para protegerme, y evitar que pudiera hundirme en las ciénagas de la orilla del río Manzanares, y ahogarme en ellas. Yo de aquella tendría como 5 años.

Por supuesto que, aún a riesgo de recibir castigo, a mí me encantaba bajar a jugar al río con mis amigos, todos mayores que yo, a cazar lagartijas, lagartos y culebras, que se criaban por allí, entre aquellos vertederos de escombros.

Como también en las cuestas de aquellas pequeñas montañitas hacíamos lo que denominábamos escurrideros, y con contrachapados o cartones, echábamos puñados de arena y nos deslizábamos sentados hasta el fondo de la cuesta.

Si al llegar a casa manchado de tierra estaba en ella mi madre, aunque me reñía, no me pegaba. Pero si estaba mi padre, era distinto, porque con aquella mano llena de callos de trabajar cargando el camión, que era como una piedra por su dureza, me daba en el culo. Decía que en el culo no me rompía nada. Pero lo cierto es que me dolía mucho.

Transcurrieron unos cuantos años y cuando yo contaba con unos doce , los juegos se fueron haciendo más arriesgados. Nos juntábamos tres o cuatro amigos y con linternas entrábamos por la desembocadura de los colectores del alcantarillado del subsuelo de las calles de Madrid. Recuerdo a uno de mis amigos que desconozco porqué, pero le llamábamos Tragamuelles, y era un chico que siempre tenía la sonrisa en su cara. Los colectores eran bóvedas con una pequeña acera en el lado de la derecha y un poco más abajo había una conducción por donde discurrían las aguas de las calles hasta llegar al río. Estas bóvedas medían kilómetros y nosotros las recorríamos hasta llegar al Puente de los Tres Ojos, a varios kilómetros de nuestro barrio San Fermín, en el sur de Madrid.

De vez en cuando veíamos ratas enormes que bien corrían por la acera, o bien nadaban en la corriente. Para nosotros era una aventura y descubríamos salidas con tapadera de hierro por la zona de Legazpi. Estas cosas nunca fueron del conocimiento de mis padres, que estoy seguro no me lo habrían permitido.
Unos cuantos años después, tres chavales entraron y fueron sorprendidos por una tormenta, que produjo un fuerte aguacero con su correspondiente avenida de agua que, inundando a gran velocidad y violencia los colectores, arrastró los cuerpos de aquellos tres chicos a muchos kilómetros más abajo de la salida. Y fallecieron ahogados.

Esto mismo podría habernos pasado a mis amigos y a mí. Y mi familia se hubiera enterado cuando ya no habría tenido remedio.
Otro día, para no hacerme pesado os contaré más aventuras de mi niñez.

Vivencias de un taxista

V

Pedro Rivera Jaro

Una hija del famoso locutor de radio y presentador de televisión Jesús Quintero, conocido como EL LOCO DE LA COLINA, que justamente hoy hace un año de su fallecimiento, ha escrito un libro, narrando muchas de las importantes entrevistas que realizó su papá, a personajes como Felipe González Márquez , Presidente del Gobierno español, Dolores Ibarruri, La Pasionaria, miembro muy importante del Partido Comunista de España desde los tiempos de la Segunda República Española , y otros muchos que sería prolijo enumerar aquí.

También recuerdo en los programas televisivos de Los Ratones Coloraos, personajes conocidísimos y popularisimos, como eran Juan El Risitas, Antonio El Perro o El Cuñao, o José El Penumbra.

Yo tuve el placer de conocerle en mis tiempos de taxista, porque le llevé en mi taxi desde el Aeropuerto Adolfo Suárez de Madrid-Barajas, hasta la Estación del Ave de Atocha.  Él iba vestido con un elegante traje muy peculiar de color marrón claro, y tocado con un gorro de igual color, con doble visera trasera y delantera, que me recordó a los trajes que usan los monteros ingleses en las cacerías del zorro. Le acompañaba una señora que, yo interpreté, sería su secretaria, de mediana edad y elegantemente vestida, que no despegó sus labios en todo el trayecto.

Lo que me llamó la atención, fue el interés que mostró Jesús por conocer la situación del Gremio del Taxi, del cual manifestó ser cliente habitual durante los años en que, trabajando en la radio en Madrid, terminaba a altas horas de la noche.

Le comenté la situación provocada por la irrupción en el mercado del Taxi por las VTCS (vehículos de alquiler con conductor), que tuvo, y sigue teniendo, los efectos de una inundación, dada la falta de todo tipo de regulación de horarios, días de libranza, y otras normas que si regulaban milimétricamente la actividad del Taxi.

Una vez llegados a la estación de Atocha, Jesús me pagó la carrera y me regaló una gran propina, y una amplia sonrisa, que yo le agradecí ampliamente. Ambas, la sonrisa y la generosa propina.

A los pocos días recogí con mi Taxi a Santiago Segura, el creador de Torrente, que en aquellos días estaba presentando la obra Los Productores, original de Mel Brooks, junto con José Mota, en la Gran Vía.

Él iba acompañado de una señorita, y me solicitaron que les llevara al aeropuerto, donde querían tomar un avión con destino a Barcelona.

En la radio del taxi yo llevaba puesto un CD, y sonaba My Way, de Frank Sinatra, y les manifesté mi disposición a cambiar o apagar la música, en el caso de que no desearan escucharla. Santiago me demostró que es un hombre simpatiquísimo, y no fingidamente como se me han dado otros casos de famosos, que aparentando ser muy simpáticos, me demostraron todo lo contrario. Santiago me dijo que le encantaba Sinatra y empezó a cantar My Way.

Le comenté que unos días antes, había llevado a Jesús Quintero y, lo agradable, simpático y generoso que me pareció y, por supuesto, la propina que me había dado.

Cuando llegamos y me abonó la carrera, llenó sus manos con todas las monedas que pudo reunir, y, regalándomelas dijo entre risas: “Espero que hables de mí, tan bien como me has hablado de EL LOCO DE LA COLINA”.

Por supuesto que sí, Santiago, lo haré, pero no solo por la propina, que también, sino por tu enorme simpatía.

Los frutos de la higuera

L

Pedro Rivera Jaro

Cuando yo tenía como 12 años, más o menos, allá por el 1962, tuve una conversación con mi tía Cruz, que era la hermana menor de mi abuelo Pedro, en el maravilloso pueblo de Las Rozas del Puerto Real.

Era un día que habíamos aparejado su burra con su cabezada, su serón de dos senos, uno a cada costado, y con su cincha, y habíamos bajado a su huerto, en lo que llamábamos Arroyo del Valle, muy cercano al término de un pueblo vecino, Cadalso de los Vidrios.

Tenía un huertecito precioso con unas higueras que producían unos frutos riquísimos, que ella llamaba Cuello Dama

Tenía plantas de fresa, judías, tomateras, patatas, algunas cepas y algunos otros frutales, como ciruelos claudios, melocotones, guindos, etc. Según se entraba por una puertecita practicada en el murete de piedra seca o albarrada, que rodeaba todo el huerto, a mano izquierda había tres higueras grandes, y como a cinco metros de distancia, al frente a la derecha había un pozo de agua limpísima y fresca, de varios metros de profundidad y , con el cual regábamos el huerto, sacando el agua con una pértiga que se balanceaba arriba y abajo, en una horquilla que llevaba alojado un eje metálico y que llevaba un caldero de chapa galvanizada atado en la punta de la pértiga y en su parte trasera tenía atado otro cubo lleno de piedras que hacía de contrapeso cuando se elevaba el caldero lleno de agua, que se vaciaba donde empezaba el canalillo que llevaba el agua por su propia inclinación a los surcos del huerto.

Calculo yo que era un día de finales de agosto y estuvimos recolectando higos.

Las higueras tienen unas ramas flexibles que permiten acercarlas hacia el suelo para poder arrancar los higos y llenar las cestas de mimbre donde se guardaban. Ella me hacía un instrumento de una rama de árbol, que ella llamaba garabato, que no era otra cosa que una especie de gancho cortado justamente por encima de donde se juntaba la rama más gorda con uno de sus brotes.

Con ese garabato enganchábamos las ramas de la higuera y tirábamos hacia abajo, para llegar a coger los higos, que había que cortar sin arrancarles el pezón, que debía de quedar con el higo.


Estábamos en estas mi tía y yo, cuando le pregunté el porqué de que la higuera diera un primer fruto más grande que se llama breva y unos meses más tarde maduraban los higos, mientras que los otros árboles frutales que yo conocía solamente producen un fruto.

Ella se rió con la alegría que le producía el poder enseñarme cosas que yo desconocía y me contó una historia que a ella le había contado su abuela materna..

En los años en que Jesucristo y sus Apóstoles predicaban la Sagrada Doctrina por tierras de las riberas del Jordán y encontrándose cansados y sedientos, en un día de mucho calor, habían agotado sus provisiones de agua de beber, y solamente quedaba una calabaza llena de vino dulce que llevaba medio oculta San Pedro, y de la cual bebió éste medio a escondidas.

Obsérvole Jesús, y le preguntó: ¿Que bebes Simón? (Porqué era ese su nombre, antes de que Jesús le pusiera de nombre Pedro).

-Es vino Señor, ¿quieres probarlo?

Le pasó San Pedro la calabaza del vino dulce, y el Señor con la sed que tenía y el sabor tan dulcecito que tenía aquel vinillo, bebió con muchas ganas hasta que la dejó vacía. Al rato le entró a Jesús un tremendo sopor y se echó a dormir en una sombra próxima.

San Pedro pensó con temor que Jesús se había emborrachado y como consecuencia se había dormido. Y pensó que castigaría con su milagroso poder aquel líquido que le había derrumbado, y como consecuencia empezó a pensar la manera de que no maldijera aquel bebedizo que tanto le gustaba a él y las viñas que producían las uvas de las que se obtenía.

Cuando Jesús despertó, le preguntó a San Pedro que de dónde procedía aquel líquido que llamaba vino, a lo que le contestó que se obtenía del fruto de un árbol que se llamaba higuera. Entonces Jesús sorprendentemente le dijo con gran solemnidad:

- "Bendito sea ese árbol, que dé dos frutos al año".

Y desde aquel día la higuera nos regala las brevas como primer fruto y los higos como segundo fruto.
No sé si la leyenda es cierta o no lo es, lo que no podemos negar es que es muy bonita.

Nunca se me olvidó, y ahora me da mucha satisfacción contárosla a todos vosotros, al tiempo que recuerdo a aquella anciana a la que yo quería tanto, que era mi tía Cruz.

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